Ciro Alegría
(Huamachuco, Perú, 1909 - Lima, 1967)

Los perros hambrientos
(Santiago, Chile: Zig-Zag, 1939, 170 págs.)


I
PERROS TRAS EL GANADO

      Guau…, guau, guauuúu…
       El ladrido monótono y largo, agudo hasta ser taladrante, triste como un lamento, azotaba el vellón albo de las ovejas conduciendo la manada. Ésta, marchando a trote corto, trisca que trisca el ichu duro, moteaba de blanco la rijosidad gris de la cordillera andina.
       Era una gran manada, puesto que se componía de cien pares, sin contar los corderos. Porque ha de saberse que tanto la Antuca, la pastora, como sus taitas y hermanos, contaban por pares. Su aritmética ascendía hasta ciento, para volver de allí al principio. Y así habrían dicho “cinco cientos” o “siete cientos” o “nueve cientos”; pero, en realidad, jamás necesitaban hablar de cantidades tan fabulosas. Todavía, para simplificar aún más el asunto, iban en su auxilio los pares, enraizados en la contabilidad indígena con las inertes raíces de la costumbre. Y después de todo, ¿para qué embrollar? Contar es faena de atesoradores, y un pueblo que desconoció la moneda y se atuvo solamente a la simplicidad del trueque, es lógico que no engendre descendientes de muchos números. Pero éstas, evidentemente, son otras cosas. Hablábamos de un rebaño.
       La Antuca y los suyos estaban contentos de poseer tanta oveja. También los perros pastores. El tono triste de su ladrido no era más que eso, pues ellos saltaban y corrían alegremente, orientando la marcha de la manada por donde quería la pastora, quien, hilando el copo de lana sujeto a la rueca, iba por detrás en silencio o entonando una canción, si es que no daba órdenes. Los perros la entendían por señas, y acaso también por las breves palabras con que les mandaba ir de un lado para otro.

Por el cerro negro
andan mis ovejas,
corderitos blancos
siguen a las viejas.


       La dulce y pequeña voz de la Antuca moría a unos cuantos pasos en medio de la desolada amplitud de la cordillera, donde la paja es apenas un regalo de la inclemencia.

El sol es mi padre,
la luna es mi madre,
y las estrellitas son
mis hermanitas.


       Los cerros, retorciéndose, erguían sus peñas azulencas y negras, en torno de las cuales, ascendiendo lentamente, flotaban nubes densas.
       La imponente y callada grandeza de las rocas empequeñecía aún más a las ovejas, a los perros, a la misma Antuca, chinita de doce años que “cantaba para acompañarse”. Cuando llegaban a un pajonal propicio, cesaba la marcha y los perros dejaban de ladrar. Entonces un inmenso y pesado silencio oprimía el pecho núbil de la pastora. Ella gritaba:
       —Nube, nube, nubeée…
       Porque así gritan los cordilleranos. Así, porque todas las cosas de la naturaleza pertenecen a su conocimiento y a su intimidad.
       —Viento, viento, vientoóoo…
       Y a veces llegaba el viento, potente y bronco, mugiendo contra los riscos, silbando entre las pajas, arremolinando las nubes, desgreñando la pelambrera lacia de los perros y extendiendo hacia el horizonte el rebozo negro y la pollera roja de la Antuca. Ella, si estaba un perro a su lado —siempre tenía uno acompañándola—, le decía en tono de broma:
       —¿Ves? Vino el viento. Hace caso…
       Y reía con una risa de corriente agua clara. El perro, comprendiéndola, movía la cola coposa y reía también con los vivaces ojos que brillaban tras el agudo hocico reluciente.
       —Perro, perrito bonito…
       Después, buscando refugio en algún retazo de pajonal muy macollado, se acurrucaban perdiéndose entre él. El viento pasaba sobre sus cabezas. La Antuca hilaba charlando con el perro. A ratos dejaba su tarea para acariciarlo.
       —Perro, perrito bonito…
       De cuando en vez miraba el rebaño, y si una oveja se había alejado mucho, ordenaba señalándola con el índice:
       —Mira, Zambo, anda, güélvela…
       Entonces el perro corría hacia la descarriada y, ladrando en torno, sin tener que acosarla demasiado —las ovejas ya sabían de su persistencia en caso de no obedecer—, la hacía retornar a la tropa. Es lo necesario. Si una oveja se retrasa de la tropa de la manada, queda expuesta a perderse o ser atrapada por el puma o el zorro, siempre en acecho desde la sombra de sus guaridas.
       Después de haber cumplido su deber, marchando con el ágil y blando trote de los perros indígenas, Zambo volvía a tenderse junto a la pastora. Se abrigaban entre ellos, prestándose mutuamente el calor de sus cuerpos.
       Y así pasaban el día, viendo la convulsionada crestería andina, el rebaño balante, el cielo, ora azul, ora nublado y amenazador. La Antuca hilaba charlando, gritando o cantando a ratos, y a ratos en silencio, como unimismada con el vasto y profundo silencio de la cordillera, hecho de piedra e inconmensurables distancias soledosas. Zambo la acompañaba atentamente, irguiendo las orejas ante el menor gesto suyo, pronto a obedecer, aunque también se permitía reclinar la cabeza y dormir, pero con sueño ligero, sobre la suave bayeta de la pollera.
       Algunos días, recortando su magra figura sobre la curva hirsuta de una loma, aparecía el Pancho, un cholito pastor. Lo llamaba entonces la Antuca y él iba hacia ella, anheloso y alegre, después de haberse asegurado de que su rebaño estaba a bastante distancia del otro y no se entreverarían. Lo acompañaba un perro amarillo que cambiaba gruñidos hostiles con Zambo, terminando por apaciguarse ante el requerimiento regañón de los dueños. Éstos fraternizaban desde el comienzo. Conversaban, reían. El Pancho cogía la antara que llevaba colgada del cuello mediante un hilo rojo y se ponía a tocar, echando al viento las notas alegres y tristes de los wainos y las atormentadas de los yaravíes. Uno llamado Manchaipuito angustiaba el corazón de la Antuca y hacía aullar a los perros. Ella sonreía a malas y sacaba fuerzas de donde no había para regañar a Zambo:
       —Calla, zonzo… ¡Han visto perro zonzo!
       Y una vez dijo el Pancho:
       —Este yaraví jue diun curita amante.
       —Cuenta —rogó la Antuca.
       Y contó el Pancho:
       —Un cura dizque taba queriendo mucho onde una niña, pero siendo él cura, la niña no lo quería onde él. Y velay que diun repente murió la niña. Yentón el cura, e tanto que la quería, jue y la desenterró y la llevó onde su casa. Y ay tenía el cuerpo muerto y diuna canilla el cuerpo muerto hizo una quena y tocaba en la quena este yaraví, día y noche, al lao el cuerpo muerto e la niña… Y velay que puel cariño y tamién po esta música triste, tan triste, se golvió loco… Y la gente e poray que oía el yaraví día y noche, jue a ver po qué tocaba tanto y tan triste, y luencontró al lao el cuerpo muerto, ya podrido, e la niña, llorando y tocando. Le hablaron y no respondía ni dejaba e tocar. Taba, pues, loco… Y murió tocando… Tal vez pueso aúllan los perros… Vendrá el alma el curita al oír su música, yentón los perros aúllan, poque dicen que luacen así al ver las almas…
       La Antuca dijo:
       —Es ques muy triste… No lo toques…
       Pero en el fondo de sí misma deseaba oírlo, sentía que el desgarrado lamento del Manchaipuito le recorría todo el cuerpo proporcionándole un dolor gozoso, un sufrimiento cruel y dulce. La cauda temblorosa de la música le penetraba como una espada a herirle rudamente, pero estremeciéndole con un tremor recóndito las entrañas.
       El Pancho lo presentía, y continuamente hacía gemir los carrizos de su instrumento con las trémulas notas del yaraví legendario. Luego le decía:
       —Cómo será el querer, cuando llora así…
       La Antuca lo envolvía un instante en la emoción de su mirada de hembra en espera, pero luego tenía miedo y se aplicaba a la rueca y a regañar al aullador Zambo. Sus jóvenes manos —ágiles arañas morenas— hacían girar diestramente el huso y extraían un hilo parejo del albo copo sedeño. El Pancho la miraba hacer, complacido, y tocaba cualquier otra cosa.
       Así son los idilios en la cordillera. Su compañero tenía, más o menos, la edad de ella. La carne en sazón triunfaría al fin. Sin duda llegarían a juntarse y tendrían hijos que, a su vez, cuidando el ganado en las alturas, se encontrarían con otros pastores.
       Pero el Pancho no iba siempre, y entonces la Antuca pasaba el día en una soledad que rompía al dialogar con las nubes y el viento y amenguaba un tanto la tranquila compañía de Zambo. Llegada la tarde, iniciaban el retorno. En invierno volvían más temprano, pues la opacidad herrumbrosa del cielo se deshacía pronto en una tormenta brutal. La Antuca se paraba llamando a los perros, que surgían de los pajonales para correr y ladrar reuniendo el ganado, empujándolo después lentamente hacia el redil.
       Y eran cuatro los perros que ayudaban a la Antuca: Zambo, Wanka, Güeso y Pellejo. Excelentes perros ovejeros, de fama en la región, donde ya tenían repartidas muchas familias cuya habilidad no contradecía al genio de su raza. El dueño, el cholo Simón Robles, gozaba de tanta fama como los perros, y esto se debía en parte a ellos y en parte a que sabía tocar muy bien la flauta y la caja, amén de otras gracias.
       Habitualmente, en el trajín del pastoreo, Zambo caminaba junto a la Antuca, ajochando a las rezagadas; Wanka iba por delante orientando la marcha y Güeso y Pellejo corrían por los flancos de la manada cuidando que ninguna oveja se descarriara. Sabían su oficio. Jamás habían inutilizado un animal e imponían su autoridad a ladridos por las orejas. Sucede que otros perros innobles a veces se enfurecen si es que encuentran una oveja terca y terminan por matarla. Zambo y los suyos eran pacientes y obtenían obediencia dando una pechada o tirando blandamente del vellón, medidas que aplicaban sólo en último término, pues su presencia ceñida a un lado de la oveja indicaba que ella debía ir hacia el otro, y un ladrido por las orejas, que debía dar media vuelta. Haciendo todo esto, en medio de saltos y carreras, eran felices.
       Ni la tormenta podía con ellos. A veces, el cielo oscuro, aún siendo muy temprano, comenzaba a chirapear. Si estaba por allí el Pancho, ofrecía su poncho a la Antuca. Era un bello poncho de colores. Ella lo rechazaba con un “así nomá” discreto y emprendían el retorno. Las gotas se hacían más grandes y repetidas, luego caían chorros fustigantes, retumbaban los truenos y los relámpagos clavaban en los picachos violentas y fugaces espadas de fuego. Los perros apiñaban el rebaño hasta formar con él una mancha tupida de fácil vigilancia, conduciéndolo a marcha acelerada. Era preciso vadear las quebradas y arroyos antes que la tormenta acreciera su caudal tornándolos infranqueables. Nunca se retrasaron. Avanzaban rápida y silenciosamente. En los ojos de las ovejas se pintaba el terror a cada llamarada y a cada estruendo. Los perros caminaban tranquilos chorreando agua del pelambre apelmazado por la humedad. Detrás, la rueca hecha bordón para no resbalar en la jabonosa arcilla mojada, la falda del sombrero de junco vuelta hacia abajo para que escurrieran las gotas, caminaba la Antuca, rompiendo con liviano impulso la red gris de la lluvia.
       Pero casi siempre retornaban a su lugar con tiempo calmo, en las últimas horas de la tarde, envueltos en la feliz policromía del crepúsculo. Encerraban las ovejas en el redil, y la Antuca entraba en su casa. Su tarea terminaba allí. Diremos de paso que la casa era como pocas. De techo pajizo, en verdad, pero sólo una de las piezas tenía pared de cañas y barro; la otra estaba formada por recias tapias. En el corredor, frente a las llamas del fogón, su madre, llamada Juana, repartía el yantar al taita Simón Robles y a los hermanos Timoteo y Vicenta. La pastora tomaba su lugar en el círculo de comensales para compartir la dulzura del trigo, el maíz y los ollucos. Los perros se acercaban también y recibían su ración en una batea redonda. Allí estaba igualmente Shapra, guardián de la casa. No se peleaban. Sabían que el Timoteo esgrimía el garrote con mano hábil.
       La noche iba cayendo entre brumas violáceas y azules, que por último adensaban hasta la negrura. La Juana apagaba el fogón, cuidando de guardar algunas brasas para reavivar el fuego al día siguiente, y luego todos se entregaban al sueño. Menos los perros. Allí, en el redil, taladraban con su ladrido pertinaz la quieta y pesada oscuridad nocturna. Como se dice, dormían sólo con un ojo. Es que los zorros y pumas aprovechan el amparo de las sombras para asaltar los rediles y hacer sus presas. Hay que ladrar entonces ante el menor ruido. Hay que ladrar siempre. Por eso, cuando la claridad es tal que las bestias dañinas renuncian a sus correrías, los canes ladran también. Ladran a la luna. Ella, la muy pingüe y alba, amada de poetas y damas románticas, hace ante los perros el papel de puma o zorro hambriento.
       —Guau…, guau, guauuuuúu…
       Las voces de Zambo y su familia, junto con las de otros perros vecinales, formaban un coro ululante que hacía palpitar la noche andina.


II
HISTORIAS DE PERROS

      Zambo y Wanka vinieron de lejos. Para hablar más precisamente: los trajo el Simón Robles. Eran muy tiernos aún y tenían los ojos cerrados. De tenerlos abiertos, habrían visto menos. Viajaban en el fondo de una concavidad que hizo su conductor doblando, con la ayuda del antebrazo y la mano, la falda delantera del poncho. Acaso sintieron, sin saber de lo que se trataba, un continuo e irregular movimiento. Lo producía el trote de un caballo por un largo camino lleno de altibajos. Los perrillos provenían de Gansul, de la afamada cría de don Roberto Poma.
       —Juana, traigo perroooooos… —gritó el Simón Robles, mientras llegaba a su casa. Ella corrió a recibirlos y luego los condujo al redil.
       En medio de sus sombras infantes, lactaron allí de unos pezones tiesos y pequeños durante muchos días. El hombre, ayudado por la ceguera, niega al perro pastor la teta maternal y le asigna la ovejuna. El perro crece entonces identificado con el rebaño. Es así cómo nuestros amigos abrieron al fin los ojos y se encontraron con una ubre prieta, muchas patas, un universo de formas redondas y blancas. Un olor acre los envolvía. Y he allí que ellos vivían en ese mundo y que del pezón exiguo brotaba el chorro que aplacaba su hambre. Y entendieron que las ovejas pertenecían a su vida. Después, la perrilla hizo la experiencia de andar. Y topose contra las patas y resbaló sobre el guano. Un balido le hirió los sesos. Quiso imitarlo y no consiguió sino ladrar. Sin embargo, su pequeña voz estremeció a un corderillo y apartó a una oveja. Entonces sintió la diferencia. Mas, de todos modos, la ubre era buena y podía seguir mamando. La vida es primero, y las ovejas le daban la vida. Su hermano, a poco, entendió lo mismo.
       Entretanto, la apertura de ojos fue entusiastamente celebrada por la Vicenta, que en ese tiempo era la pastora, y por la Antuca. Llevaron los perros a la casa.
       —¿Qué nombre les ponemos?
       El Simón Robles dijo:
       —A la perra hay que ponele Wanka.
       Y el Timoteo opinó:
       —El perrito, ques más escuro, que se llame Zambo.
       Fue así como quedaron bautizados. El nombre del perro se entendía, pues era más gris que Wanka, ¿pero el de ésta? Sin embargo, nadie preguntó al Simón la razón de ese apelativo. Él mismo, tal vez, la ignoraba. Wanka fue una aguerrida tribu del tiempo incaico. La palabra, acaso, le brotó del pecho como brota una estrella de la sombra. “Wanka”, dijo con el acento que habría podido emplear para decir: “He allí un bravo destino”. Y no hay que extrañarse de que fuera así, tratándose de un perro. El animal comparte la vida del cordillerano de modo fraterno.
       El caso es que Wanka y Zambo fueron creciendo encariñados con las ovejas y con los Robles. Sus ojos, desde luego, vieron pronto más claramente y más lejos. Los amos tenían la piel cetrina. El Simón y la Juana andaban algo encorvados. El Timoteo hinchaba el poncho con un ancho tórax abombado. La Vicenta, erguida y ágil, era quien les enseñaba las tareas pastoriles. Pero intimaban con la Antuca, la pequeña y lozana Antuca. Los esperaba cuando volvían de las alturas y se iba a la choza que los guardianes ocupaban en un ángulo del redil. Jugaban a pelearse. Ella gruñía manoteando y ellos hacían como que le propinaban terribles tarascadas. Era una feroz e incruenta lucha que las ovejas veían con aire asombrado.
       También se familiarizaron con la región. La casa de sus amos se recostaba en la falda de un cerro, rodeada de plantíos. Más allá, en medio de lomas y laderas, asomaban otras casas también circundadas de chacras, que eran, según el tiempo, verdes o amarillas. Subiendo, estaba la rocosa y pajiza crestería donde pastaba el ganado. Y no muy lejos, hacia abajo, en el refugio muelle de una hoyada, descansaba un gran caserón de tejas rojas entre muchos altos árboles. Alguna vez siguieron a la Vicenta hasta allí. Vieron entonces gente blanca, grandes paredes y enormes perros de pelo chico, ladrido bronco y tremendas mandíbulas. La Vicenta había tenido que suspenderlos hasta su pecho para que esos monstruos, que se acercaron gruñendo, no los devoraran. En fin, vieron mucho. Toda la zona estaba surcada por quebradas cubiertas de arbustos y árboles verdinegros, que descendían de las alturas para irse, perdiéndose por lejanas lomas, quién sabe hacia dónde. Al frente, muy lejos, levantábanse unos inmensos cerros azules. Wanka y Zambo jamás pensaron ir por allí. Eran largos los caminos, altas las rocas y no se podía abandonar el ganado. De las peñas situadas ascendiendo el cerro, un poco más arriba de sus lares, rebotaban los ladridos lanzados por los enormes perros de la casa grande. Nuestros amigos pusieron mucha furia en los suyos, pero nunca pudieron salirles tan gruesos y terroríficos, y los cerros les devolvieron solamente agudos acentos.
       Pese a todo, la vida era buena. Iban creciendo. Sus músculos se fortalecían con las caminatas y carreras tras el rebaño. Éste marchaba bien. Pronto estuvieron grandes. El alargado cuerpo, cubierto de plomizo y denso pelambre, se levantaba tres cuartas sobre el suelo. Era coposa la cola. Las delgadas y lacias orejas, siempre alertas, se erguían ante la menor novedad. El hocico agudo era capaz de oler un rastro de diez días. Los colmillos de reluciente blancura podían romper un madero.
       ¿Raza? No hablemos de ella. Tan mezclada como la del hombre peruano. Esos perros esforzados que son huéspedes de la cordillera andina no se uniforman sino en la pequeña estatura, el abundante pelambre y la voz aguda. Suelen ser plomos, como negros, rojizos, bayos o pintados. Su catadura podría emparentarlos con el zorro, pero sin duda alguna se han cruzado con el viejo alco familiar al incanato. Esta especie de perro, a la que se juzga desaparecida, seguramente late aún en el can de hoy, mestizo como su dueño, el hombre. Ancestros hispánicos y nativos se mezclaban en Wanka y Zambo, tal como en el Simón Robles y toda la gente atravesada de esos lados.
       Y pronto la vida llamó desde sus entrañas. Wanka parió media docena de vástagos. La costumbre la relevó de cumplir con todos ellos sus deberes maternales. Cuatro le fueron arrebatados para ponerlos al pie de las ovejas recién paridas. Los otros, desde luego, se hartaron de su leche. Tenían todos el pelo sedeño y parecían ovillos de lana. Crecieron a su vez y, en el tiempo debido, pudieron correr y ladrar y conducir el ganado. Pero como la demanda de perros ovejeros era mucha y el Simón, por otra parte, no podía alimentar una jauría, los fue vendiendo o cambiando por más ovejas.
       Salvo una que otra, así pasó con todas las pariciones. Los que lactaban de Wanka no tenían el mismo apego que los otros por las ovejas, pero el Simón preguntaba al comprador: “¿Lo quiere pa ovejero o pa otra cosa?”. Y el aludido podía contestar: “Es pa cuidar la casa” o “pa rodear yeguas y vacas”. El repuntero Manuel Ríos respondió de esta manera. Y el Simón le dio —como hacía en tales casos— uno de los perros que no era ovejero por sentimiento y podía dedicarse a otra faena. Tiempo después afirmaba el Manuel que Güendiente sabía manejar las vacas. De la jeta sacaba del monte a las matreras. Cierta vez, cruzando el río Marañón, la que iba guiando una partida comenzó a volverse. Esto es fatal, pues en este caso es seguida por la tropa y, ganando tierra firme, se niegan a tirarse al agua de nuevo y hay que pasarlas en balsa. El Manuel, que en unión de otros repunteros veía el retorno desde una orilla, ordenó a su perro:
       —Échale, Güendiente, pásala al otro lao…
       El perro se arrojó al agua, pero nadie esperaba que hubiera entendido. Lo asombroso fue que llegó donde la madrina y la cogió de la jeta. Las aguas estaban crecidas y la corriente era fuerte, mas el perro extremó la tensión e hizo voltear a la vaca hacia el otro lado. El Manuel alentaba al Güendiente dando gritos. En el centro del río se levantaban enormes tumbos, pero la vaca, imitada sumisamente por las otras, tuvo que nadar hacia la orilla opuesta. El perro la soltó sólo cuando las pezuñas tocaron tierra. Salió la madrina y con ella la tropa. Al Manuel poco le faltó para llorar. Cuando contaba la hazaña no le creían. Entonces él citaba a los otros repunteros, que también la vieron, y terminaba:
       —¿Qué sian creído ques Güendiente? ¡Guá!
       Como él, hubo muchos. Pero no siempre tuvieron fortuna: es dura la vida en la cordillera. Habría, tal vez, que contar historias dolorosas. Un caso triste fue el de Máuser. Su dueño, el hacendado Gilberto Morán, estaba haciendo volar rocas en la apertura de un camino. Este señor, para echárselas de valiente, acostumbraba encender su cigarrillo en el fuego producido por la mecha del tiro de dinamita. Cuando todos corrían, él se quedaba agachado frente al hueco humeante. Fue así aquella vez. Sólo que cuando el mismo don Gilberto se retiró, Máuser, que no había visto antes nada igual, empeñose en husmear lo que pasaba dentro del boquete. Los peones y su dueño, parapetados ya tras unas piedras, lo llamaron en vano. Máuser continuaba observando el humillo que brotaba de la roca. Y todo ocurrió en tiempo brevísimo, porque la muerte, en esas bravas tierras, es casi siempre cuestión de segundos. Estalló la roca, con Máuser, en mil pedazos. El eco prolongó el estruendo. La piedra volada dejó en un hoyo su huella. Pocas horas duraron, sobre la tierra soleada, unas cuantas gotas de sangre.
       También fue deplorable la suerte de Tinto. Guardaba la casa del Simón. Y un día llegó por allí, cabalgando su mula bruna y seguido de Raffles, don Cipriano Ramírez, hacendado de Páucar, quien residía en la casa grande ya vista. Raffles era un perro amarillo de imponente estampa. Tinto, el muy osado, se atrevió a gruñirle. Raffles lo tiró al suelo de una sola pechada, mostrándole los colmillos. El caído comprendió su error y se rindió levantando las patas y aovillándose. Pero Raffles no conocía el perdón. De una dentellada le quebró el gañote.
       Con los días, Tinto fue reemplazado en sus tareas por Shapra. El nombre vínole a éste de su pelambre retorcido y enmarañado, pues Shapra quiere decir motoso. (En el lenguaje cholo, algunas palabras keswas superviven injertadas en un castellano aliquebrado que sólo ahora comienza a ensayar su nuevo vuelo). Shapra ladraba a más y mejor en torno del bohío, pero, cuando llegaba Raffles, los dueños se encargaban de refrenar sus impulsos.
       Pero quien vengó a Tinto fue Chutín. El hijo del hacendado, el niño Obdulio, antojose de un perro de los del Simón Robles. Al fin obtuvo un cachorro, al que pusieron Chuto, que quiere decir chusco, pues su pequeñez y su ausencia de blasones contrastaban con la arrogancia y la abundante gama heráldica de los perros de la casa-hacienda. El nombre trocose después, buscando sonoridad y diminutivo cariñoso, en Chutín. Porque sucedió que de las esferas del capricho ascendió a las del afecto. Todos lo querían, cumpliéndose una vez más la sentencia de que “los últimos serán los primeros”. Y había razón para eso. Chutín aventajó y dejó muy atrás a los otros perros en todas las faenas. Los finos daban terribles mordiscos, se enfurecían al ver sangre y mataban o magullaban sin necesidad al ganado. Chutín obteníalo todo, inclusive un buen arreo de vacas, de su ladrido pertinaz, sus prudentes tarascadas, su agilidad incansable y su buen humor. Además, aprendió a cazar perdices. Con el niño Obdulio, joven de diez años, daba grandes batidas por los alrededores. Es tarea que demanda pericia. De pronto, del lado mismo de los cazadores, las perdices salen volando casi a ras de tierra y piando desaforadamente. La fama dice que dan tres vuelos: uno largo, el segundo más corto y el último más pequeño aún, y que enseguida no pueden sino correr. Pero lo cierto es que, frecuentemente, dan más vuelos. El perro ha de correr tras su presunta presa apenas ésta echa a volar a fin de ver dónde se asienta, para perseguirla: y obligarla a remontarse de nuevo, y cansarla a fin de atraparla. No lo pueden hacer todos los perros. Han de ser muy veloces. Chutín lo hacía. Al principio creyó que la presa era para él, pero después aprendió que había que entregarla, verla desaparecer en el morral y luego, en su momento, recibir de manos de la cocinera Marga una buena ración de patas.
       También, Chutín no rehuía el embate de las fuerzas de la naturaleza. Cuando llovía o soplaba fuerte viento los perros finos se ponían a tiritar de frío, acurrucados en un rincón. Él retozaba bajo la lluvia y ladraba alegremente. Amaba el ímpetu de la tempestad y la voz del viento.
       El mismo don Cipriano lo quería y guardaba para él los huesos de su plato. Y cuando los otros perros, celosos, trataban de zarandearlo, el hacendado empleaba el foete que tenía colgado junto a la puerta del escritorio y le servía para tundir a perros y peones. Éstos le tenían más miedo que los primeros, pero, de todos modos, Chutín gozaba de una respetuosa consideración. Fue así como se permitió aventajar y preterir a toda la nobleza, vengando a Tinto, pues, entre los relegados, desde luego que se encontraba Raffles, el feroz criminal.

       Y llegó el tiempo en que el ganado del Simón Robles aumentó y necesitaba mayor número de cuidadores, y también llegó el tiempo en que la Antuca debió hacerse cargo del rebaño, pues ya había crecido lo suficiente, aunque no tanto como para pasarse sin más ayuda que la Vicenta. Entonces, el Simón Robles dijo:
       —De la parición que viene, separaremos otros dos perros pa nosotrus.
       Y ellos fueron Güeso y Pellejo. El mismo Simón les puso nombre, pues amaba, además de tocar la flauta y la caja, poner nombres y contar historias. Designaba a sus animales y a las gentes de la vecindad con los más curiosos apelativos. A una china aficionada a los lances galantes le puso “Pastora sin manada”, y a un cholo de ronca voz y feble talante, “Trueno en ayunas”; a un magro caballo, “Cortaviento”, y a una gallina estéril, “Poniaire”. Por darse el gusto de nombrarlos, se las echaba de moralista y forzudo, ensillaba con frecuencia a Cortaviento y se oponía a que su mujer matara la gallina. Al bautizar a los perros, dijo en el ruedo de la merienda:
       —Que se llamen así, pue hay una historia, yesta es quiuna viejita tenía dos perros: el uno se llamaba Güeso y el otro Pellejo. Y jue quiun día la vieja salió e su casa con los perros, yentón llegó un ladrón y se metió bajo e la cama. Golvió la señora po la noche y se puso a acostarse. El ladrón taba calladito ay, esperando quella se durmiera pa augala silencito sin que lo sintieran los perros y pescar las llaves diun cajón con plata. Y velay que la vieja, al agacharse pa pescar la bacenica, le vio las patas ondel ladrón. Y como toda vieja es sabida, ésa tamién era. Yentón se puso a lamentarse, como quien no quiere la cosa: “Yastoy muy vieja: ay, yastoy muy vieja y muy flaca; güeso y pellejo no más estoy”. Y repetía cada vez más juerte, como almirada: “¡güeso y pellejo!, ¡güeso y pellejo!”. Yeneso, pue, oyeron los perros y vinieron corriendo. Ella les hizo una señita y los perros se jueron contrel ladrón haciéndolo leña… Velay que pueso ta güeno questos se llamen tamién Güeso y Pellejo.
       La historia fue celebrada y los nombres, desde luego, aceptados. Pero la vivaz Antuca hubo de apuntar:
       —¿Pero cómo pa que adivine la vieja lo quiba a pasar y les ponga así?
       El Simón Robles replicó:
       —Se los puso y dispués dio la casualidá que valieran esos nombres… Asiés en todo.
       Y el Timoteo, arriesgando evidentemente el respeto lleno de mesura debido al padre, argumentó:
       —Lo ques yo, digo que la vieja era muy diotra laya poque no trancaba su puerta. Dinó, no bieran podido dentrar los perros cuando llamaba. Y sies que los perros taban dentro y no vían ondel ladrón, eran unos perros po demás zonzos…
       El encanto de la historia había quedado roto. Hasta en torno del fogón, donde la simplicidad es tan natural como masticar el trigo, la lógica se entromete para enrevesar y desencantar al hombre. Pero el Simón Robles respondió como lo hubiera hecho cualquier relatista de más cancha:
       —Cuento es cuento.
       Y esto equivalía a decir que hay que aceptar las historias con todos los tumbos que, al recorrerlas, pudiera dar en ellas el buen sentido, más si la misma vida tiene a veces acentos de fábula.
       Fue la Juana quien rompió el silencio producido a raíz de la sentencia:
       —Todues enredao y no se ve, como la punta el hilo en la madeja, pero ay ta… Sólo quia veces la madeja ta muy grande…
       Y no hubo más cuestión.
       Tres hermanos de Güeso y Pellejo escaparon al ingenio cholo del Simón Robles. Uno de ellos fue Mañu. De los otros dos no se supo más: los llevaron gentes que vivían muy lejos. A Mañu le tocó pertenecer al Mateo, marido de una hija del Simón, llamada Martina. Su vida y pasión valen la pena de ser contadas aparte.
       Aprendiendo del Simón, y frecuentemente ayudados por él mismo, relataremos también otras muchas importantes historias. Acaso sean puestas en duda, ya que la verdad es, en algunas ocasiones, tan paradojal o tan triste, que el hombre busca razones para el ingreso de la incertidumbre. Y en esto se parece —hablando en genérico y salvando, en cada situación, las distancias precisas— a cierto curita de la provincia de Pataz. Era un sacerdote humilde e ignaro, de la cuerda de aquellos indios beatos a quienes el obispo Risco de Chachapoyas, después de enseñarles unos cuantos latinajos, tonsuró y echó por el mundo —en este caso el mundo era la sierra del Norte del Perú— a desfacer entuertos de herejía.
       Nuestro buen curita predicaba una vez el famoso Sermón de Tres Horas en la iglesia del distrito de Siguas. Puso mucha emoción, gran patetismo, en relatar los padecimientos y muerte de Nuestro Señor. El resultado fue que casi todos los aldeanos feligreses, en especial las viejas pías, se pusieron a gemir y llorar a moco tendido. Confundido el curita por el efecto de sus palabras y no sabiendo cómo remediar tanto dolor, dijo al fin:
       —No lloren, hermanitos. Como hace tanto tiempo, quién sabe será cuento…


III
PERIPECIA DE MAÑU

      El Mateo Tampu, indio prieto, de recia musculatura y trotón andar, llegó un día a casa de su suegro. En pies y manos tenía aún la tierra de las chacras.
       —Taita, quierun perrito.
       El Simón Robles, sentado a la puerta de su bohío, estuvo un momento chasqueando la lengua al regalarse con la dulzura de su coca y luego respondió lo que era de esperarse:
       —Empúñalo, pue.
       El Mateo fue al redil y cogió un perrillo de los que dormían en un montón de paja esperando la vuelta de sus madres adoptivas. Ya hemos dicho que entre ellos estaban Güeso y Pellejo. Eran muy pequeños aún para seguir a la manada.
       Después, la Juana inquirió:
       —¿Y la Martina?
       —Ya güena.
       El cachorro se puso a mañosear y gemir. Entonces el Mateo lo aprisionó en un lado de su alforja al coserla en torno del cuerpecillo cálido y palpitante, pero dejando la cabeza libre.
       —Me voy, pue —dijo cuando concluyó su tarea, a la vez que se echaba al hombro su prisionero. Él miraba desde lo alto con ojos medrosos y sorprendidos.
       —Quédate tuavía —invitó el Simón.
       —Quédate, comerás alguito —reiteró la Juana.
       —No, si la yerba me gana —dijo el Mateo.
       Él era quien ganaba a la yerba. Tenía fama de trabajador. En sus limpias chacras prosperaban las siembras.
       —Adiosito, pue —terminó.
       Y, a trote rápido, cogió su camino.
       El prisionero estaba realmente asombrado de la grandeza del mundo y miraba tratando de comprender. Antes había visto, además de la Antuca, Zambo y sus pequeños hermanos —y ya sabemos que Wanka les era negada—, solamente ovejas. Su horizonte fue la pared negruzca del redil, hecha de chamiza aprisionada entre largas varas que a su vez estaban sujetas a fuertes estacas. Ahora tenía ante sí toda la vastedad accidentada y multicolor de los campos. Teñíanse de morado y azul las lejanías y parecía que ellas avanzaban a perderse en abismales barrancos. El pequeño hubiera querido gemir, pues le acongojaba aquella marcha hacia lo ignoto, mas su perplejidad era mayor ante las insospechadas revelaciones y callaba en medio de una recogida atención. Un río que bajaba de las alturas le golpeó los oídos con su estruendo y luego mostrole el tumulto azul y blanco de sus aguas claras. El hombre entró resueltamente en él y lo vadeó teniendo la corriente sobre la cintura. El perrillo, una vez en la otra orilla, sintió que el hombre era fuerte y tuvo confianza. Su inquietud se amenguó y hasta llegó a reclinar la cabeza sobre su atalaya, es decir, el hombro del Mateo. Cerró los ojos, y, medio dormido, escuchaba el chasquido de las ojotas en los guijarros del sendero. De pronto, un potente rumor les hizo levantar la cabeza. Enorme pájaro negro cruzaba por los aires.
       —Guapi, cóndor, guapi —gritó el Mateo.
       El perrito hubiera querido ladrar, pues ya lo hacía y le gustaba añadir su pequeña voz a la de los otros perros cuando gritaba el hombre. Pero ahora sentíase oprimido, con la barriga y el cuello ajustados y en una postura impropia, y muy a su pesar tuvo que seguir en silencio.
       Por último, llegaron hasta lo que el vigía consideró una postrera eminencia. No encontraron abismales barrancos allí. Seguía la tierra desenvolviéndose por inconmensurables distancias hasta nuevos horizontes lejanos. ¡Ancho y largo era el mundo!
       En cierto momento su conductor se detuvo y lo puso en el suelo, sentándose luego junto a él. Del otro lado de la alforja extrajo un envoltorio. Desató un mantel, levantó un mate, y en otro apareció un montón de papas olorosas, amarillas de ají. Arrojó la bola de coca y se puso a comer a grandes bocados. Hizo participar de su merienda al compañero, limpiando en el mantel el ají de una papa y embutiéndola en el pequeño y húmedo hocico.
       —¿Tas cansao? Come, perrito. Ya vamos a llegar ya… Come, come…
       Se puso a bromear:
       —Hoy es papa, pero ya tendrás tu buena carne, la rica chicha… Te vas a regalar… Ya verás, perrito…
       El aludido no le entendió, y era mejor. De no ser así, tal vez le hubiera creído, sufriendo luego una decepción. Porque lo que comió siempre —cuando comió—, durante el resto de su vida, fue maíz molido o también shinte, comida típica que es un aguado revoltijo de trigo, arvejas y habas, donde las papas juegan el papel de islas solitarias. Verdad que también pudo, cuando los hados eran muy propicios, roer un hueso. Mas era frugal como todos los de su raza y sus mismos dueños, conformándose alegremente con lo que había.
       Llegaron al bohío con las sombras de la noche. El perrillo escuchó voces y balidos. Luego sintió que lo descosían y dejaban por fin al lado de algo blando y cuyo olor le era familiar. Estaba de nuevo en medio de un rebaño. Rendido, acurrucó su breve cuerpo junto a la propicia suavidad del vellón y se durmió.

       El Damián, un pequeño que iba todos los días al redil, era su mejor amigo.
       —Si parece su hermano —dijo un día la Martina.
       —Mañu, mañu —repitió el Damián en su media lengua.
       Entonces le pusieron ese nombre.
       Puede decirse que crecieron juntos. Y juntos, también, salieron un día a pastar el ganado, relevando de ese trajín a la Martina. Verdad que no se alejaban mucho de la casa.
       Pasó el tiempo. El rebaño, al principio de contadas cabezas, fue aumentando. El Damián crecía vigorosamente. Mañu viose fuerte y hermoso. El vientre de la Martina dio otro hijo. El Mateo trazaba fecundos surcos. Todo prosperaba sobre la tierra.

       Una tarde, el cielo de lapislázuli bajó a los ojos de la Martina en dos cuajarones azulencos. Es lo que podía pensarse, pero lo cierto es que la Martina había llorado mucho. Lloró hasta el momento en que se oyó llorar, y entonces dijo:
       —Ya no lloraré más…
       Y se quedó sentada a la puerta de su choza, hilando lenta y doloridamente, mientras sentía la suave respiración del hijo que dormía sobre sus espaldas y el ronrón gatuno del huso, al que hacía girar con dedos laxos y cansados.
       De repente creyó ver en el copo de lana la faz del Mateo Tampu, pero fijándose bien sólo distinguió los innumerables hilillos formando un montón blanco. Restregose los ojos.
       Se habían llevado al Mateo, tan diestro para guiar los bueyes pintojos y hacer muelle la tierra. ¡Había roturado tantas chacras! La casa siempre estaba rodeada de ellas, Con sus siembras logradas, cumplidas, en vivos colores de bayeta nueva, tal si fueran retazos de pollerones: la quinua morada, el maíz verde, el trigo amarillo, las habas oscuras. Los papales macollaban arriba, en las alturas más frías.
       Todo seguiría siendo bueno de estar él presente. ¡Virgen del Carmen, quién sabe ya no regresaría más!
       Al fin llegó el Damián arreando las ovejas. El Mañu saltaba ladrando, pero no como todos los días. Presentía algo y también estaba triste.
       El Damián tenía la boca lila de moras silvestres. Ella lo llamó y se quedó mirándole los ojos.
       —¡Mi consuelo!
       Le fajó pausadamente la cintura sieteañera, donde ya se pronunciaba el precoz abdomen indio, y luego le puso el poncho nuevo, el que le tejió para estrenarlo en la fiesta.
       —¡Lindo, mamá! —dice él ante la gritería de color.
       Pero ella no advierte el júbilo del hijo. Se lo ha dado porque ya no irán a la fiesta. No está el Mateo, y la casa, los terrenos y el ganado necesitan más atención. Además, en la fiesta podrían sacarla a bailar y entonces la gente hablaría, y quién sabe retorne. Ha de volver. Unos han vuelto y otros no, pero el Mateo será de los que vuelven. Sí…
       La Martina siente el corazón dilatado de esperanza. Sueña acaso mirando un horizonte que se esfuma. Pero las mismas sombras crecientes la sacan de su retraimiento y va hacia el fogón.
       Palpita en medio de la noche el fuego crepitante y comienzan a arder otras luces lejanas. Se inicia la conversación de luces a través de la densa oscuridad puneña tendida ceñidamente sobre las retorcidas faldas de los cerros.
       La Martina y el Damián comen oyendo balar a las ovejas y dan a Mañu lo que sobra, que es mucho ahora, pues la partida calabaza del Mateo se ha quedado vacía. La china siente aún más la ausencia del hombre en esos detalles: en el mate sin alimento; en la lampa que ella misma recogió, tirada junto a la puerta; en el lujoso y blanco sombrero colgado de la pared, que ya nadie se pondrá; en el arado que descansa bajo el alero y cuya mancera estará abandonada; en la barbacoa que será muy tristemente grande para ella sola…
       Piensa que es necesario explicarle al hijo lo que pasó, pero no sabe cómo hacerlo y se queda silenciosa. El silencio es tenso, pues el Damián la mira con ojos llenos de preguntas. Súbitamente ambos rompen a llorar. Es un llanto ronco y entrecortado, sombrío y mudo, pero que los liga, que los junta.
       —Tu taita…, ¡tu taita lo llevaron! —estalla al fin.
       No ha podido decir otra cosa, y se queda estática, negada a todo movimiento. Él entiende apenas y calla también. “¡Lo llevaron!”. Apagan el fogón y entran en el bohío, subiendo entre la sombra a la barbacoa crujiente. Lloró un poco el pequeño. Balaron las ovejas. Luego cayó sobre la cordillera un silencio inconmensurable, lleno de una quietud angustiosa y una mudez tremante. Pero más hondo es el silencio humano. Ese pequeño silencio de una madre y un hijo que vale lo que otro igual de cuatrocientos años.
       El Mañu, que ha rastreado infructuosamente al amo senda abajo, aúlla al fin. Echa a rodar su queja por el caminejo que zigzaguea descendiendo hacia el río, los valles y más allá… ¿Hacia dónde?… ¡Hacia quién sabe dónde!

       Lo que pasó es que al Mateo lo llevaron enrolado para el servicio militar. Ni el Damián ni Mañu comprenden eso. La Martina misma no sabe cabalmente de lo que se trata.
       Ese día los gendarmes le cayeron de sorpresa, mientras se encontraba aporcando amorosamente el maizal lozano. Curvado sobre los surcos, lampa en mano, no los vio sino cuando ya estaban muy cerca. De otro modo se habría escondido, porque para nada bueno se presentan por los campos: llevan presos a los hombres o requisan caballos, vacas, ovejas y hasta gallinas. El Mateo, pues, no pudo hacer otra cosa que dejar la lampa a un lado y saludar con el sombrero en la mano.
       —Ave María Purísima, güenas tardes…
       Los gendarmes espolearon sus jamelgos, que avanzaron pisoteando el maizal. Llevaban enormes fusiles y estaban uniformados de azul a franjas verdes. Sin más, le preguntaron casi a gritos:
       —¿Ónde está tu libreta?
       El Mateo no respondió. El que llevaba galones gruñó:
       —Tu libreta e conscrición melitar. Te estás haciendo el perro rengo…
       El Mateo no entendió bien, pero recordaba que a otro indio de la ladera del frente lo llevaron hacía años por lo mismo. A él lo dejaron por ser muy joven, pero ahora la cosa iba evidentemente con su persona. Atinó a responder:
       —Ay en la chocita, puestará…
       Y echó a andar seguido de los cachacos, que gozaban espoleando a los caballos para que hicieran cabriolas sobre las tiernas plantas. El Mateo miraba de reojo el destrozo y escupía su rabia en una saliva espesa y verde de coca. Él pensó llegar a la loma y echar a correr para refugiarse en el montal de la quebrada, pero sintió a sus espaldas que alistaban los máuseres haciendo traquetear el cerrojo, de modo que tuvo que seguir hacia el bohío y entrar.
       Salió acompañado de la Martina. Él, torvo y silencioso. Ella, con las manos juntas, en alto, llorando e implorando:
       —Nuay libreta, taititos, ¿diónde la va sacar? No lo lleven, taititos, ¿qué será e nosotrus? Taititos, por las santas llagas e Nustro Señor, dejenló…
       Uno de los gendarmes bajó del caballo y le dio una bofetada, tirándola al suelo, donde la Martina se quedó hecha un ovillo, gimiendo y lamentándose. Amarró seguidamente al Mateo por las muñecas, los brazos a la espalda. La soga era de cerda y el Mateo pujaba sintiendo la carne corroída. El de galones acercó su caballo y le dio dos foetazos en la cara.
       —Así, mi cabo —rió el otro mientras montaba—, pa que aprienda a cumplir con su deber este cholo animal…
       Y luego ambos:
       —Anda…
       —Camina, so jijuna…
       La Martina se incorporó y alcanzó a ponerle su poncho, pues, como es natural, lampeaba en mangas de camisa. El Mateo echó a caminar con paso cansino, pero tuvo que aligerarlo amenazado por los gendarmes que le hacían zumbar el látigo de la rienda por las orejas. Se devoraban el camino. Hacia abajo, hacia abajo. Una loma y otra. La Martina subió a una eminencia para verlo desaparecer tras el último recodo. Él iba adelante, con su poncho morado y su grande sombrero de junco, seguido al trote por los caballejos en los que se aupaban los captores con los fusiles, que ya no tenían objeto inmediato, terciados sobre las espaldas encorvadas. La soga iba desde las muñecas hasta el arzón de la montura, colgando en una dolorosa curva humillante.
       A la Martina se le quedó el cuadro en los ojos. Desde entonces veía siempre al Mateo yéndose, amarrado y sin poder volver, con su poncho morado, seguido de los gendarmes de uniformes azules. Los veía voltear el recodo y desaparecer. Morado-azul…, morado-azul…, hasta quedar en nada. Hasta perderse en la incertidumbre como en la misma noche.

       Es así cómo el hogar quedó sin amparo. No hubo ya marido, ni padre ni amo ni labrador. La Martina hacía sus tareas en medio de un dolido silencio; el Damián lloraba cada vez que le venía el recuerdo; el Mañu, contagiado de la tristeza de sus amos y apenado él mismo, aullaba hacia las lejanías, y las tierras se llenaban de mala yerba.
       Llegó el tiempo de las cosechas y el Mateo no volvía.
       —Tardan, pues —dijo el Simón, que fue con su mujer a ayudar en las cosechas—; cuando los llevan los cachacos, tardan… Yastoy viejo, dinó quizás me llevaran tamién.
       Y la Juana consolaba a su hija:
       —Si hay golver, si hay golver…
       Pero la Martina sentía en su corazón que el Mateo estaba muy distante.
       Para la trilla del trigo fueron otros campesinos de los alrededores, siguiendo la costumbre de la minga. Luego los cuatro cosecharon lo demás, violentando el esfuerzo. Afanosamente desgranaron el maíz, apalearon las habas y espulgaron la quinua.
       Estas faenas habían sido alegres en otros tiempos, pero ahora no tenían, especialmente para la Martina, ningún encanto. Hablaban poco, nada más que lo necesario. El Simón trató de contar historias, pero no insistió al sentirse sin auditorio. La Martina le escuchaba a medias, la Juana era un poco sorda, el Damián no entendía todas las cosas. Sólo Mañu lo miraba con ojos muy atentos.
       Los taitas hablaban entre dientes por las noches, y esto hacía pensar a la Martina que trataban de algo irremediable. Se exaltaba:
       —Taitas, ¿quiay? Diganmeló, taititos…
       Entonces los viejos se hacían los dormidos. Un bravo viento se colaba por la quincha del bohío llevando toda la desolación de la jalca. Levantaba las mantas y gemía largamente. La Martina abrazaba al menor de sus hijos, al que encontraba aún más inerme y pobre en su desconocimiento de la desgracia.
       Después de unos cuantos días se fueron los padres.
       El Simón le dijo:
       —Cuando llegue el tiempo, mandaré ondel Timoteyo pa que siembre…
       La Martina los vio caminar a paso lento por el caminejo saltarín, ladera allá, hasta que llegaron a la última loma. Se detuvieron ahí, agitaron los sombreros volviéndose hacia ella y luego se fueron hundiendo tras la línea del horizonte.
       Hubiera querido correr y alcanzarlos y marcharse con ellos, pero en torno suyo estaban su casa y su ganado y todo lo que al Mateo le gustaría encontrar a su regreso, y se quedó, pisando fuerte la tierra, como enraizándose en ella. Sintió que el Damián se le había prendido de la cintura… ¡Sus hijos! Y la casa y el ganado y la tierra. Era necesario quedarse. Esperarlo.
       Esa tarde oscureció de una manera más triste. La sombra borró prontamente las siluetas de los distantes cerros en los cuales la Martina prendía su esperanza: por ellos iban los quebrados caminos que había de ascender el Mateo a su vuelta.
       La noche sorbió y ganó para sí toda la vida. Aun teniendo a sus hijos, la Martina sintió, opresora, la soledad.

       Todo lo acaecido nos explica el ascenso de Mañu.
       En casa donde no hay hombre, el perro guarda. Y Mañu tomó, por esto, una especial importancia. Él mismo se daba cuenta, aunque en forma imprecisa, de que ya no jugaba el mismo papel de antes. No era solamente el vigilante de la noche, el husmeador de sombras. Durante el día estaba dando vueltas en compañía del Damián y las ovejas, por allí cerca. La Martina amparaba en él su abandono. Llamábalo cuando veía gente a la distancia: el bohío estaba ubicado junto al camino real y por él trajinaban hombres blancos. Ella era todavía buena moza. Su cara lucía una frescura juvenil que el dolor no marchitaba aún. Las curvas de sus senos y sus caderas mal se escondían bajo una blusa holgada y la gruesa bayeta. Si el viento le alzaba el pollerón, dejaba ver sus piernas suaves y ocres, como hechas de morena arcilla pulimentada.
       Mañu, sintiéndose guardador de la casa y sus moradores, cobró un gran orgullo. Gruñía y mostraba los afilados colmillos a la menor ocasión y tenía siempre la mirada y los oídos alertos. Erguido sobre una loma o un pedrón, era un incansable vigía de la zona. Pero, de todos modos, extrañaba también al Mateo, y las noches, de cuando en vez, escuchaban su aullido quejumbroso.


IV
EL PUMA DE SOMBRA

      La noche estaba negra. En el redil ladraban los perros, pero no como siempre, con acento monótono y cansino; su voz tenía ahora un dejo de alarma, de rencor, de contenidos ímpetus. Es el ladrido propio de los perros cuando husmean, en el viento, el acre hedor de los pumas y los zorros.
       —¡Guá!, sienten ondel puma dejuro —apuntó el Timoteo.
       En los rediles vecinos también cundió la alarma. La noche se pobló de ladridos y gritos. Los amos, con su vocerío, alentaban a sus canes y atemorizaban a las presuntas fieras rondadoras:
       —Échaleée…, échale, échale, échaleeée…
       —Puma, puma, pumaaáa…
       —Zorro, zorro, zorrooóo…
       Y era en verdad una noche favorable a la incursión de los dañinos. No brillaba una estrella. Noche sin cielo ni espacio, negada a las miradas y a los pasos, atestada de sombra. En tiempos pasados y en una noche así, el puma asaltó el redil de los Robles. Trueno lo atacó y persiguió en su huida. Terminaron por trabarse en una lucha feroz, pues el perro retornó al cabo de mucho rato, jadeando y lleno de heridas. En vano la Juana aplicó a las brechas limón con sal y ron blanco. Sangrando, sangrando hasta el amanecer, murió. Pero en la tarde de ese mismo día, los gallinazos planeaban repetidamente sobre una loma y descendían tras ella. El Simón fue a inspeccionar y comprobó que Trueno también tenía los colmillos firmes: el puma estaba muerto.
       Entonces fue cuando resolvió ir donde don Roberto Poma en pos de dos cachorros. Zambo, Wanka y sus vástagos, si bien realizaban las tareas del pastoreo como perros de buena ley, no contaban entre sus episodios ninguno cruento aún, aunque cuatro gargantas en un solo redil son mucho para que cualquier dañino se atreva a acercarse. Verdad que corretearon, sin duda, a zorros y pumas, pero ellos, prevenidos, arrancaron a buena distancia y pudieron refugiarse oportunamente en los espesos montales de las quebradas. Acaso sería descortés silenciar en este momento a Shapra. Él, guardián de la casa, atrapó y dio muerte a un canchaluco que iba en pos de las gallinas. El muy cazurro canchaluco acostumbra enroscar su largo y desnudo rabo en el cuello de sus víctimas y arrastrarlas a todo correr. Así hizo el difunto con una de las gallinas que dormían en la jaula de varas adosada a la pared trasera del bohío. Pero sus compañeras armaron un gran alboroto, y como ella misma pesaba mucho y gritaba como mejor se lo permitía su apretado pescuezo, el canchaluco no pudo avanzar gran cosa y Shapra cogió la pista rápidamente. Para peor, o mejor, al querer saltar una acequia, el peso le restó impulso y el raptor cayó con su víctima al agua. Shapra les dio alcance allí. La lucha no fue muy épica. De dos tarascadas le rompió el cuello. A mayor abundamiento, los otros perros llegaron reclamando su parte en la contienda pronto hicieron cendales al desafortunado cazador.
       Ahora los perros ladraban coléricamente, ganosos de acción. Acaso sus mismos deseos de pelea les hacían sentir pumas y zorros donde no había sino hojas agitadas por viento. De pronto, saltaron la pared del redil y corrieron disparados a través de los campos. Desde el bohío se escuchaba muy lejano su ladrido.
       —Vamos onde la majada —dijo el Simón Robles—. El zorro es muy sabido. Siestá alguno poray, dejuro quial sentir que los perros andan por otro lao él viene…
       Efectivamente, ladino es el zorro. En este caso llevaría un cordero. Como no tiene mucha fuerza, mata ovejas sólo cuando las encuentra perdidas por el campo. De lo contrario, rapta únicamente corderos y gallinas, pues su menor peso le permite huir velozmente.
       El Simón Robles y sus familiares entraron en el redil y tomaron asiento sobre la paja de los perros. Es original e impresionante el aspecto que ofrece una manada en la noche. Borrada por la oscuridad, sólo se le ven los ojos. Fulgen, amarillos e inmóviles, en medio de las sombras. Se diría que arden centenares de extrañas luces quietas. O, más bien, que están allí las restantes ascuas de un raro incendio amarillo. Tragada por la oscuridad la blancura de los vellones, los ojos pierden su carácter animal y esplenden en la noche como gemas fantásticas. Los Robles estaban acostumbrados a ver eso y, sin comentarlo, se pusieron a gritar para que su presencia en el redil se notara:
       —Zorro, zorro, zorroooóo…
       Cada vez más lejos, por aquí y por allá, ladraban los perros. Sucede así cuando no tienen pista segura o no logran precisar nada. El Simón lo hizo notar y luego dijo:
       —La noche miente y asusta ondel animal y tamién ondel cristiano. La sombra pare pumas y zorros que nuay, pare miedos…
       La oscuridad apenas permitía que los otros sospecharan la silueta del Simón. Pero el aroma de la coca que masticaba y el golpe, sobre un nudo del pulgar, del checo guardador de la cal con que endulzaba la bola, indicaban netamente su presencia y hasta sus actitudes. El Timoteo, cuya adolescencia usaba ya la hoja dulciamarga, no chacchaba de noche.
       —Asiés, asiés —continuó, y callose de pronto, sin duda porque en ese momento introducía el alambre cubierto de cal a la boca para que la hoja, abultada en uno de los carrillos, se macerara. El alambre está adherido a la tapa del checo. En la operación de pasarlo sobre la coca húmeda se moja, y en esta condición vuelve al checo, que al ser agitado golpeándolo sobre un nudillo lo cubre con la cal que guarda, dejándolo otra vez listo para llevar su carga a la bola. Cholos e indios, en los descansos de las tareas, se sientan en fila y coquean masticando la hoja lentamente. El golpecito del checo, sordo y repetido, forma una especie de música. Dicen que, de día, la coca acrecienta las fuerzas para el trabajo. De noche, por lo menos al Simón, le aumentaba las ganas de hablar. A otros, en cambio, los concentra y torna silenciosos. Es que él era un charlador de fibra. Pero esto no quiere decir, desde luego, que fuera un charlatán. Al contrario: era capaz de hondos y meditativos silencios. Pero cuando de su pecho brotaba el habla, la voz le fluía con espontaneidad de agua y cada palabra ocupaba el lugar adecuado y tenía el acento justo.
       En ese rato, sin duda, iba a contar una de sus historias. No se sabía cuándo podía estimárselas reales o fantásticas. Él les daba a todas un igual tono de veracidad y sacaba las conclusiones del caso. Y ahora, por ejemplo, sus auditores no sabrían decir si así afirmaba el Libro Santo o si era que el Simón añadía acontecimientos de su cosecha.
       Y, aprovechando el encuentro, veamos de cuerpo entero al Simón —que se presenta mucho y no debemos pasarlo a la ligera—, aunque por el momento se halle escondido en la sombra. Era un cholo cetrino, cuya faz de rasgos indios estaba pulida por el torrente hispánico que se mezclaba en su ancestro. Así, no eran tan prominentes los pómulos ni la boca, y tenía la nariz más bien larga y no quebrada. Ya estaba viejo, y la perilla y el bigote raleaban un gris entrecano. Los párpados rugosos y bolsudos no disimulaban la movediza y brillante picardía de los ojos pardos. La indumentaria de nuestro amigo era la regional: sombrero de junco, poncho largo, camisa, pantalón oscuro sujeto con una faja de colores, ojotas. La espalda se le encorvaba un poco, pero nadie lo juzgaría acabado. Su cuerpo estaba lleno de notorios músculos que rezumaban energía y sus manos eran las grandotas de quien labra la tierra ancha y sujeta la rienda dura.
       Por todo lo que ya le hemos apuntado: su flauta, su caja, sus perros, sus historias, tenía fama el Simón. También tenía hijos. Fuera de los que conocemos, una mujer y dos hombres estaban lejos: la una enmaridada como la Martina, los otros en trajines de arriería. La Juana, desde luego, había respondido a su afán vital. La vejez no lograba exprimirle aún sus amplias y redondas caderas, sus pechos henchidos ni su vientre combo. Y como de tal palo tal astilla —y en este caso eran dos los fuertes maderos—, los hijos caminaban por el mundo fuertes y morenos, mano con mano con la vida.
       Pero volvamos a aquella noche y aquella hora. El Simón tornó a golpear el checo sobre el nudillo y habló:
       —Y asiés la historia e la sombra o más bien la diun puma y otras cosas e sombra. Oiganmé… Jue que nustro padre Adán taba en el Paraíso, llevando, comues sabido, la regalada vida. Toda jruta bía ay: ya seya mangos, chirimoyas, naranjas, paltas o guayabas y cuanta jruta se ve puel mundo. Toda laya e animales tamién bía y tos se llevaban bien dentrellos y tamién con nustro padre. Y velay quél no necesitaba más questirar la mano pa tener lo que quería. Pero la condición e to cristiano es descontentarse. Y ay ta que nustro padre Adán le reclamó ondel Señor. Nues cierto que le pidiera mujer primero. Primero le pidió que quitara la noche. “Señor —le dijo—, quita la sombra; no hagas noche; que todo seya solamente día”. Y el Señor le dijo: “¿Pa qué?”. Y nustro padre le dijo: “Poque tengo miedo: No veyo ni puedo caminar y tengo miedo”. Y entón le contestó el Señor: “La noche pa dormir sia hecho”. Y nustro padre Adán dijo: “Siestoy quieto, me parece quiun animal miatacará aprovechando lescuridá”. “¡Ah! —dijuel Señor—, eso miace ver que tienes malos pensamientos. Niun animal sia hecho pa que ataque ondel otro”. “Asiés, Señor, pero tengo miedo en la sombra: haz sólo día, que todito brille con la luz”, le rogó nustro padre. Y entón contestuel Señor: “Lo hecho ta hecho”, poquel Señor no deshace lo que ya hizo. Y dispués le dijo a nustro padre: “Mira”, señalando pa un lao. Y nustro padre vido un puma grandenque, más grande que toítos, que se puso a venirse bramando con una voz muy feya. Y parecía que tenía que comelo onde nustro padre. Abría la bocota al tiempo que caminaba. Y nustro padre taba asustao viendo cómo venía contra dél el puma. Yeneso ya llegaba y ya lo pescaba, pero velay que se va deshaciendo, que pasa po su encima sin dañalo nada y dispués se pierde en el aire. Era, pue, un puma e sombra. Yel Señor le dijo: “Ya ves, era pura sombra. Asiés la noche. No tengas miedo. El miedo hace cosas e sombra”. Y se jue sin hacele caso a nustro padre. Pero como nustro padre también no sabía hacer caso, aunque endebidamente, siguió asustándose po la noche y dispués le pegó su maña onde los animales. Y es así cómo se ve diablos, duendes y ánimas en pena y tamién pumas y zorros y toda laya e feyaldades dentre la noche. Y las más e las veces son meramente sombra, comuel puma que lenseñó a nustro padre el Señor. Pero no acaba entuavía la historia. Jue que nustro padre Adán, po no saber hacer caso, siempre tenía miedo, como ya les hey dicho, y le pidió compañía ondel Señor. Pero entón le dijo, pa que le diera: “Señor, a toítos les dites compañera, menos onde mí”. Yel Señor, comuera cierto que toítos tenían, menos él, tuvo que dale. Yasí jue cómo la mujer lo perdió, poque vino con el miedo y la noche…
       Los perros retornaron, fatigados por el trajín, a tenderse en la paja.
       El Simón Robles terminó:
       —Aura parece que tamién jue puma e sombra…
       Dicho esto, se fueron a dormir.


V
GÜESO CAMBIA DE DUEÑO

      Una noche dijo la Vicenta a su hermana:
       —Antuca, mañana tiacompaño poque quiero sacar ratanya.
       Es una pequeña planta de las alturas, cuya contorsionada raíz, una vez machacada y hervida con la bayeta, tiñe a ésta de morado. Se usa mucho, y por eso en las regiones donde existe abunda ese color en los ponchos y pollerones.
       El Simón añadió:
       —Traigan tamién pacra. Ya voy a dar sal ondel ganadito…
       La aludida es también una pequeña planta de las alturas pero que crece en lo más elevado de ellas, allí donde ya ni la paja quiere vivir. Surge de la escasa tierra que existe en las grietas de las peñas, extendiendo y pegando sobre las rocas unas hojas anchas y carnosas. El cordillerano las utiliza para dárselas al ganado, molidas, junto con la sal. Tienen fama de hacerlo engordar y procrear.
       Y fue así como aquella mañana vio a las dos hermanas siguiendo al rebaño.
       Iban contentas. Todo invitaba al júbilo. Por aquí y por allá, las chacras plenas de sembríos nacientes. Resplandecía el sol recién salido y su luz tibia chisporroteaba en el rocío madrugador, titilando sobre una yerba que brotaba impetuosamente de la tierra húmeda.
       Los perros ladraban y saltaban gozosamente. Wanka, la paridora, madre de muchas generaciones, corría en torno de la Vicenta, su antigua ama, alejándose de pronto en excursiones sin motivo, para tornar y saltar. Eso era lo que se llama esforzarse por puro deporte. Los otros, contagiados de la alegre exaltación de Wanka, no correteaban menos. Y el pobre Güeso, ajeno al percance que le ocurriría, entreteníase en hacer dar vueltas y más vueltas, a fuerza de ladrarlas, a las ovejas que se apartaban de la tropa. La Antuca hubo de intervenir:
       —¡Güeso, tias güelto loco!
       Con lo cual el reprendido recobró a medias la compostura.
       Llegadas al lugar donde los cerros se parten para dar ingreso a la meseta puneña, las hermanas se volvieron para mirar hacia abajo. Daba gusto el colorido lozano de los campos de siembra. Los bohíos grises humeaban en medio de las multicolores chacras. Un frondoso bosque de eucaliptos rodeaba la casa-hacienda de Páucar. Las quebradas cortaban el paisaje con sus verdinegras líneas de monte, descendiendo a la encañada llena de valles formada por el río Yana. Hombres y mujeres de trajes coloreados transitaban por los senderos amarillos. Alguien ensillaba su caballo a la puerta de una casa. Camino de la altura, ascendían lentamente otros blancos rebaños.
       Continuaron su camino comentando que las siembras prometían mucho y que el año sería bueno. Al pasar por unas lomas de tierra roja se escucharon breves e insistentes silbidos.
       —¿Nuan cazao los perros niuna vizcacha? —preguntó la Vicenta.
       —No, los hacen zonzos. Ellos questán po un lado y las vizcachas que salen puel otro a silbar. Los perros se quedan ladrando junto al hueco y nuay más.
       —Así jue siempre —terminó la Vicenta.
       Y la cantora Antuca entonó, a propósito, el conocido waino:

Si vizcacha juera,
tu nido rondara
y a la pasadita… fissst,
yo te silbara.


       Imitó el silbido de la vizcacha de manera muy cómica, y por eso, y también porque deseaban reír, estallaron ambas en una cantarina carcajada.
       Las faldas de la meseta se fueron ampliando. Retardaron la marcha, y los perros, ladra que te ladra, esparcieron el rebaño entre los pajonales. Arriba, el cielo estaba azul y blanco. Frente a él, los negros picachos se erguían como puños amenazantes.
       —Güeno, voy po la ratanya y la pacra. E tardecito güelvo…
       La Antuca se quedó con el ganado viendo que su hermana se perdía entre las rocas al ascender una de las últimas cresterías.

       Nubes plomizas comenzaron a amontonarse en el cielo y un bravo viento soplaba arremolinando los pajonales. Los perros, a la voz de la Antuca, se pusieron a reunir el rebaño. Ya llegaría la Vicenta. Hacía poco rato que la vio descendiendo cargada de un gran atado. Por lo demás, sólo a ella había encontrado su mirada, por mucho que, durante todo el día, escrutara las lejanías. El Pancho no llegó. Sin duda condujo su manada por otro lado.
       Pero he allí que, de pronto, rompiendo con sus siluetas negras la uniformidad amarillenta de los pajonales, dos jinetes aparecieron a lo lejos. Avanzaban al galope. Pronto estuvieron cerca. Sus ponchos flotaban al viento y tenían el sombrero de junco a la pedrada. Portaban, a la cabezada de la montura, carabinas. Uno de ellos, el que iba adelante, desenrolló la soga que tenía ensartada en su cuerpo, cruzándole el pecho.
       Al llegar junto al rebaño, el de la soga se la tiró diestramente al pobre Güeso, que fue al primero que encontraron. Éste no tuvo tiempo de brincar hacia adelante para evitar que el aro del lazo se ajustara sobre su cuerpo. Cuando se dio cuenta, ya estaba cogido del cuello. El laceador había preparado un aro pequeño, y apenas le rodeó el pescuezo, dio un rápido tirón. La soga de flexible cuero bien engrasado cerrose corriendo fácilmente dentro de la reluciente argolla de acero. La Antuca fue a ver lo que sucedía. Y la Vicenta, en cambio, al notar en su descenso la presencia de los dos hombres, escondiose tras unos pedrones. Ya estaba muy cerca y distinguía la escena claramente. Wanka y los otros perros se acercaron ladrando a los intrusos. Un perro amarillo, de lacio pelo, surgió tras ellos. Comenzó a gruñir a los ladradores, y, a ojos vistas, se gestaba una batalla campal. El pobre Güeso, entretanto, jadeaba templando inútilmente la soga. El hombre la sujetaba con mano firme, sonriendo.
       —Sote, Güenamigo —riñó el otro jinete al perro amarillo, y éste, con el rabo entre las piernas, se fue a tender a buena distancia.
       La Antuca llegó en esos momentos:
       —Suelte, suelte mi perro —clamó.
       El laceador replicó tranquilamente:
       —¿Qué tias imaginao que yo echo lazo e balde?
       —Suelteló, sinues diusté —argumentaba la Antuca, que tenía el rostro pálido y la mirada brillante.
       La Vicenta, en tanto, no perdía detalle, asomando los ojos apenas. Sí; ése era el Julián Celedón, y el otro, su hermano Blas. Hacía años, en la fiesta de Saucopampa, bailó mucho con el Julián. Era como hoy: un cholo alto, cetrino, de nariz aquilina y grandes ojos pardos. Su ralo bigote caía desordenadamente sobre los labios gruesos. No había envejecido. Ahora se mantenía serenamente erguido sobre caballo negro. Tenía dureza y energía en la mirada. Y la Vicenta recordó que, aquella vez del baile, quiso al Julián y no se le rindió sólo porque su taita le tenía encima el ojo. Ya gozaba de mala fama el cholo. Y sintió como que aquel viejo y enterrado deseo renacía. Lamentó casi haberse escondido. Habría querido que la descubrieran, y el Julián, después de una breve lucha, la poseyera en medio de la salvaje aspereza del pajonal. Pero ellos no la veían. Tampoco la Vicenta se decidía a salir.
       —Suelteló, por diosito, suelteló —imploraba la Antuca.
       Los perros, a sus gritos, gruñían a los jinetes y mantenían una actitud agresiva. Wanka tenía el pelambre del cuello erizado. Una palabra de la Antuca y hubieran saltado sobre ellos. El Julián, que miraba con un aire de compasiva indulgencia, se hizo cargo de tal posibilidad y dijo a su hermano.
       —Mételes un tiro onde esos perros…
       El Blas preparó su carabina, pero la Antuca se apresuró a hacerlos alejarse y callar.
       —¿Sabes quién soy yo? —preguntó el Julián.
       —No, no sé —respondió con voz compungida la Antuca.
       —Julián Celedón —dijo éste con aplomo y orgullo.
       La Antuca se quedó helada. Claro que había oído hablar de los “Celedonios”. Tenían fama de bandoleros. El cholo estuvo un momento gozando del efecto producido por sus palabras y luego preguntó:
       —¿Estos perros son e la cría el Simón Robles?
       —Sí.
       —Ah, es lo que quería…
       Y miró hacia adelante como para continuar la marcha. Pero recordó algo.
       —¿Cómo se llama?
       La Antuca vacilaba. ¿Así es que pensaban llevárselo de veras? El pobre Güeso estaba allí, con la lengua afuera, jalando la soga.
       —Di cómo se llama, china zonza… Y agradece que no tiago nada poqueres muy chiquita tuavía…
       La Antuca tembló:
       —Güeso se llama.
       —¡Güeso! —repitió el Julián mirando al perro—. ¡Güeso!, ques gracioso el nombre.
       Y espoleó su caballo. Güeso se negaba a caminar, por lo que el Julián lo arrastró durante un buen trecho.
       —Dale látigo —le ordenó al Blas.
       Éste, que hasta ese momento avanzaba con la carabina dirigida a los otros perros, acercó su caballo y golpeó a Güeso con el látigo de la rienda. El perro se hizo hacia un lado para tenderse de nuevo. Llamaron a Güenamigo, que se acercó a Güeso con aire de camarada, pero éste gruñó fulminándolo con su mirada turbia y enrojecida que centelló súbitamente. Entonces el Julián recetó más látigo para que el cautivo se parara y, como no lo hacía, siguió arrastrándolo. Así, entre latigazos y arrastrones, continuaron hasta que la Antuca los vio perderse tras una loma. Ella, que hasta ese momento estuvo paralizada por el miedo, se puso a llorar a gritos. Los perros aullaban mirando el lugar por el cual desaparecieron.
       Bajó la Vicenta y, al ver el dolor de su hermana y los perros, sintió que su anterior emoción se le iba… ¡Y tantas veces había tenido a Güeso en la falda cuando estaba pequeño! ¡Pobrecito! Luego trató de consolar a la Antuca:
       —No llores, no llores ya… De lotra parición separaremos un perrito pa vos…
       La Antuca seguía gimoteando.
       —No llores, Antuquita, no llores. Separaremos un perrito y le pondremos, como vos quieres, Clavel…
       Pero ella también tenía pena, y por sus mejillas resbalaban gruesas lágrimas…




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