Julio
Cortázar
(1914-1984)
La banda
(Final del juego, 1956)
A la memoria de René
Crevel, que murió por cosas así.
En febrero de 1947, Lucio Medina me
contó un divertido episodio que acababa de sucederle. Cuando en
septiembre de ese año supe que había renunciado a su profesión y
abandonado el país, pensé oscuramente una relación entre ambas cosas.
No sé si a él se le ocurrió alguna vez el mismo enlace. Por si le es
útil a la distancia, por si aún anda vivo en Roma o en Birmingham, narro
su simple historia con la mayor cercanía posible.
Una ojeada a la
cartelera previno a Lucio que en el Gran Cine Ópera daban una película
de Anatole Litvak que se le había escapado en la época de su paso por
los cines del centro. Le llamó la atención que un cine como el Ópera
diera otra vez esa película, pero en el 47 Buenos Aires ya andaba escaso
de novedades. A las seis, liquidado su trabajo en Sarmiento y Florida, se
largó al centro con el gusto del buen porteño y llegó al cine cuando
iba a empezar la función. El programa -anunciaba un noticiario, un dibujo
animado y la película de Litvak. Lucio pidió una platea en fila doce y
compró Crítica para evitarse tener que mirar las decoraciones de la sala
y los balconcitos laterales que le producían legítimas náuseas. El
noticiario empezó en ese momento, y mucha gente entró a la sala mientras
bañistas en Miami rivalizan con las sirenas y en Túnez inauguran un
dique gigante. A la derecha de Lucio se sentó un cuerpo voluminoso que
olía a Cuero de Rusia de Atkinson, lo que ya es oler. El cuerpo venía
acompañado de dos cuerpos menores que durante un rato bulleron
intranquilos y sólo se calmaron ala horade Donald Duck. Todo eso era
corriente en un cine de Buenos Aires, y sobre todo en la sección
vermouth.
Cuando se
encendieron las luces, borrando un tanto el indescriptible cielo
estrellado y nebuloso, un amigo prolongó su lectura de Crítica con una
ojeada a la sala. Había algo ahí que no andaba bien, algo no definible.
Señoras preponderadamente obesas se diseminaban en la platea, y al igual
que la que tenía al lado aparecían acompañadas de una prole más o
menos numerosa. Le extrañó que gente así sacara plateas en el Ópera,
varias de tales señoras tenían el cutis y el atuendo de respetables
cocineras endomingadas, hablaban con abundancia de ademanes de neto corte
italiano, y sometían a sus niños a un régimen de pellizcos e
invocaciones. Señores con el sombrero sobre los muslos (y agarrado con
ambas manos) representaban la contraparte masculina de una concurrencia
que tenía perplejo a Lucio. Miró el programa impreso, sin encontrar más
mención que la de las películas proyectadas y los programas venideros.
Por fuera todo estaba en orden. Desentendiéndose, se puso a leer el
diario y despachó los telegramas del exterior. A mitad del editorial su
noción del tiempo le insinuó que el intervalo era anormalmente largo, y
volvió a echarle una ojeada a la sala. Llegaban parejas, grupos de tres o
cuatro señoritas venidas con lo que Villa Crespo o el Parque Lezama
estiman elegante, y había grandes encuentros, presentaciones y
entusiasmos en distintos sectores de la platea. Lucio empezó a
preguntarse si no se habría equivocado, aunque le costaba precisar cuál
podía ser su equivocación. En ese momento bajaron las luces, pero al
mismo tiempo ardieron brillantes proyectores de escena, se alzó el telón
y Lucio vio, sin poder creerlo, una inmensa banda femenina de música
formada en el escenario, con un canelón donde podía leerse: BANDA DE “ALPARGATAS”.
Y mientras (me acuerdo de su cara al contármelo)jadeaba de sorpresa y
maravilla, el director alzó la batuta y un estrépito inconmensurable
arrolló la platea so pretexto de una marcha militar.
-Vos comprendés,
aquello era tan increíble que me llevó un rato salir de la estupidez en
que había caído -dijo Lucio-. Mi inteligencia, si me permitís llamarla
así, sintetizó instantáneamente todas las anomalías dispersas e hizo
de ellas la verdad: una función para empleados y familias de la
compañía "Alpargatas", que los ranas del Ópera ocultaban en
los programas para vender las plateas sobrantes. Demasiado sabían que si
los de afuera nos enterábamos de la banda no íbamos a entrar ni a tiros.
Todo eso lo vi muy bien, pero no creas que se me pasó el asombro. Primero
que yo jamás me había imaginado que en Buenos Aires hubiera una banda de
mujeres tan fenomenal (aludo a la cantidad). Y después que la música que
estaban tocando era tan terrible, que el sufrimiento de mis oídos no me
permitía coordinar las ideas ni los reflejos. Tenía al mismo tiempo
ganas de reírme a gritos, de putear a todo el mundo, y de irme. Pero
tampoco quería perder el filme del viejo Anatole, che, de manera que no
me movía.
La banda terminó
la primera marcha y las señoras rivalizaron en el menester de celebrarla.
Durante el segundo número (anunciado con un cartelito) Lucio empezó a
hacer nuevas observaciones. Por lo pronto la banda era un enorme carnelo,
pues de sus ciento y pico de integrantes sólo una tercera parte tocaba
los instrumentos. El resto era puro chiqué, las nenas enarbolaban
trompetas y clarines al igual que las verdaderas ejecutantes, pero la
única música que producían era la de sus hermosísimos muslos que Lucio
encontró dignos de alabanza y cultivo, sobretodo después de algunas
lúgubres experiencias en el Maipo. En suma, aquella banda descomunal se
reducía a una cuarentena de sopladoras y tamborileras, mientras el resto
se proponía en aderezo visual con ayuda de lindísimos uniformes y
caruchas de fin de semana. El director era un joven por completo
inexplicable si se piensa que estaba enfundado en un frac que,
recortándose como una silueta china contra el fondo oro y rojo de la
banda, le daba un aire de coleóptero totalmente ajeno al cromatismo del
espectáculo. Este joven movía en todas direcciones una larguísima
batuta, y parecía vehementemente dispuesto a rimar la música de la
banda, cosa que estaba muy lejos de conseguir a juicio de Lucio. Como
calidad, la banda era una de las peores que había escuchado en su vida.
Marcha tras marcha, la audición continuaba en medio del beneplácito
general (repito sus términos sarcásticos y esdrújulos), y a cada pieza
terminada renacía la esperanza de que por fin el centenar de budincitos
se mandara mudar y reinara el silencio bajo la estrellada bóveda del
Ópera. Cayó el telón y Lucio tuvo como un ataque de felicidad, hasta
reparar en que los proyectores no se habían apagado, lo que lo hizo
enderezarse desconfiado en la platea. Y ahí nomás telón arriba otra
vez, pero ahora un nuevo cartelón: LA BANDA EN DESFILE. Las chicas se
habían puesto de perfil, de los metales brotaba una ululante discordancia
vagamente parecida a la marcha El Tala, y la banda entera, inmóvil en
escena, movía rítmicamente las piernas como si estuviera desfilando.
Bastaba con ser la madre de una de las chicas para hacerse la perfecta
ilusión del desfile, máxime cuando al frente evolucionaban ocho
imponderables churros esgrimiendo esos bastones con borlas que se
revolean, se tiran al aire y se barajan. El joven coleóptero abría el
desfile, fingiendo caminar con gran aplicación, y Lucio tuvo que escuchar
interminables da capo al fine que en su opinión alcanzaron a durar entre
cinco y ocho cuadras. Hubo una modesta ovación al finalizar, y el telón
vino como un vasto párpado a proteger los manoseados derechos de la
penumbra y el silencio.
-El asombro se me
había pasado -me dijo Lucio- pero ni siquiera durante la película, que
era excelente, pude quitarme de encima una sensación de extrañamiento.
Salí a la calle, con el calor pegajoso y la gente de las ocho de la
noche, y me metí en El Galeón a beber un gin fizz. De golpe me olvidé
por completo de la película de Litvak, la banda me ocupaba como si yo
fuera el escenario del Ópera. Tenía ganas de reírme pero estaba
enojado, comprendés. Primero que yo hubiera debido acercarme a la
taquilla del cine y cantarles cuatro verdades. No lo hice porque soy
porteño, lo sé muy bien. Total, qué le vachaché ¿no te parece? Pero
no era eso lo que me irritaba, había otra cosa más profunda. A mitad del
segundo copetín empecé a comprender. Aquí el relato de Lucio se vuelve
de difícil transcripción. En esencia (pero justamente lo esencial es lo
que se fuga) sería así: hasta ese momento lo había preocupado una serie
de elementos anómalos sueltos: el mentido programa, los espectadores
inapropiados, la banda ilusoria en la que la mayoría era falsa, el
director fuera de tono, el fingido desfile, y él mismo metido en algo que
no le tocaba. De pronto le pareció entender aquello en términos que lo
excedían infinitamente. Sintió como si le hubiera sido dado ver al fin
la realidad. Un momento de realidad que le había parecido falsa porque
era la verdadera, la que ahora ya no estaba viendo. Lo que acababa de
presenciar era lo cierto, es decir lo falso. Dejó de sentir el escándalo
de hallarse rodeado de elementos que no estaban en su sitio, porque en la
misma conciencia de un mundo otro, comprendió que esa visión podía
prolongarse a la calle, a El Galeón, a su traje azul, a su programa de la
noche, a su oficina de mañana, a su plan de ahorro, a su veraneo de
marzo, a su amiga, a su madurez, al día de su muerte. Por suerte ya no
seguía viendo así, por suerte era otra vez Lucio Medina. Pero sólo por
suerte.
A veces he pensado
que esto hubiera sido realmente interesante si Lucio vuelve al cine,
indaga, y descubre la inexistencia de tal festival. Pero es cosa
verificable que la banda tocó esa tarde en el Ópera. En realidad el
cambio de vida y el destierro de Lucio le vienen del hígado o de alguna
mujer. Y después que no es justo seguir hablando mal de la banda, pobres
chicas.
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