Julio
Cortázar
(1914-1984)
La noche boca arriba
(Final del juego, 1956)
A mitad del largo zaguán del hotel
pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir a la calle y sacar la
motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía
guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez;
llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los
altos edificios del centro, y él —porque para sí mismo, para ir
pensando, no tenía nombre— montó en la máquina saboreando el paseo.
La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los
pantalones.
Dejó pasar los
ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes
vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del
trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con
poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las
aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero
corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la
tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su
involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio
que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las
luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el
pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la
mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de
golpe.
Volvió bruscamente
del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo
de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando
lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo
derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre
él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la
confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina.
Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la
garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima,
supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la
piernas. «Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la
máquina de costado...» Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de
espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un
trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia
policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda
donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba
bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo
acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja
goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para
beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas
quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía
muy estropeada. «Natural», dijo él. «Como que me la ligué encima...»
Los dos rieron, y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le
deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo
llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando
bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o
cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a
hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una
camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le
doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por
las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi
contento.
Lo llevaron a la
sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda
puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de
operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a
mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaron la cabeza, sintió que
lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra
vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la
mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era
curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero
un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las
marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó,
y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se
movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de
los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la
de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la
estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo
torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño
algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no
había participado del juego. «Huele a guerra», pensó, tocando
instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana
tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil,
temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo.
Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy
lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo
fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El
sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un
animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio,
venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese
incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al
corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a
cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos
pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a
su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una
bocanada horrible del olor que más temía, y saltó desesperado hacia
adelante.
—Se va a caer de
la cama —dijo el enfermo de al lado—. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y
era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala.
Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de
la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un
aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo
kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los
labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera
podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto,
entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos,
respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito
blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con
alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja conectada
con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un
médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo
sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba
arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve
como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente
repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin
embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de
maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito
de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a
poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían
suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los
ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no
le iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al
pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del
caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una
confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante
embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena
oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos
negro que el resto. «La calzada», pensó. «Me salí de la calzada.»
Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar
un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las
piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el
silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con
la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a
encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal,
subió como el escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba
el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del
maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la
dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los
tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en
la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La
guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres
noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando
la calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros
no le siguieran el rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya
habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La
caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso.
Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado,
del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se
enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en
el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El
olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al
cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho.
Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire
una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
—Es la fiebre —dijo
el de la cama de al lado—. A mí me pasaba igual cuando me operé del
duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche
de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una
lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo
protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz
baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin... Pero no quería
seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse.
Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo
sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la
mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las
formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no
debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía
apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la
moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de
fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí
como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el
momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera
no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese
hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más
bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido
distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De
todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio
mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la
sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un
alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le
preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo
el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y
en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera
descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la
lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de
espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse,
pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le
cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y
mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso
enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba
estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo. El frío le
ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente
el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora
estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente,
como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la
fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo
a la espera de su turno.
Oyó gritar, un
grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un
quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo,
todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final
inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en
los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo
sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas
agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente,
con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como
un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas
que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba
hasta que el dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la
doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz.
Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los
sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se
reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas.
Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como
bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba tironeado por los cuatro
acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas
iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo
tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban,
lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva
que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez
del techo nacieran las estrellas y se alzara frente él la escalinata
incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa
nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de
estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra
roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si
le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro
de la vida.
Salió de un brinco
a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que
lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían
callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja,
de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó
buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que
seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía
formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez
del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que
pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa
hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la
modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano
sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus
dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía
interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él
boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía,
abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de
la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no
querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al
otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada
vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la
escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban
las hogueras, las rojas columnas de humo perfumado, y de golpe vio la
piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies
del sacrificado que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas
del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por
despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra vez
estaba inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía
la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del
sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano.
Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a
despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido
el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado
por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas
que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba
bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían
alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo
en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos
cerrados entre las hogueras.
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