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Julio
Cortázar En ese juego todo tenía que andar
rápido. Cuando el Número Uno decidió que había que liquidar a Romero y
que el Número Tres se encargaría del trabajo, Beltrán recibió la
información pocos minutos más tarde. Tranquilo pero sin perder un
instante, salió del café de Corrientes y Libertad y se metió en un
taxi. Mientras se bañaba en su departamento, escuchando el noticioso,
se acordó de que había visto por última vez a Romero en San Isidro, un
día de mala suerte en las carreras. En ese entonces Romero era un tal
Romero, y él un tal Beltrán; buenos amigos antes de que la vida los
metiera por caminos tan distintos. Sonrió casi sin ganas, pensando en la
cara que pondría Romero al encontrárselo de nuevo, pero la cara de
Romero no tenía ninguna importancia y en cambio había que pensar
despacio en la cuestión del café y del auto. Era curioso que al Número
Uno se le hubiera ocurrido hacer matar a Romero en el café de Cochabamba
y Piedras, y a esa hora; quizá, si había que creer en ciertas
informaciones, el Número Uno ya estaba un poco viejo. De todos modos la
torpeza dé la orden le daba una ventaja: podía sacar el auto del garaje,
estacionarlo con el motor en marcha por el lado de Cochabamba, y quedarse
esperando a que Romero llegara como siempre a encontrarse con los amigos
a eso de las siete de la tarde. Si todo salía bien evitaría que Romero
entrase en el café, y al mismo tiempo que los del café vieran o
sospecharan su intervención. Era cosa de suerte y de cálculo, un simple
gesto (que Romero no dejaría de ver, porque era un lince), y saber
meterse en el tráfico y pegar la vuelta a toda máquina. Si los dos
hacían las cosas como era debido —y Beltrán estaba tan seguro de
Romero como de él mismo— todo quedaría despachado en un momento.
Volvió a sonreír pensando en la cara del Número Uno cuando más tarde,
bastante más tarde, lo llamara desde algún teléfono público para
informarle de lo sucedido. Literatura
.us
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