Julio
Cortázar
(1914-1984)
Una flor amarilla
(Final del juego, 1956)
Parece una broma, pero somos
inmortales. Lo sé por la negativa, lo sé porque conozco al único
mortal. Me contó su historia en un bistró de la rue Cambronne, tan
borracho que no le costaba nada decir la verdad aunque el patrón y los
viejos clientes del mostrador se rieran hasta que el vino se les salía
por los ojos. A mí debió verme algún interés pintado en la cara,
porque se me apiló firme y acabamos dándonos el lujo de la mesa en un
rincón donde se podía beber y hablar en paz. Me contó que era jubilado
de la municipalidad y que su mujer se había vuelto con sus padres por una
temporada, un modo como otro cualquiera de admitir que lo había
abandonado. Era un tipo nada viejo y nada ignorante, de cara reseca y ojos
tuberculosos. Realmente bebía para olvidar, y lo proclamaba a partir del
quinto vaso de tinto. No le sentí ese olor que es la firma de París pero
que al parecer sólo olemos los extranjeros. Y tenía las uñas cuidadas,
y nada de caspa.
Contó que en un
autobús de la línea 95 había visto a un chico de unos trece años, y
que al rato de mirarlo descubrió que el chico se parecía mucho a él,
por lo menos se parecía al recuerdo que guardaba de sí mismo a esa edad.
Poco a poco fue admitiendo que se le parecía en todo, la cara y las
manos, el mechón cayéndole en la frente, los ojos muy separados, y más
aun en la timidez, la forma en que se refugiaba en una revista de
historietas, el gesto de echarse el pelo hacia atrás, la torpeza
irremediable de los movimientos. Se le parecía de tal manera que casi le
dio risa, pero cuando el chico bajó en la rue de Rennes, él bajó
también y dejó plantado a un amigo que lo esperaba en Montparnasse.
Buscó un pretexto para hablar con el chico, le preguntó por una calle y
oyó ya sin sorpresa una voz que era su voz de la infancia. El chico iba
hacia esa calle, caminaron tímidamente juntos unas cuadras. A esa altura
una especie de revelación cayó sobre él. Nada estaba explicado pero era
algo que podía prescindir de explicación, que se volvía borroso o
estúpido cuando se pretendía —como ahora— explicarlo.
Resumiendo, se las
arregló para conocer la casa del chico, y con el prestigio que le daba un
pasado de instructor de boy scouts se abrió paso hasta esa fortaleza de
fortalezas, un hogar francés. Encontró una miseria decorosa y una madre
avejentada, un tío jubilado, dos gatos. Después no le costó demasiado
que un hermano suyo le confiara a su hijo que andaba por los catorce
años, y los dos chicos se hicieron amigos. Empezó a ir todas las semanas
a casa de Luc; la madre lo recibía con café recocido, hablaban de la
guerra, de la ocupación, también de Luc. Lo que había empezado como una
revelación se organizaba geométricamente, iba tomando ese perfil
demostrativo que a la gente le gusta llamar fatalidad. Incluso era posible
formularlo con las palabras de todos los días: Luc era otra vez él, no
había mortalidad, éramos todos inmortales.
—Todos inmortales,
viejo. Fíjese, nadie había podido comprobarlo y me toca a mí, en un 95.
Un pequeño error en el mecanismo, un pliegue del tiempo, un avatar
simultáneo en vez de consecutivo, Luc hubiera tenido que nacer después
de mi muerte, y en cambio... Sin contar la fabulosa casualidad de
encontrármelo en el autobús. Creo que ya se lo dije, fue una especie de
seguridad total, sin palabras. Era eso y se acabó. Pero después
empezaron las dudas, por que en esos casos uno se trata de imbécil o toma
tranquilizantes. Y junto con las dudas, matándolas una por una, las
demostraciones de que no estaba equivocado, de que no había razón para
dudar. Lo que le voy a decir es lo que más risa les da a esos imbéciles,
cuando a veces se me ocurre contarles. Luc no solamente era yo otra vez,
sino que iba a ser como yo, como este pobre infeliz que le habla. No
había más que verlo jugar, verlo caerse siempre mal, torciéndose un pie
o sacándose una clavícula, esos sentimientos a flor de piel, ese rubor
que le subía a la cara apenas se le preguntaba cualquier cosa. La madre,
en cambio, cómo les gusta hablar, cómo le cuentan a uno cualquier cosa
aunque el chico esté ahí muriéndose de vergüenza, las intimidades más
increíbles, las anécdotas del primer diente, los dibujos de los ocho
años, las enfermedades... La buena señora no sospechaba nada, claro, y
el tío jugaba conmigo al ajedrez, yo era como de la familia, hasta les
adelanté dinero para llegar a un fin de mes. No me costó ningún trabajo
conocer el pasado de Luc, bastaba intercalar preguntas entre los temas que
interesaban a los viejos: el reumatismo del tío, las maldades de la
portera, la política. Así fui conociendo la infancia de Luc entre jaques
al rey y reflexiones sobre el precio de la carne, y así la demostración
se fue cumpliendo infalible. Pero entiéndame, mientras pedimos otra copa:
Luc era yo, lo que yo había sido de niño, pero no se lo imagine como un
calco. Más bien una figura análoga, comprende, es decir que a los siete
años yo me había dislocado una muñeca y Luc la clavícula, y a los
nueve habíamos tenido respectivamente el sarampión y la escarlatina, y
además la historia intervenía, viejo, a mí el sarampión me había
durado quince días mientras que a Luc lo habían curado en cuatro, los
progresos de la medicina y cosas por el estilo. Todo era análogo y por
eso, para ponerle un ejemplo al caso, bien podría suceder que el panadero
de la esquina fuese un avatar de Napoleón, y él no lo sabe porque el
orden no se ha alterado, porque no podrá encontrar se nunca con la verdad
en un autobús; pero si de alguna manera llegara a darse cuenta de esa
verdad, podría comprender que ha repetido y que está repitiendo a
Napoleón, que pasar de lavaplatos a dueño de una buena panadería en
Montparnasse es la misma figura que saltar de Córcega al trono de
Francia, y que escarbando despacio en la historia de su vida encontraría
los momentos que corresponden a la campaña de Egipto, al consulado y a
Austerlitz, y hasta se daría cuenta de que algo le va a pasar con su
panadería dentro de unos años, y que acabará en una Santa Helena que a
lo mejor es una piecita en un sexto piso, pero también vencido, también
rodeado por el agua de la soledad, también orgulloso de su panadería que
fue como un vuelo de águilas. Usted se da cuenta, ¿no?.
Yo me daba cuenta,
pero opiné que en la infancia todos tenemos enfermedades típicas a plazo
fijo, y que casi todos nos rompemos alguna cosa jugando al fútbol.
—Ya sé, no le he
hablado más que de las coincidencias visibles. Por ejemplo, que Luc se
pareciera a mí no tenía importancia, aunque sí la tuvo para la
revelación en el autobús. Lo verdaderamente importante eran las
secuencias, y eso es difícil de explicar porque tocan al carácter, a
recuerdos imprecisos, a fábulas de la infancia. En ese tiempo, quiero
decir cuando tenía la edad de Luc, yo había pasado por una época amarga
que empezó con una enfermedad interminable, después en plena
convalecencia me fui a jugar con los amigos y me rompí un brazo, y apenas
había salido de eso me enamoré de la hermana de un condiscípulo y
sufrí como se sufre cuando se es incapaz de mirar en los ojos a una chica
que se está burlando de uno. Luc se enfermó también, apenas
convaleciente lo invitaron al circo y al bajar de las graderías resbaló
y se dislocó un tobillo. Poco después su madre lo sorprendió una tarde
llorando al lado de la ventana, con un pañuelito azul estrujado en la
mano, un pañuelo que no era de la casa.
Como alguien tiene
que hacer de contradictor en esta vida, dije que los amores infantiles son
el complemento inevitable de los machucones y las pleuresías. Pero
admití que lo del avión ya era otra cosa. Un avión con hélice a
resorte, que él había traído para su cumpleaños.
—Cuando se lo di
me acordé una vez más del Meccano que mi madre me había regalado a los
catorce años, y de lo que me pasó. Pasó que estaba en el jardín, a
pesar de que se venía una tormenta de verano y se oían ya los truenos, y
me había puesto a armar una grúa sobre la mesa de la glorieta, cerca de
la puerta de calle. Alguien me llamó desde la casa, y tuve que entrar un
minuto. Cuando volví, la caja del Meccano había desaparecido y la puerta
estaba abierta. Gritando desesperado corrí a la calle donde ya no se
veía a nadie, y en ese mismo instante cayó un rayo en el chalet de
enfrente. Todo eso ocurrió como en un solo acto, y yo lo estaba
recordando mientras le daba el avión a Luc y él se quedaba mirándolo
con la misma felicidad con que yo había mirado mi Meccano. La madre vino
a traerme una taza de café, y cambiábamos las frases de siempre cuando
oímos un grito. Luc había corrido a la ventana como si quisiera tirarse
al vacío. Tenía la cara blanca y los ojos llenos de lágrimas, alcanzó
a balbucear que el avión se había desviado en su vuelo, pasando
exactamente por el hueco de la ventana entreabierta. «No se lo ve más,
no se lo ve más», repetía llorando. Oímos gritar más abajo, el tío
entró corriendo para anunciar que había un incendio en la casa de
enfrente. ¿Comprende, ahora? Sí, mejor nos tomamos otra copa.
Después, como yo me
callaba, el hombre dijo que había empezado a pensar solamente en Luc, en
la suerte de Luc. Su madre lo destinaba a una escuela de artes y oficios,
para que modestamente se abriera lo que ella llamaba su camino en la vida,
pero ese camino ya estaba abierto y solamente él, que no hubiera podido
hablar sin que lo tomaran por loco y lo separaran para siempre de Luc,
podía decirle a la madre y al tío que todo era inútil, que cualquier
cosa que hicieran el resultado sería el mismo, la humillación, la rutina
lamentable, los años monótonos, los fracasos que van royendo la ropa y
el alma, el refugio en una soledad resentida, en un bistró de barrio.
Pero lo peor de todo no era el destino de Luc; lo peor era que Luc
moriría a su vez y otro hombre repetiría la figura de Luc y su propia
figura, hasta morir para que otro hombre entrara a su vez en la rueda. Luc
ya casi no le importaba; de noche, su insomnio se proyectaba más allá
hasta otro Luc, hasta otros que se llamarían Robert o Claude o Michel,
una teoría al infinito de pobres diablos repitiendo la figura sin
saberlo, convencidos de su libertad y su albedrío. El hombre tenía el
vino triste, no había nada que hacerle.
—Ahora se ríen de
mí cuando les digo que Luc murió unos meses después, son demasiado
estúpidos para entender que... Sí, no se ponga usted también a mirarme
con esos ojos. Murió unos meses después, empezó por una especie de
bronquitis, así como a esa misma edad yo había tenido una infección
hepática. A mí me internaron en el hospital, pero la madre de Luc se
empeñó en cuidarlo en casa, y yo iba casi todos los días, y a veces
llevaba a mi sobrino para que jugara con Luc. Había tanta miseria en esa
casa que mis visitas eran un consuelo en todo sentido, la compañía para
Luc, el paquete de arenques o el pastel de damascos. Se acostumbraron a
que yo me encargara de comprar los medicamentos, después que les hablé
de una farmacia donde me hacían un descuento especial. Terminaron por
admitirme como enfermero de Luc, y ya se imagina que en una casa como
ésa, donde el médico entra y sale sin mayor interés, nadie se fija
mucho si los síntomas finales coinciden del todo con el primer
diagnóstico... ¿Por qué me mira así? ¿He dicho algo que no esté
bien?
No, no había dicho
nada que no estuviera bien, sobre todo a esa altura del vino. Muy al
contrario, a menos de imaginar algo horrible la muerte del pobre Luc
venía a demostrar que cualquiera dado a la imaginación puede empezar un
fantaseo en un autobús 95 y terminarlo al lado de la cama donde se está
muriendo calladamente un niño. Para tranquilizarlo, se lo dije. Se quedó
mirando un rato el aire antes de volver a hablar.
—Bueno, como
quiera. La verdad es que en esas semanas después del entierro sentí por
primera vez algo que podía parecerse a la felicidad. Todavía iba cada
tanto a visitar a la madre de Luc, le llevaba un paquete de bizcochos,
pero poco me importaba ya de ella o de la casa, estaba como anegado por la
certidumbre maravillosa de ser el primer mortal, de sentir que mi vida se
seguía desgastando día tras día, vino tras vino, y que al final se
acabaría en cualquier parte y a cualquier hora, repitiendo hasta lo
último el destino de algún desconocido muerto vaya a saber dónde y
cuándo, pero yo sí que estaría muerto de verdad, sin un Luc que entrara
en la rueda para repetir estúpidamente una estúpida vida. Comprenda esa
plenitud, viejo, envídieme tanta felicidad mientras duró.
Porque, al parecer,
no había durado. El bistró y el vino barato lo probaban, y esos ojos
donde brillaba una fiebre que no era del cuerpo. Y sin embargo había
vivido algunos meses saboreando cada momento de su mediocridad cotidiana,
de su fracaso conyugal, de su ruina a los cincuenta años, seguro de su
mortalidad inalienable. Una tarde, cruzando el Luxemburgo, vio una flor.
—Estaba al borde
de un cantero, una flor amarilla cualquiera. Me había detenido a encender
un cigarrillo y me distraje mirándola. Fue un poco como si también la
flor me mirara, esos contactos, a veces... Usted sabe, cualquiera los
siente, eso que llaman la belleza. Justamente eso, la flor era bella, era
una lindísima flor. Y yo estaba condenado, yo me iba a morir un día para
siempre. La flor era hermosa, siempre habría flores para los hombres
futuros. De golpe comprendí la nada, eso que había creído la paz, el
término de la cadena. Yo me iba a morir y Luc ya estaba muerto, no
habría nunca más una flor para alguien como nosotros, no habría nada,
no habría absolutamente nada, y la nada era eso, que no hubiera nunca
más una flor. El fósforo encendido me abrasó los dedos. En la plaza
salté a un autobús que iba a cualquier lado y me puse absurdamente a
mirar, a mirar todo lo que se veía en la calle y todo lo que había en el
autobús. Cuando llegamos al término mino, bajé y subí a otro autobús
que llevaba a los suburbios. Toda la tarde, hasta entrada la noche, subí
y bajé de los autobuses pensando en la flor y en Luc, buscando entre los
pasajeros a alguien que se pareciera a Luc, a alguien que se pareciera a
mí o a Luc, a alguien que pudiera ser yo otra vez, a alguien a quien
mirar sabiendo que era yo, y luego dejarlo irse sin decirle nada, casi
protegiéndolo para que siguiera por su pobre vida estúpida, su imbécil
vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida
fracasada hacia otra...
Pagué.
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