Ciro Alegría
(Huamachuco, Perú, 1909 - Lima, 1967)

El amuleto
Siete cuentos quirománticos [póstumo]
(Lima: Ediciones Varona, 1978, 189 págs.)



      Ellos estaban en una inmensa altura. Para llegar hasta allí habían tomado, sucesivamente, dos ascensores de rápido impulso, sintiendo en la subida que los oídos les zumbaban. A Lina le dolieron. Ahora las miradas de Joan saltaban de rascacielos en rascacielos, en tanto que suspiraba hondo, moviendo rítmicamente los senos moldeados por una blusa azul. Con el cuerpo elástico ceñido al muro gris, la grácil cabeza echada hacia adelante como deseando abandonarse al espacio. Su actitud toda habría hecho pensar que experimentaba la emoción del vuelo. Ella estaba viviendo, en general, una señalada aventura que conjugaba gozosamente lo cierto e incierto.
       —Siempre he soñado con esta ciudad —dijo. No pronunció una palabra más durante mucho rato. La terraza de observación del mayor rascacielos, tendida esa tarde al tibio sol de abril, atalayando Nueva York con seguro gesto, invitaba a la contemplación y al silencio.
       Allá lejos, el puente George Washington extendía con gallarda esbeltez el acero de sus vigas, columnas y cuerdas bien templadas. Parecía un arpa eólica frente al viento que venía del mar, cargado de sales y espacios oceánicos, y se abatía sobre las cimas de la ciudad y entre los cordajes. Joan pensó que acaso ese viento diestro en inmensidades podía tener noción de la grandeza de la ciudad.
       Los edificios hechos de rectángulos se levantaban de la tierra en una ansiosa búsqueda de altura que adquiría belleza dentro de su simétrica exactitud. Las moles cuadrangulares daban una impresión de yerta solidez, pero millares de ventanas abiertas en las rocas grises hablaban de que había actividad dentro de los cubos enormes y que muchachas hermosas y hombres alertas vivían allí parte de su jornada. Cerca de Columbus Circle, hacia el norte según señalaba el plano que abría de cuando en vez con manos ansiosas, ella había encontrado una habitación provisional. ¿Qué ventana le correspondía? ¿La veía acaso? En la gigantesca zarabanda de volúmenes cuadriculados de ventanas, por aquí, por allá, algunas luces artificiales brillaban a pesar de ser de día. Por el cielo claro, un avión volaba muy alto, rasgando nubes ágiles. Y abajo, lejos, verticalmente, en el fondo de la ciudad rectilínea, al pie de los edificios lisos, se alargaban las calles por cuyas veredas opacas avanzaba la muchedumbre en un incesante fluir humano y por cuyo asfalto brillante corrían los vehículos en un acompasado fluir mecánico. Las cambiantes luces que rigen el tráfico detenían por momentos las filas de autos, pero el enjambre de la multitud se movía sin descanso, yendo y viniendo como dos corrientes cuya variedad de colores se mezclaba hasta volverse gris. Y de toda esa agrupación de hombres y máquinas, del tenaz ajetreo neoyorquino, ascendía un rumor sordo y profundo, como de olas marinas que baten acantilados o de tormentas lejanas. A 1050 pies de altura, se lo escucha así. Es el pulso de Nueva York ese rumor poderoso.
       El muro que rodeaba la terraza cuadrangular había sido hecho alto adrede para evitar a los visitantes el riesgo del vértigo. Joan miró con insistencia hacia abajo, sintiendo que en el espacio mismo, en esa estilizada profundidad marcada por perpendiculares líneas, había un elemento de sutil y brutal fascinación. Una confusa emoción de alegría y temor le crispó los nervios al principio. Luego se le fueron distendiendo, familiarizados con una sensación de caída que no llegaba a producirse. Al verlos desde esa altura, los vehículos le parecían de juguete. El hombre era como una afanosa hormiga. Y se le antojaba extraño que tal ser, empequeñecido aún más por la distancia, hubiera llegado a abrir esas moles alrededor de las cuales caminaba, trepanándolas a la vez con ascensores por los que subía y bajaba, dividiéndolas en habitaciones donde, a su placer, impedía la sombra creada por los propios edificios que elevó hasta ocultar el sol, con la claridad de un sol propio. El fenómeno arquitectónico era sin embargo explicable y claro, pese a la magnificencia de proporciones, mas parecía encerrar un secreto como ocurre con toda gran creación.
       —¡Es maravilloso! —exclamó Joan.
       —Sí —confirmó Clemente Azor.
       Lina, a pesar de que le gustaba hablar, nada dijo. Joan se llamaba exactamente Joan Bonard Clark y era natural de Nueva Orleans. Había llevado sus hermosos dieciocho años a la ciudad de Nueva York con el propósito de “ver qué pasaba”, según solía decir ella misma, tratando de explicar el cumplimiento de una ambición que se afirmaba en un optimismo sin muchos asideros, sin ninguno en particular para ser precisos, pero no obstante firme y hasta radioso en su alegre confianza. Hacía diez días que estaba en Nueva York y durante ese tiempo hizo cosas extraordinarias y completamente naturales, o sea asistir a una exposición de pintura surrealista por curiosidad y a una función de ópera por la misma razón, comprar artículos que no necesitaba, emborracharse en dos clubs nocturnos, tratar de colocarse como experta en algodón y ser rechazada, perderse en los túneles del tren subterráneo, perderse en el vórtice de la ciudad. Conoció a Lina y Clemente la noche anterior, en una fiesta, y se habían hecho amigos, como quien dice, de la noche a la mañana. Con el hombre tuvo una larga conversación sobre los cóndores andinos y Joan había subrayado con las palabras “muy interesante” cuanto él dijo, manifestando también que en Nueva York se tropieza con gente de todas partes y se oye hablar de hechos remotos y extrañísimos. Clemente le presentó a su amiga Lina, quien aceptó el plan de visitar el Empire State Building, anunciado por Joan con entusiasmo. Y allí estaban, de cara a la ciudad cubista, con los ojos perdidos entre prominencias y hondonadas de exactos vértices.
       Clemente Azor, sudamericano de frente ancha bajo la cual se curvaba una nariz aguileña y se hundían entrecerrados ojos grises, miraba complacidamente las montañas de hierro y cemento, el gallardo puente George Washington, el río Hudson mercurial y tranquilo, las lejanías esfumadas y las cercanías abismales. El paisaje andino en que nació se había estilizado en Nueva York y siempre le produjo una particular impresión, entre sorpresiva y estimulante, que esa vasta réplica, enhebrada de electricidad, hubiera llegado a existir. Azor amaba la visión que ofrecen las cumbres, pero en Nueva York la inmensidad tornábase una epopeya de volúmenes, un canto lineal al esfuerzo constructivo. Solía ascender al observatorio del Empire State Building y mirar todo aquello tratando de aprehenderlo para su alma y sus páginas. Era escritor y a su sentimiento básico de independencia individual se mezclaba un deseo de entender las expresiones de la vida.
       Azor, de pronto, dejó de mirar a lo lejos para mirar a Joan o mejor dicho volverla a mirar. ¿Cuántas veces la había examinado desde la frente a las plantas? Más alta que baja, su elástica delgadez se alzaba plácidamente y henchía alimonados senos de neta curva. En ese momento, su suéter azul parecía un retazo de cielo que hubiera descendido a ceñirle el pecho hermoso. La melena negra flotaba al viento y en la cara oval, la piel levemente trigueña se distendía con tersura. Sus brillantes ojos oscuros parecían portar un mensaje, la nariz se respingaba dando a la faz un toque casi infantil y la boca roja, de labios carnosos y espaciosos, sonreía mostrando dientes nítidos. La falda negra caía blandamente sobre la gracia de las caderas y las piernas elásticas. Los pies descansaban con levedad y firmeza en zapatos de tacones altos. Una fina cadena de oro, brillando sobre el tobillo izquierdo, reclamaba a los ojos que iniciaran la contemplación de las pantorrillas que desaparecían bajo la falda, a la vez negando y prometiendo, tal en el ritmo inicial del amor. Las miradas de Azor la punzaron acaso, pues ella volviose y le sonrió, alegre y despreocupadamente generosa. Su sonrisa estaba caldeada por profundas corrientes vitales y éstas eran tan impetuosas y seguras, que brindaban a la personalidad de Joan Bonard Clark una satisfacción que parecía circular por su sangre. Azor la había visto sonreír de igual manera en la fiesta, con esa sonrisa que resultaba un derroche de dones, ya sea porque fueran inagotables o los conservara intactos. Bien mirado, tal vez no lo distinguía particularmente, aunque tal sonrisa como respuesta a sus miradas entrañaba la reciprocidad de la aceptación. La mirada del hombre jugó un momento sobre la faz morena como besando su tersura, y Joan volvió a sonreírle, ahora como si hubiera preferido sonreír que negar. Azor se le acercó para hablarle y en ese momento sintió que Lina le tomaba una mano, presionándosela en forma de reclamo. Joan preguntó, apuntando a lo lejos con el índice:
       —¿Qué es eso?
       Lo dijo como si lo único que le preocupara fuese la ciudad.
       —Rockefeller Center —respondió Azor, mirando una vez más el conjunto gris de masas ágiles, donde la única recta marcaba al volumen el sentido de la moderna armonía. Los edificios que componen Rockefeller Center se distinguían entre la muchedumbre de rascacielos con enhiesta prestancia. Azor sabía que están en torno a una plaza que desde el observatorio no podía verse. Las calles y plazas de Nueva York tienen, como en ninguna ciudad, un carácter funcional y se hallan tan hundidas en la ciudad misma que frecuentemente parece que no pertenecieran a un mundo dado a la altura. Quien avanza por una calle numerada para alcanzar una dirección llega a una puerta que, en la mayoría de los casos, es solamente un accidente de la ruta. Arribará al lugar propuesto tomando altura, sea la de Rockefeller Center o cualesquiera de los miles de rascacielos. Sólo que en Rockefeller Center comienza a estilizarse la nueva ambición y la nueva belleza. Hay en las líneas esbeltas y disparadas al cielo de sus edificios, un afán de altura que podría equivaler, hablando en términos de épocas históricas, al del estilo gótico de la Edad Media. Así la cercana catedral de San Patricio apenas logra aparecer entre los rectángulos de la vecindad. Se necesita ir a su lado y afinar el espíritu con el recuerdo de una era remota y la exaltación mística, para captar de nuevo el plácido sentimiento de ascensión de sus ojivas y agujas. El rascacielos ignora la curva, salvo en algunas torres, y su belleza viene de la recta combinada en sabias proporciones y lanzadas hacia el cielo con precisión y audacia. Más acá y más allá, tantos que no se los podía contar, los edificios se alzaban sin pausa, y su volumen desigual y su más desigual altura mezclaban abruptamente sus perfiles dentro de la inmensa perspectiva.
       Lina, muchacha tropical de cabello rojizo, facciones de una plasticidad dolorosa y anchas caderas receptivas, estaba acostumbrada a las palmeras gráciles y las blandas colinas de su isla nativa. La estática dureza de Nueva York parecía herirle los ojos absortos. A la distancia —no se podía calcular— se extendía, amurallado por la ciudad, el rectángulo terreno de Central Park, verde de árboles y con un lago que brillaba al sol. Más al norte, los edificios continuaban hasta perderse en la lejanía. Por allí estaban el negro Harlem y el populoso Bronx. Desde el Empire, habría podido verse el fin de la ciudad, pero las nubes comenzaban a superponerse, dando lugar a un horizonte confuso en el cual se perdía la ciudad, que de tal suerte parecía sin fin. Sin tregua ni vacilación, siempre el mismo escalonarse de cubos. Quizás los edificios lejanos no eran tan altos, pero la visión de la altura de los próximos los había habituado a las grandes dimensiones y los distantes también se les antojaban elevadísimos.
       A la izquierda, recortando su silueta blanca frente al verdor del parque, Clemente Azor reconoció un hotel donde, algunos años atrás, había pasado una semana con una muchacha singularmente hermosa. Fue un imprevisto regalo de Nueva York. Desde entonces, supo que la ciudad podía también ser contada según sus dones humanos. Muy lejos, en un punto que no podía precisar, estaba el edificio de los Cloisters, medieval creación que había sido traída piedra por piedra, y como quien importa pasado. Entre los árboles de la cercanía, azulados de noche, Clemente conoció a su amiga Lina. Aún recordaba que, luego de la intimidad reveladora y gozosa del primer encuentro, abrió los ojos y vio entre las matas las luces encendidas al otro lado del río. Así era también Nueva York. A la muchacha singularmente hermosa la había perdido en la ciudad. Mediando una querella se cambió de domicilio y no la vio más. Con Lina había sufrido y gozado según el acontecer del amor, pero ella no lograba entender la ciudad, por mucho que la llamara con segura fuerza. Se quería marchar y llevarse a Clemente, que pertenecía ya a la noche. A veces, manifestaba arrepentimiento por haberse entregado demasiado pronto a su amigo. Esto era, según creía, haberse puesto a tono con la vida de la ciudad, y el hecho la alarmaba. Azor pensaba que ella podría marcharse cualquier día, aunque ahora se estaba reteniendo a sí misma con la mano cálida ajustada a la suya. Entonces, podría ocurrir que, con los años, mirara a la columna del Empire State Building, clímax de la altura de la ciudad, y recordara que allí estuvo una tarde con Joan y Lina. Una de las características de Azor era sentir una anticipada nostalgia. Joan lo miró tal si hubiera entendido su pensamiento y esta vez echó a andar invitándolos con el gesto a seguirla.
       La terraza estaba animada por muchos visitantes. Gentes que habían venido de otros lugares del país, como Joan; neoyorquinos mismos, que pasaron años sin efectuar la ascensión; soldados y marineros de vacaciones; muchachas que todavía no habían conquistado un millonario; un grupo de tipos que hablaban un idioma extraño; un hombre de barbas y traza europea al que había que imaginar de importancia… Algunos apuntaban a la distancia con los largavistas situados en las esquinas de la terraza. Azor lo había hecho también. El retazo de rascacielos que alcanzó a través de las lunas semejaba la piel de un paquidermo. Los más de los visitantes, dando vueltas o detenidos junto al muro prieto, se lanzaban al espacio con los ojos y Nueva York les parecía más grande acaso. Una mujer había levantado a su niño en brazos. El pequeño miraba a la distancia y luego palpó el muro buscando una explicación.
       —Mamá, ¿quién hizo esta roca? —preguntó.
       Joan que con paso de ritmo suelto avanzaba sorteando a las gentes, alcanzó a captar las palabras del niño y dijo:
       —Realmente, yo también quisiera preguntar: ¿quién o quiénes hicieron todo esto?…
       Los tres amigos rieron, pero su risa se apagó pronto. Pensar en millones de obreros e ingenieros soldando vigas de acero para formar armazones que luego serían rellenadas con cemento, planeando incesantemente ganar nuevas dimensiones y lograrlo, no se les antojaba suficiente.
       Había junto al muro una pareja de hindúes que parecía unida, más que por su proximidad, que no era mucha, por conservar entre ellos un diferente mundo. Era como si vivieran en una atmósfera especial traída desde el Asia y celosamente guardada entre los dos. La mujer vestía un largo traje morado y tenía pintado un lunar rojo en mitad de la frente. El hombre, vestido a la usanza occidental, se cubría la cabeza con un turbante blanco. Mas estos detalles típicos eran nada ante el exotismo de sus rostros tostados, no solamente por la lumbre externa, fuerte en los lares nativos, sino por otra interior que les asomaba a los ojos. Y toda su ausencia de la tierra de los rascacielos, y su expectación circunstancial, era acentuada por su actitud de acompañarse en una intimidad que tenía también de comunión personal. Seguramente, pensaban en qué lejos se podía estar en Nueva York del ideal del nirvana búdico, de la tenaz y desnuda meditación de los yogui; cuando hasta la grandeza material tenía allí un sello humano y la actividad, la marcha apresurada, para ser más precisos, la acción en pos de un fin próximo o distante, eran la ley del hombre. He allí por qué los dos hindúes se acompañaban tan celosamente, manteniendo su concepción de la vida frente al mundo extraño, defendiendo inclusive su propia integridad. Y tal actitud se pronunció más todavía cuando Joan se escurrió entre la pareja para ganar un sitio junto al muro. El hombre la miró con sorpresa, pero no sólo como se puede mirar a una intrusa, sino a quien está rompiendo algo. La mujer pareció replegarse en sí misma. Su mundo hindú había quedado momentáneamente dividido. Y sin decir nada, como obedeciendo a una señal que en este caso fuera hecha interiormente, se fueron de allí, muy ceñidos, sosteniendo entre los dos un universo suyo y lejano.
       La partida de los hindúes, que Joan había provocado sin proponérselo y cuyos sutiles motivos no consideraba, hizo espacio para nuestros amigos. En el lado Oeste de la ciudad, los rascacielos avanzaban, empequeñeciéndose sucesivamente, hasta llegar al río Hudson, que se curvaba al flanco de Manhattan, yendo al estuario con tranquilidad. El río estaba retaceado de docks, ceñidos por grandes barcos, en los que llegaban y partían gentes y especies de los cuatro lados del mundo. Al otro lado de las aguas lentas, se tendían más docks, erguíanse más edificios en una prolongación de Nueva York que geográficamente era Nueva Jersey. El río Hackensack ondulaba a lo lejos y en el fondo, las Orange Mountains trataban de asomarse, entre nubes quietas, a columbrar la ciudad. Por el río Hudson mismo, se movían algunos barcos, lanchas pequeñas, remolcadores halando pontones, algunas blancas velas…
       Con los ojos puestos en el río, flanqueado de altos edificios y actividad, propicio al anclaje de los grandes vapores y a las faenas de los docks, Joan tenía una expresión de candoroso asombro. Azor la miraba advirtiendo que la misma expresión se había ya mostrado antes, fugazmente, y que ahora precisábase al acentuarse en la actitud tensa del cuerpo y los ojos estáticos. Se hubiera dicho que estaba entregada a un sueño.
       —Joan —llamó Azor con voz queda.
       Ella tornó la faz y sonriose.
       —¿Ah? —dijo.
       —¿Qué le pasa? —preguntó Azor.
       Y Joan, vacilando en la dificultad de dar a sus emociones formas de ideas:
       —Es como… bueno, como si estuviera comenzando un gran viaje…
       —Quién sabe —comentó Azor en una forma en que Lina ni Joan supieron si sus palabras entrañaban realmente duda. Pero tales palabras pusieron a Joan frente a sí misma en forma súbita y si se quiere violenta. La idea de viaje le pareció inapropiada y se disponía a dar nuevas explicaciones, cuando Azor la tomó del brazo, lo mismo que a Lina, y echó a andar. Ésta hizo un gesto de resistencia al ser tomada. Creía notar un comienzo de intimidad entre Joan y Azor que en cierto modo la ofendía. Como el hombre la sujetó y condujo sin tomar en cuenta su gesto, ella inició otra forma de retirada.
       —A mí me gusta el estilo renacentista. El de los rascacielos, que ni siquiera tiene nombre, es demasiado simple… Un producto del comercio y la aglomeración.
       Azor sabía bien que Lina se había llenado la cabeza de nombres y estilos durante su estancia en Europa. En cierto modo, encontró lógico que votara por el estilo renacentista, debido a su voluptuosa elaboración, con la cual tenía parecido el cuerpo de Lina y su alma misma. Pero Azor conocía también que su experiencia europea la había tocado apenas y que sus palabras, en ese momento, no eran otra cosa que un medio de distanciarse de Joan y Azor, inclusive de colocarse por encima de ellos, admirando algo realmente refinado y valioso. Lina sonrió llena de una súbita felicidad.
       —Cada época —dijo Azor— ha creado su estilo. Nueva York está en la era de la técnica y es un producto de ella. La técnica creará su estética también. Ya lo está haciendo…
       Lina se estremeció como bajo una corriente eléctrica. Se hallaba en el lindero justo del mundo al que no quería rendirse y al cual, para mayor complicación, Azor estaba encontrando belleza. Joan sabía poco de estilos, pero ahora mostraba a su vez un aire complacido.
       En el centro de la terraza se levantaba una nueva proyección de vidrio y cemento, como si el edificio, que ya venía angostándose de plataforma en plataforma a medida que tomaba altura, realizara un esfuerzo más.
       Había llegado junto a unas gradas. Un hombre iba a subir por ellas para ganar la puerta a la cual daban acceso, pero se detuvo y gritó:
       —¡Clemente!
       —¡Raymond! —gritó también Azor, casi al mismo tiempo.
       —Por poco no te veo —dijo el nombrado Raymond entre una risotada, mientras se acercaba.
       Los amigos se estrecharon las manos en tanto que Joan, Lina y los que estaban cerca y habían vuelto la cara al oír las voces reían, tal ocurre siempre, como si tuviera una gracia especial el hecho de que dos amigos se encuentren.
       Azor hizo las presentaciones debidas. El recién llegado bromeó, repitiendo la frase estampada en el folleto que hacía propaganda al edificio:
       —“Where the whole world meets”.
       Las muchachas celebraron la frase como si, aplicada al encuentro, fuera un brote del ingenio de Shaw.
       Él contó luego, respondiendo a sus preguntas, que había llegado de ultramar hacía dos días, en un barco al que, desde la terraza podía verse allá abajo, acoderado a uno de los muelles del Hudson. Ellas celebraron también las comunes noticias entusiastamente, tal si hubieran tenido un encanto especial. Lina, en un intempestivo movimiento de cordialidad, se le colgó del brazo con una familiaridad espectacular.
       Azor conoció a Raymond Dalton en una de esas fiestas a las que van dos o tres escritores que publican libros y muchos que tienen intenciones de hacerlo. Dalton trabajaba en bienes raíces y, desde luego, soñaba con escribir algún día. Se habían vuelto amigos y veíanse de cuando en vez para hablar de letras y beber whisky concienzudamente. Cuando vino la guerra, Dalton fue llamado a filas. Azor recibió una carta suya fechada en la ciudad brasileña de Belem do Para y en la cual, además de hablar de la grandeza del río Amazonas y la abundancia de palmeras, contaba que le había ocurrido algo extraordinario. No explicaba la naturaleza de tal evento y tampoco le escribió ninguna carta más. La única noticia que tuvo Azor acerca de su amigo, después de tan singular anuncio, fue una publicada en los diarios con motivo de habérsele otorgado una medalla por acción de guerra en Europa. Pero lo extraordinario había tenido lugar en Brasil o por lo menos allí comenzaba, de modo que Azor se quedó sin saberlo y, de hecho, hasta había olvidado el asunto. Ahora que veía a Dalton, surgió en su recuerdo acicateándole la curiosidad, pero no quiso preguntarle nada, tanto porque de ser el hecho extraordinario no tardaría en referirlo, cuanto porque quizá tenía un carácter personal.
       —Recuerdo haber visto su retrato en los periódicos —dijo Lina.
       —¡Cuánto sufriría usted en la guerra! —insistió la muchacha dando a sus palabras un énfasis entre admirativo y tierno.
       —No mucho —contestó Dalton y agregó—: He estado con suerte… La suerte existe…
       Sus últimas palabras, sea por el tono con que las dijo o porque entrañaban una afirmación innecesaria que por lo mismo podía ser tomada por una clase especial de convicción, resultaban insólitas. Pero Lina no estaba para sopesarlas y medirlas y siguió dirigiendo a Dalton frases un tanto convencionales a las que ella valorizaba con el acento. Azor se inclinó a creer que Lina estaba tomando una rápida venganza, como solía hacer en parecidas circunstancias, de la atención con que él trataba a Joan. El aludido respondía sonriendo con una segura condescendencia. Parecía sentirse por encima de sus amigos. Azor temió de primera intención que el hombre que antes solía vender propiedades y venerar en Dickens al maestro de edificantes historias magistralmente narradas, se hubiera vuelto fatuo debido a su condición de héroe de la guerra. Examinándolo mejor, convino en que había cambiado, pero que tal cambio estaba lejos de llevarlo a la fatuidad. Alto y rubio, su piel se había curtido y sus facciones tenían la firmeza que dan las impresiones profundas. Sus ojos, así miraran cerca, parecían estar mirando a lo lejos, con un aire de avizorar más bien. Podía ser ésta una consecuencia de su oficio de aviador. En sus palabras había seguridad, pero no petulancia, y en ocasiones ellas tenían humor. ¿De dónde le venía entonces ese aire de superioridad, que por otra parte era completamente espontáneo? Pensando en el anuncio del hecho extraordinario, supuso que algo le había pasado aunque bien sabía que no hay nada más maravilloso que la vida y que el hombre llama extraordinarios a los hitos.
       Dalton, desistiendo de su propósito de subir las gradas, siguió la dirección que llevaba el grupo. Llegaron, con el aletazo del viento oceánico sobre la cara, junto al muro que miraba al sur. Dalton dijo:
       —Yo soy neoyorquino, pero sólo estando lejos llegué a entender cuánto representa para mí esta ciudad.
       Sus miradas, dirigiéndose ahora a Joan, chocaron con las de ella, se sostuvieron un instante entrecruzándose como espadas y luego se rehuyeron. Las de Dalton fueron a detenerse en los distantes edificios del sector financiero. La gran ciudad, avanzando hacia la bahía, se extendía formando una concavidad de promontorios, para erguirse de pronto, con plena esbeltez de nuevo, en un grupo de columnas que se recortaban nítidamente frente al mar. Aquellos edificios eran severos y populosos, según Azor lo había podido notar caminando por calles oscuras como encañadas. Una de ellas era la mentada Wall Street pero había muchas iguales, densas de gente atareada, hábil en maniobrar con la riqueza del mundo. Cierta vez, yendo por Wall Street, recordó un poema de Sandburg leído en la adolescencia, acerca de la iglesia de la Trinidad y su cementerio con las tumbas de Hamilton y Fulton. Caminando entre la turbamulta recaló frente a la pequeña iglesia y entró al cementerio. La ciudad, al crecer con violencia incontenible, había respetado sin embargo esa pequeña iglesia y el cementerio, dejando un recinto para la plegaria y la muerte. Azor buscó durante mucho rato los nombres de Hamilton y Fulton en las piedras de las tumbas. El tiempo había hecho su firme tarea de corrosión. Las piedras estaban resquebrajadas, muchos nombres se habían borrado. Los que podían verse, no eran los de aquellos héroes que el poeta cantó. Nuevos inviernos acabarían por llevárselos y por destrozar del todo las piedras mismas. Azor preguntó, a unas empleaditas que andaban por allí comiendo sándwiches, por las tumbas que buscaba y ellas se miraron unas a otra, como preguntándose a sí mismas, y finalmente una dijo:
       —Tal vez al otro lado…
       Azor rodeó la iglesia y encontró que la presunción era cierta. Allí estaban aún las tumbas de Alexander Hamilton y Robert Fulton, junto a una verja, a través de la cual se veía pasar la gente y los vehículos y, más allá, alzarse impetuosamente la ciudad. La muchedumbre atareada, los vehículos ruidosos, los edificios ahítos de altura, parecían indiferentes ante las tumbas de Fulton y Hamilton y decenas de otros muertos de nombres olvidados o desaparecidos. La ciudad se tragaba a la muerte… La impresión que hizo todo ello en Azor no fue ni triste ni angustiada. Tuvo, al contrario, un neto sentido de inevitabilidad y debió hurgar en sí mismo para encontrar, en tal sentido, el drama callado que encierra lo inevitable. La muerte estaba allí sin la vida intelectual que suele tener en los cementerios corrientes, como acabada y representada con pequeñez en las piedras de las tumbas, frente a la vida ruidosa de las calles y su alta y abrumadoramente física representación de rascacielos.
       Mientras Azor, rondando tal recuerdo, no lograba localizar el sitio de la iglesia de la Trinidad, Dalton miraba su ciudad reencontrada con un aire de alegre adhesión y Lina, que hasta hacía unos minutos alababa el estilo renacentista, tenía en la faz una expresión pueril de entusiasmo. Joan, entretenida en hurgar en el misterio de una avenida que brillaba al fondo, como un extraño alfanje de claridad hundiéndose en el barrio financiero, volviose violentamente para mirar de nuevo a Dalton rozando a Azor con sus senos de oleaje tibio. El escritor estaba a sus espaldas y observaba la ciudad tanto como a sus amigos. Dentro del caso, su actitud de honesta indiscreción espiritual habría podido ser comparada a la honesta indiscreción física de un médico, de no ser porque Azor mismo no era imparcial en ese momento. Creyó advertir, en el gesto de Joan, que la muchacha había cedido por fin a una atracción que sin duda estaba operando sobre ella y que quiso disimular examinando la avenida, pues luego de volverse quedó con los ojos fijos en Dalton, hasta cierto punto conturbada. Sea porque se hubiera recobrado o porque deseara darle una especie de satisfacción, sonrió a Clemente. Era como si no deseara ofender a su amigo de ayer —el concepto era desoladoramente fugaz dentro de la precisión del tiempo— mostrando un alejamiento que ninguno de los dos habría podido establecer pero que resultaba tácito, debido a su anterior cordialidad. Azor sintió esa alarma confusa que viene de creer en la pérdida de lo que no se ha ganado y, por otra parte, vio que Lina estaba dedicada a murmurar amabilidades en el hombro de Dalton con la intención de que llegaran a sus oídos. Si llegaban, o no, era difícil precisarlo pues Dalton, en todo caso, parecía no escucharla. Joan tornó a mirarlo y taconeó nerviosamente, haciendo fulgir la cadena de su tobillo. El movimiento de sus pies subió por su cuerpo como una onda hasta perderse bajo la cabellera endrina, que tembló. Sus senos, luego de palpitar venciendo la opresión del suéter, quedáronse en una tensión alerta. Azor, ganado por el ritmo en sí mismo reclamador y la belleza en inquieto trance de ofrenda, ciñó a Joan el talle. Era un talle firme y flexible. La muchacha exclamó a media voz: “¡Nueva York!”. Y no se sabía si tal exclamación era el resultado de un previo encadenamiento de ideas, de una revelación súbita, una forma de liberarse aunque fuera indirectamente, la expresión de un sentimiento más que de un concepto, sólo una de esas frasecillas que emplean las mujeres para llamar la atención o todo junto. La exclamación fue captada por Dalton, que repitió con satisfacción:
       —¡Nueva York!… —para agregar señalando con el brazo extendido—: Greenwich Village.
       A la derecha, tras un primer plano de rascacielos y al pie de los del fondo, las casas eran bajas y prietas. Allí extendía Greenwich Village la maraña de sus callejas, que tenían nombre y no número, llamándose algunas Jane, Horatio, King. Hacia el lado del Hudson, también se levantaba una muralla de edificios, de modo que la ciudad parecía arremansar sus alturas en Greenwich, donde Dalton había vivido hasta que entró al negocio de bienes raíces. Allí conoció escritores pobres que esperaban producir obras sorprendentes algún día, poetas que jugaban con las palabras y querían traducir el misterio del alma empleando sus resonancias, pintores para los cuales aún la forma era una abstracción, periodistas liberales que conocían la fórmula de la felicidad humana, millonarios arruinados que esperaban hacer millones de nuevo según su propia fórmula de facilidad, arquitectos sin contrata que construirían una Nueva York de vidrio y acero, extraños realistas hechos de sueños, todos ellos. Si en otro tiempo impresionaron a Dalton, ahora parecía evocar su recuerdo sin cuidarse. Azor pensó que acaso era porque también se sentía un hombre en tratos con lo extraordinario, con la suerte o cualquier forma de aventura personal. Mas no era cuestión de avanzar juicios. Dalton siguió señalando otros puntos de la ciudad con el gesto seguro del neoyorquino capaz de ver matices y diferencias en lo que para el ojo corriente es un laberinto.
       La estatua de la libertad alumbrando el mundo se erguía en un islote de la bahía, hacia la derecha. Apenas se le podía distinguir y semejaba más bien un montículo, pero era fácil verla con la imaginación, alta y broncínea, con su antorcha de llama metálica, severa la faz que no se cansa de otear horizontes. Marca de Nueva York tanto como las fajas cuadriculadas de los edificios, al forastero que llega por la bahía le dan la sensación neta, precisa, de estar llegando a Nueva York, reconociendo lo que no ha conocido. Más a la derecha y no muy lejos de la estatua, asomábase Ellis Island cubierta por los edificios sólidos del Servicio de Inmigración, organismo diestro en abrir y cerrar la puerta mayor del nuevo mundo. ¡Cuántos ojos foráneos, rebosantes de dolor y distancias, avizoran desde allí a Nueva York, vinculándola a su esperanza!
       La bahía, de un mar casi negro, surcado por barcos y remolcadores de ancha estela, se extendía al abrigo de islas grandes que la vista no lograba abarcar y por las cuales Nueva York avanza tenazmente.
       La hermosa faz morena de Joan expresaba perplejidad y Lina volviose hacia Azor como para decirle algo, pero fue interrumpida por Dalton, que se empeñaba en explicar el dédalo.
       Manhattan guardaba otros pueblos. A la izquierda, tras rascacielos de recia factura, extendíase una gris llanura de azoteas, terrazas y techos planos. Allí estaban Chinatown, los barrios húngaro y rumano y algunos más. Se presumía la altura por contraste. Una sola plaza miraba como un ojo del suelo.
       Brillando al sol, el Río del Este ceñía Manhattan por ese lado. No muy lejos de la bahía, caía sobre el río el puente de Brooklyn, dando paso al barrio del mismo nombre, extenso hasta perderse en el horizonte. Río arriba, se arqueaban sobre las aguas más puentes gallardos como instrumentos de cuerda o redes extendidas. El de Brooklyn había causado sensación cuando fue construido, hacía más de cuarenta años o sea una eternidad en Nueva York. Ahora teníase que conjugar su nombre con el de otros puentes más nítidos, admirar la significación del esfuerzo y rendir en su complicada armazón metálica el debido homenaje al pasado. Difícil homenaje en una ciudad compuesta esencialmente de futuro. Azor vio cierta vez una máquina provista de una enorme esfera de hierro que oscilaba como un péndulo, golpeando y convirtiendo en ruinas un alto rascacielos. Es el destino común de esos gigantes silenciosos. En una generación Nueva York se renueva. De cuanto estaban viendo, quedarían los puentes y algunos señalados edificios tal vez. En la permanencia de la ciudad hay una continua ansiedad de metas, un perpetuo viaje a la altura. Nueva York, con sus descomunales proporciones y sus ocho millones de habitantes, da la impresión de no tener nada terminado en definitiva. El hombre parece perseguir un objetivo siempre lejano. Muchos caen fatigados en la jornada y otros la interrumpen arrojándose desde la altura. La misma terraza del Empire State Building estaba convertida en plataforma de lanzamiento a la muerte. Se hablaba de poner una valla de hierro sobre el muro para impedir el salto a quienes elegían tal forma, si se quiere simbólica, de abatirse. En todo gran viaje hay quienes caen y mueren.
       Nuestros amigos, guiados por sus miradas, se desprendieron del lugar donde estaban y avanzaron hacia otro lado. Contemplar Nueva York es como contemplar las aguas de un río. Sólo que viendo un río, el movimiento está en las aguas y viendo Nueva York, en los ojos. Mas en ambos casos la emoción se precisa a medida que pasa el tiempo dentro del continuo fluir y la repetición es un factor de intensidad. Cuando el espíritu aficionado a tal contemplación la suspende, es porque se ha saciado y no porque se haya aburrido. Lo mismo podría sucederle en una muestra de Velázquez.
       Ellos se encontraban lejos de aburrirse. Sus miradas, después de planear sobre los edificios de dos compañías de seguros que hermanaban su arrogancia maciza, subieron surcando el Río del Este y la película del agua y del cemento armado se desenvolvió hasta detenerse en la enhiesta columna del Chrysler Building. La cúpula piramidal insistía en prolongarse con una aguja de oro que brillaba al sol. Es el edificio buido de Nueva York, el que hiere las alas del viento y apunta a las nubes con una flecha en trance de volar. No muy lejos, pequeño en comparación pero singularmente aéreo, se observa un edificio de ágiles líneas. Azor lo conocía bien, pues se publicaba allí un diario de pequeño formato y muchas ediciones. Ancho y sólido, de clara nitidez, ascendía escalonando sus vértices con elegante presteza. En él la altura era una impresión más que una dimensión y podía considerársela una victoria visual de la línea. ¿Qué sorprendentes logros de esta original estética ofrecería la Nueva York del futuro? En la rotonda del edificio había un globo terráqueo de girar lento. Cierta vez, un hombre que estaba mirando el globo, dijo a Azor:
       —Trabajo cerca y, desde hace varios años, vengo a la hora del almuerzo a ver el mundo… Cada día lo miro unos minutos… Yo pienso en él…
       —¿Y qué piensa usted? —urgió Azor.
       —Aún no lo sé —contestó.
       Era como si la respuesta estuviera ahora flotando en el aire. Entre uno que otro hito, los tableros del lado Este se sucedían hasta llegar al río, sobre cuyas aguas bruñidas los recios perfiles se recortaban con nitidez. Junto al río mismo, rayando el agua con sus lamas negras, un manojo de chimeneas humeaba tenazmente. En el otro lado, estaban Long Island, Queens y de nuevo Brooklyn, repitiendo sobre la ribera y más allá sus llanuras granadas de cubos. En el Río del Este había también muelles estriados y barcos fletados de rulas. La emoción de partida pudo acentuarse en el alma de Joan, pues ganaba ese río y todo su trajín con ojos ávidos. De seguro, ella era parte importante de la singular jornada humana que parecía iniciarse en ese grupo reunido casi al acaso.
       Dalton, que la había estado ojeando desde el momento en que se rehuyeron, se encaró súbitamente a la muchacha morena y la miró como si recién la hubiera descubierto o acabara de llegar a su lado y le sorprendiera mucho el encuentro. Sus ojos se extasiaron en la frente de dulce curva, en las pupilas de secreto mensaje, en la nariz infantil y la boca madura y luego descendieron por los senos tensos hasta los pies, desnudando el cuerpo flexible con una feliz ansiedad. El torso de Joan y su melena de fácil ondular tenían por fondo Nueva York, pero Dalton la miraba como si estuviera en una región remota. Joan sonreía levemente, tal si contuviera un júbilo todavía incierto y hasta su cuerpo, a un tiempo receptivo y donador, parecía aguardar. Dalton dijo a media voz:
       —Es extraño.
       —¿Qué? —preguntó Joan.
       —¿Qué es lo extraño? —terció Lina con un tono en el que había una curiosidad voraz.
       —Oh, nada… nada —repuso Dalton, mientras en su cuello la aorta palpitaba con violencia enrojeciéndole la faz y no sabía qué hacer con las manos. Metió una en el bolsillo de la chaqueta gris, luego la otra, las sacó, tomó el brazo de Lina y evidentemente callaba algo que los demás podían acaso imaginar pero deseaban que dijera, guardando un silencio por el que cruzaba el rumor pertinaz de Nueva York. Había inclinado la cara y tenía los ojos fijos en los pies de Joan, posados en el concreto pardo como dos aves quietas. Causaba una peculiar impresión, en la que había un dejo de comicidad, verlo turbado, pero tal situación duró apenas.
       —Nada —repitió, alzando la cara y rechazando en definitiva franquearse, pero riendo en cambio con una risa franca, que invitó a los demás a reír también, lo que en cierto sentido quitaba al incidente, si no importancia, cualquier vestigio de sentimentalismo que hubiera podido tener. Diciendo a Lina que el color plácido de su traje violeta le recordaba las flores de un hermoso árbol que vio en el Brasil, Dalton terminó por recuperar la serenidad e, inclusive, su aire de espontánea superioridad. Era evidente que sus palabras tuvieron por objeto cubrir sus verdaderas emociones y darle tiempo para salir de un estado de ánimo que se negaba a explicar. Pero en el mismo recuerdo de la visión remota entraba en juego alguna asociación de ideas, según creía advertir Azor. Por otra parte, cuanto siguió diciendo a Lina sobre las particularidades del árbol y su aroma denso era lo suficientemente impersonal como para no alejar a Joan, aunque los resultados fueron diferentes.
       Lina acogió sus palabras con notorio agrado, tomándolas por la terminación de un incidente que había herido su vanidad, en tanto que Joan se puso pensativa y luego, volviéndose a Azor, le dijo en voz muy baja:
       —Creo que sólo le recordé algo.
       —¿Sólo? —preciso Azor.
       —Sí, sólo eso —afirmó Joan.
       Hay en la voz baja un toque de cálida intimidad. Es el tono de la confesión amorosa, la plegaria, la ternura, lo secreto. Joan, al musitar sus palabras, había puesto en ellas algo de entrega.
       A las caras de todos asomó una lenta serenidad mientras en la urbe atardecía. El sol estaba descendiendo y los rascacielos comenzaban a tender largos edificios de sombra. En las calles y avenidas, como en el fondo de profundos cañones, la oscuridad empezaba a apretarse, las luces del tráfico brillaban como gemas rojas y verdes y los autos perforaban la noche naciente con sus taladros de luz. En las alturas de los edificios, estaba aún muy claro el día. El atardecer, visto desde los rascacielos, comienza en las profundidades antes que en el horizonte.
       El diálogo en voz baja había aproximado de nuevo a Joan y Azor. Éste pensaba que la tarde había pasado en un ritmo de entrega y negación, no por sutil menos preciso. En el espíritu de los cuatro había agilidad y aventura. Seguramente, el secreto estaba en su sangre.
       Un súbito golpe de viento, ese viento anchuroso al que a ratos se lo sentía pasar en turbonadas impetuosas, agitó la negra melena de Joan y Dalton hizo el ademán de quererla palpar o alisar con la mano. Las hebras se extendieron frente a los ojos de Azor como una malla fina y un perfume cargado del propio olor de la muchacha se desprendió de su cuerpo y llegó a ellos, como un don de los pechos escondidos. Dalton se le quedó mirando de nuevo, ahora calma y deliberadamente, y le preguntó:
       —¿Usted cree en la suerte?
       —Depende —repuso Joan. Y luego agregó, como si hubiera hecho un rápido análisis interior y se rectificara—: Creo que sí… eso es: sí…
       Lina dejó de interesarse en Dalton y colgose al brazo de Azor, pero éste apenas se percató de ello. Era verdad que la quería pese a sus discrepancias y que casi se había acostumbrado al ritmo firme de su carne y al huidizo de su alma, pero Joan lo atraía como una promesa, por mucho que estuviera situada en un confín incierto. Ella no se había decidido, en todo caso.
       —Es decir —siguió diciendo Dalton— que yo creo en una suerte especial… no en esa a la que llamamos suerte todos los días… A mí me ocurrió algo, ¿cómo lo diré?… algo casi mágico…
       Dalton callose. A los creyentes que todavía no han soltado prenda siempre les asalta el temor de parecer ingenuos a los descreídos.
       —Yo se lo contaré a usted alguna vez —dijo por fin Dalton dirigiéndose a Joan y ella turbose como si la comprometiera en cierto modo.
       —¿Y por qué no a nosotros? —interrogó Lina, para agregar con una ironía leve—: Usted se está haciendo el misterioso…
       —No es eso —replicó Dalton— la suerte siempre está envuelta en misterio, en todo eso que llamamos destino.
       Callose de nuevo en tanto que Azor acechaba una buena historia como un halcón su presa. Estaba seguro de que tal historia tenía que ver en algún sentido con Joan, así hubiera comenzado antes y que la aventura humana, una seguramente muy particular en este caso, estaba marchando con pasos silenciosos por ocultos caminos.
       —Dalton, usted me escribió, hace tiempo, que le había ocurrido algo extraordinario —dijo Azor.
       —Sí —admitió Dalton—, en ese tiempo me hallaba lejos de sospechar todo lo que había de sucederme…
       Habló mirando a Joan como si estuviera refiriéndose a ella y la muchacha, sorprendida, arqueó las cejas adoptando una actitud inquisitiva. Había en las palabras de Dalton más de lo que ella podía admitir. Azor insistió:
       —Un hecho extraordinario tiene siempre muchas derivaciones… ¿Usted había visto a Joan antes?
       En ese momento, el sol caía ya entre nubes brumosas dorando las cimas de los rascacielos. A la luz del ocaso, la cara morena de Joan había tomado un cálido color de cobre bruñido.
       —No… no exactamente —respondió Dalton evitando dar explicaciones, y añadió como si quisiera esquivar el asunto, sin lograrlo del todo—: Aquello me ocurrió en Belem do Para.
       Lina estaba por perder la paciencia y miraba a uno y otro tratando de explicarse una situación en la que se estaba quedando fuera. Dalton guardaba el secreto, Joan parecía tener conexiones con el mismo y Azor, a juzgar por lo que había dicho, se hallaba en posesión de algunos antecedentes. Lina mostraba esa inquietud que asalta a las mujeres que están a punto de perder un secreto.
       —¿Y por qué no cuenta qué fue? —interrogó retadoramente a Dalton—, ¿es un secreto de guerra?
       —Peor que eso —afirmó Dalton sonriendo—, es un secreto mío.
       La ocurrencia les hizo reír pero, colocando a Dalton por encima de cualquier barata solemnidad, dio a su irrevelada aventura un carácter de seriedad cuyos efectos pudo percibir él mismo. Todo ser es portador de un mensaje, grande o pequeño, ignorado o consciente. El de Dalton parecía ser particularmente suyo y querido. Sin abandonar del todo sus reservas, dijo:
       —Les podría contar algo del asunto… aunque… quizá no les parezca importante… Tengo experiencia al respecto.
       —¿Por qué no? —apuntó Azor alentándolo—. Todas las cosas tienen importancia. Por lo que representan para la vida en conjunto, una hebra del cabello de Joan es tan importante como el Empire Building.
       —Sin duda —comentó Dalton— pero lo que a mí me pasó…
       El sol caía decididamente a lo lejos y la ciudad perdía extensas masas cercenadas por la sombra. Las alturas de los rascacielos formaban murallones dorados y luces próximas y lejanas brotaban de la tierra como brotan estrellas de los cielos. Enormes volúmenes se perdían en la oscuridad, en tanto que otros surgían de ella misma como grandes carbunclos. La noche neoyorquina llegaba entre vastos trazos de luz y la sombra huía y velaba, en una ronda terca. En el Empire, seguía brillando el sol. A la distancia, la aguja rutilante del Chrysler Building se aguzaba como una antena ávida de la voz de la inmensidad. Nuevos rostros había en la terraza. Quizá eran los mismos, quizá otros, pero parecían distintos en virtud del atardecer. El hombre que subía desde las profundidades del Manhattan a encontrarse con el ocaso recibía el mensaje de la naturaleza, que debido a la hora no estaba exento de una plácida melancolía, aunque la ciudad impusiera su presencia al mismo sol muriente y sus colores últimos. Los hindúes estaban por allí, mirando al oriente con ojos fijos. Dalton parecía evocar recuerdos lejanos:
       —Ah, yo era sargento en una base aérea de Belem do Para… Y era una tarde como ésta, de grandes nubarrones de color, aunque el sol no caía sobre rascacielos sino en los altos árboles del trópico. Los insectos comenzaban a cantar y alumbrar. Hay grandes luciérnagas… Ésa es una tierra nueva y hermosa. En las tardes, me era muy fácil soñar… ¿Qué soñaba yo?, no lo sabía exactamente, pero me parecía que algo imprevisto debía ocurrirme y sería favorable. El campo de aterrizaje estaba recién hecho y en los bordes había tierra removida. Frente a los bosques gigantescos, a uno le daban ganas de pensar que los aviones eran pájaros salidos de la selva. Así es ese mundo…
       Joan y sus amigos estaban pendientes de las palabras de Dalton. Azor notó que la mente de su amigo había recibido un fuerte estímulo. Dalton se llevó la mano derecha a uno de los bolsillos del chaleco y siguió hablando con el tono de voz que anuncia.
       —Aquella tarde yo estaba en mi hamaca y la caída del sol comenzó a teñir las nubes. Una luz de colores sólidos se cernía entre los árboles. Un ave cantó a lo lejos y los insectos punzaban el aire con leves sonidos. Yo me eché a caminar y de pronto, en la tierra removida del borde del campo, vi una piedra que me llamó la atención. No había mucha claridad y sin embargo la vi. Envuelta en tierra húmeda, se la podía tomar por un guijarro vulgar, pero no lo era. Fui a mi barraca y la lavé. Entonces aprecié realmente que era una piedra muy extraña…
       Dalton la extrajo del bolsillo y la mostró a sus amigos. Joan dejó caer el folleto y la tomó para verla mejor, acercándosela a los ojos, de cara al sol.
       —Es un amuleto —precisó Dalton.
       Joan adquirió una expresión entre sonriente y asombrada. Lina apeló a sus reservas de civilización para no demostrar mucho interés y Azor miraba la piedra con ojos escrutadores. Un amuleto puede o no tener significación para las gentes, en un sentido personal, pero aun el más incrédulo admite que lleva una carga de misterio. En este caso, su cualidad mágica estaba reforzada por la actitud de Dalton, por cuanto había dicho y hecho, y era muy singular que a esa pequeña piedra estuvieran ligados sucesos que relacionaba con la suerte y el destino. El grupo estaba poseído de una curiosidad atenta y las palabras “interesante”, “extraño”, “original”, aparecieron repetidamente, combinadas en frases breves. Dalton mostraba un aire de singular complacencia ante la reacción de sus amigos. Si bien analizaban la piedra con cuidado, demostraban un interés real y podía atribuírsele todo ello, una vez más, a los poderes ocultos que el amuleto llevaba en sí.
       —Es un muirakitan —dijo Azor.
       —¿Qué? —exclamó Lina, como si la extraña palabra la asombrara.
       —Un muirakitan —repitió Azor.
       El raro nombre aumentó el interés. En el fondo de las palabras reside una dosis de magia que el hombre ha desvalorizado a fuerza de derrocharlas. Algunas religiones antiguas tienen palabras cuya pronunciación adecuada, a la cual se llega por el perfeccionamiento individual, da gracia y poderes sobrenaturales. Otras religiones siguen utilizando un idioma especial que no entiende el común de los fieles. En los comienzos del lenguaje, el hecho de poder dar nombre a las cosas, de poseerlas por medio de la voz, debió tener para el hombre un encanto maravilloso y en alguna forma oculto. El mundo comenzó a ser dominado en virtud de la palabra. El vacilante ser humano pudo orientarse por la voz. Y es revelador que en las viejas historias existan palabras mágicas que abren puertas, destruyen obstáculos, rinden voluntades y cuyo secreto no se explica jamás. El prestigio ancestral de la palabra revive ante las voces extrañas, como si su particular sonido abriera puertas cerradas en el alma.
       —Parece una palabra muy remota —comentó Lina.
       —Lo es —acotó Azor, añadiendo—: muy lejana en el tiempo…
       Los dedos de Joan hacían girar el amuleto llamado muirakitan, piedra tallada del color verde azulado que tienen los bosques extensos. El tallador había trabajado la roca de dos pulgadas dándole la forma estilizada de un sapo. En la cabeza oval, los ojuelos saltones tenían orificios que simulaban las pupilas. La espalda se curvaba con nitidez y las piernas contraídas se distinguían apenas, estando solamente sugeridas. Por su diseño y factura, era graciosa la figura cuidadosamente pulimentada, pero Joan parecía atraída por algo más que las líneas y se la entregó de mala gana a Lina cuando hizo el gesto de pedírsela. Ésta la tomó en forma que la piedra verdiazul quedó engastada en sus uñas rojas. Los ojuelos mirones estaban fijos en los suyos. A pesar de las raspaduras que eran las trazas del tiempo, de los siglos sin duda, la suavidad del muirakitan hizo que le pasara los dedos con una deleitación táctil.
       —Nunca me han gustado los sapos, pero éste tiene cierto encanto —comentó entregando el talismán a Clemente.
       El escritor lo mantuvo en la palma de la mano, examinándolo con actitud de conocedor, y luego lo miró contra el sol de la tarde, comprobando que estaba horadado a la altura del cuello, cosa en la que apenas habían reparado antes.
       —Por allí pasaban el hilo con que lo suspendían sobre el pecho —explicó—. Y no es al acaso que este amuleto representa un sapo…
       —¿Por qué? ¿Sabe de amuletos tanto como de cóndores? —preguntó Joan recordando su conversación de la noche anterior.
       —Conozco —dijo Azor—. En los pueblos de la selva amazónica, el sapo es el llamador de la lluvia, o sea del agua que es la vida…
       Dalton adquirió el aire de quien escucha revelaciones que están, por algún motivo, relacionadas con algo que le interesa gratamente. Su cara reflejaba una alegre avidez. La severidad del entrecejo fruncido era templada por una vaga sonrisa que distendía sus labios y brillaba en sus ojos.
       —Desde los más remotos tiempos —prosiguió Azor— esta piedra… jade o jadeíta… ha sido simbólica o mágica.
       El sol declinante daba un color de oro pálido a la terraza. La muerte del día, eterna o transitoria según lo quiera la razón, está acompañada de una sensación de misterio. Las palabras de Azor la acentuaban en cierto modo.
       —Ahora recuerdo una fórmula cabalística para el uso del jade —dijo—. Me la ha hecho recordar el atardecer.
       En un movimiento imprevisto, poniendo la piedra en riesgo, la arrojó hacia lo alto y mientras descendía, la atrapó al vuelo con la mano. Iba a repetir el lance, pero la mano de Dalton cayó sobre la suya, como una zarpa, y prácticamente le arrebató el amuleto.
       —¡Podría soltarla! —exclamó—. ¿Se figura usted?
       Hablaba como si la piedra hubiera podido caer sobre el muro y rebotar de allí para perderse en el vacío y hacerse añicos en las salientes del edificio o las profundidades de Manhattan. Dándose cuenta de su exagerada alarma que había causado que las muchachas lo miraran con extrañeza acompañada de ahogadas risas, Dalton devolvió el amuleto al escritor, diciéndole:
       —¿Ésa era la fórmula? A veces le gusta hacer bromas, Azor.
       —No, nada de eso —contestó riendo el aludido—. Quería ver hasta qué punto cree usted en su piedra…
       —Yo creo en Dios —afirmó Dalton— pero… si perdiera este amuleto, me faltaría algo… No se ría.
       —Me hizo gracia su alarma —explicó Azor dejando de reír, y añadió—: Yo respeto su creencia…
       —¿Pero cuál era la fórmula, Clemente? —preguntó Lina, interesada por el giro que habían tomado las cosas.
       Después de un breve silencio, Azor habló con un tono en el cual no había nada de broma.
       —La fórmula es de Egipto —dijo—. Allí, trabajaban la piedra dándole la forma exacta de un rectángulo, marcándola con los números 1811 y montándola en oro puro… Así comenzaba el rito: con números mágicos y oro… Luego, en una hora como ésta, a la puesta del sol, seguramente ante ese sol sangrante que cae sobre los desiertos, se le echaba el aliento tres veces y otro tanto se hacía al amanecer, repitiendo quinientas veces en cada caso la palabra Thoth, dios egipcio proveniente de dos divinidades lunares. La piedra era finalmente ligada con un hilo rojo, el hilo de la vida… El dueño del talismán tenía asegurado el éxito, pues nadie podía negarse a cualquier favor o servicio que demandara.
       —¿Y era cierto eso? —preguntó Joan, rompiendo un silencio de labios plegados y ojos fijos.
       —Es lo que creían los egipcios —contestó Azor sin dar mayores explicaciones, entregándole el muirakitan que Joan quería tomar de nuevo.
       —Cosas como las que ha dicho quería escuchar —comentó Dalton. En la cara de Lina había una sutil melancolía y buscó a Azor con sus grandes ojos pardos, que tenían algo de la abrillantada oscuridad de la penumbra. A la alta terraza llegaba ya la noche y el salón de té, que se extendía tras la estructura de vidrio, comenzó a proyectar hacia afuera un claro resplandor. En el cielo se desleían tintes rojos y azules estriados de oro. La terraza se había ido quedando sin gente, aunque ellos no lo notaron, interesados como estaban en las palabras que decían y en lo que cada cual portaba en sí como un mensaje que aun podía ser tomado por la razón que los hacía estar juntos y en espera. Soplaba un viento fuerte resonando en los muros. Lina echó una ojeada a su reloj, aunque no viese claramente la esfera, haciendo el gesto de irse.
       —No se vayan —dijo Joan.
       —¡El tiempo ha volado! —exclamó Lina a guisa de explicación.
       —Espero que no se vayan —reclamó Dalton—. Usted, Azor, tiene que contarme todo lo que conozca de esta piedra.
       Sus palabras, no obstante ser dichas como al desgaire, revelaban un deseo casi fervoroso. Dalton añadió:
       —Podríamos tomar un trago ¿ah?
       —Es la mejor manera de conversar —bromeó Azor.
       Como si fueran empujados por el gesto que hizo con los brazos el hombre que conocía el misterio del jade, subieron por las gradas que ya hemos visto, entrando al salón de té. Se hallaba separado de la terraza por paredes de vidrio. El cielorraso, en el cual se ahondaban lámparas convexas guarnecidas por aros de bronce, estaba sostenido por columnas hexagonales. Las mesas y las sillas refulgían en sus partes niqueladas y el mostrador, situado al fondo, estaba cruzado de cintas metálicas. Todo era brillante y aséptico, inclusive la muchacha rubia que se acercó a servirles. Azor y sus amigos sentáronse ante la primera mesa que hallaron vacía. Desde allí podía verse el barrio industrial. El cielo tornábase oscuro mientras la tierra levantaba grandes hachones de luz. Resplandecían columnas y poliedros ganando incesantemente la sombra.
       Naturalmente, en el salón de té se servía también whisky. Azor y sus amigos lo pidieron escocés con soda. Joan dejó el amuleto sobre la mesa y al mirarlo, dilatado a través del vaso de whisky opalino que burbujeaba con grata frescura, Dalton dijo:
       —Parece un retazo de la selva.
       La servidora se demoró en llenar los otros vasos adrede, poniendo los ojos más en el pequeño sapo que en su quehacer. Hubiera querido estarse allí para contemplarlo detenidamente y enterarse de las particularidades que tuviera, según se dedujo de la forma tenaz en que, al marcharse, lo miró de reojo. En la figurilla estallaba la luz proyectada por una de las lámparas, haciéndole despedir esmeraldinos reflejos. Agitaron sus vasos con las varillas densamente azules que la servidora dejó, produciendo esa tenue música que, al mezclar las notas claras del cristal y las opacas del hielo, es el preludio de la bebida.
       —Salud.
       —Salud.
       Azor y Dalton bebieron con discreta decisión, como en los tiempos en que el segundo ponderaba a Dickens, y las muchachas bebieron con discreta mesura. La pareja hindú estaba en una mesa contigua, sorbiendo jugos con cañas de avena. El hombre del turbante, al advertir el muirakitan, sonrió a Joan tal si le perdonara su intromisión de la tarde y quedose en una actitud de acecho. La mujer del lunar rojo dijo unas cuantas palabras de su idioma extraño. El salón de té daba a un pasadizo al cual llegaba el ascensor que subía hasta la torre del edificio más alto del mundo. El oído fino de Azor percibía un murmullo de bronce y electricidad, pensando al mismo tiempo cómo, en media civilización mecánica, un pequeño talismán primitivo adquiría inusitada importancia. En torno a la figurilla de piedra se había abierto un silencio lleno de expectación. Azor estaba hasta cierto punto obligado por tal silencio. Bebió unos tragos más y dijo:
       —Ciertamente, esto viene de lejos…
       La servidora rubia, cuyos ojos verdes tenían el color del amuleto, llegó a ver si querían más whisky aunque era demasiado pronto para que pensara así, y luego preguntó algo a los hindúes. Azor hizo una pausa para mirar a Joan. La pierna suave de Lina rozó la suya y luego se alejó. Estaba muy hermosa Joan. La noche tenía un cálido emblema en su melena y la luz, plasmando su rostro con violentos contrastes de claridad y sombra, acentuaba la nitidez de sus facciones. Brillaban sus ojos profundos y en su boca había una sonrisa inocentemente voluptuosa. Azor volviose luego hacia Lina y vio que las aletas de su nariz vibraban. Ella tomó un trago de whisky y echó al amuleto y a Dalton una mirada con la cual, más bien, quería rehuirlos. Dalton mantenía la cabeza erguida, seguro, envuelto en el prestigio de la suerte. Azor, con la cabeza de cabello hirsuto inclinada sobre la mesa, ordenó sus recuerdos advirtiendo que el ágil juego de emociones iba y venía como un oleaje. El muirakitan presidía el grupo con la impasibilidad propia de las fuerzas elementales.
       —Pues sí —dijo Azor—. Plinio afirma que en todo el Oriente se usaba el jade en los amuletos. Los chinos lo han tallado con veneración.
       —En el Museo Metropolitano he visto joyas y amuletos pulidos con refinamiento asiático —advirtió Lina.
       —Sí, allí los hay —siguió diciendo Azor— y Confucio consideró al jade un símbolo de virtud.
       —¡Eso es serio! —estalló Joan, haciéndolos reír. Y Azor:
       —Desde luego, la virtud tiene implicaciones milagrosas en la mente china… En los tiempos bíblicos el jade era piedra divina y se la usaba en la circuncisión… En Europa los amuletos de jade aparecieron en la edad lacustre. El hombre, que se protegía por medio del agua, encontraba ya en el jade su más seguro protector.
       —¿Hasta dónde nos va a llevar siguiendo el jade? —preguntó Joan, por halagar al narrador.
       —Hasta donde sea —interrumpió Dalton con entusiasmo—. Es indudable que hay una íntima relación, más secreta de lo que podemos imaginar, entre el hombre y las cosas.
       —¿Qué? —exclamó Lina con una retadora sospecha.
       —Eso, eso mismo —siguió diciendo Dalton—. Creemos que estamos en relación con la gente, con los seres animados en general. En parte es cierto. Pero dependemos también de las cosas… Ese rubí que lleva en el anillo, por ejemplo. Es parte de su vida, Lina. Si no lo poseyera, usted dejaría de ser lo que es en alguna forma… Sin contar con lo inexplicable…
       Lina dijo:
       —Un rubí es ciertamente hermoso.
       Tratando de entender lo que habían dejado de decir, mantuvieron ese bello recogimiento que suele nutrirse de sugerencias. Joan tomó el amuleto casi maquinalmente y lo volvió a dejar donde estaba.
       —Los maoríes de Nueva Zelanda —prosiguió Azor, interesado en las reacciones que provocaban sus palabras— atribuyen gran poder a las piedras de jade. Para los turcos eran símbolos de fuerza y las usaban en las empuñaduras de sus espadas. Un maorí, provisto de una piedra de jade, puede cruzar entre el fuego, si quiere.
       —Sí, cierto —interrumpió de nuevo Dalton, llevándose el vaso a la boca como para incrementar su entusiasmo.
       —¿Por qué dice eso, Ray? —le preguntó Joan añadiendo—: Creo que usted no estuvo nunca en Nueva Zelanda. ¿Cruzó entre el fuego?
       —Algo parecido —respondió Dalton— el jade es una piedra de secreta eficacia… Usted cree lo mismo, Azor… No está hablando sólo por ilustrarnos.
       Azor bebió disolviendo en los bordes del vaso una vaga sonrisa. Dalton ya había terminado con su whisky y pidió más. La servidora rubia estaba a la mano. Joan y Lina se miraron con una renacida rivalidad. El hindú seguía observando al grupo, lo acechaba como hemos dicho, aunque al hacerlo empleara una cautela asiática. Lina dijo:
       —¿Pero usted cree, Ray —acentuó el diminutivo Ray compitiendo con Joan—, que este amuleto tiene poder realmente?…
       Tales palabras se le antojaron extraordinariamente insólitas a Dalton, por mucho que de una mujer que quiere hacerse presente a un hombre, diciendo cualquier cosa, no sea dable esperar mucha lógica.
       —Ya oyó usted lo que dijo Azor —repuso con severidad, invocando las palabras de su amigo a guisa de testimonio definitivo. Y señalando con el índice la figurilla, impasible, poniéndola una vez más en consideración, añadió—: esta piedra… este amuleto mismo… verán ustedes…
       Encendió un cigarrillo y tras una bocanada de humo, que onduló en el aire lentamente, comenzó a hablar. Su faz curtida tenía una expresión de revivido asombro y sus ojos claros parecían mirar imágenes lejanas. Azor se puso a fumar también y las muchachas adquirieron una actitud en la cual se confundía su interés en las revelaciones con otro estrictamente personal en Dalton.
       —Cuando encontré este amuleto —decía el veterano con un tono convencido y un tanto confidencial— salí de la nada… Los moradores de las cercanías iban a verme y a ver la piedra. Yo era el hombre de la suerte. Entre nosotros, los de la base aérea, unos lo tomaban en serio y otros en broma. Lo tomaban en serio quienes tenían patas de conejo o herraduras… Pero los nativos estaban excitados. Contaban toda clase de historias acerca de la piedra, que ellos llaman piedras de las amazonas…
       —Muirakitan es el nombre antiguo —exclamó Azor.
       —Bien —prosiguió Dalton—, una de las más recientes historias decía que en la isla de Marajó, isla boscosa y grande en medio río, un hombre encontró una amazona que le dio un amuleto… Parecido a éste, desde luego. El afortunado se fue a Río de Janeiro y tuvo cuanto quiso. Era dueño de la suerte. Se le ocurría una cosa y, como esto… (Dalton hizo chasquear los dedos pulgar y medio) la conseguía… Nadie hubiera deseado nada mejor que tener también un amuleto, pero son contados. Era, entonces, algo muy personal que a mí me hubiera tocado uno. ¿Por qué? Es lo que me pregunto hasta ahora y la única respuesta que me he podido dar… dejaré que ustedes juzguen. Les advierto que yo comencé a tomar el asunto con calma. Era original, ciertamente, pero no le di ninguna significación especial. ¡Pasan tantas cosas! Cierto día, uno de los nativos me dijo: “Tenga usted cuidado: le pueden robar su piedra”. No había pensado en eso y la advertencia me extrañó. Luego noté que era realmente acechado y hubo alguien que quiso asaltarme. En las gentes que al principio me admiraban como al hombre de la suerte, se había producido un cambio. Querían también tener suerte; quitarme la mía.
       Dalton echó un vistazo en torno, como si todavía temiera que el amuleto le pudiera ser robado y tropezó con los ojos fijos del hindú, quien esquivó la mirada sin ninguna turbación, en tanto que la mujer del lunar rojo le decía, con acento cauteloso, unas cuantas palabras a las que no respondió.
       —Otro día —prosiguió Dalton observando al hindú— llegó al campamento un hombre llamado Moraes. Vino, sin duda, a proponerme la compra del amuleto. No se lo vendí a pesar de que, por haberle contado yo un hecho singular, mejoró su primera oferta y quiso darme una cantidad considerable. Era tarde para él… En sus últimas palabras había un dejo de compasión…
       —Quiere usted decir con eso —apuntó Azor—, que usted ya no podía desprenderse del muirakitan.
       —Ciertamente —admitió Dalton— y fue a causa del pretendido asalto de que les hablé. Cosa notable.
       Dejó de observar al hindú, que hacía con toda naturalidad su papel de perfecta indiferencia, y aun a sus inmediatos oyentes. Era de nuevo como si estuviera en su pasado lleno de azares y revelaciones.
      

—Me acechaban, querían robarme el amuleto. Estaba yo bañándome en el río, cierta vez, en ese gran río que es un mar en marcha, y noté que en la orilla un hombre registraba los bolsillos de mi uniforme. Di un grito de amenaza y nadé hacia la ribera, mientras el ladrón desaparecía entre los árboles. Encontré mi amuleto en el bolsillo que lo guardaba. El tipo no había logrado dar con él. Las huellas del hombre estaban marcadas en la arena, pero luego se perdían en el lecho de hojas caídas del bosque. Los inmensos troncos habían escondido también su figura. Me di a pensar en asegurar el amuleto y comprendí que en mis bolsillos no estaba seguro. Tampoco quería tenerlo lejos de mí. Entonces, suponiendo que así lo hicieron sus primeros dueños, mucho, mucho tiempo atrás, le pasé un hilo y lo llevaba colgado del cuello. Lo sentí al principio frío sobre mi pecho, bajo las ropas, pero luego se entibió y advertía su presencia sólo al hacer movimientos bruscos. Yo reía entre mí, pensando que dejaba burlados a los ladronzuelos. Hubieran tenido que matarme si lo querían poseer. Curiosamente, eso fue lo que se intentó. Era un hombre de mirada torva y barba renegrida, siempre a medio afeitar, que usaba un sombrero de paja amarillenta y camiseta rayada a lo ancho de varios ocres. Ignoraba su nombre, pero lo llegué a conocer de tanto tropezármelo. Primero lo vi rondando la barraca y luego seguirme por las calles de Belem, atisbarme disimuladamente en restoranes y bares. No le podía pedir explicaciones. Todo parecía una simple coincidencia… En ese tiempo yo era sargento y le conté lo que ocurría a mi inmediato superior, el subteniente Spark, pidiéndole que me dejara salir armado. Se rió y me dijo que, para librarme de preocupaciones, regalara el amuleto a alguno de los nativos. No le daba importancia. Así es la mente de los civilizados cuando, por primera vez, juzga estas cosas. Pero yo no iba a ceder mi amuleto por eso. No tenía por qué renunciar a lo mío. Y sucedió que una noche, tarde ya, volvía a pie al campamento. Me había demorado en la ciudad conversando y bebiendo copas con algunos amigos. Eran de Belem y, como ocurría con frecuencia, hablábamos del amuleto. Me contaban, por milésima vez, la historia del hombre de Marajó y me hacían toda clase de buenos augurios. Entre trago y trago, yo estaba por creerles. Cuando salí en busca del jeep que debía llevarme, ya había partido. Solíamos dejarlo en cierta calle y nos poníamos de acuerdo para volver a determinada hora. Yo tenía cuarenta minutos de retraso. Los muchachos se habían cansado de esperarme y se fueron. No soy malpensado y nunca creí que esos amigos de Belem me entretuvieran de propósito, aunque lo que un rato después me pasó podría justificar la sospecha. El caso es que me fui a pie a la base aérea, como ya les dije. Saliendo de la ciudad, la luna creciente arrojaba a la sombra de los árboles sobre el camino, en el cual lograba albear la huella de los carros. No había visto en todo el día al hombre que me perseguía. Ni siquiera lo recordaba en esos momentos. Caminaba completamente desprevenido y, por eso mismo, me llevé una gran sorpresa cuando, de pronto, lo vi surgir de entre los árboles y plantarse en medio camino. Estaba como a diez pasos y, aunque llevaba un saco gris cubriéndole la típica camiseta a rayas, lo reconocí por la traza. Yo me detuve casi instintivamente. Con el sombrero de paja inclinado sobre el rostro, tenía un aire de solapada amenaza. Llevándose la mano derecha al cinturón, hizo refulgir la hoja de un puñal. En momentos de peligro, uno suele pensar y tomar decisiones con una rapidez pasmosa, según pude comprobarlo en esa ocasión y, más tarde, en el frente de combate europeo. Aquella noche, pensé que si corría, el hombre podía alcanzarme y apuñalearme por la espalda, sin tener yo posibilidad de defensa. Para peor, acaso era de los que tiran puñales desde lejos. Si avanzaba hacia él y no me hería mortalmente al comienzo, yo podía luchar y tal vez desarmarlo y vencerlo. De modo que avancé. No puedo precisar cuánto tiempo me detuve. Un minuto o menos, quién sabe segundos. Que yo avanzara pareció desconcertarlo. ¡Sabe Dios qué reacción esperaba de mí! Quiso avanzar también y apenas dio un paso. Ya estaba muy cerca de él, cuando con rápido movimiento guardó el puñal. Eso me desconcertó a mi turno. Yo me había preparado a luchar y quise atacarlo a pesar de todo (¡uno es así cuando despierta el combatiente que lleva dentro!), pero me contuve con algún esfuerzo. Mi mente conocía el peligro y lo evitaba. Haciéndome a un lado, pues él estaba inmóvil como un poste, iba a pasar, cuando me dijo, tratando de darme una explicación de su actitud, con una voz cavernosa apagada por la renuncia: “¿Tiene un cigarrillo?”. Le di el cigarrillo y como lo tomó con la derecha, la mano del puñal, le di fuego. A la luz del encendedor, vi sus ojos. No pudo herirme y en el turbio brillo de sus ojos había temor y rencor, un respeto y un odio penoso. ¡Nunca olvidaré esos ojos torturados! Seguí andando, sin mucha prisa, como quien continúa su camino. La silueta negra del hombre, inmóvil allá bajo la sombra de los árboles, se fue haciendo menos visible a medida que me alejaba. Al volver la cara, distinguía de cuando en vez, la luz roja del cigarrillo. Al fin perdí de vista hasta la pequeña brasa. Mientras no dejé de ver algo de aquel desesperado, me pareció que constituía un peligro, una amenaza de puñal listo. Solo ya, me envolvió el inmenso silencio de la noche, quebrado levemente por el chirriar de los insectos y el rumor de mis pisadas en los guijarros. La luna se había levantado sobre los árboles y brillaban grandes estrellas. Habría podido escuchar sus pasos, verlo fácilmente, pero yo caminaba solo. Y caminaba pensando en el extraño caso, analizándolo mejor conforme iba recuperándome de la impresión. Yo no había recordado el amuleto en el momento de peligro, pero mi perseguidor sí. Me daba cuenta de eso claramente. Entonces comprendí el valor de lo que poseía y por qué los nativos me consideraban un hombre de suerte. Fue en esos días que le escribí a usted, Azor, que me había sucedido algo extraordinario…
       Dalton hizo una pausa. Podría decirse que volvía al salón de té del Empire Building. Bebió lentamente mientras Lina decía rozando con el índice las suaves curvas de la figurilla de piedra:
       —¡Jamás me habría imaginado tales cosas!
       Joan comentó:
       —Entonces es que…
       Interrumpiose como si hubiera estado en riesgo de manifestar algo impertinente y que al mismo tiempo pudiera turbar a Azor, quien había sacado su libreta de notas y apuntaba algo.
       —Usted puede escribir lo que guste, Azor —dijo en tono retador Dalton—. Quiéralo o no, su bella historia tendría la pretensión de explicar las cosas… La vida es más misteriosa que las novelas, pues si en éstas todo queda al fin explicado, en la vida hay cosas que nadie puede explicar…
       Azor terminó de tomar sus notas en una quebrada letra que de seguro sólo él entendía y como si no hubiera escuchado las palabras de Dalton. De ordinario tenía un aire distraído y fue tomado con naturalidad que, sin hacer la menor alusión a las apreciaciones de su amigo, le dijera:
       —Permítame preguntarle algo. ¿Estuvo Moraes entre los que lo entretuvieron aquella noche?
       —Estuvo —replicó Dalton— pero creo que no tuvo que ver con el lío. De los otros no podría asegurar nada. Me di cuenta de ello porque, cuando Moraes fue a comprarme el amuleto, me ofreció de primera intención cien contos. Me negué a vendérselo como ya les he dicho y él insistió tanto que hube de referirle la forma en que el amuleto me salvó. Se quedó pasmado, como quien escucha una estupenda noticia y verifica al mismo tiempo su fe. Entonces me ofreció doscientos contos. De hecho, era tarde para él. Quizá en ese tiempo yo no estaba completamente convencido del poder de mi amuleto, digo completamente, pero comenzaba a admitirlo. Quise esperar…
       —¿Y? —demandó Joan, viendo que Dalton hacía otra pausa al advertir que la servidora rubia, con sus idas y venidas, que ya habían sido varias, demostraba más afán de curiosear que de servir.
       —Lo que vino luego es una “y” muy larga —contestó entre serio y sonriente Dalton—. Para hacerles la historia en orden… A usted especialmente, Joan. Pues… Yo debía ser castigado por presentarme tarde al campamento. Cuando le conté lo ocurrido al subteniente Spark, se rió de nuevo y me dijo: “O usted estaba borracho o ese amuleto y los cuentos de los nativos lo tienen mal de la cabeza”. ¡Pobre subteniente Spark! Él mismo se había de convencer más tarde, como ya les contaré. Me preguntó muy serio: “¿Usted vio realmente que el hombre sacó el puñal y luego, así como así, desistió de atacarlo?”. Le contesté que no estaba borracho y me di cuenta de todo. Spark terminó: “Pase por hoy y se le suspende el castigo, pero no me venga con esas historias en el futuro, ni ande en compañías dudosas. Usted debería escribir novelas”. De que vi el puñal, yo estaba cierto y de que el hombre que quiso asaltarme perseguía mi amuleto también lo estuve por lo que sucedió después. Pero sigo con mi historia en orden… Los muchachos de la base aérea se rascaban la coronilla oyéndome y los que tenían sus modestos amuletos sin pasado… bueno: dejaron de burlarse de que llevara el mío colgando del cuello. Ya no era un salvaje o por lo menos era un salvaje completamente respetable. No se daban cuenta de que antes habían reducido el asunto a la forma de cargar el amuleto. Aburrido de los comentarios, iba a sentarme al pie de un árbol rojo que había no lejos del campo de aterrizaje, allí donde comenzaba la selva que se libró de la tala. Ese árbol, grande y frondoso, de hojas anchas, daba una agradable sombra. Pero no es de todos los días que uno se acoja a la sombra de un árbol tan singular y terminó por hacerme una rara impresión. Era como si al entrar bajo su fronda, entrara en un mundo desconocido. Es lo que me ocurría en general. Imagínense lo que puede significar la selva para un hombre de Nueva York. El árbol rojo adquiría una rotunda precisión, dentro del intrincado océano de árboles, pero no lograba ver claro. Estaba envuelto también en la selva. Me hacía pensar la rumorosa inmensidad vegetal que había en ella algo mágico. Mi amuleto, acaso, o más seguramente quienes lo hicieron. Esa mujer de la isla de Marajó parecía de leyenda, pero ¿quién hacía los amuletos, qué daba poder a la piedra tallada? Mis pensamientos lindaban con el sueño. Sé que ante ustedes debo atenerme a los hechos, a los fenómenos visibles. No a lo que ocurría en mi alma. Este amuleto vale, no por lo que yo imagine sino por lo que vale en sí. Lo he comprobado. El caso es que habían llegado aviones nuevos. Eran de caza, pequeños, y los armamos rápido. Debíamos probarlos. A los dos o tres días del asalto frustrado… ahora recuerdo que fue a los tres, porque a los dos días un piloto que tenía una pobre pata de conejo se rompió el tobillo.
       Los amigos del narrador rieron.
       —¿Divertido, no? —comentó Dalton un tanto amoscado—. Ustedes deben analizar… Nada más apropiado para ignorar la vida que la risa del escéptico.
       No habían reído de escepticismo, ciertamente. Dalton tenía ese candor de los convencidos que, a menudo, hace que se ría ante ellos como se ríe ante los niños. Lejos estaban de querer burlarse ni deseaban interrumpir la singular jornada a través de hechos desacostumbrados, por no decir ya enigmáticos, que naciendo en un pasado cuya antigüedad no estaba precisa, parecía prolongarse hasta el presente de manera más imprecisa todavía.
       —Aunque se crea lo contrario, no es fácil ser escéptico —afirmó Azor.
       Dalton complaciose de tales palabras, que tomó a modo de satisfacción.
      

—Como les iba diciendo —continuó—, a los tres días del asalto, salimos Spark y yo a probar uno de los aviones recién llegados… Despegamos bien, pero algo falló. Un avión nuevo es como un caballo joven. Reluce y está lleno de fuerza, pero puede fallar. Así sucedió aquella vez y lo peor de todo era que no nos dábamos cuenta. Volamos un momento sobre el río Amazonas, luego rumbeamos hacia el bosque. Volar sobre la selva es cosa de ver para sentir. Hay bajo las alas una especie de tierra verde azulada hecha de copas de árboles, con llanuras, con colinas, con quebradas y todo, menos gente. Esta tierra de árboles se arrebata por momentos levantando montañas encrespadas, pero con más frecuencia se extiende por planicies y oteros de blanda curva. Uno sabe que todo es vegetal, más la impresión fantástica se afirma y resulta en la imaginación una tierra extraña y sola. Un verdadero río, un afluente del Amazonas, es allí una sorpresa de color, prieto tajo del agua en la inmóvil extensión hecha de hojas. Se puede volar miles de millas, pues el bosque amazónico es infinito, sin ver otra cosa. Las ciudades y aldeas son los oasis del desierto vivo. Sentimos orgullo del oficio de aviador viendo tales cosas. Hay mundos nuevos. Para mí, todo esto tenía un encanto en cierto modo personal. De hecho: personal. Mi amuleto era un producto de la selva y, por el color, una síntesis del bosque. ¡Endiablada cosa! Las profundidades de la selva guardaban el secreto de su don y sólo tenía ante mis ojos la superficie, como un enorme jade tallado. Yo iba al timón y tomé el rumbo de la isla de Marajó… En ese momento se me ocurrió hablar por radio con la base, a fin de que supieran a dónde íbamos. El aparato de radio no funcionaba… En un día claro, yendo en un buen avión, ¿qué importancia tenía hablar? Seguimos… El avión respondía con justeza al tablero de mando. De un momento a otro, un avión apareció a nuestras espaldas, llovido del cielo, y esto no es metáfora. Enfiló hacia nosotros como si quisiera embestirnos. “¡Están locos!”, dijo Spark. Pasó cerca, curvando el vuelo con gallardía, y el compañero del piloto nos hizo señas. Moviendo repetidamente el brazo, mostraba algo bajo el avión nuestro y el suyo. Nosotros miramos hacia abajo, naturalmente, allí estaba la selva y a lo lejos, bordeándola como un mar de hierro, el río Amazonas. El avión dio la vuelta y se fue con la misma rapidez que lo trajo. Era evidente que pasaba algo, aunque nosotros no lo supiéramos. El tiempo era alentador, nada inquietante se veía en el bosque ni en el río y el avión funcionaba con esa sensitiva precisión que los asemeja a un ser viviente. Por las dudas, disminuimos la velocidad y luego, pensándolo mejor, decidimos regresar. A la distancia, cubierta por una tenue niebla, alcancé a distinguir la isla de Marajó. Sobre las lejanías amazónicas cae siempre un fino velo de neblina, como ese que cubre los cuadros de Corot, según pude apreciar más tarde en París. Ahí estaba la isla, señera y vaga ante mis ojos, y al verla así, la historia del amuleto adquiría un toque de leyenda y al mismo tiempo, esto es lo extraño, de posibilidad. De regreso, pensamos que acaso nos pidieron que exploráramos esa zona y nos pusimos a dar vueltas, volando bajo, lo más bajo que podíamos, sobre el bosque. Las alturas de la selva estaban habitadas por pájaros de todas clases que volaban asustados al paso del avión. Sobre el denso tapiz verde había un temblor de alas negras, blancas, rojizas, grises… Las hojas lozanas brillaban al sol y hasta alcanzábamos a distinguir ramas y tallos oscuros. Aquello era ya conocido por nosotros. Nada justificaba la especie de alarma con que nos habían hecho señas. ¡El avión apareció otra vez! Nuevamente se vino derecho hacia nosotros pero, al pasar, el compañero del piloto levantó una rueda. La puso en alto con los brazos y luego señaló nuestro avión. Nosotros asomamos la cabeza y vimos de lo que se trataba realmente. Nos faltaba la rueda derecha, que de seguro fue mal ajustada y se zafó al despegar. El eje no era más que un muñón. ¡Diablos! Lo primero que hicimos fue tomar altura, como si eso fuera bastante. Bajar era el problema. Nuestros informantes se fueron con cierta lentitud, volviendo de rato en rato la cabeza para ver qué hacíamos. Demasiado sabíamos todos que nadie podía hacer nada por nosotros, salvo nosotros mismos. En nuestra pericia o en nuestra suerte para aterrizar con una sola rueda se hallaba la salvación. Spark y yo nos miramos sin decirnos nada. La idea de la muerte nunca es clara hasta que se la confronta con un riesgo cierto. Entonces, adquiere una brutal simplicidad. Yo la vi en los ojos de Spark. A mí me vino por segunda vez, aunque ahora de modo más preciso. Quién sabe por eso me vino a la cabeza la idea de mi amuleto, del que no me acordé cuando el asalto. Y al pensar en mi amuleto se me ocurrió casi al mismo tiempo la forma de aterrizar. Spark me gritó: “¡Vamos a la playa!”. Lo que deseaba era que enterráramos el avión en la arena de la playa, pero eso podía fallar. Yo sabía que la playa es a trechos arcillosa, dura, y otras veces tiene palos varados a medio enterrar. Un choque allí, y estábamos hechos pedazos. “No”, le dije, “voy al campo”. En momentos de riesgo tiene la razón el que se muestra más seguro. Spark me dejó hacer. Aceleré y pronto estuvimos sobre el campo de aterrizaje. ¡Había que ver la expectación! ¡Toda la base aérea estaba con la cabeza para arriba! Pasé sobre el campo, volando bajo. Magnífico campo, amplio y llano, en el que sin embargo podíamos morir. Casi podía ver en la actitud de todos, que se preguntaban lo que pensaba hacer. Pasé de nuevo, haciendo señas de que se retiraran del lado derecho. Me entendieron y quedó un amplio espacio en esos contornos, libre. Entonces, lentamente, tomé tierra un tanto inclinado sobre la rueda izquierda y encaminé el avión fuera del campo. El eje sin rueda, ese muñón inútil, se enterró en el montículo donde yo había encontrado el amuleto y el avión se detuvo. Los mirones dieron gritos de júbilo. Uno aplaudió como si hubiera estado viendo una película. Yo paré el motor y salimos con cierta lentitud, pues nuestros nervios se habían quedado laxos. Uno de los jefes dijo: “¡Un gran aterrizaje de emergencia!, ¿cómo se le ocurrió?”. Yo no contesté nada y me limité a mirar el montículo de tierra donde, algún tiempo atrás, había recogido esta pequeña piedra. Spark fue quien me preguntó directamente más tarde: “¿Llevaba el amuleto consigo?”. Le contesté que sí y que al recordarlo tuve la idea de aterrizar como lo hice. “¡Es curioso!” comentó, pero, al parecer, todavía no le daba importancia al asunto. Es posible que hasta ese entonces tuviera un concepto diferente de la suerte o que fuera para él, como para la mayoría, una palabra convencional, en el mejor de los casos una versión modesta y accidental del concepto del destino. ¿Qué es la suerte para casi todos? Se dice: Buena suerte, mala suerte. Pero el misterio que hay en la suerte no es tomado en cuenta. Un amuleto da suerte, buena suerte, ¿por qué? He llegado a creer que este talismán trae en sí algo desde el fondo de quién sabe cuán remotos tiempos…



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