Carlos Fuentes
(Ciudad de Panamá, 1928 - México D.F., 2012)
Terra Nostra (1975)
(Barcelona: Seix Barral, 1975, 783 pp.)
(México, D.F.: Joaquin Mortiz, 1975)
A Luis Buñuel y Alberto Gironella, por las conversaciones en la Gare de Lyon que fueron el espectro inicial de estas páginas; a Carlos Saura y Geraldine Chaplin, demiurgos del pastelón podrido de Madrid; a María del Pilar y José Donoso, Mercedes y Gabriel García Márquez, Patricia y Mario Vargas Llosa, por muchas horas de extraordinaria hospitalidad en Barcelona; a Monique Lange y Juan Goytisolo, por el refugio de la rué Poissoniére; y a Marie José y Octavio Paz, por un estimulante e ininterrumpido diálogo a lo largo de los años.
A Roberto Matta, propietario del mapa de plumas de la selva americana, que en realidad es una máscara; a José Luis Cuevas y Francisco de Quevedo y Villegas, porque el genio y la figura de su encuentro sepulcral acudieron a mi llamado de auxilio en los momentos difíciles; a mi hermana Berta Vignal y al doctor Giovanni Urbani, del Istituto Centrale del Restauro (Roma), por sus inapreciables indicaciones sobre la vida y muerte de la pintura. A Elena Aga-Rossi Sitzia, de la Universidad de Padua, Michla Pomerance, de la Universidad Hebrea de Jerusalén, Rondo Cameron, de la Universidad de Atlanta, y Martin Diamond, de la Universidad de Northern Illinois, por la amistosa paciencia con que atendieron mis preguntas sobre diversos aspectos temáticos de esta novela. En el mismo sentido, expreso mi deuda para con las investigaciones realizadas por Norman Cohn acerca del milenarismo revolucionario y por Francés A. Yates acerca del arte de la memoria.
A Jean Franco, por las llaves de la Biblioteca del Museo Británico (Londres); a Anne Harkins por las de la Biblioteca del Congreso (Washington, D. C.) y por su puntual e inestimable ayuda en materia bibliográfica; a Jerzy Kosinski, por su activa solidaridad de escritor; y, finalmente, al doctor James H. Billington, director del Woorow Wilson International Center for Scholars (Washington, D. C.) y al personal de esa institución de altos estudios y plena libertad intelectual, gracias a los cuales pude concluir este libro.
I. El viejo mundo

Carne, esferas, ojos tristes junto al Sena
Increíble el primer animal que soñó con otro animal. Monstruoso el primer vertebrado que logró incorporarse sobre dos pies y así esparció el terror entre las bestias normales que aún se arrastraban, con alegre y natural cercanía, por el fango creador. Asombrosos el primer telefonazo, el primer hervor, la primera canción y el primer taparrabos.
Hacia las cuatro de la mañana de un catorce de julio, Polo Febo, dormido en su alta bohardilla de puerta y ventanas abiertas, soñó lo anterior y se disponía a contestarse a sí mismo. Entonces fue visitado dentro del sueño por una figura monacal, sombría, sin rostro, que reflexionó en su nombre, continuando con palabras un sueño de puras imágenes:
—Pero la razón, ni tarda ni perezosa, nos indica que, apenas se repite, lo extraordinario se vuelve ordinario y, apenas deja de repetirse, lo que antes pasaba por hecho común y corriente ocupa el lugar del portento: arrastrarse por el suelo, enviar palomas mensajeras, comer venado crudo y abandonar a los muertos en las cimas a fin de que los buitres, alimentándose, limpien y cumplan el ciclo natural de las funciones.
Que las aguas del Sena hirviesen pudo haber sido, treinta y tres días y media jornada antes, una milagrosa calamidad; un mes más tarde, nadie volteaba a ver el fenómeno. Las barcazas negras, sorprendidas al principio por la súbita ebullición y arrojadas violentamente contra las murallas del cauce, habían dejado de luchar contra lo inevitable. Los hombres del río se pusieron las gorras de estambre, apagaron los tabacos negros y subieron como lagartijas a los muelles; los esqueletos de las barcas se amontonaron bajo la mirada irónica de Enrique el Bearnés y allí permanecieron, espléndidas ruinas de carbón, fierro y astilla.
Pero las gárgolas de Notre-Dame, que sólo saben de la abstracción general de los sucesos, abarcaron con sus ojos de piedra negra un panorama mucho más vasto y, por fin, doce millones de parisinos entendieron por qué estos demonios de antaño sacaban la lengua, con feroces muecas de burla, a su ciudad. Era como si el motivo por el que fueron originalmente esculpidas se revelase, ahora, con una actualidad escandalosa. Las pacientes gárgolas, sin duda, habían esperado ocho siglos para abrir los ojos y tararear con las lenguas bífidas. A lo lejos, las cúpulas y la fachada entera del Sacré-Cœur amanecieron pintadas de negro. Aquí abajo, a la mano, la maqueta del Louvre se hizo transparente.
Gracias a una somera investigación, las despistadas autoridades llegaron a la conclusión de que aquella pintura era mármol y esta invisibilidad cristal. Las imágenes dentro de la basílica cambiaron, como ella de color, de raza: ¿cómo persignarse frente al ébano lustroso de una Virgen congolesa, cómo esperar el perdón de los gruesos labios de un Cristo negroide? Los cuadros y las esculturas del museo, en cambio, adquirieron una opacidad que muchos decidieron atribuir al contraste con los muros, pisos y techos cristalinos. Nadie pareció incomodarse porque la Victoria de Samotracia levitara sin aparente sustento; al fin justificaba sus alas. La duda volvió a apoderarse de los espíritus cuando se observó que, precisamente en virtud de su recién adquirida espesura en medio de tanta ligereza, la máscara del Faraón se sobreponía, en la nueva perspectiva liberada, a los rasgos de la Gioconda y éstos a los del Napoleón de David. Es más: la disolución de los marcos habituales en la transparencia y la consiguiente liberación de los espacios puramente convencionales permitió apreciar que Mona Lisa, con los brazos cruzados, no estaba sola. Y sonreía.
Pasaron treinta y tres días y medio durante los cuales, aparentemente, el Arco del Triunfo se convirtió en arena y la Torre Eiffel en jardín zoológico. Hablamos de apariencias pues una vez pasada la primera agitación, nadie se tomó el trabajo de tocar la arena que, a ojos vistas, parecía siempre piedra. Arena o piedra, permanecía en su sitio y al cabo nadie le pedía otra cosa: no una nueva naturaleza, sino una forma reconocible y una ubicación reconfortante. Cuánta confusión, en cambio, si el Arco, siempre de piedra, hubiese aparecido en el sitio que consabidamente ocupa, en la esquina de la rué de Bellechasse y la rué de Babylone, una farmacia…
Por lo que se refiere a la torre del señor Eiffel, su transformación sólo fue criticada por los suicidas potenciales, quienes al hacerlo revelaron sus insanas intenciones y debieron guardar compostura, en espera de que se construyesen arrojaderos equivalentes.
—No es sólo la altura; tan importante o más es el prestigio del lugar desde donde se salta a la muerte, le dijo a Polo Febo, en el Café Le Bouquet, un parroquiano habitual que, desde la edad de catorce años, había decidido suicidarse al cumplir los cuarenta. Se lo dijo una tarde cualquiera, mientras nuestro joven y bello amigo proseguía con sus ocupaciones normales, convencido de que hacer otra cosa sería como gritar «¡Fuego!» dentro de un cine repleto un domingo por la noche.
Al público le divirtió que la oxidada traba de la Exposición Universal sirviese como columpio de monos, rampa de leones, guarida de osos y pobladísimo aviario. Casi un siglo de reproducciones, símbolos y referencias la había reducido al más triste y entrañable estado de lugar común. Ahora, el vuelo continuo, la dispersión de palomas, las formaciones de gansos, las soledades de búhos y los racimos de murciélagos farsantes e indecisos en medio de tantas metamorfosis, entretenían y agradaban. La inquietud comenzó cuando un niño señaló el paso de un buitre que, desplegando las alas en la punta del armazón, trazó un vasto círculo sobre Passy y en seguida voló en línea recta hacia las torres de Saint-Sulpice, donde se instaló en un rincón del perpetuo andamiaje de la eterna restauración de ese templo y miró, con avaricia e irritación, las calles desiertas del barrio.
Polo Febo primero apartó de sus ojos el fleco rubio, se arregló con una mano (pues no tenía dos) la espesa melena que le caía sobre los hombros y se asomó a la ventanilla de la pieza que ocupaba en el séptimo piso del viejo inmueble para saludar a un sol de verano que, como todas las mañanas de verano en París, debía aparecer de pie en una carroza de brumas calientes y atendido por una corte de minuciosos perfumes callejeros, pues no eran idénticos los olores que el astro rey dispersaba en julio a los que la reina luna concentraba en diciembre. Hoy, sin embargo…Polo miró hacia las torres de Saint-Sulpice repitiendo en la mente el catálogo de los olores acostumbrados. El buitre se instaló en el andamiaje y Polo husmeó en vano. Ni el pan recién horneado, ni las flores pasajeras, ni la chicoria hervida, ni las húmedas aceras. Antes, solía cerrar los ojos para recibir la mañana veraniega y concentrarse hasta percibir el lejano olor de los capullos en el mercado del Quai de Corsé. Hoy, ni las coles y beterragas del vecino mercado de Saint-Germain, ni el humo de Gauloises y de Gitanes, ni el vino derramado sobre paja y madera. La rué du Four se negaba a respirar y la bruma no era el acostumbrado vehículo del sol. El buitre inmóvil desapareció entre las nubes de humo negro que salían, con un aliento de fuelle, por las torres de la iglesia. Y el enorme vacío aromático se llenó, de un golpe, con un ofensivo y gigantesco jadeo, como si el infierno hubiese descargado toda la congestión de sus pulmones. Polo olió carne, pelo y uñas y carne quemados.
Por primera vez en sus veintidós veranos, cerró la ventana y se detuvo sin saber qué hacer. Apenas pudo darse cuenta de que en ese instante empezó a añorar el signo suficiente de su libertad que era esa ventana siempre abierta, de día y de noche, en invierno y en verano, lloviese o tronase. Apenas pudo identificar su desacostumbrada indecisión con un sentimiento de que él, y el mundo en torno a él, envejecían sin remedio. Apenas pudo vencerla con una rápida pregunta: ¿qué está sucediendo, que me obliga a cerrar por primera vez mi ventana libre y abierta, estarán quemando basura, no, olía a carne, estarán quemando animales, epidemia, sacrificio? Inmediatamente, Polo Febo, que había dormido desnudo (otra imagen bien meditada de su libertad) entró a la ducha portátil, escuchó el ruidoso tamborileo del agua contra la hojalata pintada de blanco, se enjabonó cuidadosamente hasta acumular la espuma en el dorado vello del pubis, levantó su único brazo y dirigió la regadera hacia el rostro, dejó que el agua corriera entre sus labios, cerró la llave, se secó, salió del pequeño e impecable confesionario que esa mañana le lavó de todas las culpas menos una, la de la inocente sospecha y, sin pensar en prepararse el desayuno, calzó sandalias de cuero, se puso unos Levi’s de pana amarilla y una camisa color fresa, echó una rápida mirada al cuarto donde había sido tan feliz, se golpeó la cabeza contra el techo bajísimo y descendió rápidamente, sin hacer caso de los botes de basura vacíos y olvidados en cada descanso de la escalera.
En el entresuelo, se detuvo y tocó con los nudillos a la puerta de la conserje. No obtuvo respuesta y decidió entrar a recoger una improbable correspondencia. Como todas las puertas de conserje, ésta era mitad de madera y mitad de vidrio, y Polo sabía que si el rostro ensimismado de Madame Zaharia no asomaba entre las cortinillas, era porque Madame Zaharia estaba ausente y, sin nada que ocultarle al mundo (pues tal era su más repetida expresión: ella vivía en casa de cristal) no tenía inconveniente en que los inquilinos entraran a recoger las escasas cartas que ella dejaría separadas junto al espejo. Polo, en consecuencia, decidió entrar a esa cueva de perdidas gentilezas, donde el vapor de un eterno cocido de coles empañaba los mementos fotográficos de soldados muertos y sepultados, primero bajo las tierras de Verdun y ahora bajo la película de vapor. Y si unos minutos antes la indecisión se había apoderado del ánimo de Polo Febo, al no encontrar los olores del verano, como un aviso de desencanto y vejez, ahora la actividad (entrar a la pieza de la conserje en busca de un correo improbable) le pareció un acto de inocencia primigenia. Absorto en esta sensación, cruzó el umbral. Pero la novedad física fue más fuerte que la novedad del espíritu. Por primera vez desde que recordaba, nada hervía en la cocina y las fotos de los soldados muertos eran un límpido espejo de sacrificios inútiles y tiernas resignaciones. El olor también se había despedido de la habitación de Madame Zaharia. No así el ruido. En su camastro, sobre las colchonetas floreadas de viejos inviernos, la conserje, menos ensimismada que de costumbre, retenía en la garganta un espumoso aullido.
Pasarán muchos soles antes de que Polo Febo condescienda a analizar las impresiones que el estado y la postura, o sea la causa y el efecto, de Madame Zaharia, le provocaron. Acaso sea posible adelantar, sin autorización del protagonista, que los términos de su ecuación matutina se invirtieron: el mundo, irremediablemente, rejuvenecía y era preciso tomar decisiones. Sin detenerse a pensarlo, corrió a llenar un balde de agua, prendió el fuego de la estufa y puso a hervir el agua mientras con una mezcla de sabiduría atávica y de simple estupefacción, reunía toallas y rasgaba sábanas. El hecho singular que vivía la conserje se había repetido demasiadas veces durante los pasados treinta y tres días y medio. Polo se arremangó con los dientes el único brazo útil (la otra manga la traía sujeta con alfileres a la altura del muñón) y se hincó entre las piernas abiertas y los febriles muslos de Madame Zallaría, listo a recibir la cabecita que pronto debía asomar. Entonces la conserje soltó sus aullantes espumarajos. Polo escuchó el agua hervir, recogió el balde del fuego, arrojó adentro las trizas de sábanas y regresó al pie de la cama para recibir, no la esperada cabeza, sino dos pequeñísimos pies azules. El vientre de Madame Zallaría gimió con las contracciones del océano y el muñón de Polo latió como un mármol que añora la compañía de su pareja.
Cuando el niño nació con los pies por delante y una vez que Polo nalgueó a la criatura, cortó el cordón, amarró el ombligo, arrojó la placenta al balde y trapeó la sangre, hizo ciertas cosas en añadidura: miró el sexo masculino del infante, contó seis dedos en cada pie y observó con asombro la marca de nacimiento en la espalda: una roja cruz de carne entre las cuchillas de la espalda. No supo si acercar al niño a los brazos de esa vieja de más de noventa años que acababa de parirlo, o si, más bien, él mismo debía cargarlo y arrullarlo y apartarlo de una sospecha de contaminación y muerte por asfixia. Optó por lo segundo: sintió, en verdad, miedo de que la anciana Madame Zaharia ahogase o devorase a un hijo llegado tan fuera de temporada y se acercó al antiguo espejo de marco dorado donde la conserje acostumbraba encajar, entre vidrio y marco, las escasas e improbables cartas dirigidas a los inquilinos.
Sí: allí estaba una carta dirigida a él. Pensó que sería una de tantas notificaciones que de tarde en tarde le llegaban, siempre con sumo retraso, pues el desplome casi total de los servicios postales era ya un hecho normal de esta época en la cual todo lo que había significado progreso cien años antes, ahora dejaba de funcionar con eficacia y prontitud. Ni la clorina purificaba las aguas, ni el correo llegaba a tiempo. Y los microbios habían impuesto su reino triunfal sobre las vacunas: indefensos humanos, gusanos inmunes.
Se acercó al sobre y se fijó en que la carta no traía un sello postal reconocible; la retiró del marco, apretando al recién nacido sobre el lecho. La carta sólo venía lacrada con un yeso antiguo y musgoso, y el sobre era amarillo y viejo, como la letra del remitente era curiosa, vieja, obsoleta. Y al tomar la carta, unas gotas de azogue tembloroso rodaron sobre el papel y cayeron al piso. Sin dejar de apretar al niño, Polo rompió con los dientes el sello de yeso rojo y extrajo un pergamino adelgazado, arrugado, casi una hoja de seda transparente. Y leyó el siguiente mensaje:
«En el Dialogus Miraculorum, el cronista Caesarius von Heisterbach advierte que en la ciudad de París, fuente de toda sabiduría y manantial de las escrituras divinas, el persuasivo demonio inculcó una perversa inteligencia en algunos hombres sabios. Debes estar alerta. Las dos fuerzas luchan entre sí, en todo el mundo y no sólo en París, aunque aquí el combate te parezca más agudo. Los azares del tiempo decidieron que aquí nacieras, crecieras y vivieras. Tu vida y este tiempo pudieron haber coincidido en otro espacio. No importa. Muchos nacerán, pero sólo uno tendrá seis dedos en cada pie y una cruz de carne en la espalda. A ése, debes bautizarlo con este nombre: Johannes Agrippa. Ha sido esperado largos siglos y suya es la continuidad de los reinos originarios. Además, aunque en otro tiempo, es hijo tuyo. No faltes a este deber. Te esperamos; te encontraremos; no hagas nada por buscarnos».
Firmaban esta extraordinaria misiva Ludovico y Celestina. Asombrado por la reversión de la muerte que había olido en el humo de Saint-Sulpice y adivinado en sus buitres celosos, a la vida que mantenía con un solo brazo y que creía haber extraído mas no introducido, como misteriosamente lo indicaba la carta, Polo no tuvo tiempo de releerla. Negó dos veces con absoluta certeza: a nadie conozco que se llame Ludovico o Celestina; jamás me he acostado con esta anciana. Tomó un poco de agua sangrante entre los dedos, roció la coronilla de este ser tan nuevo como excepcional; murmuró de acuerdo con lo que le pedían en la carta:
—Ego baptiso te: Johannes Agrippa.
Al hacerlo, guiñó el ojo en dirección de la foto del recio poilu muerto durante alguna olvidada guerra de trincheras, tanques y gases bacteriológicos, que fue el marido certificado, efímero y único de la anciana Madame Zaharia; colocó al niño en brazos de la vieja de ojos azorados, se lavó las manos y, sin volver a mirar, salió de la pieza con la satisfacción del deber cumplido.
¿Realmente? Abrió el pesado portón que da a la rué des Ciseaux, esa estrechísima calle que lleva siglos corriendo, imperturbable, de la rué du Four al boulevard Saint-Germain y debió luchar contra una nueva alarma que se quería imponer a su deseo de gozar esta gloriosa mañana de julio. ¿El mundo rejuvenecía o envejecía? Como la calle misma, la cabeza de Polo era una esquina bañada por el sol y también un sombrío desierto.
El Café Le Bouquet, de suyo tan concurrido, invitaba con las puertas abiertas y las mesas y sillas sobre la acera; pero en el muro de espejos detrás de la barra sólo se reflejaban las ordenadas filas de botellas verdes y ambarinas y en el largo pasamanos de cobre apenas se distinguían las apresuradas huellas digitales. La televisión había sido desconectada y unas abejas zumbaban cerca del muestrario de cigarrillos. Polo alargó la mano y bebió, directamente de la botella, un trago de anís. Luego buscó detrás de la barra y encontró los dos cartones que anunciaban el bar-café-tabaquería. Metió la cabeza entre los cartones y ajustó los tirantes de cuero que los unían sobre sus hombros. Habilitado en hombre-sandwich, salió de nuevo a la rué du Four y ya no se preocupó al pasar al lado de los negocios abiertos y abandonados.
En el joven cuerpo de Polo se escondía, quizás, un viejo optimismo. Emparedado entre los anuncios, no sólo cumplía el trabajo por el que recibía un modesto estipendio. Repetía, además, la regla de seguridad según la cual cuando el tren subterráneo se detiene durante más de diez minutos y las luces de la caverna se apagan, lo indicado es seguir leyendo el periódico como si nada sucediera. Polo Avestruz. Mientras a él no le sobrevinieran accidentes como el de Madame Zaharia (¿y quién metería la única mano en el fuego, dados los tiempos que corren?) no tenía por qué interrumpir el ritmo normal de su existencia. No. Mucho más: sigo creyendo que el sol sale todos los días y que cada nuevo sol anuncia un día nuevo, un día que ayer fue futuro; sigo creyendo que hoy prometerá un mañana en el instan te de cerrar una página, imprevisible antes, irrepetible después, del tiempo. Sumergido en estas reflexiones, no advirtió que un humo cada vez más espeso le envolvía. Con la inocencia de la costumbre (que inevitablemente será congelada por la malicia de la ley) había dirigido sus pasos a la plaza Saint-Sulpice y se aprestaba a mostrar a los acostumbrados parroquianos de los cafés los cartones que por delante le cubrían hasta las rodillas y por detrás hasta las corvas. Lo primero que pensó, al verse envuelto por el humo, fue que nadie podría leer las letras que recomendaban asistir, de preferencia, al Café Le Bouquet. Levantó la mirada y se dio cuenta de que ni siquiera las cuatro estatuas de la plaza eran visibles; sin embargo, eran ellas los únicos testigos de la publicidad cargada por Polo, encargada a Polo. El muchacho se dijo, idiotamente, que la humareda se originaba en las bocas de los oradores sagrados. Pero ni de los dientes de Bossuet, los labios de Fénelon, la lengua de Massillon o el paladar de Fléchier, asépticas cavidades de piedra, podía surgir ese olor nauseabundo, el mismo que antes le impresionó desde la ventana de su bohardilla. Ahora lo acentuaba, más que la cercanía, el compás de una marcha invisible que su oído situó primero en la rué Bonaparte. Pronto pudo distinguir lo que era: un rumor universal y circulante.
El humo le rodeaba; pero alguien sitiado por el humo cree mantener un espacio de claridad alrededor de su propia presencia física: nadie, capturado por la bruma, se siente materialmente devorado por ella; no soy la bruma, se dijo Polo, la bruma sólo me rodea como rodea a las estatuas de los cuatro oradores sagrados. Alargó desde el humo pero también hacia el humo la única mano y en seguida la retiró, espantado, para guardarla detrás del cartel que le cubría el pecho ; en un par de segundos, su mano extendida, introducida dentro del humo, había rozado carne ajena, cuerpos veloces, desnudos y ajenos. Escondió los dedos que recordaban y conservaban el tacto de un grueso aceite, casi una manteca, Cuerpos ajenos, cuerpos invisibles y sin embargo presentes, veloces, cubiertos de grasa. Su única mano no mentía. Nadie lo observó; pero Polo sintió vergüenza por haber sentido miedo. El verdadero motivo de ese miedo no fue el descubrimiento casual de una veloz fila de cuerpos, escondidos por el humo y en marcha hacia la iglesia, sino la simple imagen de su única mano adelantada, devorada por el humo. Invisible. Desaparecida. Mutilada por el aire. Sólo tengo una. Sólo me queda una. Se tocó los testículos con la mano recuperada para asegurarse de la prevalencia de su ser físico. Su cabeza, allá arriba, lejos de la mano y el sexo, giraba en otra órbita y la razón, de nuevo triunfante, le advertía que las causas surten efectos, los efectos proponen problemas y los problemas exigen soluciones que, a su vez, se convierten, en virtud de su éxito o de su fracaso, en causas de nuevos efectos, problemas y soluciones. Esto le dijo la razón, pero Polo no entendió qué relación podía tener semejante lógica con las sensaciones que acababa de experimentar. Y seguía allí, detenido en medio del humo, exhibiendo unos carteles que nadie miraba.
—La insistencia es desagradable y contraproducente, le había amonestado el patrón del Café al contratar sus servicios. Un par de vueltas frente a cada café competitivo y adiós, aleop, rápido a otro lugar.
Polo empezó a correr lejos de la plaza Saint-Sulpice, lejos del humo y el tacto y el hedor: no había otro olor porque el de Saint-Sulpice se había impuesto a todos los demás; el olor de grasa, de carne, uña y pelo quemados era el asesino de los recordados perfumes de flor y tabaco, de paja y acera mojada. Corrió.
Nadie negará que a pesar de sus ocasionales resbalones, nuestro héroe es básicamente un hombre digno. La conciencia de serlo le hizo disminuir el paso apenas vio que se acercaba al bulevar y que, a menos que todo hubiese cambiado de la noche a la mañana, allí lo esperaría el acostumbrado (desde hace treinta y tres días y medio) espectáculo.
Trató de imaginar por cuál de las calles podría acercarse con menos dificultad a la iglesia, pero lo mismo desde la rué Bonaparte que desde la rué de Rennes que desde la rué du Dragón desiertas pudo distinguir, en el boulevard Saint-Germain, esa masa compacta de espaldas y cabezas, esa multitud alineada de seis en fondo, encaramada a los árboles o sentada en gradas que habían sido ocupadas desde la noche anterior, si no antes. Se encaminó por la rué du Dragón que era, de todos modos, la más alejada del espectáculo mismo, y en dos zancadas alcanzó al dueño del Café Le Bouquet que se dirigía con su esposa y un canasto lleno de panes, quesos y alcachofas, al bulevar.
—Están retrasados, les dijo Polo.
—No; es la tercera vez esta mañana que regresamos por más provisiones, le contestó el Patrón con una mirada de condescendencia.
—Ustedes tienen derecho de llegar hasta las primeras filas; qué envidia.
La patrona sonrió, mirando los cartelones y aprobando la fidelidad de Polo a su empleo: —Más que derecho. Obligación. Sin nosotros, morirían de hambre.
Polo hubiese querido preguntarles, ¿qué ha pasado?, ¿por qué dos tacaños miserables como ustedes —me consta, no me quejo— andan regalando comida, qué cosa temen, por qué lo hacen? Discretamente, se limitó a preguntar:
—¿Puedo unirme a ustedes?
Los dueños del Café encogieron los hombros y le dijeron con un gesto que los acompañara a lo largo de la antigua calleja hasta la bocacalle donde la señora se colocó el cesto en la cabeza y empezó a gritar pidiendo paso para los víveres, paso para los víveres y el Patrón y Polo forzaron un camino entre la multitud festiva que se apiñaba entre las casas y las barreras levantadas por la policía al filo de la acera. Una mano se alargó para robar un queso; el Patrón le pegó un manotazo en la cabeza al truhán:
—¡Es para los penitentes, sinvergüenza!
Y también la Patrona le dio un coscorrón al bromista:
—¡Tú tienes que pagar; y si quieres comer gratis, hazte peregrino!
—La taza, dijo Polo entre dientes. ¿Venimos a reír o a llorar; estamos naciendo o muriendo?; Principio o fin, causa o efecto, problema o solución: qué estamos viviendo? Nuevamente la razón propuso las interrogantes; pero la memoria, más veloz que la razón, regresaba hasta atrás, a un cine del Barrio Latino; Polo acompañaba a sus patrones cargados de víveres a lo largo de la rué du Dragón; Polo recordaba una vieja película que había visto de niño, espantado, paralizado por la abundancia insignificante de la muerte, una película llamada «Noche y niebla» —niebla, el humo de la plaza Saint-Sulpice, la bruma que escapaba de sus torres custodiadas por buitres—, noche y niebla, la solución final, causa, efecto, problema, solución…
El espectáculo estalló ante su mirada y le arrancó de la actitud nostálgica, temerosa, pensativa. Circo o tragedia, ceremonia bautismal o vigilia fúnebre, el evento había resucitado un sentimiento ancestral. A lo largo de la avenida, las cabezas se protegían del sol con gorros frigios; abundaban las escarapelas tricolores y los banderines surtidos. La primera fila de asientos en las gradas había sido reservada para unas cuantas viejas que, naturalmente y en obsequio a consabidas imágenes, tejían sin cesar y lanzaban exclamaciones a medida que pasaban frente a ellas los contingentes de hombres, muchachos y niños portando banderas y cirios encendidos en pleno día. Cada contingente venía precedido por un monje con cilicio y guadaña al hombro y todos, descalzos y fatigados, iban llegando a pie de los diversos puntos que sus pendones color escarlata anunciaban con letras de brocado: Mantés, Pontoise, Bonnemarie, Nemours, St. Saens, Senlis, Boissy-Sans-Avoir-Peur. Bandas de cincuenta, de cien, de doscientos hombres sucios y barbados, muchachos que movían con dificultad los cuerpos adoloridos, niños con manos negras, mocos y lagañas; todos entonando esa cantinela obsesiva:
El lugar es aquí,
El tiempo es ahora,
Ahora y aquí,
Aquí y ahora.
Cada contingente se iba uniendo a los demás frente a la iglesia de Saint-Germain, en medio de los vivas, los brindis y las bromas de algunos, el sepulcral espanto y fascinación de otros, y los ocasionales, dispersos, flotantes coros que volvían a cantar La Carmagnole y Ca Ira. Contradictoria y simultáneamente, las voces exigían la horca para el poeta Villon y el fusilamiento para el usurpador Bonaparte, pedían marchas contra la Bastilla y contra el gobierno de Thiers en Versalles, recitaban sin concierto al poeta Gringoire y al poeta Prévert, clamaban contra los asesinos del Duque de Guisa y los excesos de la reina Margot, anunciaban confusamente la muerte del amigo del pueblo en su tina de agua tibia y el nacimiento del futuro rey Sol en el lecho helado de Ana de Austria; éste gritaba un pollo en cada cazuela, aquél un bastón de mariscal en cada mochila, el otro París bien vale una misa, el de más allá ¡enriquecéos!, el de más acá ¡la imaginación al poder! y una voz aguda, ululante, anónima, vencía a todas las demás, gritando, repitiendo, obsesivamente, oh crimen cuántas libertades se cometen en tu nombre; de la rué du Four al Carrefour de l’Odéon, miles de personas luchaban por un lugar de preferencia, cantaban, reían, comían, gemían, se agotaban, se abrazaban, se repelían, bromeaban entre sí, lloraban y bebían, mientras el tiempo se colaba hacia París como hacia un drenaje turbulento y los peregrinos descalzos se tomaban de las manos para formar un doble círculo cuyos extremos tocaban, al norte, la Librería Gallimard y el Café Le Bonaparte, al oeste el Café des Deux Magots, al sur Le Drugstore y la disquería Vidal y la boutique Ted Lapidus y al oeste la propia iglesia, alta, severa y techada. Un ex presidiario y un inspector de policía levantaban tímidamente la tapa metálica de una atarjea, miraban lo que pasaba sin dar crédito a sus ojos y volvían a desaparecer, perdidos en el negro panal de las alcantarillas de París. Una cortesana tísica miraba detrás de las ventanas cerradas de su alto apartamento con desgano y desengaño, corría las cortinas, se recostaba en un canapé y, en la penumbra, cantaba un aria de despedida. Un hombre joven, delgado y febril, vestido con levita, sombrero alto y pantalón de Nankin, caminaba lentamente, indiferente a la multitud, su atención fija en la diminuta piel de onagro que por minutos se encogía sobre la palma de su mano. Polo y los patrones llegaron hasta la esquina del Deux Magots y allí, según lo convenido, la señora le entregó la canasta a su marido.
—Ahora vete, le dijo el Patrón a su esposa. Ya sabes que de las mujeres no aceptan nada.
La señora se perdió entre la multitud, no sin antes musitar:
—Una novedad cada día. La vida se ha vuelto maravillosa.
Polo y el Patrón se dirigieron al doble círculo de peregrinos que comenzaban a desnudarse en silencio; los más próximos, al acercarse los dos hombres con el cesto, se miraron entre sí sin dirigirse la palabra; suprimieron una exclamación y una probable alegría; cayeron de rodillas y sin levantar las cabezas humilladas ante los dos proveedores tomaron cada uno un pedazo de pan y otro de queso y una alcachofa y los devoraron, siempre de rodillas, con actitud sacramental y las cabezas inclinadas, rompiendo el pan, saboreando el queso, deshojando la alcachofa, como si éstos fuesen actos primarios y a la vez finales, como si estuviesen recordando y previendo el acto básico de comer, como si no quisieran olvidarlo, como si quisieran inscribirlo en los instintos del porvenir (Polo Antropólogo) ; comieron con prisa creciente, pues ahora, desde el centro del círculo, avanzaba hacia ellos el Monje con un látigo en la mano. Los peregrinos volvieron a inclinar las cabezas ante Polo y el Patrón y terminaron de desvestirse hasta quedar, como todos los demás hombres, muchachos y niños que formaban el doble círculo, cubiertos sólo por una estrecha falda de yute que les caía de la cintura a los tobillos.
El Monje, desde el centro del doble círculo, hizo tronar una vez el látigo y los peregrinos del primer círculo, el interno, se dejaron caer bocabajo y con los brazos abiertos sobre el suelo, uno tras otro, lenta y sucesivamente. El murmullo impaciente, distraído o vital de la multitud comenzó a apagarse. Ahora, cada hombre, muchacho o niño que seguía de pie detrás de los que se habían postrado separó las piernas y pasó encima de uno de los cuerpos yacentes, rozándolo con el látigo. Pero en el enorme círculo, no todos descansaban bocabajo y con los brazos abiertos. Algunos adoptaron posturas grotescas y Polo Catequista, al recorrer el círculo con la mirada, pudo repetir, casi ritualmente, los nombres de las expiaciones capitales (¿no hemos sido educados para saber que todo pecado contiene su propio castigo?) que merecían esos puños crispados con ira, esas manos apretadas con avaricia contra el pecho, esos cuerpos apartados y verdosos, esas delgadas grupas agitadas sin contención, esos vientres mostrados con plenitud satisfecha al sol, esas poses soberanas de desdén y de soberbia, esas cabezas apoyadas dócilmente contra una mano exangüe, esos buches groseros y esos ojos codiciosos.
A ellos se dirigió el Monje y una sábana de silencio descendió sobre la multitud: el látigo tronó primero en el aire y en seguida contra los puños, las manos, las grupas, los vientres, las cabezas, los ojos, los labios. Casi todos retuvieron los gritos. Alguno sollozó. A cada latigazo, el Monje repetía la fórmula:
—Levántate, por el honor del santísimo martirio. Cualquiera que diga o piense que los cuerpos humanos resucitarán en forma de esfera y sin parecido con el cuerpo que tuvimos, anatematizado sea…
Y la volvió a repetir cuando se detuvo frente al viejo de espaldas cargadas y canosas que crispaba los puños a un paso de Polo. Nuestro joven y bello amigo se sacudió y se mordió un dedo con cada latigazo que hería las manos purpurinas del penitente; sintió que en torno a él la cerrada multitud se sacudía y se mordía los labios como él, idéntica a él y que, como él, nadie tenía ojos sino para el fuete del Monje y las manos azotadas del viejo. Sin embargo, una fuerza superior obligó a Polo a levantar la mirada. Al hacerlo, encontró la del Monje. Oscura. Perdida en el fondo de la cofia. Una mirada sin expresión incrustada en el rostro sin color.
El Monje fustigó por última vez al viejo de domeñada iracundia y repitió la fórmula, mirando directamente a Polo. Polo ya no escuchó las palabras; solamente pudo oír la voz sin timbre, jadeante, como si el Monje respirase por esa boca abierta y fuese incapaz de cerrarla jamás. El Monje dio la espalda a Polo y regresó al centro del círculo.
El primer acto había terminado y una ruidosa exclamación surgió de las gargantas; las viejas hicieron chocar las agujas entre sí; los hombres gritaron; los niños agitaron las ramas de los platanares donde estaban encaramados. El inspector de policía, con una linterna en alto, continuó persiguiendo al fugitivo en los oscuros laberintos de ratas y aguas negras. La cortesana rodeada de tinieblas tosió. El flaco y afiebrado joven apretó el puño con desesperación: la piel del asno salvaje se había evaporado en su mano, como la vida parecía huir de su líquida mirada. Un nuevo latigazo en el aire y un nuevo silencio. Los penitentes se pusieron de pie. Cada uno tenía en la mano un fuete con seis correas terminadas en puntas de fierro. El Monje entonó un himno y Polo apenas pudo escuchar las primeras palabras:
—Nec in aerea vel quali bet alia carne ut quídam delirant surrecturos nos credimus, sed in ista, qua vivimus, consistimus et movemur.
Nuevas y antiguas, viejas y jóvenes de treinta y tres días con doce horas, las palabras iniciales del oficiante eran esperadas. Pero fueron recibidas con el mismo asombro que las nimbó la primera vez que este hombre encapuchado tomó su lugar en el centro del doble círculo de penitentes frente a Saint-Germain y, por primera vez, las cantó. Parece que en aquella lejanísima ocasión el publico permaneció en silencio hasta el final del himno y luego las muchedumbres corrieron a agotar los manuales de latín en las librerías del Barrio, pues el que más sabía apenas sabía que Gallia divisa est in partes tres. Pero ahora, como si todos intuyesen que las oportunidades de la excitación inédita tendrían que volverse cada vez menos frecuentes o por lo menos, menos exaltantes, el Monje cantó las primeras palabras y la multitud estalló en gritos y sollozos.
Ese aullido, eco de sí mismo, larguísima y ululante onda lanzada de voz en voz, agotada en una esquina, resucitada en la siguiente, perdida entre dos manos, recuperada entre dos alientos, era sólo una vasta onomatopeya: campana, oración, poema, canto, sollozo en el desierto, aullido en la selva. Los penitentes miraban al cielo y cantaban, el Monje les exhortaba a la oración, a la piedad y al terror de los días por venir y los látigos golpeaban las espaldas desnudas con un chasquido rítmico que sólo se interrumpía cuando un punzón de metal se clavaba en la carne de un penitente, como ahora: ese joven cuya cabellera revuelta formaba una aureola negra y fugaz bajo el sol, gritó por encima del anticipado aullido de la multitud, de los gemidos de sus compañeros y de la cantinela del Monje; al chasquido de cuero sobre la piel se unió el rasgar de fierro contra la carne: el joven robusto, capturado dentro del movimiento rítmico, circular, perpetuo de los flagelantes, se arrancó como pudo el dardo del muslo; el chorro de sangre manchó las baldosas del atrio; entonces Polo se dijo que la carne de este hombre, más que morena, era una delgada inflamación tumefacta, verdosa. Vio en los ojos verdes y bulbosos del flagelante herido una transitoria agonía y en su frente aceitunada una coraza de sudores fríos.
La noticia de la autoflagelación fue comunicada de boca en boca, hasta estallar en una patética ovación, mezcla de misericordia y placer. Polo dio la espalda al espectáculo y caminó hacia la Plaza Furstenberg, abriéndose paso gracias a esos cartones que eran, también, su coraza, las astas de su molino inválido. Y al alejarse de esa abadía que fue tumba de los reyes merovingios, quemada por los normandos, reconstruida por el séptimo Luis y consagrada por el tercer papa Alejandro, ya no pudo ver cómo adelantaba los brazos el hombre que se flageló, buscando a Polo y diciéndole con la voz muy sorda y en un hispánico francés de dientes cerrados:
—Soy Ludovico. Te escribí. ¿No recibiste mi carta? ¿Ya no te acuerdas de mí?
La Plaza no había sido tocada. Polo se sentó en una banca y admiró el recogimiento simétrico de este remanso de flamboyanes en flor y redondos faroles blancos cuyo privilegio era creer —y hacer creer— que el tiempo no transcurría. Polo se cubrió una oreja con la mano: París era una imagen: la Patrona del Café se alejaba con gratitud; la vida se había vuelto maravillosa; sucedían cosas; la desesperada rutina había sido rota. Para ella (¿para cuántos más?) las cosas volvían a tener un sentido; para muchos (¿para ella también?) la existencia encontraba de nuevo un imaginario, una correspondencia con todo lo que, distinto de la vida, identifica a la vida. Los labios del Monje se movían; sus palabras eran ahogadas por el estrépito de público y flagelantes. Polo no tenía pruebas de que el hombre de la mirada muerta hubiese dicho realmente lo que ahora, sentado en la banca de la Plaza Furstenberg, él le atribuía, sin entender los corolarios de esta sencillísima proposición: en París, esta mañana, una anciana había dado a luz y una Patrona de café había estado encantada de la vida. Típica, rechoncha, adorable Patrona con sus mejillas encendidas y su chongo restirado; vil, avara, sin imaginación, contando cada céntimo que entraba a las arcas. ¿Qué fuerza espantable, qué terrible temor la obligaba a ser generosa? Polo miró su mano única y los restos de manteca que se obstinaban en empastelarse y endurecerse entre las líneas de vida y fortuna, amor y muerte. De niño había visto una película, la noche y la niebla, la abundancia insignificante de la muerte, la solución final…Polo sacudió la cabeza.
—Seamos prácticos. Es matemáticamente exacto que esta mañana me he paseado entre varios miles de espectadores. Nunca tantas personas han podido ver, de un solo golpe, los anuncios del Café Le Bouquet. Es cierto que nadie reparó en ellos. Mis carteles no podían competir con el espectáculo de las calles. De manera que el día en que más gente pudo recibir el impacto publicitario perseguido por el Patrón ha sido el día en que menos gente estaba dispuesta a dejarse seducir por un anuncio. Ni la abundancia de público, ni su desinterés, son culpa mía. Por lo tanto, da igual que me pasee entre las multitudes o a lo largo de las calles más solitarias.
Quod est demostratum: Polo Cartesiano. La reflexión ni lo alentó ni lo desanimó. Además, las nubes se estaban acumulando en el occidente y pronto correrían con gran velocidad para encontrarse con el sol que marchaba en sentido contrario. El hermoso día de verano se iba a estropear. Con un suspiro, Polo se puso de pie y caminó por la rué Jacob, ni lenta ni apresuradamente, conservando una especie de simetría imposible, mostrando el perfil de los carteles a las vitrinas de las casas de antigüedades, deteniéndose a veces para admirar algunas minucias expuestas: tijerillas de oro, lupas antiguas, autógrafos famosos, diccionarios miniatura, pequeñísimos puños de plata, una tela o una máscara de plumas con un centro de arañas muertas. La serenidad de la calle estuvo a punto de devolver la calma a su espíritu. Pero, se dijo al verse reflejado en un aparador, ¿puede un manco ser realmente ecuánime? Polo Mutilado.
Se detuvo frente a un abandonado quiosco de periódicos polvosos y amarillos; leyó algunos de los titulares más llamativos, Urgente reunión de geneticistas convocada por la OMS en Ginebra, Madrid misteriosamente despoblada, Invasión de México por fuerzas de la marina norteamericana, y se dio cuenta de que las nubes avanzaban con velocidad superior a la prevista y en el estrecho cañón de la rué de l’Université la luz y la sombra se sucedían como latidos de corazón. Es la luz de las nubes y la sombra del sol, se iba repitiendo Polo, o es un sartén que hace bromas en el cielo, pero no, no es, no es todavía el humo de Saint-Sulpice, extrañamente suspendido sobre la plaza, inmóvil. Aquel humo prometía ceniza; esta nube, agua. Polo bajó por la rué de Beaune al Sena, murmurando palabras de su poema bautismal (pues cuando él nació la moda era bautizar, no de acuerdo con el obsoleto santoral, sino con una antología de poemas) escrito por un viejo loco que jamás pudo distinguir entre la traición política y el humor delirante, que por igual detestó las monerías arcaicas y las ingenuidades progresistas, que jamás aceptó un pasado que no alimentara al presente o un presente que no comprendiese el pasado, que confundió todos los síntomas con todas las causas: he cantado a las mujeres en tres ciudades, pero todas son una; cantaré el sol; ¿eh…?; casi todas tenían ojos grises: cantaré al sol.
Allí estaban, a lo largo del Quai Voltaire, las jóvenes y las viejas, las plenas y las magras, las gozosas y las inconsolables, las serenas y las intranquilas, recostadas en ambos lados de las aceras, unas acodadas contra el parapeto del muelle, otras acurrucadas al pie de los edificios, todas iluminadas u oscurecidas por el veloz juego de las nubes y el sol de julio. Julio…murmuró Polo…en París todo sucede en julio, siempre. . , se pueden amontonar las hojas de calendario de todos los julios pasados y no se perdería un solo gesto, una sola palabra, un solo trazo del verdadero rostro de Paname; julio es cólera de multitudes y amor de parejas; julio es un adoquín, una bicicleta y un río lento; julio es un organillo callejero y muchos reyes decapitados; julio tiene el calor de Seurat y la voz de Yves Montand, julio tiene el color de Dufy y la mirada de Rene Clair…Polo Trivia…pero ésta es la primera vez que un julio cualquiera anuncia el final de un siglo y el inicio de otro (la primera vez en mi vida, digo, Polo Púber) aunque se preste a confusiones y argumentos saber si dos mil es el último año del siglo viejo o el primero del nuevo siglo. Julio. Qué lejano el próximo diciembre, el siguiente enero que disipe todas las dudas, todos los temores.
Julio. Y el sol, inmenso, gratuito y ferviente reflector, revelaba, con cada parpadeo contrario, que la ciudad era un espacio abierto y que al mismo tiempo la ciudad era una cueva. Y si en Saint-Germain todo era alboroto, aquí todo volvía a ser, como en Saint-Sulpice, un silencio punteado por leves rumores: a la marcha de los pies descalzos en la plaza correspondía el suavísimo llanto de los muelles.
Hasta donde la mirada alcanzaba —el puente de Alejandro III de un lado, el de Saint-Michel del otro— las mujeres yacían en las aceras y otras mujeres las ayudaban. El milagro singular de la casa de Madame Zaharia era el milagro colectivo de los muelles: las señoras, de todas las edades, formas y condiciones, parían.
Polo Febo se abrió paso entre las parturientas, confiado, acaso, en que alguna de ellas tuviese el buen humor de leer las palabras pintadas sobre los carteles que golpeaban las rodillas y las corvas del joven y, una vez superadas las contingencias actuales, se encontrase en buena disposición para ir al Café anunciado. No se hizo muchas ilusiones al respecto. Envueltas en sábanas, en batas, en toallas, con las medias enrolladas hasta el tobillo y las faldas levantadas hasta el ombligo, las mujeres de París parían, se preparaban a parir o acababan de parir; éstas eran desalojadas eventualmente por las comadronas improvisadas que las habían asistido y que en seguida se preparaban para atender a las recién llegadas que formaban cola en los dos puentes extremos, Alejandro III y Saint-Michel. Y Polo se preguntó: ¿en qué momento se convirtieron o se convertirán las parteras mismas en parturientas, y quién las podrá atender sino las que ya parieron o aún no paren?, y si el milagro de Madame Zaharia no era exclusivo sino genérico, ¿habían parido o parirían las viejas dedicadas a tejer calceta y acomodarse los gorros frigios frente al espectáculo de Saint-Germain-des-Prés? En todo caso, los inmuebles con vista al río habían sido desalojados y las mamás con sus bebés eran conducidas a ellos una vez que se agotaba la debida pausa entre el parto, la reticente celebración del recién venido y una ligera siesta al aire libre.
No eran estos detalles administrativos los que inquietaban a Polo mientras caminaba entre las figuras yacentes, las quejas reprimidas y el regurgitar de niños, sino las miradas que le dirigían las propias parturientas. Quizás algunas, las más jóvenes, lo confundían con el posible padre que, seguramente, en ese momento estaba celebrando a los flagelantes frente a la iglesia de Saint-Germain; ciertas miradas eran de esperanza y otras de desilusión; pero, como suele suceder, aquéllas pronto se trocaron en veladas decepciones en tanto que éstas se dejaban vencer por una falsa expectativa: Polo estaba seguro de que ni uno solo de esos recién nacidos era obra suya; las mujeres que lograban ver el brazo mutilado dejaban de creerlo, pues todo se podrá olvidar o confundir menos un coito con un manco.
Algunos niños reposaban sobre el pecho materno; otros eran alejados con cólera y espanto por las propias madres y arrullados a regañadientes por las parteras; la beatitud de algunas muchachas y la resignación de ciertas mujeres de treinta años no era, sin embargo, el signo común de este nuevo espectáculo del julio parisino: muchas jóvenes en edad de merecer, y más mujeres ya merecidas, compartían con las viejas una doble expresión, a la vez estupefacta y picara. Las ancianas, algunas erguidas con dignidad, otras encorvadas como un báculo de pastor; las viejitas, hasta ayer entregadas a sus recuerdos, sus gatos, sus programas de televisión y sus botellas de agua caliente; esos pergaminos octogenarios que caminan de puntitas por las calles y regañan a los transeúntes; esos vetustos acorazados que disputan todo el día en los mercados y al pie de las escaleras; todas ellas, la formidable, espeluznante y entrañable gerontocracia femenina de París, abrían las bocas y guiñaban los ojos, indecisas entre dos actitudes: interrogar con azoro o fingir un conocimiento secreto. A Polo le bastó verlas para concluir que ninguna de ellas sabía quién era el padre de su criatura.
Avanzó por la línea fronteriza entre el asombro y la malicia; algunas viejas alargaron las manos para tocar la pierna de nuestro héroe; él se dio cuenta de que una de las ancianas le daba a entender a su vecina que él, el joven rubio y hermoso, aunque inválido, era el padre inconfeso de ese bebé amoratado que la arpía agitaba como una sonaja. La ronda del chisme estuvo a punto de formarse y sus consecuencias —Polo lo sospechó con terror— hubiesen sido imprevisibles. Chivo expiatorio. Noche y niebla. Ley de Lynch. Furia. Madre Juana de los Ángeles. Incidente en Ox-Bow. Polo Cinemateca. La mirada argüendera de la viejita paralizó a Polo; por un instante se imaginó rodeado de una jauría de mujeres ilusas, primero las provectas, luego las maduras, finalmente las jóvenes; todas arrojadas sobre él, besándolo primero, pellizcándolo, arañándolo, convencidas ahora de que con un manco, y sólo con un manco, habían hecho el amor nueve meses atrás, invocando la mutilación como prueba de su fértil singularidad, exigiéndole que reconociera la paternidad, ciegas, furiosas ante cada negativa del joven, arrastradas por la necesidad de tener víctima propiciatoria, desnudándole, castrándole, comiéndose entre todas sus cojones, colgándole de un poste, exigiéndole hasta el fin que fuese otro, cuando él, con toda sencillez aunque con grande astucia, sólo podría repetir:
—Yo soy yo, sólo yo, un pobre joven inválido que me gano duramente la vida como hombre-sandwich de un café de barrio, no tengo más destino que éste, humilde y satisfactorio, les juro que no poseo otro destino.
Tuvo la sangre fría de devolverle la mirada a la decrépita señora que le aludía con la suya. Y la mirada de Polo también paralizó a la anciana, la obligó a fruncir el ceño y menear tristemente la cabeza. La vieja apretó a la criatura contra los labios deshebrados, lloriqueó con el mentón tembloroso y en sus ojos aparecieron la estupidez y el terror. Polo, al mirarla, sin proponérselo, había dejado que una sola imagen, excluyente y victoriosa, pasara por su mente; y esa visión tenía que ser el reverso de la imagen de la procreación desordenada. Polo proyectó en su mente la película de una fila de hombres descalzos, cubiertos de manteca, escondidos en el humo, que entraban al espantoso hedor de la iglesia custodiada por las aves de rapiña: Saint-Sulpice. Y añadió una idea al proyectar esa sola imagen de su mente a su mirada y de su mirada a la de la anciana: la solución final, la muerte rigurosamente programada. Se dijo que no lo sabía, que lo inventaba, que recordaba aquella película y su símbolo central, que quería devolverle a la anciana una imagen aterradora que realmente la radicara donde estaba, en la tierra, en la acera yacente.
Nunca se sabrá si Polo comunicó realmente la imagen a la vieja, y no importa. Lo que él quería no era poner a prueba sus poderes de telepatía sino liberarse, él mismo, del recuerdo y la intuición de Saint-Sulpice, convertida ya para su imaginación de nostalgias cinematográficas en catedral del crimen y cámara de la extinción. Sintió el alivio de haberle trasladado, heredado la imagen a la vieja: la imagen y quizás el destino de la muerte. Pero en seguida se preguntó si la muerte se la pasan los jóvenes a los viejos, o se la heredan los viejos a los jóvenes. Para ciertos hombres buenos, el desorden es el mal. Esta limitación cotidiana les permite, en situaciones de excepción, encontrar la paz donde parecería no haberla. La cabeza empezó a girarle a Polo; un orden implacable privaba en Saint-Sulpice y no había allí bien alguno; un desorden espantoso reinaba en el Quai Voltaire y no podía haber allí mal alguno, a menos que la vida hubiese adoptado las facciones de la muerte, y la muerte el semblante de la vida. Frente a Polo, del otro lado de la acera, se tendía el Pont des Arts, herrosa comunicación entre los muelles del Instituto y los del Louvre transparente. El puente partía del disimulado escándalo de este hospital de parturientas al aire libre (ya no tardaba en llover ¿y entonces?) y cruzaba sobre la hirviente y estruendosa anarquía de las aguas. En el centro de estos signos de la catástrofe el puente mismo era un solitario remanso. Imposible saber por qué motivo las mujeres congestionaban los demás accesos a los muelles y evitaban éste. Reglamento, libre decisión o temor no declarado, el hecho es que nadie transitaba por el Pont des Arts, que de esta manera brillaba con un solitario equilibrio.
Polo tuvo la sensación de dirigirse a un punto que sería el fiel de la balanza en una ciudad de platillos cargados con un peso excesivo de humo y sangre. Subió las escaleras y no pudo creer lo que veía. El amplio trazo del Sena hasta dividirse en la He de la Cité, el perfil vidrioso del nuevo Louvre, la corona de la tormenta sobre las torres truncas de Notre-Dame. Las transformaciones, hasta hace unos minutos consideradas como portentos, parecían ahora detalles insignificantes; una bajísima bruma revestía la superficie del río y ocultaba las ruinas de las barcazas; la ciudad y su cielo habían generado un nuevo aire de cristal y luz, una franja de vidrio y oro entre la tierra y la tormenta suspendida.
Una muchacha estaba sentada a la mitad del puente. De lejos, a contraluz (Polo asciende los peldaños que conducen al Pont des Arts) era un punto negro y recortado. Al acercarse, Polo fue llenando ese perfil de color, pues el pelo recogido en una trenza era castaño, el largo batón morado y los collares verdes. La muchacha dibujaba sobre el asfalto del puente. No levantó la mirada cuando Polo llegó hasta ella y añadió a la descripción: tez delgada y firme como una taza china, naricilla levantada, labios tatuados. Dibujaba con tizas, como durante años lo habían hecho numerosos estudiantes que aquí reproducían cuadros famosos, o inventaban nuevas figuras, para solicitar la ayuda del pasante y pagarse los estudios, completar un viaje o emprender el regreso al hogar. En otras épocas, una de las alegrías de la ciudad era pasear por este puente leyendo las gracias escritas con tiza en todos los idiomas del mundo y escuchando la caída de las monedas y el guitarreo de los jóvenes que al atardecer cantaban baladas de amor y protesta.
Ahora, sólo esta muchacha dibujaba allí, concentrada en la banalidad de su torpe ejecución; dibujaba a partir de un círculo negro, irradiando de él zonas de diversos colores, azul, granate, verde, amarillo; Polo quiso recordar dónde había visto, hacía muy poco, una forma semejante. Se detuvo frente a la muchacha y pensó que los labios eran mucho más interesantes que el dibujo: un tatuaje violeta, amarillo y verde los cubría con sierpes caprichosas, libres para adaptarse a los movimientos de la boca, sometidos a ella y a la vez independientes de ella: el tatuaje era una boca aparte, una segunda boca y también sólo la boca de la muchacha, pero perfeccionada, enriquecí' da por los contrastes de color que resaltaban y profundizaban cada brillo de la saliva y cada arruga inscrita en la plenitud de los labios. Al lado de la joven mujer estaba, de pie, una larga y verde botella. Polo se preguntó si los labios pintados beberían su vino. Pero la botella estaba sellada con un yeso rojo, antiguo, labrado y virgen.
Una gota redonda, luego otra más gruesa, y otra más, cayeron sobre el dibujo. Polo miró el cielo oscuro y la muchacha miró a Polo y él, sin mirarla a ella, pensó primero en el dibujo borrado por la lluvia y en seguida, inexplicablemente, en una frase que durante varios días le había rondado en sueños, inexpresada hasta ese preciso instante. Los labios tatuados se movieron y dijeron lo que él pensaba:
—Increíble el primer animal que soñó con otro animal.
Polo sintió ganas de huir; giró la cabeza hacia los muelles y ya no había nadie allí; sin duda, la lluvia cada vez más tupida había obligado a las parteras y a las parturientas a buscar refugio. La muchacha movió los labios tatuados mientras miraba uno de los carteles que Polo había mostrado inútilmente toda la mañana. La calma regresó al cuerpo del joven mutilado; la calma se transformó en orgullo y Polo se dijo que ojalá lo viesen ahora los patrones del Café, ojalá: nadie, nunca, había mirado con intensidad parecida y ojos tan grises (¿eh?) el anuncio de Le Bouquet; Polo infló el pecho; había justificado su salario; lo desinfló; se estaba conduciendo como un idiota; bastaba ver los ojos de la muchacha para saber que no estaban leyendo el inocuo anuncio del Café. Ahora llovía intensamente, el frágil dibujo ejecutado por la muchacha se escurría hacia el río en espirales de color opaco, seguramente las letras del anuncio eran lavadas de la misma manera y sin embargo la muchacha continuaba leyendo con el ceño arrugado y una mueca indescriptible en los labios.
Se levantó y avanzó, bajo la lluvia, hacia Polo. Polo retrocedió. La muchacha le tendió la mano.
—Salve. Te he estado esperando toda la mañana. Llegué anoche, pero no quise molestarte, aunque Ludovico insistió en mandarte esa carta. ¿La recibiste?…Además, preferí recorrer las calles a solas. Soy mujer (sonrió); me gusta recibir las sorpresas sin compañía y las razones más tarde y de boca de un hombre. ¿Por qué me miras con extrañeza? ¿No te dije que hoy vendría a visitarte? Hicimos un voto, ¿recuerdas?, de volvernos a encontrar en este puente este preciso día, el catorce de julio. Más bien: el puente no existía el año pasado; soñamos que debía haber un puente en este lugar, y ya lo ves, nuestro deseo se cumplió. Pero no entiendo muy bien. El año pasado todos los puentes sobre el Sena eran de madera ¿De qué están hechos ahora? No, no me contestes todavía. Escúchame hasta el final. El viaje desde España es largo y difícil. Las ventas están atestadas y los caminos son cada día más peligrosos. Las bandas avanzan con una rapidez que sólo puede explicarse de una manera: es la asistencia diabólica. El terror cunde desde Toledo hasta Orléans. Han quemado las tierras, las cosechas, los establos. Asaltan y destruyen los monasterios, las iglesias y los palacios. Son terribles: asesinan a todos los que no se unen a su cruzada; siembran el hambre a su paso.
Y son magníficos: todos los miserables, los vagabundos, los aventureros y los enamorados se unen a ellos. Han prometido que los pecados no serán castigados y que la pobreza borrará todas las culpas. Dicen que no hay más crimen que la corrupción de la avaricia, el engaño del progreso y la vanidad individual; dicen que no hay más salvación que desprenderse de cuanto se posee, incluso del nombre propio. Proclaman que todos somos divinos y que por ello todas las cosas son comunes. Anuncian la vecindad de un nuevo reino y dicen vivir en perfecta alegría. Esperan el milenio que habrá de iniciarse este invierno, pero no como una fecha sino como una oportunidad de rehacer el mundo. Citan a uno de sus poetas eremitas y con él cantan que un pueblo sin historia no se redime del tiempo, pues la historia es un tejido de instantes intemporales. Ludovico es el maestro; enseña que la verdadera historia será vivir y glorificar esos instantes temporales y no, como hasta ahora, sacrificarlos a un futuro ilusorio, inalcanzable y devorador, pues cada vez que el futuro se vuelve instante lo repudiamos en nombre del porvenir que anhelamos y jamás tendremos. Yo los he visto. Son un ejército turbulento de limosneros, de fornicadores, de locos, de niños, de idiotas, de danzarines, de cantantes, de poetas, de sacerdotes renegados y eremitas visionarios; maestros que han abandonado sus claustros y estudiantes que profetizan la encarnación de las ideas imposibles, y sobre todo de ésta: la vida del nuevo milenio debe expulsar las nociones de sacrificio, trabajo y propiedad, para instaurar un solo principio, el del placer. Y dicen que de esta confusión nacerá la última comunidad: la comunidad mínima y perfecta. Al frente de ellos viene un Monje, yo lo he visto: una mirada sin expresión y un rostro sin color; yo lo he escuchado: una voz sin timbre, jadeante; yo lo he conocido en otro tiempo: dijo llamarse Simón. Vine a avisarte, como te prometí. Ahora tú debes explicarme todo lo que no entiendo. ¿Por qué ha cambiado tanto la ciudad? ¿Qué significan las luces sin fuego? ¿Las carretas sin bueyes? ¿Las caras pintadas de las mujeres? ¿Las voces sin boca? ¿Los libros de horas pegados a los muros? ¿Las ilustraciones que se mueven? ¿Los tendederos sin ropa que cuelgan entre las casas? ¿Las jaulas que suben y bajan sin pájaros adentro? ¿El humo que sale de los infiernos a las calles? ¿La comida calentada sin fuego y la nieve guardada en cofres? Ven: tómame otra vez en tus brazos y cuéntamelo todo…
Lo dijo reconociendo a Polo y aunque Polo era reconocido todos los días, en virtud de sus ocupaciones, por toda la gente del barrio, esta vez ser reconocido significaba algo, mucho, más. Alrededor de él, en toda la ciudad, nacían niños, morían hombres; cada niño sería bautizado y cada hombre enterrado bajo una losa, a pesar de todo, con nombre propio. Pero no eran ni los niños que nacían, ni los hombres que morían, ni los flagelantes y peregrinos y multitudes de Saint-Germain lo que llamaba la atención de esta muchacha, sino todo lo normal, cotidiano y razonable de París: las jaulas que suben y bajan sin pájaros adentro. Polo observó con fascinación la caligrafía de los labios que acababan de hablarle: la muchacha posee dos bocas; con una de ellas quizás hable su amor; con la otra, no su odio sino su misterio; amor contra misterio; misterio contra amor; idiota confundir misterio con odio; una boca diría las palabras de este tiempo; otra, las de un tiempo olvidado. Polo retrocedió y la muchacha avanzó. El viento agitaba el ropón morado y la lluvia bañaba el rostro y el pelo, pero los labios eran indelebles y se movían en silencio.
—¿Qué te pasa? ¿No me reconoces? ¿No te dije que regresaría hoy?
Naciese o muriese, él era Polo, fue bautizado como Polo y sería enterrado corno Polo, el joven manco, el empleado del Café Le Bouquet, el hombre-sandwich: reconocido como Polo en su alfa y en su omega, toma, mira, ¿dónde estará ese libro de poemas?, ¿dónde dice que yo me llamo Polo?, ¿escrito por un viejo loco que confundió todos los síntomas con todas las causas?, ¿el Poeta Libra, un fantasma veneciano, Libra, exhibido dentro de una jaula, recluso de un manicomio americano?, ¿ojos grises, eh? Los ojos grises de la muchacha lo reconocían; pero los labios pronunciaban, sin palabras, otro nombre:
—Juan… Juan…
¿Quién estaba naciendo? ¿Quién estaba muriendo? ¿Quién podría reconocer a un cadáver en uno de esos niños apenas paridos en los muelles del Sena? ¿Quién ha sobrevivido para recordarme?: Polo se dijo, confusamente, todas estas cosas y pensó que sólo tenía un recurso para descifrar los enigmas. Trató de leer las palabras escritas sobre el cartón que le cubría el pecho y averiguar así qué cosa leía allí, con tal intensidad, la muchacha; pero las palabras estaban escritas para que las leyera el público, no él; y al ladear la cabeza para descifrarlas, luchando contra el viento que le arremolinaba la larga cabellera sobre el rostro y le cegaba doblemente, viento y pelo, luchando contra el olor cada vez más próximo de uñas quemadas y el recordado tacto de aceite y placenta, luchando contra las palabras que había pronunciado sin entender, dictadas por una memoria de resurrecciones, ego baptiso te, Iohannes Agrippa, Polo perdió el equilibrio.
Y la muchacha, por cuya mirada pasaban las mismas interrogantes, las mismas memorias, las mismas supervivencias, en ella detalladas como en él genéricas, alargó el brazo para tomar a Polo. Cómo iba a saber que el muchacho era manco. Ella se quedó prendida al aire, con la mano arañada por los alfileres de la manga, y Polo cayó.
Por un instante, los dos cartones blancos semejaban las alas de Icaro y Polo pudo mirar el cielo de París incendiado por la tormenta, como si la lucha entre la luz y las nubes se revolviese en una conflagración del aire: los puentes flotaban como barcos en la niebla, negra quilla del Pont des Arts, lejanos velámenes de piedra del Pont Saint-Michel, ardientes corposantos los dorados mástiles del Pont Alexandre III; en seguida, el rubio y hermoso joven se hundió en el hirviente Sena y primero su grito fue secuestrado por la bruma implacable, lenta y silenciosa; pero su mano única, blanca, emblemática, permaneció por un instante visible, fuera del agua.
La muchacha clavó una mano en el barandal de fierro del puente y con la otra arrojó al río la verde y sellada botella, rogó que la mano del muchacho se asiese al vidrio viejo, trató de mirar las aguas ocultas por esa niebla casi inmóvil y colgó la cabeza.
Permaneció así durante algunos minutos. Luego regresó al centro del puente y volvió a sentarse allí, con las piernas cruzadas y el busto erguido, dejando que el viento y la lluvia jugasen con su pelo y la más desinteresada contemplación con su espíritu. Entonces, en medio de la tormenta, una lucecilla ínfima descendió hacia el puente y la muchacha levantó la cabeza y la miró. En seguida ocultó el rostro entre las manos y la luz, que era una blanca paloma, se posó en la coronilla de la muchacha. Pero apenas lo hizo, la lluvia comenzó a despintar el albeante plumaje, y a medida que la paloma mostraba su verdadero color, la muchacha repetía en el silencio, una y otra vez:
—Éste es mi cuento. Deseo que oigas mi cuento. Oigas. Oigas. Sagio. Sagio. Otneuc im sagio euq oesed. Otneuc im se etse.
A los pies del Señor
Cuéntase:
Desde la noche anterior, el alguacil se había instalado en el puerto de la sierra con todos los aparejos. Monteros y sabuesos, carros y bagajes, picas y arcabuces, lienzos y bocinas le daban un aire festivo a la venta. El Señor se levantó temprano y abrió la ventana de su recámara a fin de celebrar mejor el esplendoroso sol de esta mañana de julio. Un encinar rodeaba la aldea y se prolongaba en una fresca cañada que iba a morir al pie de la sierra. El valle aún dormía ensombrecido, pero el sol ya resplandecía entre los cuchillares.
Guzmán entró y le dijo al Señor que la caza estaba concertada. Los sabuesos habían salido a la sierra. La huella y la vista indicaban que en las estribaciones se hallaba venado espantado, de ese que ya ha sido corrido en otras ocasiones. El Señor trató de sonreír. Miró fijamente al sotamontero y éste bajó la cabeza. Satisfecho, el Señor se llevó una mano a la cintura. Otras veces, cuando el oficial y secretario venía a decirle, con precaución y respeto, qué caza había en el monte, en qué lugar estaba y la parte donde debía ser corrida, el Señor no necesitaba fingir una altivez que le era natural, aunque sí la empleaba para esconder la mezcla de aversión e indiferencia qué este deporte suscitaba en su ánimo secreto. Pero cuando el lugarteniente le comunicaba que se cazaría venado espantado, el Señor no ocultaba la sensación de calma y seguridad. Podía mirar de frente a Guzmán, sonreír, incluso suspirar con una leve nostalgia. Recordaba su infancia en estos mismos sitios. El calor los conduciría, así al venado como a los cazadores, a los parajes más bellos de la sierra, allí donde las aguas y las sombras alivian un poco la dureza del sol de meseta.
Dio órdenes de que se preparasen más canes, por ser largo el día de verano y cansarse más pronto las bestias; dijo también que se llevase agua en las acémilas, que se diese menos afán a los perros y que se corriese con ellos por las tierras más frías y bien regadas. El sotamontero se inclinó y salió sin dar la espalda al Señor; y éste, al acercarse de nuevo a la ventana, escuchó desde luego la bocina que llamaba a junta.
La tempestad se calmará al alba. La marea baja lengüetea la costa. Un estandarte rasgado se hincha y extiende entre dos rocas. La proa de un bergantín lleva mucho tiempo clavada en la depresión donde desemboca un arroyo. La bruma inmóvil cubre el agua y borra el horizonte. El único faro de la costa se apagó durante la tormenta. Dicen que su guardián abrazó al perro que comúnmente le hace compañía y que los dos se tendieron junto al fuego aullante de la chimenea.
El Señor se unió a los cazadores cuando la bocina tocaba a entrar en la sierra. Llegó montado, a trote ligero, todo vestido de verde, con un capuz no muy largo, al estilo y de hechura moriscos. Le seguía la compañía de a pie y de a caballo; los criados con la tienda de campaña, la azada, el hocico y el azadón, por si era necesario aposentar en el campo. El Señor se dijo que la pasarían holgadamente: la brillante jornada prometía una caza veloz y segura, un retorno al puerto de la sierra con las primeras sombras; finalmente, una merecida celebración nocturna en la venta, donde el alguacil ya había dispuesto varias barricas de tinto, donde se cantarían coplas y se devorarían las entrañas sabrosas del venado. En los morrales, los criados llevaban pedernal y yesca, agujas, hilo y diversas curaciones.
De acuerdo con la costumbre, el Señor murmuró una oración y dirigió una mirada afectuosa a su can maestro, el blanco alano Bocanegra, que precedía a los diez monteros. Cada uno de éstos llevaba en una mano la lanza y con la otra frenaba el ímpetu de los perros sujetos con cadenas a los collares anchos en los que brillaban las divisas de la estirpe y el lema dinástico, Nondum. El Señor se detuvo pausadamente al pie del monte y miró con tristeza las lomas del basalto y las secas viñas del contorno. Recordó la ilusión con la que, esa madrugada, había imaginado un paseo por los vergeles estivales de su infancia. Es cierto que toda sierra tiene cuatro caras, y que acontece conocerla por un cabo y desconocerla por el otro. Dice el dicho que hasta los buenos adalides se desatinan, pero el Señor no se atrevió a protestar en nombre de su nostalgia o a dar contraorden en aras de la decepción: el sotamontero era de los que no se equivocan; el venado andaba por la cara seca de la sierra, no entre los riachuelos y bosques umbríos de la niñez. La primera, rememorada visión de los vergeles fue vencida por otra: un largo paseo insolado por los bancos y recodos de la sierra, con la esperanza de que el tiempo y las fuerzas les permitiesen llegar a un sitio alto y, desde allí, admirar la tercera posibilidad: la oreada visión del mar.
Casi nadie visita estos parajes de la costa. La tempestad y el sol se disputan su dominio y son similarmente crueles. En tiempo de calor, el mar chisporrotea al tocar la costra de la tierra; no hay pie que soporte el contacto con esa arena negra y quebradiza que penetra, calcinándolos, los más recios zahones. El arroyo se seca como la piel de los azores enfermos y en sus meandros agonizan las minucias de antiguos naufragios. Para avanzar a lo largo de la playa, el cuerpo, capturado dentro de un horno sin brisa ni sombra, debe luchar contra la pesantez inmóvil de una campana solar. Y avanzar por esta playa sólo revela el deseo de escapar de ella, subir por las dunas hirvientes y luego creer que es posible atravesar a pie el desierto que separa a la costa del monte.
Pero el desierto es liso como las manos sin destino de un cadáver. Se conocen las historias de náufragos (pues sólo el desastre puede conducir a un hombre a esta remota comarca) que han perecido aquí, girando en vano y luchando contra sus propias sombras, injuriándolas porque no se levantan de la arena, rogándoles que floten, frescos fantasmas, sobre las cabezas de sus dueños; de hinojos, al fin, ahorcándolas. Aquí se derriten los sesos de los infortunados. Y cuando ese sol de manteca no reina sobre la costa, la tormenta impera en su lugar y perfecciona su tarea.
Todo un mundo de despojos espera al hombre sin fortuna que, uno más, cree encontrar aquí la salvación que la furia del mar estuvo a punto de robarle. Arcas vacías y compases desimantados, costillares de naves y cabezas de proa talladas y retalladas por el sol y el viento hasta semejar una quebrada falange de escuderos petrificados, un desolado campo de estatuas de sombra; timones, rasgadas banderas y verdes botellas taponeadas y selladas: Cabo de los Desastres, fue llamado en las cartas antiguas; las crónicas abundan en noticias de galeones hundidos con los tesoros de las Molucas, Cipango y Catay, de naos desaparecidas con toda su tripulación gaditana y con todos los cautivos de las guerras contra el infiel, amos y siervos igualados por un destino catastrófico. Pero también, para compensar, se habla de veleros abatidos contra las rocas porque en ellos huían parejas de enamorados. Y si no las crónicas, las supersticiones, que casi siempre son alimento inconfeso de aquéllas, dicen que en noches de tormenta pasa por aquí, más espectral que la bruma que la envuelve, una flota de carabelas incendiadas por el fuego de San Telmo que arde en los palos mayores e ilumina los rostros lívidos de los califas conducidos en cautiverio.
Cuatro hombres de a caballo y ocho de a pie habían regresado con los sabuesos fatigados, confirmando la noticia; se emplazaba venado espantado. Guzmán se alzó sobre los estribos, acariciando el largo bigote que le caía en dos trencillas hasta la nuez, y dio órdenes en rápida sucesión: párense más sabuesos que para otro venado, y en cada busca empléense cuatro canes nada más; guarden gran silencio los monteros, y castiguen a sus canes para que no gruñan, porque los podría oír el venado.
Desde su silla, el Señor rumiaba la paradoja del venado miedoso, que para ser cazado requiere de precauciones mayores que si fuese valeroso aunque ingenuo. Inocente ímpetu; cautelosa cobardía. Buena defensa es el miedo, se dijo mientras avanzaba bajo el sol, guarecido por la caperuza que ocultaba su rostro.
Se soltaron doce canes maestros a tomar el monte por la querencia del venado y, al lado del Señor, Guzmán le dijo que el venado espantado busca ceba nueva, pero que por ser verano, la nueva ceba era la vieja querencia del venado anterior: el agua. Es fácil seguir el único canalizo de esta sierra árida, Sire, y averiguar en qué tremedal se recogen las aguas. El Señor asintió sin pensar y advirtió que el sol y el desinterés podrían vencerle; pero Guzmán esperaba una respuesta y al observar el rostro bronceado del sotamontero, el Señor entendió que no sólo aguardaba la contestación práctica que el oficio reclamaba, sino otra, intangible, tocante a la jerarquía: Guzmán sugería lo que debía hacerse, pero el Señor debía ordenarlo. Reaccionó y dijo al sotamontero que tuviese listo un renuevo de diez canes para el momento en que los delanteros regresasen, con los belfos espumosos, de la primera levantada. Guzmán inclinó la cabeza y en seguida la alzó para repetir la orden, añadiendo un detalle que al Señor se le había olvidado: que un grupo de monteros fuese de inmediato a lo alto del lomo y desde allí vigilase, con ventaja y en silencio, toda la operación.
Indicó hacia éste, hacia aquél, hacia el otro, hasta sumar una decena de hombres. Un sordo refrán de protesta se levantó entre los monteros escogidos para formar la armada que debía andar y subir más. Guzmán, al sentir el murmullo rebelde, sonrió y se llevó la mano a la empuñadura de la daga. El Señor, sonrojado, detuvo el movimiento del lugarteniente que ya acariciaba con anticipado gusto el puñal; miró fríamente hacia el grupo de hombres que se sentían despreciados por la orden de cumplir un oficio fin peligro. En los rostros, apenas velada por el rencor, aparecía ya la fatiga de esa expedición hacia los lugares altos y agudos del monte; y también la desesperación por no poder matar un venado que ellos serían los primeros en ver pero los últimos en tocar.
El Señor hizo avanzar con cólera el caballo hacia el grupo de rebeldes; bastó ese movimiento para que bajaran las cabezas y dejaran de murmurar. Evitaron mirarse entre sí o mirar al Señor y Guzmán seleccionó a tres monteros de su confianza para que de inmediato colocaran en fila a la malganada compañía de atalaya y, ellos mismos, se apostaron uno al frente, otro en medio y el último atrás de la fila, como guardias que conducen una cuerda a presidio.
—No lleven ballestas, ordenó, para terminar, Guzmán. Veo demasiado dedo impaciente. Recuerden, es venado espantado, no quiero voces. No quiero tiros. Sólo humo y llamas.
El Señor ya no le escuchó; continuó internándose en la montaña calcinada con noble actitud aunque con admitida desidia. La intentona de sublevación, dominada en el acto por la presencia del Señor y por las acciones de Guzmán, le había agotado completamente.
Empezó a admirar el trazo monumental de la sierra y a repetirse, mientras jugueteaba con las riendas, que si estaba allí era precisamente para dar descanso a su juicio, no para aguzarlo. Cuántas veces, hincado frente al altar o caminando alrededor del claustro, había interrumpido sus más profundas meditaciones para recordar la obligación que ahora estaba cumpliendo. Dejaba pasar más tiempo del debido lejos del aire libre donde se realizan las hazañas recordadas por vistas; pero hasta ahora siempre se había impuesto con oportunidad a su natural inclinación, dando la orden de emplazar montería antes de que el sotamontero Guzmán tuviese que recordárselo o de que el tedio de su esposa diese lugar a mudos reproches. Y ella, a la razón pragmática del Señor, añadía otra puramente fantasiosa:
—Algún día puedes verte en peligro con algún animal. No debes perder la costumbre del riesgo físico. Fuiste joven, un día…
Más discreto, él acentuaba los gestos nobles y las gallardas posturas, dejaba de pedir agua durante largas horas en la silla y bajo el sol, para hacerse respetar; para que sus vasallos sintiesen la fuerza de su presencia real y no escuchasen las consejas que, apenas se prolongaba su reclusión, propalaban de boca en boca turbios misterios e imaginaban temerosas desapariciones: ¿ha muerto nuestro Señor, se ha recluido en santo lugar, ha enloquecido, permite que su esposa, su madre, su secretario o su perro gobiernen en puesto suyo?
Miró hacia lo alto, frunciendo el ceño. Los monteros de atalaya, prohibido el uso de bocinas, llamaban con signos de humo a vista y a macho. Detrás del Señor, fueron soltados los ventores que ahora debían seguir latiendo la caza vista. Pasaron a su lado, codiciosos pero castigados por los monteros para que no ladraran; buenos para dar con el rastro viejo; osados: el Señor sintió a su paso el cintarazo pulsante de los cuerpos, redoblado por el castigo y el silencio.
Los ventores levantaron una ligera nubecilla de tierra suelta y pronto se perdieron en los accidentes del monte. El Señor se sintió solo, sin más compañía que el alano Bocanegra que le seguía con los ojos pequeños y tristes y la fiel guardia de hombres que, como los canes y los humildes monteros de la primera armada, jadeaban por participar activamente aunque el deber les obligase a permanecer a espaldas del Señor con los morrales llenos de bruco y muérdago.
Entonces, imprevisiblemente, el cielo empezó a oscurecerse y el Señor sonrió; se refrescaría del terrible calor sin necesidad de pedir alivio; las cuidadosas previsiones del sotamontero, tan definitivas como la voz autoritaria con que las ordenó, serían reducidas a una pura nada por el accidental cambio de tiempo: por el soberano capricho de los elementos. Doble alivio, doble gusto; lo admitió.
Así, la tormenta termina la labor del sol y el sol la de la tormenta; uno devuelve al mar los cuerpos incendiados, incapaces de avanzar cien pies más allá de las dunas; la otra ofrece al sol devorador las ruinas de los naufragios. El joven rubio y beato podría permanecer siempre allí, inconsciente y abandonado. Medio rostro se hunde en la arena fangosa y las piernas son lamidas por las olas inánimes. Las algas se enredan en la larga cabellera amarilla y a lo largo de los dos brazos abiertos en cruz, que así parecen hechos de hierbas de mar, o de ellas alimentados como por una hiedra de yodo y sal. El polvo negro de las dunas le cubre las cejas, las pestañas y los labios de la otra mitad del rostro. Rasgadas, las calzas amarillas y la ropilla color fresa se pegan, empapadas, a la carne. Los cangrejos rondan el cuerpo y si alguien lo mirase desde las dunas diría que es un viajero solitario y que como tantos viajeros antes y después de él, ha caído de boca sobre la playa, besándola, a dar gracias…
¿Qué país es éste?
Si ha partido, el viajero besará la tierra extraña que jamás esperaba encontrar allende un océano interminable, tormentoso, que al cabo debía precipitarse en la catarata universal. Si ha regresado, besará la tierra pródiga y le contará en voz baja, pues no hay mejor interlocutor de estas hazañas que ella, las aventuras del pendón que llevó a las batallas y a los descubrimientos y la suerte de los ejércitos y armadas de hombres semejantes a él, exiliados y liberados por una empresa que, en nombre de los más altos principes, vivían y aseguraban los más modestos súbditos.
Pero él sigue soñando que lucha contra el mar, a sabiendas de que su esfuerzo es inútil. Las ráfagas le ciegan, la espuma silencia sus gritos, las olas se desploman sobre su cabeza y al fin se dice en voz muy baja que es un muerto conducido al fondo de la catedral de agua; un cadáver embalsamado con sal y fuego. El mar ha salvado el cuerpo del náufrago; pero ha secuestrado su nombre. Yace con los brazos enredados en algas sobre la arena y desde lo alto de las dunas unos ojos vigilan y distinguen en el cuerpo desnudo el signo que quieren ver: una roja cruz de carne entre las cuchillas de la espalda. Rostro hundido en la arena, brazos alargados. Y en un puño, asido a ella como a la tabla de salvación, una botella larga, verde y lacrada, rescatada, como el cuerpo del muchacho, de la muerte.
La lluvia tamborileaba contra las lonas de la tienda de campaña. Adentro, el Señor, sentado en la silla curul, acariciaba con la mano alargada la cabeza de Bocanegra y el perro lo miraba con esos ojos tristes, casi sin blanco y con el poco blanco veteado de sangre, como si el alano mostrase en la mirada la codicia de caza que la fidelidad al amo le vedaba. Condenado a la compañía doméstica, Bocanegra, sin embargo, se engalanaba con peto y coraza y rodeaba su cuello una carlanca de fierro armada con púas. El Señor acarició la piel de su can maestro, entre sedeña y pelrasa, e imaginó que esa tristeza desaparecería en cuanto el can, acostumbrado a ver partir por delante
a los demás perros mientras él permanecía al lado de su Señor, fuese solicitado por órdenes previstas para otra cacería: el Señor podría, alguna vez, adelantarse demasiado, perderse, ser atacado. Entonces Bocanegra conocería su hora de gloria. Eternamente echado a los pies de su dueño, esa vez seguiría hasta el último recodo del monte el olor de las botas y del cuerpo de su amo y acudiría, con un ladrido salvaje, a su defensa. Una vez, el padre del Señor había sido atacado por un puerco salvaje y sólo salvó la vida gracias al instinto, fino y fiero, del can maestro que le seguía y que clavó los afilados caninos y las púas del collar en los ojos y en la garganta del jabalí que, ciertamente, ya venía herido por sus rivales en el celo.
A veces, en horas como ésta, el Señor repetía esa historia cerca de las orejas enveladas del mastín, como si intentase consolarlo con la promesa de una aventura similar. No; no sería en esta ocasión. Guzmán conocía bien su oficio y había mandado instalar la tienda en este portillo por donde, forzosamente, debía salir el venado de su querencia en la navazuela. Toda la tarde, los criados de la guardia personal cortaron con hachuelas algunas jaras y madroños para que, si escampaba, el Señor pudiese ocultarse en un puesto más alto y conocer el desenlace de la montería; y otros, con los hocinos, claveteaban las puntas de la lona en el portillo por si el Señor se veía obligado a pasar la noche en el monte. No, Bocanegra; no sería en esta ocasión. Pero si algún día la oportunidad del riesgo y el valor se presentaba, quizás el alano domesticado, sus instintos perdidos, no sabría responder con fiereza.
Llovía. El agua empapaba las redes levantadas por orden de Guzmán cerca de la tienda de campaña. Los lienzos y cordeles cerraban la estrecha cañada por donde el venado debía entrar, acorralado, a encontrar la muerte a los pies del Señor. Guzmán había puesto en su lugar a los lebreles. Guzmán había situado a los caballos que debían aguardar el espanto del venado. Guzmán había ubicado a la gente de a pie. Al intentar huir por un lado, el animal se toparía contra los lienzos y cordeles y, al huir de los filopos, caería en manos de los cazadores.
«Guzmán conoce bien su oficio».
El Señor apretó la cabeza del perro; y al moverla, Bocanegra rasguñó levemente un dedo del amo con las púas de la carlanca. El Señor se llevó la mano a la boca y chupó su propia sangre, rogando, que cese de correr, que no me desangre, un poco de suerte, un leve rasguño, que no me desangre como tantos antepasados muertos por la sangría de heridas que jamás cicatrizaron; y su mente se concentró en un recuerdo inmediato para sofocar esta memoria ancestral: la armada de atalaya había querido sublevarse esa mañana. No tenía por qué seguirle molestando el incidente. Guzmán sólo había demostrado que conocía bien su oficio, un oficio al servicio del Señor. Era natural que escogiese a los monteros de la primera armada entre la gente más baja; nadie más se prestaría a cumplir tan desagradecida tarea. Lo inaceptable, por inexplicable, era que la gente más modesta diese muestras de ser, también, la más rebelde. Pero de esto ni a él ni al sotamontero se les podía hacer responsables; y después de todo, la rebeldía fue rápidamente dominada. Sin embargo, la pregunta se negaba a ser contestada: ¿por qué estos hombres humildes, levantados de entre la escoria aledaña al palacio, colocados en situación que significaba una definitiva mejoría, se empeñaban en murmurar a regañadientes y en evadir una responsabilidad para la que ellos mismos debían saber que, en primer lugar, fueron escogidos? ¿No era el orgullo privilegio sólo de la alcurnia o de la ilustración? ¿Por qué protestaban, apenas se les daba algo, quienes antes nada eran y nada tenían? El Señor no quiso penetrar este misterio más allá de una recordada sentencia de su padre el Príncipe: désele al más pordiosero de los pordioseros de esta tierra de mendigos el menor signo de distinción, y en seguida se comportará como un hidalgo vano y pretencioso; no los distingas, hijo, ni con una mirada; es gente sin importancia.
Por el momento, la armada de atalaya sufriría bajo la lluvia, en lo alto de una muela de peñas; la bruma cegaría su vista y silenciarían sus voces así la orden de evitar el ruido como el rumoroso viento, capaz de acallar no sólo los brutales gritos de estos serranos, sino el más penetrante bocinazo de un cuerno de caza. Quizás, encaramados en la sierra, recordaban al Señor que por un momento se había dignado fulminarlos con una mirada, sin necesidad de hablarles; y si su padre tenía razón, de esa mirada nacerían multiplicadas soberbias y rebeldías. Quizás los monteros maldicientes imaginaban al Señor en su puesto, un puesto escogido para que pudiese, mejor que nadie, experimentar el placer supremo de la caza: ver entrar la busca, ver cómo se levanta la caza, determinar qué yerros se cometen y cómo remediarlos; dominar el conjunto y la culminación del acto; asignar premios y castigos de la jornada. Si aquellos pobres monteros subieron de mala gana a la sierra por verse alejados del centro real y excitante de la cacería, seguramente lo imaginaban todo menos que el Señor, como ellos, pudiese sufrir la congoja de la espera, escondido de la lluvia dentro de una tienda de campaña, sin más herida que el accidental rasguño de la carlanca, sin saber en qué términos andaba la montería. El Señor cubrió con un pañuelo de holanda el rasguño del dedo, la sangre apenas corre, se seca, esta vez no moriré, gracias Dios mío. Posiblemente, si lo viesen metido en la tienda con el perro, los bárbaros monteros murmurarían de nuevo: la estirpe del Señor ha perdido el gusto de la montería, que es sólo el renovado ensayo de la guerra; quizás los humos de las sacristías y las blandezas de la devoción han agotada» los arrestos del jefe; y sólo es jefe porque puede más, sabe más, arriesga y resiste más que cualquier súbdito, pues de no ser así, el súbdito merecería ser jefe, y el jefe, siervo; y cuando el Señor muera, ¿quién le sucederá?, ¿dónde está su hijo?, ¿por qué anuncia la Señora preñeces que jamás llegan a buen puerto sino que naufragan siempre en el aborto? Esto murmuraban en sierras y en ventas, en fraguas y en tejares…
El alano Bocanegra se incorporó de repente sobre sus presas gruesas y cortas. La coraza y la carlanca refulgieron en la tenue luz de la tienda y el perro salió corriendo, se escurrió bajo la lona y desapareció, ladrando. Y el Señor ya no quiso pensar en nada, atribuir a nada esa conducta escandalosa del can; mejor cerrar los ojos detrás de la mano envuelta en el pañuelo y quedarse solo con su buena razón mortificada; pedir mejor que un lechoso vacío ocupase el espacio de memoria, sobresalto, premonición…Murmuró una oración en la que le preguntaba a Dios si bastaba que Dios y su vasallo el Señor supieran que si en la caza y la muerte de un venado había algún placer, el vasallo, aunque no lo sintiese, lo rechazaría para la mayor gloria del Creador.
«Es él» le dice al grupo que le rodea el hombre que cree reconocer, en el cuerpo yacente del náufrago, los signos de cierta identidad.
Todos pican espuelas y descienden envueltos por el polvo oscuro de las dunas. Los caballos relinchan al acercarse al cuerpo postrado; los caballeros descienden, avanzan y le rodean. Las botas suenan como latigazos al pisar los charcos de agua tibia. Los caballos resoplan nerviosamente cerca del inesperado olor y parecen intuir el miedo que acoraza ese profundo y extraño sueño. Y el mar sigue lengüeteando sin prisa, sin respuestas, cálido y teñido después de la tormenta.
El jefe del grupo se hinca junto al cuerpo, roza con los dedos la cruz de la espalda, luego le toma de la axila y le voltea, bocarriba. Los labios del joven náufrago se abren y la mitad del rostro está ennegrecido por la arena. El hombre del largo bigote trenzado hace un gesto con la mano y los otros alzan al joven en vilo, la botella se desprende del puño y regresa al oleaje, el náufrago es conducido a uno de los caballos y tendido como una presa de caza sobre el lomo del animal; sujetan sus brazos a la montura y la cabeza colgante se apoya contra el flanco sudoroso. El jefe da nueva orden y todos ascienden por las dunas; ganan la plataforma rasa y rocosa que se extiende hasta el límite de la lejana sierra.
Entonces, en el centro de la bruma, aparece primero un rumor como de espuelas arrastradas o de otro metal chocando contra los pedruscos; detrás del rumor, una litera de ébano pulido; bajo su peso, cuatro negros que la cargan y se acercan al grupo que conduce al náufrago sobre un caballo.
Una campanilla suena dentro de la litera y los negros que la portan se detienen. La campanilla vuelve a sonar. Los porteros, con un gemido concertado, izan el palanquín con sus brazos poderosos y en seguida, suavemente, lo depositan sobre la tierra del desierto. Vencidos por el esfuerzo y por el calor húmedo de las horas que siguen a la tormenta, los cuatro hombres desnudos caen al suelo y se friegan los torsos y los muslos con su propio sudor.
—¡De pie, canalla!, les grita el hombre del bigote trenzado, que comunica su furia al caballo que se encabrita mientras el jinete levanta el látigo, lo azota contra la espalda de uno de los porteros y corre en un círculo nervioso alrededor de la litera. Los cuatro negros, giminíelo, se ponen de pie y en sus ojos amarillos hay un descontento vidrioso que se prolonga hasta que una voz de mujer habla detrás de Lis cortinillas cerradas:
Déjalos en paz, Guzmán. El viaje ha sido pesado.
Y el jinete, sin dejar de correr en círculos, sin dejar de azotar a los negros, grita por encima del resoplido del caballo:
—La Señora hace mal en salir sin más compañía que estos brutos. Los tiempos son demasiado peligrosos.
Una mano enguantada asoma entre las cortinas: —Si los tiempos fuesen mejores, no necesitaría la protección de mis hombres. Nunca me fiaré de los tuyos, Guzmán.
Y las corre, abriéndolas.
El náufrago se creía embalsamado por el mar; entreabrió los ojos:
La sangre le pulsaba en las sienes y la visión de este desierto de brumas rasgadas quizás no era demasiado distinta de la que pudo encontrar al tocar el fondo del océano, que imaginaba de fuego, pues al caer del castillo de proa al mar lo único que miró no fueron las olas a las que se acercaba, sino el corposanto ardiente del que se alejaba: el fuego de San Telmo en las puntas del palo mayor. Y al ser arrojado, inconsciente, a la playa, le rodeaba una bruma ciega, pero en el momento de abrir los ojos, se apartaron las cortinas de la litera y en vez del mar, o el desierto, o el fuego, o la niebla, encontró otra mirada.
—¿Es él?, preguntó la mujer que miraba al joven como él miraba los ojos negros de la mujer, muy hundidos en los pómulos altos, muy brillantes en su contraste con la palidez plateada del rostro; que le miraba sin saber que él, a través de las pestañas arenosas que velaban su mirada, la miraba también.
—Déjame ver la cara, dijo la mujer.
El joven pudo distinguir el movimiento seguro y altivo del cuerpo drapeado en telas negras que descansaba dentro de la litera como un pájaro reposaba, nervioso pero inmóvil, sobre el puño enguantado de la mujer. El hombre del bigote trenzado tomó el pelo del náufrago con un puño y levantó violentamente la cabeza prisionera: la mirada opaca del joven se fijó en el gesto impaciente de la cabeza de la mujer, enmarcada por las altas alas blancas de una gola.
La mujer levantó un brazo de mangas abombadas y dijo, al tiempo que con el dedo índice ordenaba a la guardia de negros: —Tómenlo.
Un jadeo infinito viene corriendo por el desierto; una respiración que le da cuerpo a la bruma; un cuerpo palpitante y veloz; la velocidad de un perro blanco que al fin gruñe y se lanza contra el caballo del jefe que por un momento no sabe qué hacer, que en seguida arranea del cinturón el hierro corto, mientras el perro salta tratando de morder la pierna del jinete y logra encajar una púa en el vientre del caballo que se levanta, relinchando, sobre las patas traseras; el jinete se sujeta de las riendas y asesta una puñalada rasgante sobre la cabeza del perro que alcanzaba a rasguñar con la carlanca de púas el puño del hombre, lanza un quejido y cae al suelo, mirando con tristeza los ojos del viajero olvidado.
Al caer la noche, el Señor, fatigado, entró a la tienda de campaña, se sentó en la silla y se echó un cobertor sobre los hombros. Había dejado de llover y durante varias horas los criados buscaron a Boca- negra, pero los sabuesos, en vez de seguirle el rastro al can fugitivo, rondaron estúpidamente la tienda, como si el olor del perro maestro fuese inseparable del de su amo y al cabo el Señor, con grande pesadumbre, se resignó a la pérdida del alano y sintió más frío aún.
Tomó un breviario y se disponía a leer cuando Guzmán, con todas las señas de la prolongada cacería en el rostro sudoroso y en los hábitos manchados, apartó la lona de la entrada a la tienda y le avisó que el venado acababa de ser traído al campamento. Pidió excusas: la lluvia cambió el rastro; el venado fue cazado y muerto lejos del portillo reservado para el placer del Señor.
El Señor tembló ligeramente y el breviario cayó por tierra; sintió el impulso de recogerlo y aun se inclinó un poco; pero Guzmán se dio prisa e, hincado ante su amo, tomó el libro de devociones y lo ofreció al dueño. Desde su posición arrodillada, Guzmán, al levantar la mirada para entregar el breviario, miró fijamente, por un instante, al Señor y debió arquear las cejas de una manera que ofendió al amo; pero éste no podía reprocharle a su servidor la celeridad con que demostraba su obediencia y respeto; el acto visible era el del más excelente vasallo, aunque la intención secreta de la mirada se prestase, más que nada por indefinida, a interpretaciones que el Señor, a un tiempo, deseaba admitir y rechazar.
La herida de la mano de Guzmán rozó la herida de la mano del Señor; los pañuelos que las cubrían eran de bien diferentes calidades; idénticos los rasguños de las púas de una carlanca.
El Señor se puso de pie y Guzmán, sin esperar a que expresara su voluntad —¿seguiría leyendo, saldría al campamento?— ya tenía entre las manos la gabardina de Vizcaya, ya la abría, ya la ofrecía a los hombros del amo.
—Hice bien en traer abrigo, comentó el Señor.
—El buen montero no se fía del tiempo, dijo Guzmán.
El Señor permaneció inmóvil mientras el sotamontero le echaba la capa sobre la espalda. En seguida, Guzmán apartó de nuevo la lona y esperó a que el Señor saliese, escondiendo el rostro bajo la caperuza, al campamento donde los fuegos nocturnos ardían. Hizo un gesto de deferencia y el Señor salió y se detuvo a mirar el cadáver del venado arrojado a sus pies.
Uno de los monteros avanzó hacia el animal con el cuchillo en la mano. El Señor miró a Guzmán; Guzmán levantó una mano; el montero arrojó la daga y el sotamontero la tomó en el aire. Se hincó frente al venado y de un solo y preciso tajo lo degolló.
Luego cortó con el cuchillo de monte los cuernos y en seguida el cuero de las patas traseras, desconcertándolas por las coyunturas para descubrir los nervios.
Se puso de pie y ordenó que colgasen al venado por los nervios desde una estaca y allí lo desollaran.
Devolvió el cuchillo al montero y permaneció frente a la estaca: entre Guzmán y el Señor, colgaba el cadáver del venado.
Los monteros comenzaron a abrir el pellejo del animal desde el jarrete hasta lo hueco y de allí por toda la barriga. Al terminar, lo abrieron por delante y le sacaron la vejiga, la panza y las tripas; luego las arrojaron al cubo hacia donde escurría la sangre del venado, llenándolo gota a gota.
El Señor agradeció la doble máscara de la noche y de la caperuza; pero Guzmán le observaba con la ayuda del desigual resplandor de las fogatas. Los monteros rompieron el pecho del venado hasta el pescuezo y sacaron la asadura, el hígado y el corazón. Guzmán adelantó la mano y el corazón le fue entregado; las otras visceras cayeron dentro de la cubeta de sangre con un ruido idéntico al latido del corazón inquieto del Señor, que sin darse cuenta unió las manos en un resto de piedad mientras Guzmán acariciaba la empuñadura de su hierro corto.
La cabeza fue cortada por el cogote y aunque siguió la tarea de hacerle cuartos al venado, el Señor ya sólo pudo mirar, junto al fuego, esa testa privada de su cornamenta, boquiabierta, estúpida y estremecedoramente tierna: los ojos pardos y vidriosos, entreabiertos, poseían una vida simulada; pero detrás de ellos acechaba, triunfante, el azoro de la muerte.
Ahora varios monteros cortaban en pequeños pedazos las tripas del animal, las tostaban al fuego y por fin las mezclaban y revolvían con la sangre y el pan. Y si mientras se descocotó, apioló y descuartizó al venado sólo su cadáver separaba al Señor del lugarteniente, ahora toda una multitud ansiosa los alejó e indiferenció. Las tripas, la sangre y el pan fueron depositados al lado de la fogata mientras alrededor de ella se colocaban los monteros con los sabuesos que habían participado en la montería. Con una mano, frenaban a los canes; con la otra, sostenían la bocina de caza. La excitada confusión había desplazado al Señor del lugar privilegiado que hasta ese momento ocupó; la multitud de canes nerviosos y jadeantes, la aplicación de los monteros a su doble tarea de retenerlos y manejar las bocinas, le hubiesen permitido al amo regresar en ese instante a la tienda y reiniciar la piadosa lectura sin que nadie lo apercibiese. Pero él sabía que el siguiente acto requería una orden suya: un gesto cualquiera, rápido y formal, para que todos los monteros tocasen las bocinas al unísono, celebrando el término ritual de la caza.
Se disponía a levantar un brazo desde la oscuridad hacia la cual fue desplazado; pero antes de que pudiera hacerlo, los monteros tocaron las bocinas. Los poderosos cuernos hicieron que la oscuridad trepidara. Se integró un solo gemido ronco, que más que volar parecía galopar sobre el tambor de la tierra, armado con pezuñas de metal, de regreso a los montes de donde había sido arrancado. Pero el Señor no había hecho ningún gesto. Y sin embargo todo sucedía, todo se cumplía, como si lo hubiese hecho. Y cuando por fin lo hizo, su brazo permaneció en el aire, estupefacto. Ya era demasiado tarde. Agradeció que Guzmán estuviese lejos, perdido en la ocupación que a todos concertaba en ese momento; lejos de la faz azorada y de la boca entreabierta cuyas órdenes rituales se cumplían puntualmente, aunque hubiesen faltado las palabras y el gesto que debían indicarlas.
Al ruido, los sabuesos se habían lanzado a comer; la lumbre de las fogatas iluminó los belfos codiciosos y dibujó el temblor de los lomos. Rodeado por la jauría famélica, Guzmán levantó las tripas en alto, en la punta de un venablo. Los sabuesos saltaron para alcanzarlas. Embriagados por el concierto ensordecedor de las bocinas y por su natural braveza, los perros eran un río de carne luminosa; sus lenguas, chispas que incendiaban el cuerpo erecto de Guzmán, también sudoroso y alegre, con el venablo en alto, encamando a los canes que se quedarían sabrosos de aquel plato y codiciosos de nueva caza. El Señor dio la espalda al espectáculo; le dominaba el sudor frío de un pensamiento circular e infinito.
Luego, mientras los perros se manchaban los hocicos con sangre y carbón, Guzmán trazó con el cuchillo una cruz en la punta del corazón del venado, y en seguida lo cortó a la redonda, de manera que quedase dividido en cuartos. Se carcajeó secamente y arrojó un pedazo de corazón a cada punto cardinal, mientras los monteros reían con él, satisfechos de la jornada, y a cada gesto airoso del sotamontero, que de esta manera exorcizaba el mal de ojo, gritaban: al Pater Noster, al Ave María, al Credo y al Salve Regina.
—Señor, le dijo Guzmán cuando por fin se acercó a él; a Vuesa Merced corresponde distribuir los galardones y castigos de la jornada.
Y añadió, sonriente, herido, fatigado, manchado: —Hágalo ya, que la gente está cansada y quisiera regresar al punto al puerto de la sierra.
—¿Quién hirió primero?, preguntó el Señor.
—Yo. Sire, contestó el sotamontero.
—Regresaste a tiempo, dijo el Señor, apoyando el mentón en un puño.
—No comprendo, Sire.
El Señor jugueteó con el dedo índice sobre el grueso labio inferior. Nadie pudo darse cuenta de que los ojos del amo, escondidos por la caperuza, observaban las botas del sotamontero; y en ellas observaban la huella de la negra arena de la costa, tan distinta de la tierra parda v seca de los montes. Guzmán vio por primera vez la herida gemela ni la mano del amo y escondió, indeciso y turbado, la suya. ¿Galardón y castigo?, pensaron al mismo tiempo el Señor y Guzmán, ¿para quiénes? pensaron Guzmán y el Señor en Guzmán y el Señor, el perro Bocanegra, la frustrada y rebelde armada de atalaya.
Lo despierta la mano de la mujer que acaricia su rostro y al hacerlo lo limpia de los granos de arena negra y húmeda de la costa. El joven despierta de un segundo sueño, entra al siguiente, adormilado por el vaivén del lecho en el que va recostado, capturado entre almohadillas de seda y cobertores de armiño, cortinas de brocado y un intenso perfume que, en su profunda y abierta molicie, el muchacho ve al tiempo que respira y ve con un color: negro.
Se dice a sí mismo que va recostado dentro de una cama en movimiento, muelle y aérea. Una de las manos de la mujer no deja de acariciarle; pero la postura obliga al muchacho a mirar la otra mano de esta aparecida y la otra mano lleva puesto un guante, rugoso y sebado, sobre el cual se mantiene muy derecho un azor. Los ojos zumidos del ave no se apartan de los del náufrago, pero si él parpadea entre la vigilia y el sueño, la mirada del azor es invariable, hipnótica, como si un artesano hubiese insertado dos monedas de cobre viejo, gastado, ennegrecido, en la cabeza del pájaro, y en esa mirada hay dos números sin tiempo. El sañudo halcón se mantiene inmóvil, con el pecho levantado y bien abierto de piernas para asentarse mejor sobre el guante de su dueña. Es tal la unión de las patas del ave con la mano de la mujer, que las uñas negras del pájaro parecen una prolongación de los dedos engrasados del guante. De tan fijo, diríase que es una estatuilla de Malta; sólo los cascabeles atados a las patas indican movimiento y vida en el ave de presa; su rumor de sonaja se funde con los otros ruidos, persistentes, de hebillas y puntas de fierro arrastradas a lo largo del camino.
El joven mueve la cabeza para mirar la cara de la mujer que le acaricia, seguro de que una vez más logrará ver e! rostro de palidez plateada que esa mañana apareció entre la bruma, detrás de las cortinillas de la litera, preguntando si él era él, mirándole sin saber que ella era mirada por él. Pero esta vez, los velos negros ocultan las facciones de la mujer en cuyo regazo el joven reposa, duerme, despierta.
La Señora (pues así la llamó el hombre brutal que amarró al náufrago a la silla del caballo) es una estatua de trapos negros, brocados, terciopelos, sedas: de la cabeza a los pies, los velos y drapeados la ocultan.
Sólo sus manos indican que está viva y presente: con una, acaricia y limpia la arena del rostro del joven; con la otra sostiene a la inmóvil ave de rapiña. El náufrago teme la pregunta que ella debería formularle: ¿Quién eres? La teme porque no sabría contestarla. Arrullado dentro de la litera honda y perfumada, se da cuenta de que sólo es el hombre más vulnerable del mundo: no podría contestar esa pregunta; debe esperar a que alguien le diga: «Tú eres…» y revele una identidad que él deberá aceptar, por amenazante, desagradable o falsa que sea. so pena de quedarse sin nombre. Está a merced de la primera persona que le ofrezca un nombre: sólo esto, arrullado, piensa y sabe. Pero a pesar de las brumas espesas que sofocan sus sentidos —sueño, vaivén, perfume, la mirada hipnótica del azor— el roce de esos dedos femeninos sobre su frente y sus mejillas le mantiene despierto, le permite agarrarse a una flotante tabla de lucidez como el halcón se prende a la mano enguantada de la Señora. El débil argumento del náufrago, fortalecido porque no tiene otro a la mano, es que si alguien le reconoce y le nombra él podrá, al mismo tiempo, reconocer y nombrar a quien le identifique y, en ese acto, saber quién es: quiénes somos.
Por eso, con gran suavidad, roza con los dedos las faldas de la mujer, se entretiene en ello un largo rato y, cuando siente que de nuevo el vaivén, el perfume y la fatiga van a vencerle, levanta ambas manos y las acerca a los velos que encubren el rostro de la mujer.
Ella grita; o él cree que grita; no ve la boca detrás de los velos y sin embargo sabe que un aullido ha pulverizado esta pesada atmósfera; sabe que ella grita cuando él acerca las manos al rostro de la mujer y todo sucede al mismo tiempo: la litera se detiene, unas voces gruesas gimen, la mujer guía la cabeza desgarbada del azor hacia la del joven y el ave resucita de su letargo heráldico, los cascabeles se agitan con furia y mientras la mano de la Señora, antes acariciante, ahora rapaz, tapa violentamente los ojos del náufrago, éste apenas tiene tiempo de ver, detrás de los velos apartados, una boca que se abre y muestra los dientes afilados como las púas de la carlanca de un can de presa y luego el azor cae sobre su cuello quemado por el sol y la sal de mares ardientes y él siente en la carne el helado humor que sale por las ventanas del pico largo, ancho y grueso; escucha las palabras de ese grito detenido en el espacio, sepultado por el lujo opresor de la litera; ese grito que clama y reclama el derecho que tiene cada ser de llevarse un secreto a la tumba. Y el joven prisionero no sabe distinguir entre el aliento del halcón y el de la mujer, entre el helado pico del ave y los afilados dientes de la Señora, cuando los alfileres de un hambre tenaz se clavan en su cuello.
Esa noche, Bocanegra entró a la venta, derrengado, con la cabeza sangrante. Su aparición echó a perder las celebraciones de los monteros. Dejaron de beber y cantar las coplas.
Que hartos te vienen días
de congojas tan sobradas
que las tus ricas moradas
por las chozas o ramadas
de los pobres trocarías…
Las exageradas pláticas se acallaron; las riñas se interrumpieron; todos miraron con asombro e inquietud al finísimo alano blanco, abalulo, sucio, c la negra arena de las costas en las patas y en la herida abierta de la cabeza.
Fue conducido al aposento del Señor y, allí mismo, éste ordenó que se le curase. A la luz de las velas, los criados pudieron al fin abrir los morrales. El Señor se hincó en el reclinatorio y dejó abierto el breviario, pero dio la espalda al crucifijo negro que le acompañaba en sus viajes; miró hacia los criados que, primero, quisieron retirar al perro y curarlo en los corrales, pues hacerlo en la recámara del amo no era lo más correcto. El Señor dijo que no, que lo curasen allí mismo; los criados se inclinaron de mala gana ante la voluntad superior. La presencia del amo les impediría comentar con alboroto lo ocurrido y ofrecer increíbles versiones de los hechos probables.
Nuevamente, hincado y mudo, el Señor se preguntó si los criados se rebelaban en silencio y desde su baja condición exigían algo más que el favor del amo y el cumplimiento de un trabajo que les daba un cango mayor al de los demás sirvientes del reino. Pero pronto la actividad hizo olvidar a unos su indiscreto descontento y al otro su discreta duda.
Uno de los criados tiró el cabello del perro hasta dos dedos alrededor de la llaga, limpió la herida y luego la cosió tomando bien el cuero y un poco de carne, con una aguja fea y cuadrada y nada delgada. Otro hirvió compresas en un perol y un tercero calentó vino. El hilo grueso fue cosiendo la herida con muchos puntos ni muy flojos ni muy apretados. En seguida, el primer criado sacó del morral y echó encima de la llaga hojas de encina, cortezas de palma, sangre de drago, raza y ordión quemado, hojas de nísporas y raíz de pinta pole. El segundo criado remojó las estopas calientes en vino, las exprimió muy bien y las colocó encima de los polvos mientras el terceto, encima de las primeras, ponía otras estopas secas y finalmente ataba el todo con una faja de tela.
El triste Bocanegra gimoteaba tirado en el suelo, los criados salieron en silencio y el Señor se quedó dormido, arrodillado en el reclinatorio, con la cabeza apoyada sobre el brazo de terciopelo, mareado por la peste de los polvos, el humo de los peroles y un sabor metálico y viejo que dejaba (en el aire) la sangre del perro y (en el piso) el rastro de oscuro polvo de la costa donde tú yaces de vuelta, idéntico a ti mismo, tu huella nueva sobre tu antigua huella, tu cuerpo colocado una segunda vez dentro del recortado perfil de arena que un cuerpo como el tuyo abandonó esta mañana cuando el mar te abandonó a ti; yaces en la misma playa, con los brazos enredados en algas y abiertos en cruz, una cruz entre las cuchillas de la espalda y una larga y sellada botella verde empuñada, tus viejos y tus nuevos recuerdos borrados por la tempestad y el fuego, tus pestañas, tus cejas y tus labios cubiertos por el polvo de las dunas, mientras Bocanegra gimotea y el Señor, en su sueño, recuerda obsesivamente el día de su victoria y se la cuenta al perro; pero el perro sólo quiere aprender el terror de la negra costa pero el Señor sólo quiere justificar su regreso, mañana, al palacio que mandó construir, para honrarla, el día de esa victoria.
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