Julio Cortázar
(1914-1984)


Vientos alisios
(Alguien que anda por ahí, 1977)


         Vaya a saber a quién se le había ocurrido, tal vez a Vera la noche de su cumpleaños cuando Mauricio insistía en que empezaran otra botella de champaña y entre copa y copa bailaban en el salón pegajoso de humo de cigarro y medianoche, o quizá a Mauricio en ese momento en que Blues in Thirds les traía desde tan antes el recuerdo de los primeros tiempos, de los primeros discos cuando los cumpleaños eran más que una ceremonia cadenciosa y recurrente. Como un juego, hablar mientras bailaban, cómplices sonrientes en la modorra paulatina del alcohol y del humo, decirse que por qué no, puesto que al fin y al cabo, ya que podían hacerlo y allá sería el verano, habían mirado juntos e indiferentes el prospecto de la agencia de viajes, de golpe la idea, Mauricio o Vera, simplemente telefonear, irse al aeropuerto, probar si el juego valía la pena, esas cosas se hacen de una vez o no, al fin y al cabo qué, en el peor de los casos volverse con la misma amable ironía que los había devuelto de tantos viajes aburridos, pero probar ahora de otra manera, jugar el juego, hacer el balance, decidir.
          Porque esta vez (y ahí estaba lo nuevo, la idea que se le había ocurrido a Mauricio pero que bien podía haber nacido de una reflexión casual de Vera, veinte años de vida en común, la simbiosis mental, las frases empezadas por uno y completadas desde el otro extremo de la mesa o el otro teléfono), esta vez podía ser diferente, no había más que codificarlo, divertirse desde el absurdo total de partir en diferentes aviones y llegar como desconocidos al hotel, dejar que el azar los presentara en el comedor o en la playa al cabo de uno o dos días, mezclarse con las nuevas relaciones del veraneo, tratarse cortésmente, aludir a profesiones y familias en la rueda de los cócteles, entre tantas otras profesiones y otras vidas que buscarían como ellos el leve contacto de las vacaciones. A nadie iba a llamarle la atención la coincidencia de apellido puesto que era un apellido vulgar, sería tan divertido graduar el lento conocimiento mutuo, ritmándolo con el de los otros huéspedes, distraerse con la gente cada uno por su lado, favorecer el azar de los encuentros y de cuando en cuando verse a solas y mirarse como ahora mientras bailaban Blues in Thirds y por momentos se detenían para alzar las copas de champaña y las chocaban suavemente con el ritmo exacto de la música, corteses y educados y cansados y ya la una y media entre tanto humo y el perfume que Mauricio había querido poner esa noche en el pelo de Vera, preguntándose si no se habría equivocado de perfume, si Vera alzaría un poco la nariz y aprobaría, la difícil y rara aprobación de Vera.
          Siempre habían hecho el amor al final de sus cumpleaños, esperando con amable displicencia la partida de los últimos amigos, y esta vez en que no había nadie, en que no habían invitado a nadie porque estar con gente los aburría más que estar solos, bailaron hasta el final del disco y siguieron abrazados, mirándose en una bruma de semisueño, salieron del salón manteniendo todavía un ritmo imaginario, perdidos y casi felices y descalzos sobre la alfombra del dormitorio, se demoraron en un lento desnudarse al borde de la cama, ayudándose y complicándose y besos y botones y otra vez el encuentro con las inevitables preferencias, el ajuste de cada uno a la luz de la lámpara que los condenaba a la repetición de imágenes cansadas, de murmullos sabidos, el lento hundirse en la modorra insatisfecha después de la repetición de las fórmulas que volvían a las palabras y a los cuerpos como un necesario, casi tierno deber.
          Por la mañana era domingo y lluvia, desayunaron en la cama y lo decidieron en serio; ahora había que legislar, establecer cada fase del viaje para que no se volviera un viaje más y sobre todo un regreso más. Lo fijaron contando con los dedos: irían separadamente, uno, vivirían en habitaciones diferentes sin que nada les impidiera aprovechar del verano, dos, no habría censuras ni miradas como las que tanto conocían, tres, un encuentro sin testigos permitiría cambiar impresiones y saber si valía la pena, cuatro, el resto era rutina, volverían en el mismo avión puesto que ya no importarían los demás (o sí, pero eso se vería con arreglo al artículo cuatro), cinco. Lo que iba a pasar después no estaba numerado, entraba en una zona a la vez decidida e incierta, suma aleatoria en la que todo podía darse y de la que no había que hablar. Los aviones para Nairobi salían los jueves y los sábados, Mauricio se fue en el primero después de un almuerzo en el que comieron salmón por si las moscas, recitándose brindis y regalándose talismanes, no te olvides de la quinina, acordate que siempre dejás en casa la crema de afeitar y las sandalias.
          Divertido llegar a Mombasa, una hora de taxi y que la llevaran al Trade Winds, a un bungalow sobre la playa con monos cabriolando en los cocoteros y sonrientes caras africanas, ver de lejos a Mauricio ya dueño de casa, jugando en la arena con una pareja y un viejo de patillas rojas. La hora de los cócteles los acercó en la veranda abierta sobre el mar, se hablaba de caracoles y arrecifes, Mauricio entró con una mujer y dos hombres jóvenes, en algún momento quiso saber de dónde venía Vera y explicó que él llegaba de Francia y que era geólogo. A Vera le pareció bien que Mauricio fuera geólogo y contestó las preguntas de los otros turistas, la pediatría que cada tanto le reclamaba unos días de descanso para no caer en la depresión, el viejo de las patillas rojas era un diplomático jubilado, su esposa se vestía como si tuviera veinte años pero no le quedaba tan mal en un sitio donde casi todo parecía una película en colores, camareros y monos incluidos y hasta el nombre Trade Winds que recordaba a Conrad y a Somerset Maugham, los cócteles servidos en cocos, las camisas sueltas, la playa por la que se podía pasear después de la cena bajo una luna tan despiadada que las nubes proyectaban sus movientes sombras sobre la arena para asombro de gentes aplastadas por cielos sucios y brumosos.
          Los últimos serán los primeros, pensó Vera cuando Mauricio dijo que le habían dado una habitación en la parte más moderna del hotel, cómoda pero sin la gracia de los bungalows sobre la playa. Se jugaba a las cartas por la noche, el día era un diálogo interminable de sol y sombra, mar y refugio bajo las palmeras, redescubrir el cuerpo pálido y cansado a cada chicotazo de las olas, ir a los arrecifes en piragua para sumergirse con máscaras y ver los corales azules y rojos, los peces inocentemente próximos. Sobre el encuentro con dos estrellas de mar, una con pintas rojas y la otra llena de triángulos violeta, se habló mucho el segundo día, a menos que ya fuera el tercero, el tiempo resbalaba como el tibio mar sobre la piel, Vera nadaba con Sandro que había surgido entre dos cócteles y se decía harto de Verona y de automóviles, el inglés de las patillas rojas estaba insolado y el médico vendría de Mombasa para verlo, las langostas eran increíblemente enormes en su última morada de mayonesa y rodajas de limón, las vacaciones. De Anna sólo se había visto una sonrisa lejana y como distanciadora, la cuarta noche vino a beber al bar y llevó su vaso a la veranda donde los veteranos de tres días la recibieron con informaciones y consejos, había erizos peligrosos en la zona norte, de ninguna manera debía pasear en piragua sin sombrero y algo para cubrirse los hombros, el pobre inglés lo estaba pagando caro y los negros se olvidaban de prevenir a los turistas porque para ellos, claro, y Anna agradeciendo sin énfasis, bebiendo despacio su martini, casi mostrando que había venido para estar sola desde algún Copenhague o Estocolmo necesitado de olvido. Sin siquiera pensarlo Vera decidió que Mauricio y Anna, seguramente Mauricio y Anna antes de veinticuatro horas, estaba jugando al ping-pong con Sandro cuando los vio irse al mar y tenderse en la arena, Sandro bromeaba sobre Anna que le parecía poco comunicativa, las nieblas nórdicas, ganaba fácilmente las partidas pero el caballero italiano cedía de cuando en cuando algunos puntos y Vera se daba cuenta y se lo agradecía en silencio, veintiuno a dieciocho, no había estado mal, hacía progresos, cuestión de aplicarse.
          En algún momento antes del sueño Mauricio pensó que después de todo lo estaban pasando bien, casi cómico decirse que Vera dormía a cien metros de su habitación en el envidiable bungalow acariciado por las palmeras, qué suerte tuviste, nena. Habían coincidido en una excursión a las islas cercanas y se habían divertido mucho nadando y jugando con los demás; Anna tenía los hombros quemados y Vera le dio una crema infalible, usted sabe que un médico de niños termina por saber todo sobre las cremas, retorno vacilante del inglés protegido por una bata celeste, de noche la radio hablando de Yomo Kenyatta y de los problemas tribales, alguien sabía mucho sobre los Massai y los entretuvo a lo largo de muchos tragos con leyendas y leones, Karen Blixen y la autenticidad de los amuletos de pelo de elefante, nilón puro y así iba todo en esos países. Vera no sabía si era miércoles o jueves, cuando Sandro la acompañó al bungalow después de un largo paseo por la playa donde se habían besado como esa playa y esa luna lo requerían, ella lo dejó entrar apenas él le apoyó una mano en el hombro, se dejó amar toda la noche, oyó extrañas cosas, aprendió diferencias, durmió lentamente, saboreando cada minuto del largo silencio bajo un mosquitero casi inconcebible. Para Mauricio fue la siesta, después de un almuerzo en que sus rodillas habían encontrado los muslos de Anna, acompañarla a su piso, murmurar un hasta luego frente a la puerta, ver cómo Anna demoraba la mano en el pestillo, entrar con ella, perderse en un placer que sólo los liberó por la noche, cuando ya algunos se preguntaban si no estarían enfermos y Vera sonreía inciertamente entre dos tragos, quemándose la lengua con una mezcla de Campari y ron keniano que Sandro batía en el bar para asombro de Moto y de Nikuku, esos europeos acabarían todos locos.
          El código fijaba el sábado a las siete de la tarde, Vera aprovechó un encuentro sin testigos en la playa y mostró a la distancia un palmeral propicio. Se abrazaron con un viejo cariño, riéndose como chicos, acatando el artículo cuatro, buena gente. Había una blanda soledad de arena y ramas secas, cigarrillos y ese bronceado del quinto o sexto día en que los ojos se ponen a brillar como nuevos, en que hablar es una fiesta. Nos está yendo muy bien, dijo Mauricio casi enseguida, y Vera sí, claro que nos está yendo muy bien, se te ve en la cara y en el pelo, por qué en el pelo, porque te brilla de otra manera, es la sal, burra, puede ser pero la sal más bien apelmaza la pilosidad, la risa no los dejaba hablar, era bueno no hablar mientras se reían y se miraban, un último sol acostándose velozmente, el trópico, mirá bien y verás el rayo verde legendario, ya hice la prueba desde mi balcón y no vi nada, ah, claro, el señor tiene un balcón, sí señora un balcón pero usted goza de un bungalow para ukeleles y orgías. Resbalando sin esfuerzo, con otro cigarrillo, de verdad, es maravilloso, tiene una manera que. Así será, si vos lo decís. Y la tuya, habla. No me gusta que digas la tuya, parece una distribución de premios. Es. Bueno, pero no así, no Anna. Oh, qué voz tan llena de glucosa, decís Anna como si le chuparas cada letra. Cada letra no, pero. Cochino. Y vos, entonces. En general no soy yo la que chupa, aunque. Me lo imaginaba, esos italianos vienen todos del decamerón. Momento, no estamos en terapia de grupo, Mauricio. Perdón, no son celos, con qué derecho. Ah, good boy. ¿Entonces sí? Entonces sí, perfecto, lentamente, interminablemente perfecto. Te felicito, no me gustaría que te fuera menos bien que a mí. No sé cómo te va a vos pero el artículo cuatro manda que. De acuerdo, aunque no es fácil convertirlo en palabras, Anna es una ola, una estrella de mar. ¿La roja o la violeta? Todas juntas, un río dorado, los corales rosa. Este hombre es un poeta escandinavo. Y usted una libertina veneciana. No es de Venecia, de Verona. Da lo mismo, siempre se piensa en Shakespeare. Tenés razón, no se me había ocurrido. En fin, así vamos, verdad. Así vamos, Mauricio, y todavía nos quedan cinco días. Cinco noches, sobre todo, aprovéchalas bien. Creo que sí, me ha prometido iniciaciones que él llama artificios para llegar a la realidad. Me los explicarás, espero. En detalle, imaginate, y vos me contarás de tu río de oro y los corales azules. Corales rosa, chiquita. En fin, ya ves que no estamos perdiendo el tiempo. Eso habrá que verlo, en todo caso no perdemos el presente y hablando de eso no es bueno que nos quedemos mucho en el artículo cuatro. ¿Otro remojón antes del whisky? Del whisky, qué grosería, a mí me dan Carpano combinado con ginebra y angostura. Oh, perdón. No es nada, los refinamientos llevan tiempo, vamos en busca del rayo verde, en una de ésas quién te dice.
          Viernes, día de Robinson, alguien lo recordó entre dos tragos y se habló un rato de islas y naufragios, hubo un breve y violento chubasco caliente que plateó las palmeras y trajo más tarde un nuevo rumor de pájaros, las migraciones, el viejo marinero y su albatros, era gente que sabía vivir, cada whisky venía con su ración de folklore, de viejas canciones de las Hébridas o de Guadalupe, al término del día Vera y Mauricio pensaron lo mismo, el hotel merecía su nombre, era la hora de los vientos alisios para ellos, Anna la dadora de vértigos olvidados, Sandro el hacedor de máquinas sutiles, vientos alisios devolviéndolos a otros tiempos sin costumbres, cuando habían tenido también un tiempo así, invenciones y deslumbramientos en el mar de las sábanas, solamente que ahora, solamente que ya no ahora y por eso, por eso los alisios que soplarían aún hasta el martes, exactamente hasta el final del interregno que era otra vez el pasado remoto, un viaje instantáneo a las fuentes aflorando otra vez, bañándolos de una delicia presente pero ya sabida, alguna vez sabida antes de los códigos, de Blues in Thirds.
          No hablaron de eso a la hora de encontrarse en el Boeing de Nairobi, mientras encendían juntos el primer cigarrillo del retorno. Mirarse como antes los llenaba de algo para lo que no había palabras y que los dos callaron entre tragos y anécdotas del Trade Winds, de alguna manera había que guardar el Trade Winds, los alisios tenían que seguir empujándolos, la buena vieja querida navegaron a vela volviendo para destruir las hélices, para acabar con el sucio lento petróleo de cada día contaminando las copas de champaña del cumpleaños, la esperanza de cada noche. Vientos alisios de Anna y de Sandro, seguir bebiéndolos en plena cara mientras se miraban entre dos bocanadas de humo, por qué Mauricio ahora si Sandro seguía siempre ahí, su piel y su pelo y su voz afinando la cara de Mauricio como la ronca risa de Anna en pleno amor anegaba esa sonrisa que en Vera valía amablemente como una ausencia. No había artículo seis pero podían inventarlo sin palabras, era tan natural que en algún momento él invitara a Anna a beber otro whisky que ella, aceptándolo con una caricia en la mejilla, dijera que sí, dijera sí, Sandro, sería tan bueno tomarnos otro whisky para quitarnos el miedo de la altura, jugar así todo el viaje, ya no había necesidad de códigos para decidir que Sandro se ofrecería en el aeródromo para acompañar a Anna hasta su casa, que Anna aceptaría con el simple acatamiento de los deberes caballerescos, que una vez en la casa fuera ella quien buscara las llaves en el bolso e invitara a Sandro a tomar otro trago, le hiciera dejar la maleta en el zaguán y le mostrara el camino del salón, disculpándose por las huellas de polvo y el aire encerrado, corriendo las cortinas y trayendo hielo mientras Sandro examinaba con aire apreciativo las pilas de discos y el grabado de Friedlander. Eran más de las once de la noche, bebieron las copas de la amistad y Anna trajo una lata de paté y bizcochos, Sandro la ayudó a hacer canapés y no llegaron a probarlos, las manos y las bocas se buscaban, volcarse en la cama y desnudarse ya enlazados, buscarse entre cintas y trapos, arrancarse las últimas ropas y abrir la cama, bajar las luces y tomarse lentamente, buscando y murmurando, sobre todo esperando y murmurándose la esperanza.
          Vaya a saber cuándo volvieron los tragos y los cigarrillos, las almohadas para sentarse en la cama y fumar bajo la luz de la lámpara en el suelo. Casi no se miraban, las palabras iban hasta la pared y volvían en un lento juego de pelota para ciegos, y ella la primera preguntándose como a sí misma qué sería de Vera y de Mauricio después del Trade Winds, qué sería de ellos después del regreso.
          —Ya se habrán dado cuenta —dijo él—. Ya habrán comprendido y después de eso no podrán hacer más nada.
          —Siempre se puede hacer algo —dijo ella—, Vera no se va a quedar así, bastaba con verla.
          —Mauricio tampoco —dijo él—, lo conocí apenas pero era tan evidente. Ninguno de los dos se va a quedar así y casi es fácil imaginar lo que van a hacer.
          —Sí, es fácil, es como verlo desde aquí.
          —No habrán dormido, igual que nosotros, y ahora estarán hablándose despacio, sin mirarse. Ya no tendrán nada que decirse, creo que será Mauricio el que abra el cajón y saque el frasco azul. Así, ves, un frasco azul como éste.
          —Vera las contará y las dividirá —dijo ella—. Le tocaban siempre las cosas prácticas, lo hará muy bien. Dieciséis para cada uno, ni siquiera el problema de un número impar.
          —Las tragarán de a dos, con whisky y al mismo tiempo, sin adelantarse.
          —Serán un poco amargas —dijo ella.
          —Mauricio dirá que no, más bien ácidas.
          —Sí, puede que sean ácidas. Y después apagarán la luz, no se sabe por qué.
          —Nunca se sabe por qué, pero es verdad que apagarán la luz y se abrazarán. Eso es seguro, sé que se abrazarán.
          —En la oscuridad —dijo ella buscando el interruptor—. Así, verdad.
          —Así —dijo él.



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