Ciro Alegría
(Huamachuco, Perú, 1909 - Lima, 1967)

Siempre hay caminos
[póstuma]
(Lima: Editorial Universo, 1969)



I

      Una mujer magra, de vestiduras raídas, llegó junto con la sombra de los álamos a la casa de la loma. Los esbeltos álamos, alineados frente a la vasta ondulación de los potreros, apuntaban seis doradas agujas hacia un cielo de rojizo azul. La mujer avanzó hasta el corredor, y tremoló su larga sombra en la pared de cal.
       La casa estaba en silencio. Por las inmediaciones corría relumbrando un arroyo, dispersos árboles y achaparrados arbustos moteaban los pastizales combados bajo el viento, grillos y cigarras hacían crepitar su leve música.
       La mujer miró detenidamente la casa de pared veteada y tejas prietas, que tenía gente a juzgar por la puerta abierta y una manta tendida en el corredor, pero no entró. Doblando hacia un lado, continuó con paso calmo tal si fuera a seguir su camino y, de pronto, sentose en el suelo, al pie de un eucalipto de ancho ramaje. Puso en tierra un enorme atado que llevaba a la espalda y tomó la actitud de quien descansa; aunque de rato en rato, sea porque la noche estaba ya llegando y temía quedarse al raso, o porque esperaba ver aparecer a alguien de un momento a otro, oteaba, empecinándose en examinar la casa y los senderos que arribaban a la loma o pasaban flanqueándola.
       Miraba también la rijosa muralla formada por la alta cordillera distante. La mujer movía la cabeza lentamente. Aislada y muda, daba un toque de inquietud a los campos sumidos en una plácida renuncia del atardecer.
       La pequeña Domi, chiquilla que vagaba por los contornos acunando una muñeca de trapo, se había fijado en la mujer y la observaba con una curiosidad que terminó por convertirse en alarma. Como ninguna explicación pudo encontrar a la rara conducta de esa viajera, que en vez de buscar a la gente de la casa, como debió hacerlo, fue a acurrucarse bajo un árbol para aguaitar desde allí en forma inquisitiva; Domi corrió hacia su madre. Hallola en el huerto que había tras la casa, recogiendo cebollas.
       —Mama, mama Micaela —dijo Domi después de trasponer la feble tranquera—, llegó una mujer…
       Micaela levantó su cara terrosa sobre la cerca de piedra y miró hasta dar con la mujer acurrucada al pie del árbol.
       —Estará descansando —dijo, y continuó su tarea.
       Pasó un ventarrón cargando noche y polvo. Las sombras ascendían por las encañadas sorbiendo los árboles y las aristas de los cerros. El cambiante reflejo del cielo mantenía aún para la casa de la loma, único reducto humano en la vastedad de los potreros, una trémula penumbra.
       Micaela salió del huerto y fue al fogón, ubicado en el corredor, para preparar la comida. Al pasar miró hacia el eucalipto. Había junto al tronco un bulto oscuro. Continuaba allí la desconocida.
       De ordinario, la vida de la pequeña Domi parecía habérsele concentrado en sus grandes y tristes ojos claros. Ahora, era toda ojos para observar a esa mujer, y lo hacía como atreviéndose, pues apenas se creía protegida por la proximidad de la madre.
       A Micaela comenzó también a parecerle extraño que la desconocida, quien sin duda las había visto y carecía de tiempo para continuar su camino con la posibilidad de encontrar posada, no se hubiera acercado a pedírsela o, cuando menos, a explicar la razón de su presencia.
       —Ni que fuera animal del campo —murmuró.
       Luego dio a Domi varias órdenes en voz alta, como para que la extraña las oyera, y la pequeña se apresuró a cumplirlas entrando y saliendo de la habitación mayor, con una y otra cosa en las manos. Micaela encendió candela y las llamas crecieron. La desconocida no dio señales de percatarse o cuidarse de nada.
       —Ni que fuera sorda y ciega —sentenció Micaela.
       Domi dijo:
       —Ve, mama, ella ve. Estaba mirando.
       —¿Qué es lo que miraba?
       —La casa, los caminos… a todo miraba…
       —¿Qué? —exclamó Micaela, entre recelosa y amenazante.
       Domi no pudo explicar más. Sentía una creciente angustia contemplando la silueta de esa mujer silenciosa, quieta y extraña, acurrucada bajo el árbol, medio aplastada por la noche que parecía bajar hasta sus espaldas. La pequeña, venciendo su recelo, se dirigió cautelosamente hacia la desconocida. Cuando la tuvo a unos diez pasos, la forastera hizo un ligero movimiento, el esbozo de un ademán de llamada con la diestra, y la niña corrió a refugiarse en el regazo materno. Micaela rechazola con un empellón y continuó atizando el fuego, cuyas llamas chasqueaban lamiendo una negruzca olla sostenida por tres piedras rojizas.
       La noche llegó a rondar el fuego. El viento pasaba rezongando. Desde las sombras gesticulaban los álamos y el eucalipto, sin duda por cobijar a la desconocida, parecía hacer inquietas señas con los brazos largos y sonoros.
       Micaela recordaba historias de mujeres que llegaban a espiar, de partidas de bandoleros que luego asaltan, sobre seguro, las casas o roban los ganados. Podría ser también que una clase especial de desgracia hubiera abatido a esa mujer, hasta el punto de convertirla en una suerte de animal del campo.
       Para Domi, el hecho era extraño en sí y no sabía como explicárselo. Después de mucho rato, llegó a pensar en que acaso la extraña sería una de esas brujas que pueden hacer tanto el bien como el mal de modo misterioso, y aparecen de pronto en la noche.
       Micaela se decidió súbitamente y fue a ver de cerca a la forastera. Si no deseaba alojarse en la casa, por lo menos tendría que darle una razón para ello, y creíble o no, sabría hasta cierto punto a qué atenerse. Había que tomar alguna precaución.
       Cuando la dueña de casa se acercó al árbol, seguida de lejos por Domi, una voz delgada y lenta surgió del suelo saludando.
       —Mire, doña —dijo Micaela, tratando de distinguir en la sombra—, si usted quiere, venga… dentre a quedarse por la noche…
       Se alzó un fantasma trémulo de viento, que la siguió calladamente. Con la luz recuperó su calidad humana y sentose, junto con las otras mujeres, en torno al fuego. Trató de decir algo y buscó las palabras, como si estuvieran revoloteando en torno al fogón. No pudiendo aprehenderlas, cogió un leño y lo hundió en el fuego crepitante. Tal gesto de familiaridad pareció acercar a las tres mujeres, tal si se hubiera roto una valla levantada en alguna parte. Micaela trató de aumentar la confianza, preguntando:
       —¿Y cómo se le ocurrió no querer llegar?
       La desconocida limitose a mirar el fuego, dejando los brazos laxos, a tal punto que las manos se le desmadejaron sobre las rodillas.
       ¿Por qué no respondía a una pregunta tan natural?… Micaela y su hija se recogieron en una actitud de reserva. Algo extraño flotaba sobre la desconocida. Sin embargo, era una mujer como todas. Una mujer del pueblo duramente maltratada, lo que por ocurrir a la mayoría aumentaba su condición común. Acaso tenía los ojos negros demasiado brillantes y la cara flaca, demasiado pálida. Su ropa vieja proclamaba la pobreza y el gran atado, el viaje largo. Un rictus triste y severo le plegaba los labios. Quizás allí, en esa boca hecha para callar, cerrada con firmeza sobre la voz de las ideas y los recuerdos, comenzaba la impresión de misterio. Pero era también verdad que al principio, desde que llegó y sentose bajo el eucalipto, permaneciendo en una espera imprecisa, deseando algo o nada, según se quiera ver, producía ya esa impresión que ahora adquiría, más allá de todas las suposiciones, una condición conflictiva.
       Quizás desearía hablar de cualquier cosa, después de todo, y Micaela preguntó lo más llano:
       —¿De dónde viene?
       La forastera respondió con un ligero encogimiento de hombros que pretendía, tanto como el tono de voz, restar importancia a su jornada:
       —De por allá… No muy lejos…
       ¿Así era que tampoco quería manifestar claramente de dónde venía?…
       La pequeña Domi aferró la muñeca, su madre agregó un leño más a la fogata y la desconocida puso una mano en el atado, tal como si hubiera querido irse. Luego cayó sobre las tres mujeres un silencio denso de recelos. No había de qué hablar y tampoco para qué, a menos que Micaela hubiera traducido sus dudas en nuevas preguntas que podrían haber quedado sin respuesta o evasivamente contestadas.
       Micaela pensó que habría sido mejor dejar a la recién llegada al pie del árbol. Con algún enredo andaría esa forastera…


II

      Escuchose el trote de un caballo y la desconocida no hizo un gesto. Micaela y su hija pusieron el oído alerta, tratando de reconocer el paso. Un silbido largó llegó, haciéndolas sonreír. La forastera volvió la cara hacia la dirección de donde salió el silbido, que pareció dejar un rastro sonoro.
       —Es el Candelario, mi marido —dijo Micaela.
       El trote repiqueteó cerca y pronto un jinete fue alcanzado por la luz. Con un tirón de riendas detuvo el caballo, no lejos del fogón. El sudado pelaje alazán brilló, bajo el fuego, como un cuajaron de sangre. Desmontó un hombre alto, saludando parcamente, mientras el viento batía su poncho. Cuando desensillaba, un olor acre salió de las caronas sudadas. Después de palmotear con cariño el cuello del animal, le sacó el cabestro. Al sentirse libre, el alazán trotó retozonamente y a poco se sumergía en la sombra. Aparentemente deseoso de sumarse cuanto antes al corro, el hombre estaba por dejar los aperos en el suelo.
       —¡Guarda tus cosas, Candelario! —chilló Micaela.
       Desganadamente, Candelario alzó los aperos, dirigiéndose a un cuartucho que había junto a la habitación principal. Por tener las manos ocupadas, abrió la puerta dando un sonoro puntapié a los tablones.
       Micaela frunció la boca, examinando agresivamente a la recién llegada. ¿Por qué Candelario pudo olvidarse de guardar los aperos? ¿O los quiso dejar fuera adrede? Tal vez conocía de antaño a la forastera y le había impresionado encontrarla. Quizás estaban apalabrados…
       Candelario salió portando una banqueta y acercose al fogón con lentos pasos. Micaela lo observaba atentamente, para sorprender en las palabras y en los gestos si tenía relación con la forastera. El saludo que cambiaron nada le dijo, aunque tal vez fue demasiado simple, originado por un entendimiento previo. El hombre tomó asiento en la banqueta y quedose mirando a la recién llegada. Micaela no supo si era que él la había tratado antes y la veía de nuevo con satisfacción o, no habiéndola conocido, le interesaba más de la cuenta.
       —Sirve ya la comida, que tengo un hambre de puma viejo —dijo por fin a Micaela.
       Sonriendo a la forastera, añadió:
       —El puma viejo anda siempre con una dura laya de hambre: no puede cazar…
       —¡Tú cazas mucho! —le advirtió socarronamente Micaela.
       —¿Y quién dice que yo soy puma viejo? —arguyó Candelario—. Otra cosa es que yo tenga hambre de puma viejo. Soy gente, parece…
       Nadie sonrió, excepto Candelario. Micaela destapó el mate de cancha que tenía cubierto con un mantel de colores y luego sirvió sopa de habas, a la que añadía pedazos de cecina, en livianos platos de hierro enlozado. Antes de recibir el suyo, Candelario sacose el sombrero y lo puso en el suelo. Sus abundantes cabellos negros estaban estriados de canas, según hizo resaltar el fuego. En la cara de quijadas firmes, la boca desplegada, labios anchos, bajo una recia nariz aguileña. La piel quemada y los ojos penetrantes hablaban de una vida a cielo abierto y ante las distancias, tanto como las raídas botas que avanzaban hacia el fuego. Su poncho había perdido el color, de puro viejo, y el sombrero de junco estaba magullado. Las rodajas de las espuelas no brillaban, roídas por la sangre y el barro.
       Las cucharas del yantar producían ruido al resbalar sobre las despostilladuras y levantaban, tanto como sopa, un vaho blancuzco al que alargaba el viento.
       El hombre dio en hablar de la faena del día:
       —¡Caray! ¡Es un maldiciao el huilón!…
       Explicó que cierto cerril toro barroso se le había escapado por una quebrada boscosa. Como el toro ya conocía a Candelario, temiendo la certeza de su lazo y la fuerza de su brazo, echó a correr tan pronto lo distinguió a veinte cuadras. En la quebrada, favorecido por la espesura y la oscuridad del montal, que agravaron las primeras sombras de la noche, el barroso había desaparecido. Era una tregua. Al día siguiente, Candelario debería ir en su busca.
       Comían todos con apreciable dedicación, alternando la sopa con cancha. El hombre dejó de hablar y sólo se oía el ruido de las despostilladuras, el reventar de la cancha entre los dientes y el rumor del viento en los árboles. Quizás si porque la forastera no permanecía impasible, sino comiendo como los demás, las prevenciones de Micaela y Domi se amenguaron. Candelario era quien, sin desentenderse de la comida, que consumía concienzudamente, la ojeaba con no muy exacto disimulo. La forastera, a la que había que suponer hambre atrasada, ponía cierta gracia en el pausado compás con que llevaba la cuchara a la boca y alargaba el brazo para empuñar unos granos de cancha. En su deliberada mesura sí fijose Micaela y le pareció ridícula.
       Cuando todos devolvieron los platos vacíos y dejaron inclusive de comer cancha, Candelario, habiendo reverenciado a sien descubierta el acto de yantar, se puso el sombrero. Lió despaciosamente un cigarrillo, celebrando que no fuera del estanco, y lo prendió con un tizón. Junto con echar humo a grandes bocanadas, miró fijamente a la extraña, una vez más.
       —Dice que su sombrero se lo quitó el viento —le cuchicheó Micaela con dejo de desdén.
       Candelario nada repuso y siguió examinando a la forastera.
       El brillo móvil de las llamas precisaba el hieratismo de la mujer callada. Aún destacaba su silencio. La cabeza redonda, de cabellos desarreglados por el camino, parecía tener polvo. Las gruesas trenzas le caían sobre el pecho. Los ojos resaltaban en la piel trigueña, no tanto por ser grandes y negros, como lo eran, sino por las escleróticas blanquísimas. La nariz, levemente curvada, señalaba una boca contraída por un rictus severo y hasta doloroso. Los labios pulposos mostraban cierta tenaz lozanía. Una vitalidad reacia a marchitarse daba también tensión a la piel de la frente y las mejillas, doradas hermosamente por el fuego. Cubría su delgadez con una blusa antes blanca, ornada de grecas rojas, ceñida a la cintura. Un pañolón azuloso le caía de los hombros, haciendo juego en vejez con la pollera negra. Las manos, largas y un tanto ásperas de tareas, aprisionaban los brazos cruzados.
       —Quién sabe la he conocido —le dijo Candelario—. Es como si la hubiera visto en algún sitio…
       —Quién sabe —murmuró la forastera.
       Candelario pitó el cigarrillo lentamente y añadió:
       —Quién sabe reconocemos a una persona en la memoria de los tiempos pasaos… en el recuerdo de las gentes que vimos, una aquí, otras allá, pasando trabajo… en la impresión de tantas caras encontradas en la vida… Y viene a ser que esa persona la reconocemos y también no…
       La voz metálica del hombre se fue dejando ganar por una soterrada emoción. Era como si la forastera no escuchase. Mostraba esa indiferencia que parece provenir de una fatiga oscura y monótona. Sólo que en sus opacas pupilas, de pronto, por un instante brevísimo, cuando Candelario habló de la forma en que la reconocía, cabrilleó un vivo fulgor. Y tal claridad, surgida del hondón de su miseria, le dio un toque de emocionada belleza.
       —Es lo que digo —sentenció Candelario—, uno ha andao y quizás, sin conocer, como que reconoce…
       —Así ha de ser —aceptó la forastera.
       El hombre inquirió entonces, sin saber que ya había sido hecha la pregunta:
       —¿De ónde viene?
       La extraña respondió, por poco igual que antes:
       —De por allá…
       Candelario, con el ceño fruncido, guardó silencio.
       —¡Cuánto me hace recordar! —exclamó de pronto.
       Micaela abrió los ojos y toda su cara reflejaba alarma.
       —Allá, allá —repitió Candelario, señalando con uno de los brazos algún lugar incierto y distante—. Muchas veces he oído decir así… Yo también digo eso cuando me hace falta… Allá es el lugar que dejamos, pensando que el dolor se quedó enterrao allá mesmo… Tenemos que irnos de allá… Pero luego vemos que el dolor no se quedó… El dolor se apega al pobre como un perro cariñoso…
       La forastera se había agachado escondiendo el rostro, la barbilla sobre el pecho.
       —¿Pa qué hablas así, Candelario? —le reprochó Micaela—. No me gusta que hables así… Te pones a disvariar y acabas triste…
       —¡Triste! —exclamó el hombre, como si se sorprendiera—. Déjame disvariar, entonces. Vencido tristezas, es más grande el contento…
       La forastera levantó la cara violentamente. Brillábanle los ojos como un momento antes y, temiendo hacerse notar, volvió la cara hacia la sombra. Por poco daba la espalda a los otros. Micaela creyó advertir que inclusive había sonreído. Hubo un momento de silencio. El chirrido de grillos y cigarras parecía medir el tiempo. La voz de Micaela sonó con una ironía rencorosa:
       —Oiga, doña, ¿y sabremos siquiera cómo se llama usté?
       La interpelada volvió el rostro. Estaba de nuevo impasible.
       —Eulalia Díaz —dijo lentamente.
       —Ni en pelea de perros oí tal nombre —comentó Micaela, añadiendo con un gruñido—: ¡De ónde será usté!
       Domi escuchaba entendiendo a medias o nada. Se había entristecido y sus ojos estaban llenos de lágrimas que no dejaba rodar. Micaela le pegaría por llorar sin motivo. Candelario tomó a la niña por la barbilla, diciéndole festivamente:
       —¿Y tú, Domi, qué crees? ¿Qué piensas? Yo conozco a Eulalias que no son Díaz y a Díaz que no son Eulalias. Tú también, Domi, tienes nombres que nadie ha oído, pero yo sé: Domicha, Domitilacha…
       La pequeña reía entre las lágrimas que los afectuosos remezones de Candelario acabaron por derramar. Micaela reía a su vez, comentando:
       —¡Vaya con el hombre! ¡Se pone como niño!
       Le gustaba que Candelario quisiera a Domi. Siguió diciendo:
       —Tendrás que estar aquí con ella. Domi también te quiere. Tu Domitilacha…
       Candelario soltó a la niña.
       —Doña Eulalia Díaz —dijo con un acento de amable familiaridad—, yo tampoco he oído su nombre, pero, ya lo sabe, es como si lo conociera… Está usté en su casa y entre amigos…
       —Dios se lo pague —dijo la forastera.
       Ya espontáneamente y entre cierto asombro de las demás, pues hablaba sin que tuvieran que sacarle las palabras, aunque quizás su nuevo proceder se explicaba como una respuesta a la amabilidad de Candelario, la forastera contó lo acaecido hacía poco, en un pueblito minero situado a veinte leguas. Había muerto un hombre, pero no en el socavón sino en la reyerta. Le vaciaron las tripas y él siguió peleando hasta caer con el cuello desgarrado. Pese a tan noble conducta, su entierro había sido más bien pobre. Cuatro velas y cinco cristianos hubo en el velorio, aclaró. Tenía el tono de quien reza un responso.
       Después calló tercamente, según lo había hecho desde su llegada. En vano fue que Candelario tratara de sonsacarla. Él dedujo que los reveses la tendrían postrada y recordó sus propios dolores, su afanoso trajinar por el mundo.
       —¡Tanto que andamos! —exclamó—. Uno empuña un camino y velay que llega a un pueblo, a una hacienda, a un galpón aunque sea… y se queda a veces. Al tiempo, ya está yéndose de nuevo…
       —¡Los celendinos son andariegos! —acotó Micaela.
       —Puede que sea así —replicó Candelario—, pero sucede que…
       Se levantó bruscamente y, mirando a lo lejos, pitó varias veces el cigarrillo. Un gallardo aplomo triunfaba de la pobreza de sus atavíos. Bajó del corredor al pequeño patio, de un salto, y continuó lentamente, a largos pasos, hasta toparse con los álamos. Un relincho llegó de lejos: era el de su caballo, según sabía, por conocerlo bien de tanto andar juntos.
       La noche había crecido en negrura. Unas cuantas estrellas brillaban como perdidas. Miró hacia el fogón. Las mujeres lo estaban observando. Retornó entonces, deseando explicarse y sin saber cómo hacerlo. Detúvose al filo del corredor, dio una última pitada al cigarrillo y lo arrojó lejos. El pequeño fulgor rojo desapareció en la sombra. Dirigiéndose a la forastera. Candelario comenzó a decir:
       —¡Celendín! Hay veces que, no sé por cuál causa, los recuerdos de mi tierra me emocionan más. Celendín es un precioso pueblo, de verdá, y no lo digo porque yo sea de ahí. Su gente es emprendedora, como le habrán contao dejuro. Apuesto a que ha visto usté a muchos celendinos antes. ¿Cierto?
       —Cierto —confirmó la extraña.
       —Sabe usté que nos dicen shilicos a los de allá —prosiguió—. El pueblo, la campiña, parecen una fiesta. Yo he vendido calcomanías, pero ni una con tanto color. Y para mejor, Celendín es tierra de viajes, como un puerto de tierra adentro. Hay tanto que contar de allá…
       —¡Cuenta, cuenta! —exclamó Domi.
       Candelario, accionando con la diestra, continuó:
       —En Celendín hacíamos sombreros en cantidá y hoy ya no, porque la gente no lleva sombreros en los pueblos grandes. Cuando hacíamos muchos, bien tejidos y blancos como la nieve, yo también me fui por el mundo, llevando sombreros… Me fui en “el viaje”. Así decimos allá, y hay mil que salen cada año. Se van en “el viaje”. Demoré ocho años en volver y eso que sólo estuve en el Perú. ¿Sabe que muchos shilicos han llegao al Japón y a las Europas? A uno apellidao Gil, de tanto andar, se le desarrolló mucho el sentido. Acaparó anilinas viendo venir la guerra, la primera grandaza que hubo, y las vendió después. Cuando, se supone, a las anilinas que venían de Alemania ya no las dejaban pasar los mares. Se volvió millonario. A don Gil lo conocí, ya de bigote blanco, abastecedor de mercaderías en el pueblo. Pero como le decía… Cuando regresé del viaje, yo era muchacho todavía. Un recuerdo me había ayudao a andar…
       El tono de la voz se hizo confidencial. La forastera volvió a mirar el fuego. Domi tenía los ojos absortos y Micaela examinaba a Candelario y a la extraña, alternativamente, como si algo ocurriera y sin poder precisar que ocurriera exactamente nada.
       —Cierto: un recuerdo —reiteró el hombre—. Como crecí huérfano, sin conocer más que a mi padre, que luego murió también, me recogió una mi tía. Yo le tenía cariño a la señora, cómo no. Pero ese recuerdo se llama Teresa. Quedó de recuerdo. Sea porque no me quería de verdá o porque se cansó de esperar, cuando volví encontré que se había casao con otro. Todo era tan simple como eso. ¡Pero viva usté ocho años recordando y que todo acabe así! Con la pena, metí la plata en telas, hilo, tijeras y cosas de esa laya, y me volví a ir… Perdí y gané muchas veces. La vida es como un libro de cuentas, con “debe” y “haber” y un renglón llamao “ganancias y pérdidas”. Dejé el comercio y después, ¿qué no hice?…
       El hombre dio unos pasos al filo del corredor y luego volvió a situarse junto al grupo. Ordenó a Micaela que atizara el fuego, y ésta le obedeció de mala gana. Un leño verde comenzó a quemarse, esparciendo una áspera fragancia de resina.
       —Estuve sudando en el norte —continuó Candelario, hablando de nuevo en voz alta y, a ratos, entusiasta—, ahí en el arenal de Talara y por otros laos de esos desiertos, ayudando a buscar petróleo. ¡Hacía un solazo que asaba! Estuve navegando en el sur, de fogonero, en uno de los barquitos que cruzan de noche el lago Titicaca. Ése es oficio de mucho frío, ¡lago altazo!, pero también bonito. En la tardecita se pone el cielo que da gusto. Me acuerdo cuando caía la noche sobre el lago, y sonaban las sirenas, y en un rato más íbamos a zarpar. De tanto cruzar el lago entendí que eso era cambiar de sitio, pero no de suerte. Dejé de ser vaporino y, pa hablar con el corazón en la mano; me junté con unos contrabandistas. Noche cerrada ya, pasábamos el contrabando a Bolivia. Con sombra y todo, los guardias civiles tienen buena puntería. En una de ésas, pa uno de los compañeros no amaneció. No por miedo sino por cuidar la vida, que no es bueno perderla sin mucho motivo, enderecé pa el Cuzco. Ahí estuve subiendo a turistas de Machu Picchu, hasta que hicieron carretera. ¡Los cuentos que les echaba a los gringos! Yo les hubiera querido decir, de a uno por uno y a todos: “estas piedras de Machu Picchu, como las de Sacsahuamán, restos de un pasao grande, me duelen en mi corazón de peruano y también le dan fuerza”. Pero ellos no querían saber eso. Así es que con recuerdos de la escuela y metiéndoles inventos, les contaba diversas historias de incas. Y después, ¡por ónde no estuve! En el río Marañón le quise contrabandear arenas de oro a la mala suerte. Es cansón el trabajo de estar dale y dale con la batea y las más veces, el oro no brilla. ¿Me oye usté? ¿La aburro?
       Aunque la actitud de la forastera fuese la de escuchar, hubiera podido también encontrarse inmersa en sus propios pensamientos. Cuando preguntó Candelario, volvió la cara hacia él y nada dijo, pero sus ojos, entonces de un intenso brillo, lo incitaron a seguir contando.
       —He andao de hacienda en hacienda alquilando estos buenos brazos por diez o cinco soles. Yo y cuatrocientos más salimos disparaos, de una mina de tusteno, cuando acabó la última guerra. No más entraré a un socavón, aunque dicen que Dios castiga la boca. Oiga…
       Candelario canturreó un yaraví:

En profundas soledades,
en la entraña de la tierra
vive el minero,
labrando la dura roca,
labrando la dura roca,
sin sol ni cielo.

       —Así mismito era —siguió diciendo— y sin versos. Salir del socavón es como pasar de una noche fría y negra, al solcito de la mañana. Y sería de no creer que con tusteno se hace guerra, porque es metal que se rompe si lo golpeamos un poco fuerte. Pa matar bastaría con acero, fierro y plomo. Pero dicen que el tusteno entra en los batidos de guerra, de tanto que el hombre ha experimentao y hecho combinaciones pa matar mejor. De eso viene que la guerra pide trabajo y mucha gente come más si hay guerra, pero ¿los que mueren? No me crea tan ignorante. Estuve en Lima y leí que en la guerra habían muerto millones, ¡cosa de asombrarse: millones! He leído periódicos en cantidá, hasta uno al día, cuando tuve un trabajito que me convino y del que me botaron por decir la verdá: le dije al capataz que era un adulón del ingeniero. También he leído libros, uno por uno, hasta seis libros. Mas cuando en Lima encontré en muchos, muchísimos, habían tenido la misma idea que yo: irse a Lima pa mejorar. Vivíamos amontonaos por las vueltas de Lima, en unos rimeros de casuchas llamaos barriadas. Ahí la gente vive hasta de recoger basura y ya ni siquiera sueña…
       Micaela había adquirido un aire de displicente disgusto.
       —Y tú, ¿sueñas? —le preguntó Candelario.
       —Acaba ya con tus grandes viajes y pensares —díjole por respuesta Micaela—, que la señora quedrá dormir…
       —Sabes que de Lima pa acá, queda poco —dijo sonriendo Candelario, y prosiguió—: Lima será buena pa los que tienen plata, pero no pa los pobres y menos pa los recién llegaos. Me volví pa los Andes y, entre una cosa y otra, llegué a dar aquí. El patrón me mandó pa estos potreros, bien con mi gusto, a cuidar sus vacas. Ya me he aquietao. Truje a Micaela al poco tiempo, con su hijita. Ya me aquieté, dejuro.
       Candelario subió al corredor. Parecía que aún deseaba seguir hablando. Micaela gruñó agresivamente:
       —Lo que no dice es a cuántas mujeres fue dejando por el camino.
       —Quién sabe pasó que ellas se quisieron quedar —replicó Candelario.
       Sentose de nuevo en la banqueta, tarareando el yaraví minero, y luego ordenó a Domi que le llevara la concertina. La pequeña hízolo así al instante, sacándola de la habitación mayor. Candelario se recostó contra la pared, cruzó las piernas y, afirmando el octagonal instrumento sobre las rodillas, abrió el fuelle. La concertina fue como una oruga melodiosa. Sus notas largas y melancólicas se extendieron blandamente en la noche.
       Micaela sentenció de nuevo que la huésped estaría cansada y mandó a Domi por una vela. La forastera se levantó calladamente y Micaela la condujo al cuartucho de aperos, después de encender la amarillenta vela en el fogón.
       —Pase usté buena noche —gritó Candelario cuando la huésped entraba. Micaela pegó la vela sobre un apolillado caballete de monturas y luego hizo un lugar entre los trastos regados por el suelo.
       —¿Tendrá frazadas en su atao? —preguntó.
       —Sí.
       Micaela, que deseaba fisgonear, ofreció:
       —Yo le ayudaré a hacer la cama.
       La desconocida rehusó, diciéndole que no se molestara. Micaela quedose un momento, esperando que la extraña abriera el atado, pero lo único que obtuvo fue que se acuclillara junto al bulto. Era como si quisiese escuchar la música de la concertina, que persistía afuera como una queja. Micaela entendió que cuanto deseaba era no abrir el atado en su presencia.
       Salió cavilando. ¿La desconocida llevaba en su atado algo que no quería mostrar? ¿Un papel o una cosa robada? ¿O sucedería que no deseaba intimar con ella, ser su amiga? En este caso, tendría ciertas intenciones.


III

      Con voz a un tiempo apagada y conminatoria, Micaela ordenó a Domi que se fuera a la cama y luego acometió ruidosamente la tarea de lavar la olla y los platos. Las llamas del fogón amenguaban. Candelario continuaba tocando la concertina. La débil lumbre no le impedía notar que su mujer echaba repetidos vistazos al cuartucho de aperos. Continuaba cerrado y era fácil advertirlo porque la luz de la vela salía por las anchas rendijas, tasajeando la sombra.
       Del yaraví minero pasó Candelario a tocar otro igualmente triste y las gimientes melodías valían como palabras de quebranto. La música del pueblo peruano está hecha mayormente de llanto y Candelario entraba en tal pesadumbre, como en un recinto sonoro, a deplorar sus propias penas. Súbitamente quiso alegrarse y tocó una jubilosa marinera, pero no persistió en el empeño entusiasta. Sacó de su concertina tonadas melancólicas. Tocaba un pasacalle errabundo, cuando el caballo relinchó de nuevo a lo lejos.
       —¡Hermano! —dijo Candelario a media voz.
       —¡Zonzo! —rió Micaela.
       Candelario apenas la oyó. Recordaba que a los pocos días de haber llegado a la casa-hacienda, harto maltrecho de penurias, incluida la de andar a pie, le dieron ese caballo. Como resultara un buen animal, tuvo la humorada de cambiarle el nombre que ya llevaba por el de Ambrosio. Unos cuantos peones se rieron y otros protestaron diciendo que era una falta de respeto dar a un caballo nombre de persona. Candelario replicó que el caballo merecía ese nombre tanto como las personas, sin contarlas a todas en la distinción, y hubo nuevas risas y más protestas. Tiempo adelante, un chalán llamado también Ambrosio, que trabajaba en otra hacienda, llegó un domingo y, entre vaso y vaso de chicha, demandó a Candelario que le quitara el nombre al caballo. No quiso aceptar el conminado y menos cuando el tal Ambrosio amenazó, de modo que hubo trompadas y relucieron los cuchillos. Los duelistas quedaron encerrados en un círculo de gentes y gritos. Entre los alaridos de las chinas se destacaban los de la Ñata Jesusa. El entremetido chalán llevaba ya un tajo en la cara cuando terminó el lío con la intervención del dueño de la hacienda, quien había sido llamado por la Ñata. El recuerdo de la zalagarda hacía sonreír a Candelario.
       Corrió después la voz de que el responsable del entrevero con el chalán Ambrosio fue el tuerto Carrasco, a quien decían así por tener un ojo blanco; mayoral tan intrigante y adulón, como inveterado perseguidor de las chinas. Dizque Carrasco había hecho viaje especial a calentarle las orejas al tal Ambrosio, para que correteara a Candelario, debido a que éste pretendía a la Ñata Jesusa, a quien el Tuerto le había echado el ojo. Cosa seria, y más siendo el único que tenía. El matrero fracasó y no sólo porque Candelario saliese bien de la pelea.
       Como maliciaron los más ladinos, la Ñata Jesusa, por ser muy bonita, acabó siendo del niño Isidro, el hijo del hacendado, tipo que siempre se adueñaba de lo mejor. Decían también que, ayudado por el Tuerto Carrasco, el tal Niño le metió a su padre la idea de alejarlo de la Ñata. La razón que le dio el patrón para mandarlo allá fue la de que hacía falta en el distante potrero, pues las vacas andaban muy remontadas y Candelario era buen rodeador. El celendino marchose entonces a esas soledades, a parlar con el viento. De semana en semana, apareció por la casa-hacienda a recibir órdenes sobre el ganado. Conversaba también con Micaela, quien terminó por acogerlo en su cuarto de cocinera, ordenando a Domi que saliera. Micaela le daba su cuerpo, le daba papas con ají, le contaba muchos de esos chismes y decía quererlo. Candelario le propuso una vez: “Podías venirte a vivir conmigo”. “Sí —respondió Micaela—; ¿pero me dejas llevar a Domi?”. Él afirmó: “No había pensao otra cosa”.
       Más tarde, en las visitas de Candelario a la casa-hacienda, la Ñata Jesusa le hizo otros cuentos. Entre sonriente y compungida, le aseguraba: “La vivaza de la Micaela me agarró de zonza, mucho antes de que a vos te mandaran al potrero. Me decía que ella y tú ya estaban apalabraos, tenían relación y pensaban poner casa aparte… Por eso me enredé con el Niño Isidro y qué pa hacer…”. Candelario no le tenía a la Nafa la misma voluntad que antes, ya que su sinceridad debía ser puesta en duda, y la escuchaba cavilando. Quizá ella quería hacerlo zonzo, pues decían que el Niño Isidro la había dejado, aunque siempre le pagaba la cuenta de la bodega. La Ñata no se desanimaba y volvía a la carga: “La Micaela tuvo la culpa y, pa que sepas, al que lo quiso de verdá fue al tal Rucio, ese que la abandonó dejándole la hijita zarca”. Tomando un aire de sigilosa perspicacia, la Ñata insinuaba: “Y a la Micaela la seguirá persiguiendo el Tuerto Carrasco… ¡quién no lo conoce!… pues andaba muy interesao, tras de ella, y Micaela quizás le haga caso”. ¡Vaya con la gente ardilosa! A los reveses mayores, había que añadir un buen lote de menudencias.
       Las rendijas continuaban cerniendo luz. Candelario dejó de lado la concertina para fumar un cigarrillo. Mirando a lo lejos, distinguió que los álamos alzaban borrosas siluetas.
       —Se ven los álamos —dijo—, cuando no hay nada, la noche es más negra.
       Micaela, terminando de fregar y secar, dio un suspiro de alivio: el que suelta quien se ha fatigado. Ello la autorizaba a descansar pero, en vez de ir a acostarse como habría sido mejor, prefirió reposar allí mismo. Recostose a su vez contra la pared, cruzando los brazos sobre las rodillas. Candelario conocía bien su costumbre de irse temprano a la cama, apenas terminaba la comida, y sonrió. Un pequeño ruido llegó desde el cuartucho de aperos. El cerrojo era corrido blandamente, asegurando la puerta. Después, las rendijas dejaron de filtrar luz. Candelario entendió que la forastera, al mantener la luz hasta ese momento, había querido decirle que permaneció en vela, escuchando la música. Ahora estaría acostándose. Se solazó al imaginar el cuerpo flexible bajo el roce de las frazadas.
       El viento pasó resonando en los álamos y el eucalipto.
       —El viento —dijo Candelario.
       Esto le pareció a Micaela una forma muy estúpida de disimular lo que seguramente estaba pensando y, sin poder contenerse más, preguntó:
       —¿La has conocido?
       —No —replicó Candelario—. Nunca la he visto, como no sea por lo que ya dije. Se parece a tanta mujer pobre…
       Micaela se puso a hablarle entonces, en un cuchicheo que reflejaba una deliberada alarma, de la manera harto sospechosa en que la forastera había llegado y de que les hubiera dicho tan poco de sí misma. Apenas había soltado el nombre e ignoraban qué pensaba hacer, de dónde venía, adónde iba. Era de esperar que no quisiera quedarse. En cuanto a la historia del minero muerto, claro estaba que la había contado para que no resultara tan patente su silencio, ese empeño en no explicar nada. Aunque también podría estar implicada en tal muerte…
       Candelario la escuchó sin hacer comentario alguno y preguntado por Micaela, forzado a opinar, dijo:
       —¿Qué sabemos nosotros? A estos laos tan solos, resulta hasta mejor que llegue gente. No es bueno sospechar más de la cuenta.
       —¿Pero si sale una mujer mala?
       —Ya se verá…
       Tales respuestas parecieron a Micaela más estúpidas todavía. Tenía a Candelario por hombre muy listo y capaz de anticiparse a todo. ¿Le estaba ocultando algo?
       Micaela calló y fue peor que si hubiera continuado hablando. De rato en rato, respiraba ruidosamente, jadeando como un animal intranquilo. Candelario arrojó el cigarrillo y tomó entre las manos la concertina, con ánimo de seguir tocando. Luego de haber arrancado unas fugaces notas, optó por irse a su cuarto. Micaela lo siguió ceñidamente.
       Ambos querían dormir, refugiarse en el sueño, pero no podían. El batir de los árboles, que antes los arrullaba como una melodía montaraz, ahora les parecía un ruido inútil. Crujía el camastro a cada vuelta del desvelo. El mismo Candelario no encontraba razón para inquietarse. Una desconocida había llegado y al día siguiente, de seguro, se marcharía.
       Micaela preguntó de nuevo, con una voz que cribaron opacamente las sombras:
       —¿De veras no la conoces?
       —Ya te dije que no… ¿Y por qué no me crees? Hace un año que estamos aquí, ya estables, y siempre la cantaleta… Unas veces es con la Ñata Jesusa; otras, con alguna mujer que debe estar por algún lao. Ahora, con una que llegó de casualidá y ni conozco…
       —Si no te interesa —gimió Micaela—, ¿por qué la miras tanto? Estuvistes muy atento con ella, de muy buena gracia…
       Candelario tardó en responder:
       —Cualquiera mira por curiosidá y quise entretenerla, como conversar… no veo nada de malo. De seguro que mañana se irá…
       Micaela ciñose al hombre y comenzó a besarlo. Candelario la poseyó con desgano. Quedole en la mejilla una sensación de humedad y llevó la mano al rostro de su mujer, indagando en las sombras por lágrimas.
       —No llores, ¿quieres? —le ordenó y rogó a la vez—. Ahora es zoncera que llores por nada.
       Micaela no respondió. Para consolarse pensaba: “Cierto que mañana tendrá que irse”. Estuvo en acecho hasta que Candelario se durmió.


IV

      Muy de amanecida, Candelario despertó con la sensación de que algo le había pasado. Pensó que nada de particular tenía la llegada de esa viajera a la que Micaela, dentro de su manera habitual, había visto con alarma. Quizás soñó y no recordaba. Estaban cantando los pájaros.
       —¡Despierta, Domi! —llamó Candelario—. ¡Oye cómo cantan! ¡No tienen concertina y lo hacen mejor! ¡Domicha!
       Domi se incorporó en la barbacoa enclavada en un rincón del cuarto, restregándose los ojos. Por la puerta, a medio abrir, entraban la luz indecisa y el aire frío de la madrugada. Candelario se vistió, sin ponerse la camisa, y salió con una rotosa toalla al hombro y un jabón en la mano. Sentada junto al fogón, Micaela hacía el desayuno. En ese momento removía los granos de maíz con una varilla, en un renegrido tostador de barro. Crepitaba la cancha olorosa. Al filo del comedor estaban los aperos de montar. Candelario se detuvo a mirarlos, así como a la cerrada puerta del cuartucho, volviéndose luego hacia su mujer.
       —Entré y ella estaba dormida —explicó modosamente Micaela—. ¿Pa qué despertarla? Saqué los aperos calladita, pa que siga descansando…
       Candelario sonrió, pero nada dijo, yéndose a lo largo del corredor. Caminó luego por el sendero que, negreando entre los pastizales, llevaba al arroyo. El sol no asomaba aún, pero ya ponía bordes de oro a los lejanos nevados. Los encendidos tonos rosas, azagranados y violetas del cielo se combinaban en la tierra con los del pasto y los árboles. Candelario se lavó en las frías aguas del arroyo, que estaban casi heladas, como si acabaran de bajar de aquellas neveras. Berreaba jubilosamente a cada chicotazo de agua. Luego se restregó la piel hasta enrojecerla. Mirando hacia el cielo para calcular la hora, distinguió que muy alto, no lejos de un picacho que habría abandonado recién, comenzaba a planear un cóndor.
       —¡Bandido! —le dijo, como si estuviera a diez pasos—. ¡No sé por qué me gustas tanto, condenado!
       Estuvo viéndolo un momento. Pese a la distancia, se notaba que el cóndor era muy grande. Volaba majestuosamente, según su manera, sin agitar las alas.
       —Vas pa onde quieras —siguió diciendo Candelario—, y agarras las cosas que te gustan, como si fueran tuyas. Aunque quién sabe son tuyas porque las puedes agarrar…
       El cóndor desapareció en la lejanía.
       De nuevo en su cuarto, Candelario se vistió del todo y levantó en alto a Domi, tomándola de los codos. “¿Te suelto ahora?, ¿te suelto?”, decíale cuando la chiquilla tenía la cabeza cerca de las vigas. Domi reía aspaventeramente.
       —¡Anda a trabajar! —recordó Micaela.
       Candelario salió sonriendo y dijo a su mujer, a la vez que señalaba el cuartucho:
       —Ella cerrojó anoche. ¿Cómo entraste sin que se haya despertao?
       Tomó el cabestro de entre el montón de aperos y se fue al campo. Los pastos mojados de rocío le humedecían las botas. Pronto columbró al caballo y púsose a silbar un especial silbo muy agudo y de acelerado ritmo, que terminaba en una nota larga como un lazo desenredado en el viento. El caballo, que pastaba rocío en una loma recién bañada de luz, irguió cuello y orejas, moviendo la cabeza hasta orientarse por el silbo. Luego trotó hacia Candelario. Éste silbó de nuevo y el alazán galopó entonces, retozonamente, hasta plantarse junto al dueño. “Hermano, hermano, Ambrosio”, le dijo el rodeador, palmeándole el cuello, poco menos que abrazándolo. Le puso el cabestro y a poco ensillaba junto al corredor.
       Micaela, sin decirle nada, aunque mucho le decía con una cara contraída en surcos de contenida furia, sirvió a Candelario el desayuno. Él sabía que ella se disgustaba cada vez que le descubría ante sí misma sus mentiras, por lo cual no lo hacía casi nunca; pero al hablarle como antes, quiso más bien hacer broma, reírse un poco juntos, en esa mañana tan hermosa. Para precisar su intención, después de sentarse en la banqueta, le propuso que matara una gallina, que no tenían, a fin de agasajar a la huésped. Micaela lo contuvo con un gesto de fastidio y dijo:
       —Tendrás mucho interés en ésa, cuando te acordaste que cerrojó…
       Estar cerca del culpable le pareció demasiado y, levantándose violentamente, fue a plantarse unos pasos más allá, mirando al campo. Candelario se apresuró a atragantarse con charqui y cancha, bebiendo además a tragos largos un aguachento café que, debido al jarro de la lata, sabía a mental oxidado. Antes de irse, besó a Domi y quiso hacer lo mismo con Micaela. Ésta dio un paso atrás.
       —Hablando en plata —le dijo Candelario—, no te hagas malas ideas… Esa señora está pasando sus cosas, quién sabe qué, y trátala con buen modo… Y, en serio, dile que le deseo buen camino… Nada más…
       Montó enseguida y echose a galopar sonoramente. Micaela lo estuvo mirando hasta que el punto ocre del sombrero de junco desapareció por un caminejo que se perdía en una ladera boscosa.
       —Por fin se fue y sólo falta que se vaya ésa… —comentó Micaela.
       Sentáronse a desayunar. La dubitativa satisfacción que comenzó a sentir Micaela turbose al imaginar que Candelario y la forastera podían haber acordado encontrarse en el campo; pero luego desechó tal posibilidad, en vista de que no parecía existir concierto previo entre ambos. La satisfacción creció entonces, aumentando al considerar que la forastera, por dormir más o lo que fuese, tendría ahora la mala sorpresa de que Candelario no había querido siquiera despedirse. En realidad, Micaela la llamó despaciosamente al reventar el alba y, cuando la extraña descorrió el cerrojo, le dijo que deseaba sacar los aperos, pues Candelario no quería entrar por respeto, aunque demoraría su partida para decirle adiós. Rogole, además, que siguiera durmiendo, ya que sobraba tiempo, pues el caballo era correlón y no se dejaba enlazar pronto.
       Recordando las menudas maniobras, Micaela bebía gustosamente su café, pues por hacerlas se creía inteligente. Sorbía el último trago cuando la forastera hizo rechinar la puerta y salió provista de su atado.
       —Venga a desayunar antes de que se vaya —le dijo Micaela.
       Respondió que iba a lavarse primero y, cargando su atado, se dirigió al arroyo. Allí se estuvo más tiempo del que Micaela esperaba. Cuando regresó, sirviole medio jarro de café y un poco de cancha. Que comiera poco la desconocida y entendiera que no sobraban las cosas en la casa de la loma, menos la buena voluntad hacia ella, y debía irse.
       Poniéndole cara dura, Micaela no le habló como otra manera de mostrarle hostilidad y considerando también que era inútil tratar de conversar con quien guardaba tan cerrado silencio. Efectivamente, la forastera se mantuvo callada mientras, con toda parsimonia, tomaba el parco desayuno. La lentitud con que se lavó y ahora desayunaba era una nueva causa de molestia para Micaela. ¿Por qué no se apuraba para irse cuanto antes?
       Pese a su disgusto, no dejaba de observarla y advirtió que se había lavado y peinado cuidadosamente, cayéndole sobre el pecho dos relucientes trenzas, adornadas con unas cintas azules cuya pulcritud contrastaba con la blusa amarillenta. El buen sueño de la noche anterior, el agua del arroyo, el frío de la mañana, habían dado frescura a su faz. Sus grandes ojos negros lucían tranquilos y hasta plácidos. Todo ello aumentó el disgusto de Micaela.
       Al fin llegó un momento de gran importancia: la forastera terminaba su desayuno. Se estuvo quieta y como distraída un instante, sin percatarse, aparentemente, de las miradas fisgonas de Micaela y Domi; se levantó con cierto esfuerzo por echarse a la vez el atado a la espalda y, luego de dar las gracias y despedirse con llaneza, caminó. Con el mismo paso calmo de la víspera, anduvo sendero allá, yéndose hacia donde Micaela no sabía y tampoco le importaba ya, considerando la dirección distinta que había tomado Candelario.
       Esta vez la dueña de casa dio un legítimo suspiro de alivio, pero su sosiego duró poco.
       La desconocida, al llegar junto al eucalipto al pie del cual sentose la tarde anterior, lo hizo de nuevo. Instalose otra vez allí: ni más lejos ni más cerca. Todo era tan claro y oscuro como eso. Y también, igual que la tarde anterior, miró los campos, los caminos… y de nuevo la casa, en cuyo corredor estaban ahora Micaela y Domi de pie, observando a su vez, perplejas: cosa que aparentemente la incomodó, por lo cual volvió al instante la cara y siguió fijándose en los caminos… ¿Esperaba a alguien o no se decidía por la dirección a tomar? Acabó por demostrar, al menos, que su demora se alargaría.
       Extrajo de su atado cierta ropa y empezó a remendarla. ¿Era que iba a estarse allí hasta que regresara Candelario? A Micaela le dieron ganas de echarla. Pero, bien mirado, la forastera no estaba en la casa, estaba en el campo. Ni el mismo dueño de la hacienda la habría arrojado de allí, de no sorprenderla haciendo algo malo o tener un cargo exacto contra ella. Micaela buscó en su mente un motivo para acusarla. La conducta de la desconocida era ciertamente extraña, pero no se le podía acusar por eso. Ni había llegado en la forma debida ni terminaba de partir. Todo lo cual y sentarse al pie del eucalipto, resultaban sólo cosas suyas.
       Micaela determinó hacer un nuevo esfuerzo por averiguar sus intenciones. Llevando de la mano a Domi, como quien va de paseo, llegó a su lado.
       —Yo creí que estaba de viaje, que seguiría su camino —dijo Micaela.
       —Ya ve que quiero remendar —contestó la forastera sin levantar los ojos de su labor.
       Micaela replicó agresivamente:
       —Pero cuando termine de remendar, se va… ¿no es cierto?
       —Sí —aceptó la forastera en la misma forma.
       Todo quedaba aparentemente claro y a la vez tan oscuro como antes.
       Micaela trató de crear una situación dentro de la cual la sospechosa tendría que explicarse.
       —¿Quién remienda en medio camino? —exclamó.
       —Si no hay casa donde estar.
       Al responder así, la desconocida levantó la cara clavando en Micaela una mirada amarga y desafiante a un tiempo.
       Micaela se sintió atrapada. ¿Debía ofrecerle la casa? Su propia exclamación, seguida de tal respuesta, la comprometía a ello. Con rabia, consideró que la intrusa era más ladina de lo que imaginaba. No, de ninguna manera la llevaría de nuevo a su casa.
       Se había quedado sin tener qué hacer ni qué decir, salvo regresarse y fue lo que hizo, mascullando propósitos y amenazas con los que pretendía salir de su desconcierto. Llevaba ahora Domi agarrada del cuello y apretándoselo como si la pequeña fuera la causa de su indignación. Al llegar al corredor, le dio un empellón, ordenándole en alta voz que buscara las llaves. Domi, turbada por el miedo, no las encontró. Micaela la agarró de nuevo, levantando una mano que la pequeña vio como una maza.
       —Tú también sobras, por zonza y por inútil… Toma, zonza, zonza desgraciada —le gritaba dejando caer la mano furiosa sobre el menudo cuerpo contorsionado.
       La niña se aplastó contra el suelo, sollozando.
       —Lárgate —ordenó Micaela.
       Llevando su muñeca de trapo bajo el brazo, Domi corrió a esconderse entre un tupido matorral de cactos y zarzas que crecían no lejos de allí, en torno a unas grandes piedras. Las ramas de zarzas y las aletas de cactos caídas tenían al lugar plagado de espinas. Domi sabía por dónde había que ir para llegar hasta los piedrones sin herirse. Siempre recordaba que su madre la fue a sacar cierto día y no pudo hacerlo a causa de las espinas.
       Micaela encontró las llaves, dio portazos y cerró los mohosos candados del cuartucho de aperos y la habitación mayor, entre aspavientos y vociferaciones manifestando que había que prevenirse contra ladrones y vagabundos, toda esa gente andariega que andaba haciendo daño y sobraba en el mundo.
       —¡Ni con llave estamos seguros! —gritó lanzando la voz hacia el eucalipto.
       Con toda decisión se fue al huerto a arrancar cebollas, pues la tarde anterior no completó la cantidad que pensaba vender en el pueblo. Aun más decididamente se dio a la tarea, pero no había arrancado diez matas cuando cayó en cuenta de que no podía irse lejos a menos de que lo hiciera antes la forastera. Dejarla al alcance de Candelario implicaba un riesgo.
       Abandonando la recogida, llegó hasta la pared de piedra del huerto, junto a la cual se dejó caer. Reclinó la cabeza sobre una de las frías piedras, y eso le hizo bien, porque le ardían las sienes. Advirtió que les comunicaba su frialdad una extraña roca jaspeada. Más allá, la pared era un hacinamiento combo de piedras cárdenas, ocres, amarillentas, azules. Pero ¿por qué se fijaba en todo eso? Lo último que dijo la forastera le hacía ver claro que no se iría pronto. ¿Cómo podría salir de ella? No se le ocurría nada. En su cerebro sólo cabía el odioso pensamiento de la mujer sentada al pie del árbol. De pronto, imaginó que quizás se habría ido y levantose a aguaitar. La mujer continuaba allí. Crispando los puños, Micaela volvió a recostarse en la cerca. La cabeza le pesaba, seguía ardiéndole así buscara el contacto frío de otras piedras.
       El sol quedaba ya muy alto. Mediaba una mañana de luz alegre y leve viento. Los campos estaban tranquilos y, fuera del rumor de las hojas, había en la loma un completo silencio.


V

      Candelario bordeó cerros, hundiose en quebradas, cruzó pampas y ahora marchaba de nuevo ceñido a una ladera, al buen paso del caballo. La desconocida permanecía en sus recuerdos, según la llamarada que la iluminó, diciendo las palabras “de no muy lejos” y con esa su mirada de fatiga que chisporroteó en un juego de júbilo. “No debía pensarla tanto —decíase de cuando en vez—, ella se irá; ya debe haberse ido”.
       Los recuerdos que deseaba alejar tornaban. Micaela había llegado inclusive a llorar y, bien visto, era como si siempre hubiera estado llorando o enfureciéndose, tuviera o no razón para prevenir nuevos desengaños. ¿Pero quería Micaela una mayor demostración, si acaso valía alguna? Él se había marchado sin despedirse de la viajera. “Y no estoy enamorao —repetíase—. Una cosa es ojear a una mujer, conversar con ella por gusto, y otra enamorarse. No me convendría enamorarme sin saber siquiera quién es. Cierto que en la suerte nadie manda. Pero ¿qué saco de andar queriéndola a golpe de pensamiento, si ya se habrá ido? ¿Salir a buscarla? No sé tampoco si me diría que bueno, porque toda mujer tiene más vueltas que un camino en cuesta. De no aceptarme…”. Con ánimo de no pensar más en la forastera, se puso a canturrear diversas tonadas. De pronto, cayó en una serenata:

Despierta si estás dormida,
que dormida no estarás,
y oye las quejas de un triste
que llamándote está.

       Gimieron en el fondo de su cerebro los compases de la concertina y se le ocurrió que, tarde en la noche y con luna, él estaba cantando aquello para la forastera. Si hasta era como si la hubiese visto. Los grandes ojos negros de la extraña brillaban en la oscuridad, tras una ventana que él había rondado hacía muchos años. Salvo que a esa ventana asomábanse realmente otros ojos negros y ella se llamaba Olinda. Ciertamente que Olinda acabó por quererlo un poco, allá en Huánuco; pero la ciudad misma quedaba ya muy lejos. Los cantos llevan a recordar el amor, la familia, la amistad, los pueblos, diversas estancias del pasado y, muchas veces, a expresar también las propias esperanzas, las ilusiones, los imprecisos sueños, que adquieren así contorno y se van apoderando del alma. “Si no la voy a encontrar cuando yo regrese, ¿pa qué hacerme ideas?”. No debía cantar más ahora.
       —¡Vamos, Ambrosio! —gritó alzando el rebenque y el caballo corrió ladera allá, con gran alboroto de cascos herrados.
       “No estoy enamorao y hay que saber pensar. ¿Quién es ella? No sé qué le ha pasao, ni a ónde se va ni qué piensa. Podría resultar matrera. Parece tener mucha alma, eso sí. De llegar a quererme…”.
       Una rama de árbol le azotó violentamente la cara.
       —¡Caray, por no fijarme! ¡Es como pa que me componga! —comentó sonriendo.
       Comenzaba a entrar en una macollada pampa donde abundaban manchas de vacas variopintas. Saliendo del sendero, el caballo avanzó entre oleajes de pajonales. Ni por asomo surgía el toro buscado. El mañoso estaría aún en la encañada que se abría después de ese espacio llano, o tumbado en alguna hoyada, o quizás fugando más allá del tajo de monte. Los ojos de Candelario iban registrando los campos cuando, de pronto, se toparon con una figura fácilmente reconocible. El Tuerto Carrasco galopaba hacia el rodeador. Éste se detuvo, esperando a que el Tuerto llegara, para demostrarle que no le interesaba y molestarlo un poco. El mayoral entendió la maniobra y también se detuvo, echando un vistazo a una vaca que tenía por allí. Luego, como quien prosigue su camino, avanzó al tranco hasta tropezar con Candelario.
       —¡Qué hay! —saludó el Tuerto, deteniendo su caballo, un bayo excelente llamado Orofino.
       —¡Qué hay! —contestó Candelario.
       Carrasco se quedó mirándolo con su único ojo bueno, el que era pícaro y receloso. Como solía hacer cuando creía que ese ojo expresaba demasiado, ladeó la cara sin voltearla del todo, dejando ver tan sólo el inexpresivo ojo blanco.
       —Aquí, viendo a mi vaquita —dijo Carrasco—. No me he topao con el toro que te mandaron llevar. ¿Lo andas buscando?
       Candelario sabía que el Tuerto andaba siempre en pos de datos y palabras que pudieran resultarle útiles, así fuera por medio de la distorsión.
       —¿Que viendo a tu vaca, ah? —comentó—. ¡Ni que fuera china!
       —A mis mujeres no las tengo por aquí; no son de potrero…
       Candelario entendió que aludía a Micaela, por ofenderlo, y dando una prueba más de su hipocresía, si era cierto que antes había andado tras ella. Dijo entonces, irguiéndose sobre el caballo:
       —El que es hombre, ¿me oyes, Tuerto?, el que es hombre tiene las mujeres onde quiere…
       El Tuerto hizo el ademán de llevarse la mano al cuchillo, por ver si el otro se achicaba y añadía algo amable o humorístico que quitara el tono desafiante a sus anteriores palabras, pero Candelario agregó:
       —Así es, Tuerto.
       Acercando su caballo, Carrasco se agazapó. Era recio, medio rechoncho. Sobre la cabeza tenía un sombrerete negro y en los carrillos de la cara mofletuda se le enroscaban unas barbillas ralas. Bajo la respingada nariz de anchas troneras, la boca de abultados belfos, que a menudo sonreían con ironía, estaba contraída ahora por una mueca de rabia. Candelario no le despegaba los ojos, en previsión de que lo atacara. Carrasco, irguiéndose, dijo para explicar su encorvamiento:
       —¿Has visto? El pasto no ha crecido mucho este año. Míralo…
       —Ya lo tengo estudiao —respondió Candelario sin apartar la mirada de Carrasco— y se ve que sabes de pastos; por eso no has traído a tus chinas.
       Carrasco rió con una risa sombría.
       —Me manda el patrón al pueblo —dijo en tono de amenaza— a hacer una diligencia con el juez…
       Candelario no quiso preguntarle nada.
       —A esos peones medio alzaos —añadió Carrasco— los vamos a botar de la hacienda. Conviene que haiga orden. Y yo tengo averiguao que tú le distes prestaos doscientos soles al cabecilla, al que más me odia…
       —Cierto que le di, porque es un buen tipo y nada más. ¿Qué tiene que reclamen escuela, que el hacendao debe poner? Es de ley…
       El ojo bueno de Carrasco se enturbió.
       —Aquí el que manda es el patrón Isidro —afirmó como si la ley no viniera al caso, añadiendo con rencor—: Y lo que tú quieres es que los alzaos pidan que me boten, pa ser tú mayoral, tener más plata, chinas, buenos caballos, todo…
       Candelario rió abundosamente, haciendo que orejearan los caballos.
       —¡Qué zoncera! —dijo al fin—. Ya veo que, si intrigastes pa que me mandaran pa estos laos, tenías tus motivos imaginaos. ¿Crees que me gusta tu carguito de mayoral? No soy adulón y quiero mi libertá.
       —¿Quién te amarra?
       —Entiende, Tuerto, libertá, a lo menos, pa no tenerle que dar fuetazos a un pobre peón al que le faltó la paciencia… Libertá pa no tener que ayudar a que boten de su tierra, de esta tierra regada con lágrimas, a tanto infeliz… Debía darte vergüenza, Tuerto, y tovía crees que te quiero quitar tu puestito de mayoral…
       —¡Hablas como el zonzo que eres! —barbotó Carrasco—, y da por perdidos tus doscientos soles, que a esos reclamadores los botamos de todos modos… Pondré en claro que andas de amigo de ellos y tovía dándoles plata… Ya verás…
       Candelario rió de nuevo, ante el enrabiado estupor de Carrasco. Al mayoral le parecía inconcebible que alguien de la hacienda, con excepción del patrón Isidro y el niño Isidro, no ambicionara su puesto y tampoco temiera su poder. Candelario, para acabar de aporrearlo, hiriendo los celos del mujeriego, dijo:
       —¡Vieras la hembra que me cayó por la loma!
       —Ajá —exclamó con un súbito entusiasmo el Tuerto—, sabes que al patrón no le gustan tipos que anden zonceando con las mujeres y descuiden el trabajo…
       —Por eso andas de mayoral… y respetas a la Ñata.
       Carrasco ajustó las muelas, pensando que estaba ante un necio propenso a observar.
       —¿Y qué dice Micaela? —inquirió—. Ésa no cree en cuentos…
       —¿Qué va a decir? Ella no la conoce ni yo tampoco, valgan verdades.
       Carrasco movió la cabeza con satisfacción, coligiendo de quién se trataba; sin embargo, preguntó:
       —¿No es una medio flacona, callada ella, que no cuenta nada? ¿Es o no es?
       —Quién sabe ésa es.
       El Tuerto dijo con indiferencia:
       —Estuvo en la hacienda hace unos días y después desapareció. Le eché un vistazo, de lejitos, por ver si me convenía; pero no me gustó. No es gran cosa. Lo demás que sé de ella le oí en la bodega…
       Advirtiendo el interés con que lo escuchaba Candelario, repitió desdeñosamente:
       —No es gran cosa.
       Candelario se exaltó:
       —Si eso crees, será porque estabas mirando con tu ojo malo… Esa mujer, bien estimada, se pone como flor, como una misma flor.
       La risa sombría de Carrasco denunciaba ahora un contenido júbilo. Complacíase de poder molestar a Candelario.
       —¡Vaya, vaya con la flor! —masculló el Tuerto saboreando su risa—. ¡Resulta flor, hasta flor, una perra sin dueño! Seguro es…
       —¡Cállate!
       —No me importan las putas.
       Clavando súbitamente las espuelas, Candelario hizo dar al caballo un violento salto hacia delante y al mismo tiempo alcanzó al Tuerto con un feroz puñetazo en la cara. Cayó a tierra el mayoral y Candelario detuvo a su disparado caballo más allá, disponiéndose a desmontar, pues creyó que la pelea continuaría a pie. Carrasco había mantenido las riendas en la mano, sujetando al caracoleante bayo, y ya montaba gritando injurias.
       Su puñal de larga hoja brilló al sol. Considerando que tenía apenas una cuchilla de un solo filo y que el bayo era más ágil que el zaino, Candelario corrió a meterse entre las vacas y cualquiera habría pensado que huía. Carrasco avanzaba hecho un ventarrón vociferante, gritando a Candelario que se detuviera a pelear, a la vez que agitaba el puñal como si ya fuera a clavarlo. Las espantadas vacas corrían en desorden por la pampa. Carrasco tropezó con algunas, de modo que su caballo debía dar rodeos o amenguar su rapidez. El galope entre el viento desplegaba los ponchos como banderas y sonaba un redoble de cascos y pezuñas. Dejando de pastar, aun las vacas más distantes miraban asombradas a los vociferantes jinetes, pues Candelario gritaba también, demandando al Tuerto que se apeara. Unas vacas seguían corriendo delante de los caballos, otras cruzaban ante ellos para no separarse de sus tropas y no faltó un toro que se puso a rascar tierra, bajas las astas, preparando la embestida. Candelario entendió que el juego no podría durar mucho. El Tuerto lo alcanzaría al fin, pues su caballo acortaba distancia pese a los encontrones. Claro estaba que el zaino era menos atropellador y lo ponía en desventaja para pelear a caballo. El Tuerto lo retacearía a puñaladas.
       Éste tuvo que retrasarse otra vez, al dar Orofino una sonora pechada a un novillo que rodó por el suelo. Sin dejar de correr, Candelario fue desenrollando el lazo que tenía en la cabezada de la montura y todavía alcanzó a cruzar entre una tropa de vacas que estaba ya cerca de la encañada, junto a unos pedrones. Volviéndose, arreó las vacas hacia Carrasco quien, al tropezar súbitamente con la tropa, ciego de furia, no atinó a correr delante de la animalada y dar la vuelta, sino que pretendió pasar. El caballo fue de nuevo detenido y aun medio arrollado por las vacas, quedando momentáneamente preso por la ceñida tropa. Mientras Carrasco pugnaba por salir de entre las reses, dando gritos y golpes de estribo, Candelario tiró diestramente el lazo y de un solo jalón derribó al mayoral. Las ariscas vacas y el brioso Orofino, espantados por la súbita caída, los gritos de los hombres y el profundo mugido de una res a la que el puñal de Carrasco había rajado el cuello, emprendieron un frenético galope. Carrasco se incorporó rápidamente, librándose del lazo. Miró hacia su caballo, pensando todavía en atropellar a Candelario, pero ya Orofino estaba lejos. La vaca herida seguía mugiendo mientras se alejaba y el olor de la sangre hacía mugir alarmadamente a otras. Candelario se apeó, sacándose el poncho. Mientras lo envolvía en el antebrazo izquierdo, barbotó:
       —A pie quedamos emparejaos, Tuerto, aunque tu puñal es mejor… Pelea como hombre, deslenguao…
       Carrasco miró su ya ensangrentado puñal.
       —La otra sangre será tuya, cabrón —afirmó.
       Sacose el poncho a su vez y lo envolvió según la usanza. Quedaron como a veinte pasos, cuchilla y puñal en mano, midiéndose. El viento silbaba en los pajonales y algunas vacas seguían a la sangrante, que no dejaba de correr, dando vueltas. Otras se detenían ante los rastros rojos, en pos de los cuales caminaban aún las más alejadas. Después de olisquear la sangre, alzaban la cabeza y mugían largamente. Fueron acercándose los aceros. La sombra de un cóndor, que sin duda avistó la sangre, cruzó entre los hombres. El poderoso rumor del vuelo sonaba cerca, pero ninguno alzó la cara. Se agazaparon como animales de presa, pues ya estaban muy próximos.
       Candelario dio un ágil salto hacia delante, alargando el brazo envuelto a fin de que el Tuerto clavara el puñal en el poncho y quedara así inerme unos segundos, lo suficiente para asestarle un corte certero.
       Carrasco retrocedió al punto. Entraron en un rabioso juego de fintas y saltos en redondo o hacia atrás. Dando golpes que resultaban fallidos, zumbaban los aceros. Algunas veces, alcanzaban de refilón a tasajear los ponchos. En los cetrinos rostros brilló el sudor. Candelario y el mayoral conocían bien que, en los duelos en medio campo, mueren con frecuencia los dos contendores: el uno, rápidamente, al recibir la herida mortal y el otro, desangrado por no tener cómo curarse los tajos medianos. Sabiendo ambos pelear, como lo probaron pronto, el duelo tornose una competencia de agilidad y cálculo. El golpe debía ser uno y certero. Estuvieron cerca y lejos de la encañada y los pedrones, varias veces. Ninguno quería ser comida de cóndores. Jadeaban, soltaban injurias, buscando la oportunidad que tardaba en llegar. El resonar de las botas y las espuelas era un compás de muerte. Los aceros daban tajos de luz, sobre un fondo de mugidos. Carrasco arremetió. Al saltar retrocediendo, Candelario quedó pegado a uno de los pedrones. El Tuerto se abalanzó como para cruzarle el pecho, pero Candelario esquivó el golpe haciéndose a un lado con agilidad de puma. El puñal ululó partiéndose al chocar con la roca. La parte filuda tintineó luego, resbalando por la rijosa superficie del pedrón, en forma que Tuerto pareció lúgubre. La hoja mocha que empuñaba apenas sobresalía del mango. El mayoral volviose y miró con una desesperada furia a Candelario, quien se erguía a unos pasos, cuchilla en mano, la boca contraída en una mueca que parecía sonrisa de desdén.
       —Podría matarte —dijo al Tuerto—, pero a los perros basta con pegarles… ¡Bota el poncho y ese adefesio de puñal!…
       Carrasco obedeció vacilando, pues aún temía que Candelario lo matara. Este zafose el poncho del brazo y arrojó a un lado la cuchilla. El fornido mayoral lo derribó de la primera trompada. Candelario incorporose rápidamente, no sin que el Tuerto le hiciera zumbar una patada por la cara. Cambiaron golpes furiosos, entre berridos, insultos y revolcones. Sucesivamente, después de dar vueltas en el viento, los sombreros quedaron en el suelo como hitos. Los puños se ensangrentaron. Si bien Carrasco tenía mayor peso, Candelario era más ágil. Bajo los repetidos golpes, el Tuerto jadeaba como un animal cansado. Aullando maldiciones, quiso empuñar la cuchilla que Candelario arrojó. No había puesto la mano en el rutilante mango, cuando una patada en el costado, que sonó como la de un caballo, lo tendió en el suelo. El mayoral se inmovilizó profiriendo un berrido, Candelario mantúvose apenas en pie, jadeante, mirando a Carrasco y luego a todos lados. Su caballo estaba parado a unos pasos, observando a los hombres con extraña curiosidad. Pampa allá, al pie de unos peñascos, cerrábase un círculo de vacas, rodeando sin duda a la herida, y otras se esparcían a lo largo del rastro de sangre. Muchas continuaban mugiendo en un clamor doloroso y salvaje que era coreado por los cerros.
       Candelario advirtió el sabor salino de su propia sangre. Mientras peleaba había resbalado por los labios, manchándole la camisa. Tanteando con la lengua, descubrió que tenía rota por dentro una mejilla. Escupió sangre: “Ya pasará”, dijo. Lentamente acercose al caballo y montó, echando a trotar. El viento desgreñaba sus cabellos, las crines y los pajonales. A golpe de rebenque apartó a algunas vacas para llegar hasta la herida, manchón negro entre las pajas. Estaba muerta. El tremendo tajo sólo podía explicarse por la violencia con que el mayoral cayó, jalado por el lazo. El puñal se había clavado primero, desgarrando luego. Era más bien extraño que la vaca, con tal herida, hubiese tenido fuerzas para caminar tanto. Varios cóndores negreaban sobre los peñascos, mirando fijamente, en espera de que las otras vacas se apartaran. Orofino también observaba desde un lado. Inquieto aún, resopló nerviosamente mientras Candelario se le acercaba.
       Carrasco estaba ya sentado entre las pajas cuando Candelario regresó, remolcando a Orofino. Limpiábase con un pañuelo rojo la sangre que chorreó de sus narices. En el rostro magullado, el ojo blanco desaparecía casi bajo una hinchazón y el otro miraba como sorprendido.
       —La vaca ha muerto —dijo Candelario, apeándose.
       Recogió los ponchos y sombreros, poniéndose los suyos. Los tajos que había recibido el poncho dejaban ver ahora la camisa. Guardó la cuchilla y, acercándose un tanto, le arrojó al Tuerto sus cosas.
       —¿Sabes? —dijo Carrasco—. ¿Sabes qué pasó pa que no haigamos muerto, a lo menos uno? A veces la tierra quiere muerte, beber sangre. Como murió la vaca, ya se contentó…
       Candelario estaba enrollando el lazo. El mayoral púsose despaciosamente el también cortado poncho y su sombrero. Al pararse luego, se quejó de dolor con roncas blasfemias. Más cóndores descendían trazando círculos y era como si se orientaran por los mugidos.
       —Habrá música pa rato —barbotó Carrasco—. La muerte de la vaca, que se quede guardao entre nosotros. Será mejor no decirle nada al patrón.
       —Será mejor…
       Con pesados pasos se acercó el mayoral a su caballo y montó. Miraba a Candelario como si no acabara de entender.
       —Pudiste morir por esa mujer —díjole— y la verdá que me extraña, si es cierto que no la conoces.
       Candelario se quedó pensando.
       —Cierto, no la conozco —murmuró lentamente— y quién sabe ya no la veré…
       Espoleando su caballo, Carrasco avanzó entre el pajonal hasta tomar el camino. Era el de pueblo, pero pasaba cerca de la casa de la loma. Candelario vio trotar a Carrasco un momento y luego, recordando su quehacer, terminó de enrollar el lazo.


VI

      Durante mucho tiempo estuvo Micaela recostada en la pared de piedra. No habría sabido decir exactamente cuánto. La cabeza le llegó a doler, pero por más que pensó en lo que podía hacer para alejar a la forastera, no encontró medio que pudiera valerle. Salió del huerto pensando una vez más en que la extraña podría haberse marchado, pero continuaba allí. Aun le pareció que no había estado haciendo nada, salvo dejar que pasara el tiempo, y que cuando advirtió la aparición de Micaela se puso a remendar de inmediato. Impulsada por esa incierta impresión a la que dio por evidencia de un plan artero, de cuya existencia estaba cada vez más segura, aunque no supiese exactamente en qué consistía, Micaela caminó hasta el matorral de zarzas con intención de preguntar a Domi por lo que pudiese haber notado, si acaso estaba atisbando. Llamola, varias veces y la pequeña no respondió. Continuó entonces hasta el arroyo, cuyas aguas contempló un momento, y luego caminó al azar por el campo. Volviendo la cara de cuando en cuando, para ver qué hacía la extraña, estuvo andando hasta que la asaltó el pensamiento de que procedía mal alejándose de la casa, sin precisar exactamente cuál era el riesgo que corría la casa misma, dado el hecho de que la había dejado bajo llave. Con disgusto abrió el candado de la habitación mayor, como si hacerlo hubiera significado dar satisfacciones a la forastera. Después de entrar, estuvo parada un momento en una perpleja inmovilidad, y luego se tendió en la cama. Dejaría a su vez que pasara el tiempo.
       Súbitamente consideró que la desconocida, en cualquier descuido, podía apoderarse del dinero que Candelario guardaba en un baúl y darse a la fuga. Sacó entonces el pequeño fajo de billetes azules, rojos y verdes, dio varias vueltas por la habitación buscando un lugar apropiado, y acabó por meterlo en un hueco que había en la pared, una especie de alta hornacina que alguien cavó allí hacía mucho tiempo. En la boca del hueco puso luego un pequeño caballo de arcilla, para que diera la impresión de que la oquedad no contenía nada más, y volvió a tenderse en la cama, ahora reconfortada por la sensación de su habilidad. No pasó mucho tiempo sin que la alarmaran nuevas sospechas. La desconocida podía aprovecharse de cualquier descuido, también, para sonsacar a Domi y llevársela con el propósito de hacer que mendigara en las ciudades grandes, tal oyó decir a Calendario que ocurría a veces. Salió entonces al corredor para ejercer la debida vigilancia. El gesto de disgusto que contraía la cara de Micaela se convirtió en otro de amedrentada sorpresa cuando distinguió, a lo lejos, el sombrerete negro y la figura rechoncha del Tuerto Carrasco, jinete en su conocido caballo bayo. Cuando el mayoral sabía que Candelario estaba ausente a causa del trabajo, llegaba siempre a requebrarla. Le resultaba fácil saber eso, precisamente por su condición de mayoral, y ahora era posible que inclusive hubiera visto a Candelario en el campo. ¿Y si al tozudo mayoral se le ocurría pegarse a ella, hablarle tomándose cualquier confianza, y todo era oído, o al menos visto, por la extraña? Carrasco solía dar palmadas y apretones, así las mujeres no le pertenecieran. La forastera podía, pues estaba claro que mañas no le faltaban, echarle cuentos a Candelario, dándole a entender lo que no hubo. Sería mejor entonces que la llamara para que no tuviese queja y, además, viera de cerca lo que podía pasar. Así no tendría cómo decir tampoco que Micaela dejó de propósito que estuviese lejos para poder entenderse con Carrasco.
       —¡Señora!, ¡señora! —llamó.
       La desconocida, que se agachaba sobre su labor, irguió la cabeza lentamente.
       —… ¡Venga usté, señora! —añadió Micaela.
       Como la forastera se quedó mirándola, al parecer sin explicarse el súbito cambio, Micaela fue una vez más hasta el eucalipto.
       —Una no sabe ni lo que hace —dijo riendo forzadamente.
       —¿Por qué tenía que molestarme?
       —Venga a remendar sus trapitos en la casa. Venga, venga usté…
       De nuevo la extraña aceptó la invitación calladamente y, como la víspera, sentáronse junto al fogón. Estaba apagado; pero el fogón es también una señal de reposo.
       Micaela continuó parloteando. Ella misma se había sorprendido, pensándolo bien, de no haber sabido portarse. ¡Qué vergüenza tenía! Y como si la vergüenza diese risa, volvió a reír, pero pensando en que, de llegar Carrasco, las encontraría juntas. Tornó a disculparse y a ser muy amable con doña Eulalia Díaz. Ésta contestaba una que otra palabra, sonriendo vagamente, mientras remendaba aún y era como si no fuera a terminar de hacerlo nunca.
       Al poco rato, el Tuerto Carrasco abandonaba ciertamente el camino del pueblo para tomar el ramal que se bifurcaba hasta la casa de la loma. Cruzó con lentitud entre los álamos y cuando su caballo se detuvo ante el corredor, saludó desganadamente. Las mujeres vieron sorprendidas el ojo hinchado, la nariz tumefacta y el poncho en jirones. Carrasco habíase lavado cara y manos en el camino, pero guardaba netas manchas rojas en la camisa, en partes visibles gracias a los cortes.
       —Estas tosquedades son de su marido, señora Micaela —dijo Carrasco en un tono más irónico que lamentoso.
       —¡Ave María! —Se sorprendió Micaela—. ¿Y cómo ha sido? —añadió entre alarmada y gozosa.
       —Nos peleamos, pues… todo fue porque le dije que vamos a botar a los peones alzaos y se soliviantó defendiéndolos…
       —¡Ay! —se lamentó Micaela—. ¿Pa qué se meterá Candelario en cosas que no le tocan? Pero así es Cande y no puede vivir tranquilo…
       —Cande, Cande —gruñó Carrasco—, él no merece a una mujer como usté…
       Desde su altura de jinete, sonrió al ver que el oxidado balde no tenía una gota de agua.
       —En nuestra vida no se meta —apuntó Micaela con suma dignidad—, y ya que sus diferencias las han arreglao de hombre a hombre, usté no le dirá nada al patrón, ¿no es así?
       —Así será, pues, doña Micaela. ¿Me hará el bien de un poquito de agua?
       La dueña de casa vio a su vez el balde vacío y, explicando eso, lo tomó por el asa y se fue enseguida al arroyo.
       El Tuerto volvió a sonreír, calmadamente. Por su parte, Micaela caminaba complacida de la forma en que iba desenvolviéndose la incómoda visita. Sea por miedo a los recién probados golpes de Candelario o porque quisiera ser discreto en presencia de la forastera, el Tuerto la había tratado de usted, diciéndole además doña y señora, cuando ordinariamente la tuteaba y nombrábala Mica a secas. Cierto que había querido propasarse una vez, pero ella, fuera de rechazar su atrevimiento, expresó lo justo en defensa del trabajo de Candelario. La aviesa forastera no podía acusarlos de nada, salvo que inventara.
       —Así es que, señora —dijo Carrasco a la extraña apenas Micaela se perdió de vista—, usté no quiso ni hablar conmigo en la hacienda.
       —Perdone, señor.
       —Soy el mayoral.
       —Sí, señor.
       —Entonces debió echar su parladita cuando le hablé y no quedarse callada.
       —Perdone, señor.
       Carrasco preguntó también con el ojo pícaro:
       —¿Se quedará aquí?
       —Por hoy, señor, si me dan posada.
       Era todo lo que Carrasco deseaba saber y aprobó entre una sonrisa de belfos burlones, diciendo:
       —Descanse, pues. Candelario le dará toda la posada que usté quiera… Doña Micaela igualito. Usté lo merece…
       —Gracias, señor.
       El Tuerto no trató de averiguar más. Se puso a observar los campos, no sin echar de reojo su única mirada a la forastera, hasta que Micaela volvió. Ésta sirviole el agua en un magullado jarro de lata y se la alcanzó mirando a otro lado. El mayoral bebió con largueza, jadeando al desprenderse el jarro de la boca.
       —Me voy pa los cerros del otro lao —dijo como quien da amistosamente noticias—, a tomarles cuentas a unos colonos de esos sitios. No han ido a trabajar varios, como si la tierra fuera de ellos. La gente ya no quiere respetar…
       Mirando la altura del sol, añadió:
       —Alcanzaré a regresar hoy mesmo a la casa-hacienda, caminando bien.
       Agradeció el agua y, despidiéndose hasta otro día, siguió al tranco su camino.
       Nada comentó la desconocida y Micaela pensó que todo le había salido bien. Sin embargo, no podía ahora, habiendo hecho cambiar sus relaciones con la forastera, mostrarse hostil. Sí quiso preguntarle:
       —¿Y qué le dijo mientras yo iba por agua?
       —Nada, pues… Sólo dijo que por qué no le hablé el otro día en la hacienda. ¿Qué pa hablar con un cristiano a quien no se conoce?
       Micaela sentose de nuevo.
       —¡Suerte que se haiga ido pronto! Es un fresco —comenzó a decir en un tono más bien confidencial.
       Tomó agua en un mate decorado con pájaros y flores.
       —Si hay tipo que yo no pueda ver —continuó—, ése es el Carrasco. Se le murió la mujer hace unos años y, desde eso, anda de enamorao. ¡Mala plaga de las chinitas de la hacienda! Yo lo mandé a rodar cada vez que me decía algo. Eso merece el desgraciao. Es verdá que, desde que vivo con Candelario, ya no se mete conmigo, pero, de todos modos, yo no lo puedo ver. ¿Se fijó usté con el respeto con que me trata? El hombre más sobrao sabe cuál mujer se hace respetar…
       Tal clase de parla, hecha mayormente por Micaela, languidecía ante la reserva de la forastera, quien se limitaba a dar breves exclamaciones de aprobación y sonrió alguna vez. La idea de que la extraña pudiera ser tan discreta por temor pasó fugazmente por el cerebro de la habladora. Pensándolo mejor, quiso creer de nuevo que no se iba por esperar a Candelario. ¿Acaso no podía dejar para otro día sus remiendos?
       —Candelario no regresará hoy —dijo bruscamente Micaela—. Dejuro le tomará tiempo agarrar el toro y, en lo que llega a la casa de hacienda, será tarde ya. Cuantimás que allá en la hacienda le anda calentando las orejas a la Ñata Jesusa. ¡Ah, condenaos! Dejuro no vuelve hoy, ni mañana, quién sabe. Ya ha pasao…


VII

      Después de colocar el lazo en el lado delantero de la montura, Candelario caminó a la quebrada donde perdió al toro la tarde anterior. Su caballo seguíalo a unos cuantos pasos y orejeaba de cuando en vez, resoplando. La furiosa pelea, el olor de la sangre, los lúgubres mugidos de las vacas, tenían al potro nervioso y propenso a la alarma. Candelario bajó por un caminejo que descendía hasta el fondo de la encañada. De bruces sobre el suelo, bebió agua a la vez que el caballo. “¡Hermano Ambrosio!”, dijo al ver reflejada la cara del caballo junto con la suya, en una poza de agua jaspeada por la sombra de los árboles. Luego se lavó la sangre y quedose contemplando el monte tupido que llenaba el abra. Le pareció, de pronto, que el toro ya no se encontraba allí. Montó entonces y salió al otro lado de la quebrada, continuando por un potrero que ondulaba en lomas amarillas de abundante pasto y contados árboles. Una tropilla de vacas avanzaba oteando atraída por los mugidos. El toro barroso iba en la pequeña manada. Candelario detuvo al caballo, desenrollando el lazo. Al advertir al jinete, el toro se detuvo a su vez. Dio unos pasos como si quisiera irse por esas lomas y luego, desplegando una amplia curva, con la cual se alejaba del jinete, corrió hacia la encañada con el propósito de esconderse de nuevo en el monte. Candelario galopó revoleando el lazo. La cuerda de cuero acabó por cruzar ágilmente por los aires, para engarzarse en las astas como un aro. El jinete siguió acompañando al toro en su carrera, pero desde un costado. Era como si contendiesen por llegar primero al monte.
       Súbitamente, Candelario detuvo al caballo y empuñó el lazo con las dos manos. El violento templón, sufrido en media carrera, hizo que el toro perdiese el equilibrio y rodara por el suelo levantando polvo. Un viejo lance de rodeo habíase repetido con exacta precisión. El toro se incorporó y resistiose al principio con golpes de testuz y cabriolas, pero tuvo que seguir al jinete.
       Candelario miró la posición del sol. Era aún temprano y tenía tiempo. En el lecho de la quebrada desmontó para buscar una piedra de fina contextura arenisca. Tal como estaba el filo de la cuchilla servía para cortar la piel de un hombre, pero no la de una vaca. Tranqueó entre un tumulto de cantos redondeados y rocas angulosas, hasta dar con una piedra ocre. Con las manos echó agua a la superficie más plana y comenzó a frotar sobre ella la hoja de acero, ladeándola para que el roce le hiciera ganar filo. En cuclillas junto a la piedra, de cuando en cuando volvía a mojarla, por lo cual la frotadura iba produciendo un barro de piedra. Mientras tanto, la cuchilla aguzó su filo, que Candelario probó finalmente en las callosidades de la mano. Podían ser más duras que la piel de la vaca y la cuchilla las cortó a la menor presión.
       Saliendo a la pampa, vio que algunos cóndores de los que estuvieron en las peñas se habían lanzado al ataque y sostenían un terco duelo con las vacas agrupadas en torno a la muerta. Candelario corrió tanto como lo permitía el remolque del toro remolón. Resonantes de alas poderosas, ávido el pico y las garras prontas, los cóndores volaban trazando círculos sobre la manada. Según descendían, las vacas lanzábanles cornadas que se perdían en el aire, entre un rumor de pezuñas y roncos mugidos. Candelario amarró al barroso de un árbol que crecía al pie de las peñas y galopó hacia las vacas. A rebencazos las apartó de nuevo, mientras pensaba que las buenazas parecían no entender que las ayudaba. Alguna habría terminado con un ojo vaciado de un picotazo. Las golpeó hasta lograr que estuviesen lejos. Los cóndores continuaban revoloteando mientras Candelario volvía hacia la vaca muerta. Ya a pie entre el pajonal, quedose observando qué harían. Los cóndores atacan al hombre en ocasiones, pero ahora lentamente volaron hacia las peñas, donde se posaban dando aletazos. Los enormes pájaros negros y el hombre cambiaron retadoras miradas.
       —Somos los dueños del campo y nos respetamos, ¿ah? —les dijo Candelario sonriendo.
       Luego comenzó a cortar. Al sol le faltaba andar un poco para llegar a medio cielo. Pocas vacas insistían en mugir y las más miraban al hombre desde lejos, sin osar acercarse. El viento aleteaba sobre la vaca muerta.
       Candelario echó el lomo y otra carne tierna en las alforjas que siempre solía llevar por precaución y cabalgó sosteniendo una pierna peluda, pues aún tenía el cuero en el basto delantero. Todavía arreó más lejos a las vacas mironas. Cumpliendo como rodeador, deseaba evitar que volviesen a pelearse con los cóndores y resultaran heridas. Quería también que el patrón ignorase el verdadero fin de la difunta y nada mejor que ella terminara pronto en el buche de los cóndores. Para mayor seguridad, apostose en media pampa y corría a atajar a cualquier terca vaca que intentaba volver hacia la muerta. Como si los cóndores hubiesen entendido, se lanzaron uno tras otro desde los peñones. El primero en pisar el suelo miró cautelosamente a todos lados y luego acercose con balanceado paso a la mancha negra. Ésta, poco a poco, desapareció rodeada por una también negra tropa de cóndores.
       —Hermano, hermano Ambrosio, ¿qué te parece el banquetazo? Unos se apenan y otros gozan. El olor ha de llegar hasta el oso, revolviéndolo en su madriguera.
       Candelario pensó de inmediato que, mientras iba a dejar la carne en la casa de la loma, era riesgoso que el toro se quedara amarrado. Un oso podría matarlo fácilmente. Soltar al cerril barroso no convenía tampoco. Teniendo que manejar las riendas con una mano y sostener la pierna de vaca con la otra, amarraría el lazo de la cincha. Echó a andar por fin y el toro remoloneaba más de la cuenta. El sol había llegado ya a medio cielo.


VIII

      Después de colocar el lazo en el lado delantero de la montura, Candelario caminó a la quebrada donde perdió al toro la tarde anterior. Su caballo seguíalo a unos cuantos pasos y orejeaba de cuando en vez, resoplando. La furiosa pelea, el olor de la sangre, los lúgubres mugidos de las vacas, tenían al potro nervioso y propenso a la alarma. Candelario bajó por un caminejo que descendía hasta el fondo de la encañada. De bruces sobre el suelo, bebió agua a la vez que el caballo. “¡Hermano Ambrosio!”, dijo al ver reflejada la cara del caballo junto con la suya, en una poza de agua jaspeada por la sombra de los árboles. Luego se lavó la sangre y quedose contemplando el monte tupido que llenaba el abra. Le pareció, de pronto, que el toro ya no se encontraba allí. Montó entonces y salió al otro lado de la quebrada, continuando por un potrero que ondulaba en lomas amarillas de abundante pasto y contados árboles. Una tropilla de vacas avanzaba oteando atraída por los mugidos. El toro barroso iba en la pequeña manada. Candelario detuvo al caballo, desenrollando el lazo. Al advertir al jinete, el toro se detuvo a su vez. Dio unos pasos como si quisiera irse por esas lomas y luego, desplegando una amplia curva, con la cual se alejaba del jinete, corrió hacia la encañada con el propósito de esconderse de nuevo en el monte. Candelario galopó revoleando el lazo. La cuerda de cuero acabó por cruzar ágilmente por los aires, para engarzarse en las astas como un aro. El jinete siguió acompañando al toro en su carrera, pero desde un costado. Era como si contendiesen por llegar primero al monte.
       Súbitamente, Candelario detuvo al caballo y empuñó el lazo con las dos manos. El violento templón, sufrido en media carrera, hizo que el toro perdiese el equilibrio y rodara por el suelo levantando polvo. Un viejo lance de rodeo habíase repetido con exacta precisión. El toro se incorporó y resistiose al principio con golpes de testuz y cabriolas, pero tuvo que seguir al jinete.
       Candelario miró la posición del sol. Era aún temprano y tenía tiempo. En el lecho de la quebrada desmontó para buscar una piedra de fina contextura arenisca. Tal como estaba el filo de la cuchilla servía para cortar la piel de un hombre, pero no la de una vaca. Tranqueó entre un tumulto de cantos redondeados y rocas angulosas, hasta dar con una piedra ocre. Con las manos echó agua a la superficie más plana y comenzó a frotar sobre ella la hoja de acero, ladeándola para que el roce le hiciera ganar filo. En cuclillas junto a la piedra, de cuando en cuando volvía a mojarla, por lo cual la frotadura iba produciendo un barro de piedra. Mientras tanto, la cuchilla aguzó su filo, que Candelario probó finalmente en las callosidades de la mano. Podían ser más duras que la piel de la vaca y la cuchilla las cortó a la menor presión.
       Saliendo a la pampa, vio que algunos cóndores de los que estuvieron en las peñas se habían lanzado al ataque y sostenían un terco duelo con las vacas agrupadas en torno a la muerta. Candelario corrió tanto como lo permitía el remolque del toro remolón. Resonantes de alas poderosas, ávido el pico y las garras prontas, los cóndores volaban trazando círculos sobre la manada. Según descendían, las vacas lanzábanles cornadas que se perdían en el aire, entre un rumor de pezuñas y roncos mugidos. Candelario amarró al barroso de un árbol que crecía al pie de las peñas y galopó hacia las vacas. A rebencazos las apartó de nuevo, mientras pensaba que las buenazas parecían no entender que las ayudaba. Alguna habría terminado con un ojo vaciado de un picotazo. Las golpeó hasta lograr que estuviesen lejos. Los cóndores continuaban revoloteando mientras Candelario volvía hacia la vaca muerta. Ya a pie entre el pajonal, quedose observando qué harían. Los cóndores atacan al hombre en ocasiones, pero ahora lentamente volaron hacia las peñas, donde se posaban dando aletazos. Los enormes pájaros negros y el hombre cambiaron retadoras miradas.
       —Somos los dueños del campo y nos respetamos, ¿ah? —les dijo Candelario sonriendo.
       Luego comenzó a cortar. Al sol le faltaba andar un poco para llegar a medio cielo. Pocas vacas insistían en mugir y las más miraban al hombre desde lejos, sin osar acercarse. El viento aleteaba sobre la vaca muerta.
       Candelario echó el lomo y otra carne tierna en las alforjas que siempre solía llevar por precaución y cabalgó sosteniendo una pierna peluda, pues aún tenía el cuero en el basto delantero. Todavía arreó más lejos a las vacas mironas. Cumpliendo como rodeador, deseaba evitar que volviesen a pelearse con los cóndores y resultaran heridas. Quería también que el patrón ignorase el verdadero fin de la difunta y nada mejor que ella terminara pronto en el buche de los cóndores. Para mayor seguridad, apostose en media pampa y corría a atajar a cualquier terca vaca que intentaba volver hacia la muerta. Como si los cóndores hubiesen entendido, se lanzaron uno tras otro desde los peñones. El primero en pisar el suelo miró cautelosamente a todos lados y luego acercose con balanceado paso a la mancha negra. Ésta, poco a poco, desapareció rodeada por una también negra tropa de cóndores.
       —Hermano, hermano Ambrosio, ¿qué te parece el banquetazo? Unos se apenan y otros gozan. El olor ha de llegar hasta el oso, revolviéndolo en su madriguera.
       Candelario pensó de inmediato que, mientras iba a dejar la carne en la casa de la loma, era riesgoso que el toro se quedara amarrado. Un oso podría matarlo fácilmente. Soltar al cerril barroso no convenía tampoco. Teniendo que manejar las riendas con una mano y sostener la pierna de vaca con la otra, amarraría el lazo de la cincha. Echó a andar por fin y el toro remoloneaba más de la cuenta. El sol había llegado ya a medio cielo.


IX

      La lumbrarada del fogón creció, destacando las viejas grietas de la pared y el rostro aquilino del hombre. Candelario estaba cada vez más perplejo ante la conducta de la desconocida. Valorizó de nuevo sus miradas y palabras, hasta los más leves gestos, y esas cintas azules que había advertido en sus trenzas y no llevaba la víspera, en todo lo cual quiso ver un deseo de agradar. ¿Y no se había quedado un día más? Esto era ya interesarse. Después de revistar los grandes y pequeños detalles, que lo esperanzaron durante mucho rato, pues regodeose al considerarlos vez tras vez, apareció esa despedida fría. El recuerdo del portazo diole en media frente, aturdiéndole como un golpe físico. ¡San Gabriel Arcángel, patrón de caminantes! Se estaba enamorando y no veía claro el camino. Que no lo aturdiera tanto pensamiento entrechocado, quizás inútil. El fuego estaba allí llameando.
       El hombre gusta de contemplar el fuego, las llamas del fogón que se alzan y distienden, que alumbran y crepitan, devorando los leños en una lenta y continua palpitación. En esa peripecia luminosa y ardiente, en ese alumbrar consumiéndose, tal vez encuentra una sutil correspondencia con la vida. Más allá de la belleza de la lumbrarada, quizá sea tal el particular sentido, la clave de un placer que puede prolongarse por horas sin que consista en otra cosa que contemplar el aleteo de las llamas fugaces. Candelario puso su particular tristeza en la contemplación y, sin percatarse del tiempo, vio que el fuego creció, mantúvose firme y vigoroso alentando un color rojo de estrías áureas, declinó luego en débiles lenguas amarillas, grises de humo a ratos, y por último se aquietó en definitiva, haciendo perdurar tenaces ascuas bermejas. Los mismos carbones ardientes perdieron color, se tornaron cenizos y negros, y lentamente fueron tragados por la sombra de la noche.
       Candelario volvió la cara hacia los campos. Un viento cargado de fríos espacios le refrescó la faz. Alcanzó a columbrar las borrosas siluetas trémulas de los álamos y el eucalipto. Más allá, se endurecía la sombra. Siguió buscando, como si debiera encontrar algo, con los ojos perdidos. No había estrellas. Medio enceguecido por el violento choque con las sombras, se fue a dormir.
       Sentado en el borde del camastro, miró hacia el lugar que su mujer ocupaba y encendió un fósforo. Micaela no estaba allí. Las mantas ordenadas indicaban que ni siquiera se había acostado. Miró a todos lados. La pobre Domi dormía tranquilamente en un rincón. En los otros había cántaros, ropas, una tabla. La luz se consumió batiendo con frágiles titilaciones las paredes ocres. Decididamente, Micaela se había ausentado con algún propósito. Mientras él estuvo frente al fuego, en una abstracción que duró una hora o quizás dos, ella salió seguramente a hurtadillas, llevando los zapatos en la mano para no hacer ruido, y luego se los puso en el campo. Pero ahora que caía en cuenta: no tenía la sensación de que Micaela hubiera entrado en la casa. ¿A dónde se fue? Podría ser que estuviese por los contornos.
       Candelario salió al corredor y se echó afuera, tropezando. La oscuridad comenzó a ceder frente a sus ojos, tal ocurre a quienes andan de noche. Ahí estaban los álamos y el eucalipto, que dejó atrás. Tuvo la idea de que Micaela se hubiera ido a la casa del patrón, con el propósito de darle sus quejas, como dos veces había ocurrido, y que para hacer más convincente su alegato, se llevase al toro. Candelario caminó entonces hasta el tronco donde lo había amarrado. El animal reposaba echado en el suelo, medio confundido con la sombra. Candelario llamó, gritando “Micaela”. Su voz rebotó del cerro más próximo y se perdió blandamente en la noche. “Micaelaaa”, “Micaelaaa”, volvió a llamar. El toro se puso de pie, resoplando, y el caballo relinchó a lo lejos. Candelario volvió a la casa y caminó hasta el huerto. Tomado de la cerca de piedra, cuya áspera frialdad le penetró en las manos, llamó nuevamente; “Micaelaaa”. La voz rodó por la tierra sin encontrar a la mujer. Se puso a recorrer, un tanto al azar, los contornos. Tropezaba con olvidadas piedras. En un cacto creyó ver la silueta de su mujer. Más allá encontró una piedra donde ella solía sentarse. Descansaba junto a un arroyo que corría en blandos borbollones. La chafa piedra desnuda tenía una mudez particular ahora. Candelario sentose en la piedra y se puso a escuchar, sin moverse, los ruidos de la sombra.
       La noche estaba silenciosa, apenas turbada por una intermitente música, hecha de rumor de hojas y chirridos de cigarras. Se incorporó llamando nuevamente, con todas sus fuerzas, la boca hacia los cielos y del arco de su cuerpo salió la voz como flecha que voló hasta el cerro próximo y rebotó de allí hiriendo la noche: “Micaelaaaaa”. Lentamente cayó de nuevo un silencio sin respuesta. “Dónde se habrá ido”, murmuró Candelario, encaminándose a la casa, que blanqueaba como un navío anclado en un mar de sombra.
       Mientras se acercaba, iba pensando en lo que posiblemente habría hecho Micaela. Si fue a ver al patrón, la cosa era simple. Poco le importaba que el hacendado escuchase sus lamentos. De haberse marchado con intenciones de echar encima a los guardias civiles, sería capaz de lograrlo. La desconocida podía parecer una fugitiva. Micaela era propicia a la desconfianza y tomaba por verdad toda sospecha. Y había que ver la mañosa habilidad que tenía para convertir la menor acción en prueba de la culpabilidad que atribuía a cada quién. Sería la medianoche, y el pueblo más próximo donde había puesto de guardias civiles quedaba a cinco horas de camino, yendo a buen paso. Tardarían en prepararse y en montar los guardias. Así marcharan al galope, viniendo, alcanzarían a llegar a la casa con el sol alto. Candelario pensó que apenas rayara el alba, iría a prevenir a la desconocida, por si quisiera irse. Demasiado claro había hablado el portazo para llamarla ahora, a medianoche. ¿Sabría Dios lo que estaría pensando la pobre mujer, de haber escuchado sus gritos?
       Cavilando sobre lo que podría ocurrir, llegó al corredor. Allá frente al cuartucho de aperos, se alargaba una sombra. La desconocida había salido a ver qué sucedía. Candelario llegó a su lado en cuatro zancadas.
       —¿Qué pasó? —preguntó la mujer.
       —No está Micaela —repuso Candelario, después de una breve vacilación.
       —¿A dónde se fue?
       —No me dijo. Yo la he estao llamando…
       —He oído —comentó la mujer—. ¿Y no malicia a dónde se fue?
       La voz de la desconocida reflejaba angustia. Candelario pensó que acaso, de decirle lo que pensaba, de mencionar a los guardias civiles, ella se marcharía enseguida. No quería perderla. Guardó silencio un instante y luego le tomó la mano.
       —Me gustas —dijo Candelario.
       Alzó la faz la hembra. Él sintió que levantaba la cara en la misma forma que le había sonreído horas antes. Le ciñó el talle y la besó. Tenía la boca tierna y la cintura elástica. La sangre les corrió por el cuerpo en un cálido ramalazo de deseo y rodaron por el suelo.
       Su adhesión no terminó con la saciedad. El hombre contempló el perfil de la mujer, recortado nítidamente sobre la sombra. Era delicado el perfil y todo el rostro, con los trazos del dolor disueltos en la oscuridad y el gozo reciente, tenía belleza y una plácida serenidad expansiva, que envolvía a Candelario y parecía flotar en el aire mismo. Él dijo:
       —Todo parece sueño.
       Pasó su brazo bajo la nuca de la mujer, envuelta en la cálida suavidad de la cabellera extendida. Buscó palabras:
       —¡Ah! —dijo suavemente—, ¿qué son los dolores, todas las penas que uno pasa?
       —El amor es la compensación del pobre —murmuró la errabunda.
       Candelario la besó nuevamente. Estaban juntos, en una gozosa unión que no se enraizaba sólo en sus cuerpos. Era como si sus vidas cobraran sentido, aun dentro de la incertidumbre.
       De pronto, la mujer sufrió un estremecimiento y se incorporó violentamente, mientras Candelario trataba de retenerla.
       —Me voy pa mi cuarto —afirmó.
       Él la acompañó ciñéndole la cintura. La mujer, sentándose en el camastro, pareció volver a esa triste actitud que Candelario ya conocía. No lo advirtió claramente con los ojos, debido a la sombra tupida del cuarto, pero sí en la manera con que ella se apartó para ocupar el extremo del lecho. Un silencio tenso se abrió, sin que Candelario pudiera decir nada, durante un momento.
       —Cuéntame qué te pasa —balbuceó al fin—, ya no es como antes, no debes ser como antes. ¿Qué te pasa?
       La mujer se demoró en responder:
       —No te lo puedo decir. ¿Qué se ganaría? Tú no lo puedes arreglar…
       Su voz sonó remota y luego Candelario escuchó que sollozaba contenidamente. La abrazó, besándole el rostro húmedo de lágrimas. Al hombre le había dolido muchas veces la vida, pero ahora sentía un desgarrón pecho adentro. La voz se le quebró cuando quiso hablar.
       —Mejor será que sólo me recuerdes —dijo la mujer.
       Cada uno podía escuchar el golpe de su sangre. El hombre hizo un esfuerzo y fue como si gritara en voz baja:
       —Tienes que decirme. Créeme. ¿Por qué no nos vamos juntos? Vámonos juntos.
       Ella se estremeció de nuevo y como que quiso responder, pero continuó en silencio. Algo sonó afuera.
       —Parece que ha llegado —cuchicheó Candelario.
       —¿Qué? —inquirió la forastera, como si se quejara.
       —Oí bulla, parece que llegó —repitió Candelario, pensando otra vez en lo que habría hecho Micaela.
       La forastera separó de sí los brazos del hombre. Él salió rezongando. Sus rápidos pasos resonaron en el corredor. Al trasponer la puerta, encendió un fósforo. Micaela estaba reclinada sobre la cama, con el rostro congestionado. El hombre encendió una vela que había sobre un cajón. La llama de la vela onduló agrandándose e hizo más visible la faz de Micaela, que sudaba de rencor.
       —¿Qué fuiste a hacer? —preguntó Candelario.
       No le cabía duda de que no fue al pueblo ni a la casa del patrón. Le habría sido imposible regresar tan pronto.
       —A andar —dijo ella irguiéndose.
       Micaela creía ya que el marido le había sido infiel. Candelario presentía que tramó algo malo. Rodeando el lecho, se le aproximó con los puños cerrados. La mujer parecía una bestia acorralada y jadeaba inquietamente, calculando con los ojos la posibilidad de obtener paso y huir. Candelario fue hasta la puerta y corrió el cerrojo, retornando a pararse junto a Micaela, en la misma actitud amenazante. Ella aparentó rendirse.
       —Me fui a hablar con doña Moncha —se puso a gimotear, agregando—: Quería contarle. ¿Crees que una no sufre? Quería que me aconsejara…
       Candelario pensó que era posible que hubiera ido realmente a ver a doña Moncha. La casa de ésta, en la cual vendía chicha, estaba a una hora de camino, a la vuelta de un cerro. En lo que fue y tornó, fuera del tiempo que seguramente emplearon en murmurar, pasaron las horas hasta el punto en que estaban. La mujer se echó de bruces en la cama, sollozando, mientras decía:
       —Crees que puedes pasarte el día mirando a ésa, y que no lo sienta. Ella se hace la inocente. Tiene todas las mañas. Y aura que estuviste con ella, todavía me quieres pegar…
       Candelario estaba acostumbrado a tales lamentaciones. Con ligeras variantes, no hacían más que repetirse. Antes se habían referido a la Ñata Jesusa. Lo que ahora encontraba extraño era que Micaela, celosa hasta los pelos, se marchara dejándolo a solas con la forastera.
       —Y aura que me acuerdo —masculló el rodeador—, ¿qué te dijo el Tuerto Carrasco?
       Micaela pareció sorprenderse.
       —Yo no pensé en la forastera pa volver temprano, sino en el Tuerto. Malicié sus intrigas. Y lo vine siguiendo el rastro, y hasta el corredor llegó el rastro fresco de su tordillo.
       —Nada me dijo —respondió con seguridad Micaela—. Sólo me pidió agüita y ésa vio todo. Pregúntale…
       Ella no pudo dejar de sonreír con una malicia sombría. Candelario pensó de nuevo en doña Moncha. ¿Y si Micaela hubiera conseguido que la chichera fuese al pueblo a echar a los guardias civiles? Sólo un propósito como ése habría podido alejarla en tales momentos. Candelario salió atenazado por una sensación de alarma. La puerta del cuartucho de aperos estaba cerrada y empujó sin lograr que cediera. El cerrojo había funcionado otra vez. Dio con los puños en la gruesa madera, que resonó profundamente, y se puso a esperar. La puerta no se abrió. Llamó entonces:
       —¡Oiga, doña Eulalia, salga! ¡Salga, le pido! ¡Tengo algo que decirle! ¡Salga!
       La voz de Candelario se elevó hasta el grito:
       —¡Salga, por favor! ¡Es para que se cuide! ¿Me entiende? ¡Debo hablarle! ¡Salga!
       La puerta continuó inmóvil y tras ella, el silencio tenía una doliente condición humana.
       Candelario volvió a golpear, y a llamar, y a esperar una vez más. Tornó a su cuarto a paso lento, pensando en la profunda desgracia que guardaría el pecho de esa mujer, que ahora se aislaba y era incapaz de responder a una llamada que, en cualquier caso, le habría servido para precisar lo que estaba ocurriendo.
       Micaela había dejado de gimotear y la vela estaba por consumirse. Domi dormía con un sueño profundo. Candelario se dejó caer en el camastro, que resonó con un crujir de viejos maderos, y Micaela comenzó a desvestirlo. En otra ocasión, el rodeador le habría pegado, pero ahora su tristeza era mayor que su cólera. Tenía también una incierta esperanza, que sin embargo bastaba para calmarlo. Y como los hombres que saben llegar hasta el fin de lo posible, Candelario pensó que al día siguiente llegaría hasta allí, y pudo quedarse dormido.
       Micaela se acostó luego, apagando la vela de un soplido. Estuvo despierta mucho rato, recordando con deleite la entrevista con doña Moncha. Ésta le había dicho que corrían voces de que la mujer del minero que murió peleando tan bravamente había tenido que ver con su muerte. Lo comentaban así los arrieros y jinetes que llegaban a la chichería, quienes se hacían lenguas acerca del valor del hombre que luchó con las tripas colgando. A la vez afirmaban que lo acontecido se debía a incitación, cosa que todos daban por segura, ya que la mujer había desaparecido, dejando que el amante se las compusiera solo en el juicio. Doña Moncha y Micaela habían llegado a la rápida conclusión de que tal mujer era la desconocida. Y cuando Micaela, con el más compungido de los acentos, relató que la infame estaba tratando de robarle solapadamente el marido, doña Moncha estalló en protestas y, llena de indignación, anunció que iría a dar parte a los guardias civiles a fin de que apresaran a la intrusa, que sin duda era culpable de aquella muerte, impidiendo así que Candelario dejara a su mujer. Y tal como dijo lo hizo, en tanto que Micaela emprendía el regreso. Tales recuerdos la reconfortaban. Sonreía Micaela imaginando que, al día siguiente, la desconocida haría cualquier cosa por quedarse. Candelario seguiría aumentando el embrollo y la forastera incitando aviesamente, ya que el portazo debía ser interpretado sólo como una hipocresía más. Él trataría de conseguir que Micaela diera motivo para echarla, y se haría la desentendida, hasta que… llegasen los guardias civiles. Cualquiera que fuese la reacción de Candelario, lo más que podría hacer al fin sería pegarle. Una mujer presa es igual que una mujer muerta. Él se quedaría. Micaela durmiose también.


X

      Micaela despertó muy temprano. Vistiose calladamente y cuando salió al corredor, había esa luz indecisa que anticipa el alba. Serían las cuatro de la madrugada. Grande fue su sorpresa al ver que la puerta del cuartucho de aperos estaba abierta. Acercose con paso cauteloso y asomó los ojos fisgones.
       —Buenos días —saludó la desconocida, que terminaba de hacer su atado.
       —¿Se va? —inquirió Micaela, y no le pareció que sobraba la pregunta dada la forma en que la forastera procedió antes.
       —Sí, señora —replicó la extraña, echándose el atado a la espalda, sobre un pañolón gris que la cubría desde la cabeza.
       Agregó a guisa de condescendiente explicación:
       —De caminar tanto, me dolían los pies. Quise descansar un día.
       —¿Por qué no me dijo? —Se asombró Micaela—… no era para callar eso.
       —Lo mismo habría dado; usté no me hubiera creído —sentenció la forastera, a la vez que salía al corredor, llevando una sonrisa entre compasiva y burlona.
       Un pájaro madrugador cantó en los álamos. Micaela decidió acompañar a la extraña hasta el camino, para no hablar en el corredor, a riesgo de que Candelario despertara.
       —Sí, supe una cosa —dijo Micaela apenas cruzaron los álamos—; doña Moncha me contó que la culpan a usté de la muerte del minero… que la andan buscando.
       La forastera se detuvo, diciendo:
       —No tuve culpa. Ya se convencerán. A ustedes no les hablé de eso por ver si sabían. ¿Comprende? No puedo ni preguntar…
       El tono de su voz fue más que nunca triste. Micaela consideró que mentía pero cualquier cosa podía pasarle por alto a condición de que se fuera pronto.
       —Cuídese —le dijo con ironía, a modo de adiós.
       —Caminar enseña, señora. ¿No soy una pobre andariega? Algo sabré por eso…
       Tomó entonces el camino y Micaela la estuvo mirando hasta que bajó de la loma y se perdió entre los arbustos y la luz incierta de la madrugada.
       La dueña de casa pensó que mejor habría sido que la apresaran los guardias, pero no pudo atajarla con el pretexto de que tomara desayuno, o cualquier otro. Candelario habría podido despertar entretanto y, según se vio en la noche, quería seguir enredándose. Ahora, si la forastera deseaba realmente irse, tendría tiempo de llegar lejos hasta que Candelario se levantara. Si no, siempre podría echarle encima a los guardias. Micaela fue al cuartucho de aperos y lo revisó, en previsión de que la andariega, que se reconocía como tal, hubiese robado alguna cosa. No faltaba nada y era seguramente por el peso del atado, con el cual apenas podría. Sólo le quedaba esperar a que pasasen las horas. ¡La cara que iba a poner Candelario!
       Micaela se estuvo sentada un rato. Cuando cantaron más los pájaros y se abrió una brecha blanca por el lado del sol, comenzó a preparar el desayuno. Apenas la luz asomaba, entre sonrosada y violeta, salió Domi. Micaela le hizo señas de que callara y tomaron el desayuno silenciosamente. Serían más de las siete cuando apareció Candelario en la puerta. Viendo que le servían el desayuno, comenzó a tomarlo con desgano. Micaela había cerrado la puerta del cuartucho de aperos y el hombre, de cuando en vez, echaba miradas inquietas a sus viejas tablas. De pronto, preguntó:
       —¿Y ella?
       Micaela replicó, gozosa de poder afirmarlo al fin:
       —Se fue… Madrugao se iría… Ya no está ella, ni hay su atao.
       Candelario tiró el jarro de infusión, poniéndose de píe de un salto. Iría enlazar el caballo. ¿Pero hacia dónde dirigirse? ¿Qué dirección tomó ella? Miró el amplio paisaje cruzado de rutas. Venían los Andes quebrando violentamente sus lomos. Descendían en colinas que iban encogiéndose y luego se erguían de nuevo, por aquí y por allá, mirando a los cielos y a las lontananzas. Las rutas delgadas y curvas serpenteaban de cerro en cerro, yendo del norte hacia el sur y de la cordillera al mar.
       ¿Dónde quedaría Sarapampa? Sería difícil buscar, pues tal vez no exista y, de existir, esa mujer seguramente no pararía allí. ¿Quién sabe, en verdad, los pasos del que marcha? Candelario miraba con tenaz insistencia y Micaela observaba el rostro perplejo, tratando de descubrir, como siempre, sus intenciones. El hombre dio un pequeño y ronco grito y fijó los ojos en un punto. Allá, muy lejos, en el lugar donde el corte de un camino blanqueaba doblando una cumbre, avanzaba una mancha gris que parecía no andar sino flotar. La mancha se hundió rápidamente tras la línea del horizonte. Micaela, al volverse hacia el lugar que señalaron los ojos brillantes de Candelario, no vio nada ya. Él se dirigió entonces en busca del caballo, al que enlazó con presteza, y comenzó a ensillar más rápidamente todavía. La mujer clamó:
       —¿Por qué te vas?
       Candelario acababa de ajustar la cincha.
       —Voy a dejar el toro —dijo evasivamente, para evitar líos inútiles.
       —¿Se va? —preguntó a su vez Domi.
       El hombre iba a montar y se detuvo para sacar un billete de cinco soles y entregárselo a la pequeña.
       —Puede que con el tiempo se te aclare el sentido —masculló, y no estaba preciso si se dirigía a Micaela o a la pequeña.
       Ajustose el sombrero y montó. Micaela comenzó a gritar:
       —¡Oye, escucha…!, ¡ella anda corrida! ¡Mandó que mataran al marido! ¡No te enredes! ¡Lo sé, el minero era el marido! ¡Ella lo mandó matar!
       Candelario oyó tales voces contrayendo el ceño, y barbotó:
       —Se me hace que la acusan de injustos que son. Dejuro no hizo nada. Cállate.
       Dirigiose hacia el toro. Una débil esperanza serenó un poco a Micaela, pero Candelario, en lugar de bajar junto al tronco para deshacer el nudo, se acercó al animal y, aflojando el lazo ceñido a los cuernos, lo sacó arrojándolo a un lado. Enseguida puso su caballo al trote y, al tomar el camino, galopó alejándose entre nubes de polvo y rumor de cascos batientes. El poncho descolorido ondeaba al viento y el sombrero se aplastaba sobre un torso inclinado del cual, de cuando en vez, se alzaba el brazo que agitaba el látigo.
       —Se va el maldito —dijo Micaela, hablando para sí misma.
       —¿Se va? —insistió Domi, rehusando creerlo, al pensar que realmente se marchaba el héroe de cien hazañas y mil historias, se puso a llorar silenciosamente, como suelen llorar los niños cuyo llanto no es consolado.
       Micaela estuvo de pie mucho rato y luego sentose. A lo único que atinaba era a mirar la figura huidiza del jinete, que a ratos se perdía en las quiebras del camino, para luego reaparecer, tornándose cada vez más pequeña. Llegó un momento en que le fue difícil diferenciar los colores del caballo y el poncho. Un bulto oscuro tomaba ya por una llanura y el polvo que dejaba atrás se alzaba en ligeros vellones…
       Candelario sabía que doblando el cerro, tras el cual la vio desaparecer, había una larga bajada que faldeaba hasta aplanarse en una pampa donde quedaban las ruinas de un caserón, junto a un bosque de eucaliptos. La mujer le llevaba una hora de ventaja, pero la alcanzaría en la bajada. Contando con que ella, después de trasponer esa cuesta en cuya altura la vio por suerte, se habría fatigado y posiblemente sentado a descansar, estaría a su lado más pronto aún. La iba a cimbrar a su placer y ambos comenzarían una nueva existencia, sintiéndose libres. La emoción de la libertad alegraba a Candelario y era como si se la confirmaran los arbustos, los cactos, los pedrones, los árboles que dejaba atrás y encontraba, en la animada revista del galope. El sol comenzaba a caldear de veras. Olía a tierra y rama el campo, y el cielo estaba amplio de nitidez, como para echar por allí un alegre galope. De cuando en cuando, un pájaro rompía a volar, frenético, desde los arbustos de la vera. El viento hacía oleajes de hojas en los lugares boscosos. Toda la vida había renacido para Candelario, feraz y jubilosa. ¡Arza! El noble caballo galopaba sin cansarse. Ya comenzaba la cuesta. Al otro lado, por mucho que la mujer hubiera avanzado, la iba a encontrar…
       Pasada la rotunda impresión de la partida, Micaela se dio ánimos con varias ocurrencias pertinentes.
       —Creerá, el maldito, que la va a encontrar cerca… De no encontrarla, volverá… —dijo.
       Domi no le entendía.
       —No ha llevao sus cosas… Toditas las dejó. Vendrá a lle…
       La frase se le atragantó en el cuello. Candelario comenzaba a trepar la cuesta. Sabía a dónde ir. Micaela creyó entonces que se había apalabrado con la desconocida, mientras estuvo ausente, para encontrarse en un lugar dado. La idea de los guardias civiles fue de nuevo asequible y volviose a mirar en la dirección opuesta, que era por donde debían venir.
       —¡Dios lo habrá querido! —exclamó.
       Era que, allá lejos, se movían dos manchas plomizas, jinetes en caballos de trote franco. Eran los guardias civiles. Tras ellos trotaba un paisano, quién sabe el juez. Micaela se subió a una esquina de la cerca de piedra y, moviendo los brazos, gritó:
       —Apuren… apresúrenseeee…
       Resonaban aún los ecos cuando los guardias abrieron el galope.
       Domi subiose también a la cerca a fin de verlos mejor. Los fusiles terciados a la espalda relumbraban al sol. Fueron creciendo los torsos cubiertos de un uniforme plomizo, y los caballos se agrandaban sobre el campo claro, negro el uno, alazán el otro. En media hora de galope estaban ya muy próximos. De repente, pasaron junto a la cerca, echando viento, y pararon los caballos, con un violento tirón de riendas, frente a la casa; Micaela y Domi se les acercaron. La primera estaba silenciosa porque no sabía exactamente qué decir y la segunda, de curiosidad y sorpresa. Uno de los guardias civiles era sargento. Hombre maduro y de apariencia calmada, se levantó el kepí para limpiarse con un pañuelo la frente sudorosa, y luego preguntó:
       —Bueno, ¿qué pasa, pues?
       —Se va, se va mi marido —acertó a decir Micaela, agregando—: Mírenlo…
       Señalaba con el índice el punto aquel donde el camino blanqueaba doblando una cumbre. Ya llegaba hasta allí Candelario, y se detenía. Seguramente estaba mirando hacia la casa. La silueta de caballo y jinete se destacaba nítida frente al fondo claro del corte. Como si hubiera tomado debida nota de lo que pasaba en la loma, Candelario emprendió luego el trote y se perdió rápidamente, tal si se hundiera en la tierra.
       —¿Son casaos ustedes? —preguntó el sargento.
       Micaela vaciló entre decir o no la verdad, pero optó por ésta, considerando la posibilidad de un esclarecimiento. Dijo de mala gana:
       —No.
       El sargento la miró escrutándola.
       —Oiga, doña —demandó—, cuente por partes lo que ha pasado… No se enriede.
       En eso llegó el hombre al que Micaela supuso el juez, y se había retrasado. Era el Tuerto Carrasco. Ella ni siquiera le contestó el saludo, pasando a hacer un largo relato de la forma en que llegó la desconocida y de cómo se le había vuelto sospechosa, sin olvidarse de acusarla de entenderse solapadamente con Candelario; cosa que a ojos vistas estaba terminando en esa fuga planeada de antemano, y que los guardias debían evitar.
       El sargento y su subalterno, en vez de hacerle caso, echaron pie a tierra con toda calma y encendieron un cigarrillo. Tenían el aire de quien llega a apagar un incendio y no encuentra más que humo.
       —Debía cuidar al marido —dijo con sorna el sargento y añadió—: Oiga, doña… Lo que pasó es que doña Moncha llegó anoche toda alarmada a tocarnos la puerta. ¡Vaya con la señora! Primero no le hicimos caso, pero fue diciendo que el tal Candelario era capaz de matarla a usté, a lo que parecía, y que esa mujer no tenía buena intención pa usté… Pensamos encontrarla muerta a usté o algo… Y nada, pues…
       —¿Y no les dijo que me quería robar el marido? —inquirió Micaela, volviendo al tema.
       —Eso dijo pa comenzar… No es cosa de nosotros. Allá ustedes, pues.
       El sargento mostraba la paciencia propia de quien tiene que habérselas con tales incidentes. Micaela estaba asombrada a la vez que desarmada. Creía que los guardias civiles debían crear un orden perfecto en el mundo.
       —¿Y esa mujer no tuvo parte en la muerte de su marido? —preguntó argumentando, ya que la justicia andaba aparentemente con pies de plomo.
       —Habladurías de la gente —respondió el sargento—. Bien aclarao, dijeron las vecinas que ella lo lloró con el corazón. Cierto que el juez la mandó buscar, pero suspendió la orden. El matador probó que la pelea fue de un disgusto y borrachera, no por otra cosa… Él ni la conocía, pero como la mujer llegó de otro lao, y no se sabía de dónde era, la gente hablaba… Pruebas no había… después se desapareció y fue peor… Es sólo una desgraciada…
       Micaela estaba indignada y apuntó:
       —Si anda huida, es que algo hizo. ¿Qué cristiano va a andar por gusto?
       —Mucha gente —aclaró el subalterno, colaborando en la apreciación del asunto—. Mucha gente se va de aburrido o por conocer o por… así es.
       Micaela estalló:
       —¡Qué pareja hará con el maldito shilico! Ése sí anda de puro condenso que es…
       El sargento se echó a reír. Quería mantener el buen humor ante la operación fallida y dar pruebas de su sapiencia, y dijo:
       —No crea, señora, que sólo los celendinos son andariegos. Esa mujer, su acusada, ya averigüé que es de Ayacucho; lejos, pues. Y muchos de aquí de Ancash, también caminan. Si lo sabré yo, que como sargento he servido en casi todo el Perú… Claro que no hay andante como el celendino…
       —¡Ah, malditos, se han de romper las patas! —masculló Micaela.
       Los guardias civiles volvieron a reír. El Tuerto Carrasco acechaba y Domi no entendía; pero había cesado de llorar, tratando de hallarle explicación a ese barullo.
       —Candelario se fue en caballo ajeno —dijo Micaela, queriendo vengar su desprecio en alguna forma—. El caballo es de esta hacienda, es del patrón…
       —Lo compró Candelario, hace poco —mintió con aplomo el Tuerto Carrasco, bajando del suyo.
       Repitió su socorrida treta de pedir agua y Micaela se alejó para traerla. Bebieron del mismo jarro los guardias y el Tuerto.
       —¿Y cierto que no harán nada? —preguntó aún Micaela.
       —Nada, señora, ¿qué vamos hacer? Consuélese, pues —afirmó el sargento.
       Montaron los guardias y el jefe añadió como despedida:
       —A usted y a doña Moncha sí debíamos llevarlas presas, por armar enredos y venir con aumentos a la autoridá… Modérense, pues…
       Los guardias civiles se fueron lentamente por donde habían venido, en tanto que Micaela pensaba que no había justicia en este mundo. Las exageraciones en que, evidentemente, doña Moncha había incurrido estaban más que justificadas para poner a las autoridades en el buen camino. Pero no había justicia en este mundo y Candelario podía marcharse con la mala mujer.
       —¡Malditos andariegos! —repitió.
       El Tuerto Carrasco se le acercó a paso calmo y sonrisa taimada, diciendo:
       —Olvida ya. ¿Crees que yo no lo sabía? En el potrero, ayer, Candelario me habló de esa mujer, ¡y lo que dijo! Yo vine a ver si estaba aquí, y al encontrarla, pensé que la cosa seguiría. ¿Por qué no hablé? Porque te quería, Micaela, porque te quiero. Allá en el pueblo supe que los guardias se venían y me les pegué. ¿Entiendes todo? No me dirás que importa un caballo ajeno, ese mal llamado Ambrosio. Ahora, nosotros, tú entiendes. Yo te quiero, y me vendría pa esta loma contigo…
       El Tuerto Carrasco hablaba a Micaela de lado, para que viera sólo el ojo sano, y ella se le recostó en ese lado. A una seña de la madre, Domi se fue por el campo, bajo el buen sol de la mañana.


XI

      Después de observar a los guardias, Candelario picó espuelas para escapárseles de los ojos pronto. Había resultado cierto cuanto pensó de la posible acción de Micaela y ahora no debía permitir que la fugitiva errabunda, de seguro inocente, cayera en manos de los perseguidores. Tenía más razones que antes para hacer que se recostara en su brazo. No creía que fuera capaz de matar de la manera achacada, quien tenía el privilegio de ser libre. Sólo era necesario encontrarla pronto. Ya desaparecerían, fuera de los caminos frecuentados, bajo el sol o las estrellas.
       Candelario detúvose y sus ojos reconocieron el camino, en todas sus curvas, hasta que llegaron a la llanura. No había ningún movimiento humano. La figura de la viajera parecía haberse esfumado. Como la bajada era larga, no podía pensarse que llegara tan pronto al final de la misma. Pero la faja quebrada del camino, a ratos rojiza, a ratos amarillenta, estaba sola. Él miró empecinadamente la falda del cerro, a uno y otro lado, fuera del sendero. Rocas, magueyes, cactos, arbustos, una salvaje naturaleza cubría las laderas, y la mujer no aparecía por parte alguna. Menos se alzaba abajo en la pampa, a la que pudo llegar pronto, sólo corriendo. El camino llaneaba entre ligeras ondulaciones, pasando junto a la casa en ruinas y el bosque de eucaliptos, para encumbrarse de nuevo a lo lejos.
       Candelario echó el caballo por la bajada, lo más rápido que pudo, con riesgo de que el animal se fuera de bruces. A medida que descendía, iba escrutando los contornos. Quizás entre los achaparrados arbustos, o junto a un pedrón, o al pie de uno de los contados árboles, se disimulaba la imagen buscada. Era como si la esperanza de Candelario fuera negada por esa tierra. La angustia comenzó a apretarle el corazón. ¿Qué podía haberse hecho la forastera? Quizás se escondió en una de esas hondonadas del bosque tupido que cortaban verticalmente los cerros. De ser así, debía llamarla. ¿Pero respondería a su llamada? Pese a que la había poseído y se le entregó buenamente, esa mujer continuaba siendo para él una desconocida. Por cualquier causa, se negó a explicarse la noche anterior y ahora, se le escapaba en los campos, tal si se hubiera confundido con la tierra o el aire.
       Negándose a aceptar completamente la posibilidad de perderla, llegó a la llanura. Caminó un buen trecho y luego encarose al cerro, plantando el caballo. Una amplia perspectiva le permitía abarcar la falda. No había trazas de la mujer. Algo que se movía allá en media bajada, a unos pasos del curvado camino, resultó un arbusto gris agitado por el viento. Candelario gritó: “Eeeeeeey”. El eco rebotó apagadamente y después cayó el silencio sobre la falda y la llanura. Si la extraña estaba escondida tenía que haber oído el grito y saldría ahora. Esperó un rato, pensando en verla surgir por algún lado, de las hoyadas, de entre los árboles, de cualquier accidente de la montaña. Pero nada apareció. Candelario no se resignaba, sin embargo.
       Dirigió el caballo hacia la casa en ruinas y el bosque de eucaliptos. Encontró entre las paredes derruidas dos pequeños lagartos que tomaban el sol y la sensación de que la vida humana había dejado de alentar allí hacía muchísimos años. Los prietos muros, roídos por la lluvia, se habían disgregado hasta ser montículos. El caballo, al caminar entre las ruinas, relinchó penosamente. Candelario siguió buscando. El pequeño bosque de eucaliptos era fragante y penumbroso, de grata frescura, y podía ser que allí se encontrara la mujer que tenía el ánimo de recatarse y era dolorosamente hermosa. El caballo trotó fácilmente entre los troncos añosos, bajo los altos brazos tranquilos. Y el eco blando de las pisadas recorrió el bosque, por un lado y otro, sin encontrar el eco de la voz que esperaba el hombre, tal si fuera a surgir de cualquier lado como esas alegres brechas de luz que cernían los ramajes…
       Acaso, yendo camino adelante. Al salir del bosque, Candelario avanzó a trote largo. En una eminencia que flanqueaba el camino, se encaramó con caballo y todo, para otear de nuevo. Y de nuevo la bajada, la llanura, la casa en ruinas y el bosque, las colinas próximas y distantes, le aventaron soledad a los ojos angustiados. Varias veces gritó de nuevo. Era como si la desconocida hubiese muerto. ¿Qué la hacía continuar sola? Después de lo ocurrido entre ambos, podía existir una razón. Contuvo el llanto, pensando que ella lo rehuía para evitar que padeciera su suerte de perseguida. Por eso mismo, para defenderla y caminar en tan noble junta, más que nunca deseaba poderla encontrar. Pero ella había resuelto evidentemente otra cosa, perdiéndose ahora en el campo para tomar después algún camino.
       Candelario descendió de la eminencia y anduvo un trecho más, alejándose del cerro, aunque volvió otra vez la cara para mirarlo, deteniendo el caballo.
       En la casa de la loma estaba la vida de todos los días. ¿Cambiaría alguna vez la suerte? Él había caminado mucho en cuarenta años. Con todo, no quería volver al mismo sitio. Quizás nunca la iba a encontrar, pero era como si la desconocida estuviera cerca y lejos. Detúvose para pensar en lo que haría. ¿Volver? Si era de nuevo libre y con todos los espacios abiertos le estaba gritando el destino. Entonces siguió camino adelante a trote largo…





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