Julio
Cortázar
(1914-1984)
Cartas de mamá
(Las armas secretas, 1959)
Muy bien hubiera podido llamarse
libertad condicional. Cada vez que la portera le entregaba un sobre, a
Luis le bastaba reconocer la minúscula cara familiar de José de San
Martín para comprender que otra vez más habría de franquear el puente.
San Martín, Rivadavia, pero esos nombres eran también imáenes de calles
y de cosas, Rivadavia al seis mil quinientos, el caserón de Flores,
mamá, el café de San Martín y Corrientes donde lo esperaban a veces los
amigos, donde el mazagrán tenía un leve gusto a aceite de ricino. Con el
sobre en la mano, después del Merci bien, madame Durand, salir a
la calle no era ya lo mismo que el día anterior, que todos los días
anteriores. Cada carta de mamá (aun antes de eso que acababa de ocurrir,
este absurdo error ridículo) cambiaba de golpe la vida de Luis, lo
devolvía al pasado como un duro rebote de pelota. Aun antes de eso que
acababa de leer —y que ahora releía en el autobús entre enfurecido y
perplejo, sin acabar de convencerse—, las cartas de mamá; eran siempre
una alteración del tiempo, un pequeño escándalo inofensivo dentro del
orden de cosas que Luis había querido y trazado y conseguido, calzándolo
en su vida como había calzado a Laura en su vida y a París en su vida.
Cada nueva carta insinuaba por un rato (porque después el las borraba en
el acto mismo de contestarlas cariñosamente) que su libertad duramente
conquistada, esa nueva vida recortada con feroces golpes de tijera en la
madeja de lana que los demás habían llamado su vida, cesaba de
justificarse, perdía pie, se borraba como el fondo de las calles mientras
el autobús corría por la rue de Richelieu. No quedaba más que una parva
libertad condicional, la irrisión de vivir a la manera de una palabra
entre paréntesis, divorciada de la frase principal de la que sin embargo
es casi siempre sostén y explicación. Y desazón, y una necesidad de
contestar en seguida, como quien vuelve a cerrar una puerta.
Esa mañana había
sido una de las tantas mañanas en que llegaba carta de mamá. Con Laura
hablaban poco del pasado, casi nunca del caserón de Flores. No es que a
Luis no le gustara acordarse de Buenos Aires. Más bien se trataba de
evadir nombres (las personas, evadidas hacía ya tanto tiempo, los
verdaderos fantasmas que son los nombres, esa duración pertinaz). Un día
se había animado a decirle a Laura: «Si se pudiera romper y tirar el
pasado como el borrador de una carta o de un libro. Pero ahí queda
siempre, manchando la copia en limpio, y yo creo que eso es el verdadero
futuro.» En realidad, por qué no habían de hablar de Buenos Aires donde
vivía la familia, donde los amigos de cuando en cuando adornaban una
postal con frases cariñosas. Y el roto-grabado de La Nación con
los sonetos de tantas señoras entusiastas, esa sensación de ya leído,
de para qué. Y de cuando en cuando alguna crisis de gabinete, algún
coronel enojado, algún boxeador magnífico. ¿Por qué no habían de
hablar de Buenos Aires con Laura? Pero tampoco ella volvía al tiempo de
antes, sólo al azar de algún diálogo, y sobre todo cuando llegaban
cartas de mamá, dejaba caer un nombre o una imagen como monedas fuera de
circulación, objetos de un mundo caduco en la lejana orilla del río.
—Eh oui, fait
lourd —dijo el obrero sentado frente a él.
«Si supiera lo que
es el calor —pensó Luis—. Si pudiera andar una tarde de febrero por
la Avenida de Mayo, por alguna callecita de Liniers.»
Sacó otra vez la carta del sobre, sin ilusiones: el
párrafo estaba ahí, bien claro. Era perfectamente absurdo pero estaba
ahí. Su primera reacción, después de la sorpresa, el golpe en plena
nuca, era como siempre de defensa. Laura no debía leer la carta de mamá.
Por más ridículo que fuese el error, la confusión de nombres (mamá
había querido escribir «Víctor» y había puesto «Nico»), de todos
modos Laura se afligiría, sería estúpido. De cuando en cuando se
pierden cartas; ojalá ésta se hubiera ido al fondo del mar. Ahora
tendría que tirarla al water de la oficina, y por supuesto unos
días después Laura se extrañaría: «Qué raro, no ha llegado carta de
tu madre.» Nunca decía tu mamá, tal vez porque había perdido a
la suya siendo niña. Entonces él contestaría: «De veras, es raro. Le
voy a mandar unas líneas hoy mismo», y las mandaría, asombrándose del
silencio de mamá. La vida seguiría igual, la oficina, el cine por las
noches, Laura siempre tranquila, bondadosa, atenta a sus deseos. Al bajar
del autobús en la rue de Rennes se preguntó bruscamente (no era una
pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) por qué no quería mostrarle a
Laura la carta de mamá. No por ella, por lo que ella pudiera sentir. No
le importaba gran cosa lo que ella pudiera sentir, mientras lo disimulara.
(¿No le importaba gran cosa lo que ella pudiera sentir, mientras lo
disimulara?) No, no le importaba gran cosa. (¿No le importaba?) Pero la
primera verdad, suponiendo que hubiera otra detrás, la verdad inmediata
por decirlo así, era que le importaba la cara que pondría Laura, la
actitud de Laura. Y le importaba por él, naturalmente, por el efecto que
le haría la forma en que a Laura iba a importarle la carta de mamá. Sus
ojos caerían en un momento dado sobre el nombre de Nico, y él sabéa que
el mentón de Laura empezaría a temblar ligeramente, y después Laura
diría: «Pero qué raro... ¿qué le habrá pasado a tu madre?» Y él
habría sabido todo el tiempo que Laura se contenía para no gritar, para
no esconder entre las manos un rostro desfigurado ya por el llanto, por el
dibujo del nombre de Nico temblándole en la boca.
En la agencia de
publicidad donde trabajaba como diseñador, releyó la carta, una de las
tantas cartas de mamá, sin nada de extraordinario fuera del párrafo
donde se habáa equivocado de nombre. Pensó si no podría borrar la
palabra, reemplazar Nico por Víctor, sencillamente reemplazar el error
por la verdad, y volver con la carta a casa para que Laura la leyera. Las
cartas de mamá interesaban siempre a Laura, aunque de una manera
indefinible no le estuvieran destinadas. Mamá le escribía a él;
agregaba al final, a veces a mitad de la carta, saludos muy cariñosos
para Laura. No importaba, las leía con el mismo interés, vacilando ante
alguna palabra ya retorcida por el reuma y la miopía. «Tomo Saridón, y
el doctor me ha dado un poco de salicilato...» Las cartas se posaban dos
o tres días sobre la mesa de dibujo; Luis hubiera querido tirarlas apenas
las contestaba, pero Laura las releía, a las mujeres les gusta releer las
cartas, mirarlas de un lado y de otro, parecen extraer un segundo sentido
cada vez que vuelven a sacarlas y a mirarlas. Las cartas de mamá eran
breves, con noticias domésticas, una que otra referencia al orden
nacional (pero esas cosas que ya se sabían por los telegramas de Le
Monde, llegaban siempre tarde por su mano). Hasta podía pensarse que
las cartas eran siempre la misma, escueta y mediocre, sin nada
interesante. Lo mejor de mamá era que nunca se había abandonado a la
tristeza que debía causarle la ausencia de su hijo y de su nuera, ni
siquiera al dolor —tan a gritos, tan a lágrimas al principio— por la
muerte de Nico. Nunca, en los dos años que llevaban ya en París, mamá
había mencionado a Nico en sus cartas. Era como Laura, que tampoco lo
nombraba. Ninguna de las dos lo nombraba, y hacía más de dos años que
Nico había muerto. La repentina mención de su nombre a mitad de la carta
era casi un escándalo. Ya el solo hecho de que el nombre de Nico
apareciera de golpe en una frase, con la N larga y temblorosa, la o
con una torcida; pero era peor, porque el nombre se situaba en una frase
incomprensible y absurda, en algo que no podía ser otra cosa que un
anuncio de senilidad. De golpe mamá perdía la noción del tiempo, se
imaginaba que... El párrafo venía después de un breve acuse de recibo
de una carta de Laura. Un punto apenas marcado con la débil tinta azul
comprada en el almacén del barrio, y a quemarropa: «Esta mañana Nico
preguntó por ustedes.» El resto seguía como siempre: la salud, la prima
Matilde se había caído y tenía una clavícula sacada, los perros
estaban bien. Pero Nico había preguntado por ellos.
En realidad hubiera
sido fácil cambiar Nico por Víctor, que era el que sin duda había
preguntado por ellos. El primo Víctor, tan atento siempre. Víctor tenía
dos letras más que Nico, pero con una goma y habilidad se podían cambiar
los nombres. Esta mañana Víctor preguntó por ustedes. Tan natural que
Víctor pasara a visitar a mamá y le preguntara por los ausentes.
Cuando volvió a
almorzar, traía intacta la carta en el bolsillo. Seguía dispuesto a no
decirle nada a Laura, que lo esperaba con su sonrisa amistosa, el rostro
que parecía haberse dibujado un poco desde los tiempos de Buenos Aires,
como si el aire gris de París le quitara el color y el relieve. Llevaban
más de dos años en París, habían salido de Buenos Aires apenas dos
meses después de la muerte de Nico, pero en realidad Luis se había
considerado como ausente desde el día mismo de su casamiento con Laura.
Una tarde, después de hablar con Nico que estaba ya enfermo, se había
jurado escapar de la Argentina, del caserón de Flores, de mamá y los
perros y su hermano (que ya estaba enfermo). En aquellos meses todo había
girado en torno a él como las figuras de una danza. Nico, Laura, mamá,
los perros, el jardín. Su juramento había sido el gesto brutal del que
hace trizas una botella en la pista, interrumpe el baile con un chicotear
de vidrios rotos. Todo había sido brutal en eso días: su casamiento, la
partida sin remilgos ni consideraciones para con mamá, el olvido de todos
los deberes sociales, de los amigos entre sorprendidos y desencantados. No
le había importado nada, ni siquiera el asomo de protesta de Laura. Mamá
se quedaba sola en el caserón, con los perros y los frascos de remedios,
con la ropa de Nico colgada todavía en un ropero. Que se quedara, que
todos se fueran al demonio. Mamá había parecido comprender, ya no
lloraba a Nico y andaba como antes por la casa, con la fría y resuelta
recuperación de los viejos frente a la muerte. Pero Luis no quería
acordarse de lo que había sido la tarde de la despedida, las valijas, el
taxi en la puerta, la casa ahí con toda la infancia, el jardín donde
Nico y él habían jugado a la guerra, los dos perros indiferentes y
estúpidos. Ahora era casi capaz de olvidarse de todo eso. Iba a la
agencia, dibujaba afiches, volvía a comer, bebía la taza de café que
Laura le alcanzaba sonriendo. Iban mucho al cine, mucho a los bosques,
conocían cada vez mejor París. Habían tenido suerte, la vida era
sorprendentemente fácil, el trabajo pasable, el departamento bonito, las
películas excelentes. Entonces llegaba carta de mamá.
No las detestaba; si
le hubieran faltado habría sentido caer sobre él la libertad como un
peso insoportable. Las cartas de mamá le traían un tácito perdón (pero
de nada había que perdonarlo), tendían el puente por donde era posible
seguir pasando. Cada una lo tranquilizaba o lo inquietaba sobre la salud
de mamá, le recordaba la economía familiar, la permanencia de un orden.
Y a la vez odiaba ese orden. Y a la vez odiaba ese orden y lo odiaba por
Laura, porque Laura estaba en París pero cada carta de mamá la definía
como ajena, como cómplice de ese orden que el había repudiado una noche
en el jardín, después de oír una vez más la tos apagada, casi humilde
de Nico.
No, no le mostraría la carta. Era innoble sustituir un
nombre por otro, era intolerable que Laura leyera la frase de mamá. Su
grotesco error, su tonta torpeza de un instante —la veía luchando con
una pluma vieja, con el papel que se ladeaba, con su vista insuficiente—,
crecería con Laura como una semilla fácil. Mejor tirar la carta (la
tiró esa tarde misma) y por la noche ir al cine con Laura, olvidarse lo
antes posible de que Víctor había preguntado por ellos. Aunque fuera
Víctor, el primo tan bien educado, olvidarse de que Víctor había
preguntado por ellos.
Diabólico,
agazapado, relamiéndose, Tom esperaba que Jerry cayera en la trampa.
Jerry no cayó, y llovieron sobre Tom catástrofes incontables. Después
Luis compró helados, los comieron mientras miraban distraídamente los
anuncios en colores. Cuando empezó la película, Laura se hundió un poco
más en su butaca y retiró la mano del brazo de Luis. Él la sentía otra
vez lejos, quién sabe si lo que miraban juntos era ya la misma cosa para
los dos, aunque más tarde comentaran la película en la calle o en la
cama. Se preguntó (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo)
si Nico y Laura habían estado así de distantes en los cines, cuando Nico
la festejaba y salían juntos. Probablemente habían conocido todos los
cines de Flores, toda la rambla estúpida de la calle Lavalle, el león,
el atleta que golpea el gongo, los subtítulos en castellano por Carmen de
Pinillos, los personajes de esta película son ficticios, y toda
relación... Entonces, cuando Jerry había escapado de Tom y empezaba la
hora de Bárbara Stanwyck o de Tyron Power, la mano de Nico se acostaría
despacio sobre el muslo de Laura (el pobre Nico, tan tímido, tan novio),
y los dos se sentirían culpables de quién sabe qué. Bien le constaba a
Luis que no habían sido culpables de nada definitivo; aunque no hubiera
tenido la más deliciosa de las pruebas, el veloz desapego de Laura por
Nico hubiera bastado para ver en ese noviazgo un mero simulacro urdido por
el barrio, la vecindad, los círculos culturales y recreativos que son la
sal de Flores. Había bastado el capricho de ir una noche a la misma sala
de baile que frecuentaba Nico, el azar de una presentación fraternal. Tal
vez por eso, por la facilidad del comienzo, todo el resto había sido
inesperadamente duro y amargo. Pero no quería acordarse ahora, la comedia
había terminado con la blanda derrota de Nico, su melancólico refugio en
una muerte de tísico. Lo raro era que Laura no lo nombrara nunca, y que
por eso tampoco él lo nombrara, que Nico no fuera ni siquiera el difunto,
ni siquiera el cuñado muerto, el hijo de mamá. Al principio le había
traído un alivio después del turbio intercambio de reproches, del llanto
y los gritos de mamá, de la estúpida intervención del tío Emilio y del
primo Víctor (Víctor preguntó esta mañana por ustedes), el casamiento
apresurado y sin más ceremonia que un taxi llamado por teléfono y tres
minutos delante de un funcionario con caspa en las solapas. Refugiados en
un hotel de Adrogué, lejos de mamá y de toda la parentela desencadenada,
Luis había agradecido a Laura que jamás hiciera referencia al pobre
fantoche que tan vagamente había pasado de novio a cuñado. Pero ahora,
con un mar de por medio, con la muerte y dos años de por medio, Laura
seguía sin nombrarlo, y él se plegaba a su silencio por cobardía,
sabiendo que en el fondo ese silencio lo agraviaba por lo que tenía de
reproche, de arrepentimiento, de algo que empezaba a parecerse a la
traición. Más de una vez había mencionado expresamente a Nico, pero
comprendía que eso no contaba, que la respuesta de Laura tendía a
desviar la conversación. Un lento territorio prohibido se había ido
formando poco a poco en su lenguaje, aislándolos de Nico, envolviendo su
nombre y su recuerdo en un algodón manchado y pegajoso. Y del otro lado
mamá hacía lo mismo, confabulaba inexplicablemente en el silencio. Cada
carta hablaba de los perros, de Matilde, de Víctor, del salicilato, del
pago de la pensión. Luis había esperado que alguna vez mamá aludiera a
su hijo para aliarse con ella frente a Laura, obligar cariñosamente a
Laura a que aceptara la existencia póstuma de Nico. No porque fuera
necesario, a quién le importaba nada de Nico vivo o muerto, pero la
tolerancia de su recuerdo en el panteón del pasado hubiera sido la
oscura, irrefutable prueba de que Laura lo había olvidado verdaderamente
y para siempre. Llamado a la plena luz de su nombre el íncubo se hubiera
desvanecido, tan débil e inane como cuando pisaba la tierra. Pero Laura
seguía callando el nombre de Nico, y cada vez que lo callaba, en el
momento preciso en que hubiera sido natural que lo dijera y exactamente lo
callaba, Luis sentía otra vez la presencia de Nico en el jardín de
Flores, escuchaba su tos discreta preparando el más perfecto regalo de
bodas imaginable, su muerte en plena luna de miel de la que había sido su
novia, del que había sido su hermano.
Una semana más
tarde Laura se sorprendió de que no hubiera llegado carta de mamá.
Barajaron las hipótesis usuales, y Luis escribió esa misma tarde. La
respuesta no lo inquietaba demasiado, pero hubiera querido (lo sentía al
bajar las escaleras por la mañana) que la portera le diera a él la carta
en vez de subir al tercer piso. Una quincena más tarde reconoció el
sobre familiar, el rostro del almirante Brown y una vista de las cataratas
del Iguazú. Guardó el sobre antes de salir a la calle y contestar el
saludo de Laura asomada a la ventana. Le pareció ridículo tener que
doblar la esquina antes de abrir la carta. El Boby se había escapado a la
calle y unos días después había empezado a rascarse, contagio de algún
perro sarnoso. Mamá iba a consultar a un veterinario amigo del tío
Emilio, porque no era cosa de que el Boby le pegara la peste al Negro. El
tío Emilio era de parecer que los bañara con acaroína, pero ella ya no
estaba para esos trotes y sería mejor que el veterinario recetara algún
polvo insecticida o algo para mezclar con la comida. La señora de la lado
tenía un gato sarnoso, vaya a saber si los gatos no eran capaces de
contagiar a los perros, aunque fuera a través del alambrado. Pero qué
les iba a interesar a ellos esas charlas de vieja, aunque Luis siempre
había sido muy cariñoso con los perros y de chico hasta dormía con uno
a los pies de la cama, al revés de Nico que no le gustaban mucho. La
señora de al lado aconsejaba espolvorearlos con dedeté por si no era
sarna, los perros pescan toda clase de pestes cuando andan por la calle;
en la esquina de Bacacay paraba un circo con animales raros, a lo mejor
había microbios en el aire, esas cosas. Mamá no ganaba para sustos,
entre el chico de la modista que se había quemado el brazo con leche
hirviendo y el Boby sarnoso.
Después había como
una estrellita azul (la pluma cucharita que se enganchaba en el papel, la
exclamación de fastidio de mamá) y entonces unas reflexiones
melancólicas sobre lo sola que se quedaría si también Nico se iba a
Europa como parecía, pero ese era el destino de los viejos, los hijos son
golondrinas que se van un día, hay que tener resignación mientras el
cuerpo vaya tirando. La señora de al lado...
Alguien empujó a
Luis, le soltó una rápida declaración de derechos y obligaciones con
acento marsellés. Vagamente comprendió que estaba estorbando el paso de
la gente que entraba por el angosto corredor al métro. El resto
del día fue igualmente vago, telefoneó a Laura para decirle que no iría
a almorzar, pasó dos horas en un banco de plaza releyendo la carta de
mamá, preguntándose qué debería hacer frente a la insania. Hablar con
Laura, antes de nada. Por qué (no era una pregunta, pero cómo decirlo de
otro modo) seguir ocultándole a Laura lo que pasaba. Ya no podía fingir
que esta carta se había perdido como la otra, ya no podía creer a medias
que mamá se había equivocado y escrito Nico por Víctor, y que era tan
penoso que se estuviera poniendo chocha. Resueltamente esas cartas eran
Laura, eran lo que iba a ocurrir con Laura. Ni siquiera eso: lo que ya
había ocurrido desde el día de su casamiento, la luna de miel en
Adrogué, las noches en que se habían querido desesperadamente en el
barco que los traía a Francia. Todo era Laura, todo iba a ser Laura ahora
que Nico quería venir a Europa en el delirio de mamá. Cómplices como
nunca, mamá le estaba hablando a Laura de Nico, le estaba anunciando que
Nico iba a venir a Europa, y lo decía así, Europa a secas, sabiendo tan
bien que Laura comprendería que Nico iba a desembarcar en Francia, en
París, en una casa donde se fingía exquisitamente haberlo olvidado,
pobrecito.
Hizo dos cosas:
escribió al tío Emilio señalándole los síntomas que lo inquietaban y
pidiéndole que visitara inmediatamentte a mamá para cerciorarse y tomar
las medidas del caso. Bebió un coñac tras otro y anduvo a pie hacia su
casa para pensar en el camino lo que debía decirle a Laura, porque al fin
y al cabo tenía que hablar con Laura y ponerla al corriente. De calle en
calle fue sintiendo cómo le costaba situarse en el presente, en lo que
tendría que suceder media hora más tarde. La carta de mamá lo metía,
lo ahogaba en la realidad de esos dos años de vida en París, la mentira
de una paz traficada, de una felicidad de puertas para afuera, sostenida
por diversiones y espectáculos, de un pacto involuntario de silencio en
que los dos se desunían poco a poco como en todos los pactos negativos.
Sí, mamá, sí, pobre Boby sarnoso, mamá. Pobre Boby, pobre Luis,
cuánta sarna, mamá. Un baile del club de Flores, mamá, fui porque él
insistía, me imagino que quería darse corte con su conquista. Pobre
Nico, mamá, con esa tos seca en que nadie creía todavía, con ese traje
cruzado a rayas, esa peinada a la brillantina, esas corbatas de rayón tan
cajetillas. Uno charla un rato, simpatiza, cómo no vas a bailar esa pieza
con la novia del hermano, oh, novia es mucho decir, Luis, supongo que
puedo llamarlo Luis, verdad. Pero sí, me extraña que Nico no la haya
llevado a casa todavía, usted le va a caer tan bien a mamá. Este Nico es
más torpe, a que ni siquiera habló con su papá. Tímido, sí, siempre
fue igual. Como yo. ¿De qué se ríe, no me cree? Pero si yo no soy lo
que parezco... ¿Verdad que hace calor? De veras, usted tiene que venir a
casa, mamá va a estar encantada. Vivimos los tres solos, con los perros.
Che Nico, pero es una vergüenza, te tenías esto escondido, malandra.
Entre nosotros somos así, Laura, nos decimos cada cosa. Con tu permiso,
yo bailaría este tango con la señorita.
Tan poca cosa, tan
fácil, tan verdaderamente brillantina y corbata rayón. Ella había roto
con Nico por error, por ceguera, porque el hermano rana había sido capaz
de ganar de arrebato y darle vuelta la cabeza. Nico no juega al tenis,
qué va a jugar, usted no lo saca del ajedrez y la filatelia, hágame el
favor. Callado, tan poca cosa el pobrecito, Nico se había ido quedando
atrás, perdido en un rincón del patio, consolándose con el jarabe
pectoral y el mate amargo. Cuando cayó en cama y le ordenaron reposo
coincidió justamente con un baile en Gimnasia y Esgrima de Villa del
Parque. Uno no se va a perder esas cosas, máxime cuando va a tocar
Edgardo Donato y la cosa promete. A mamá le parecía tan bien que él
sacara a pasear a Laura, le había caído como una hija apenas la llevaron
una tarde a la casa. Vos fijate, mamá, el pibe está débil y capaz que
le hace impresión si uno le cuenta. Los enfermos como él se imaginan
cada cosa, de fija que va a creer que estoy afilando con Laura. Mejor que
no sepa que vamos a Gimnasia. Pero yo no le dije eso a mamá, nadie de
casa se enteró nunca que andábamos juntos. Hasta que se mejorara el
enfermito, claro. Y así el tiempo, los bailes, dos o tres bailes, las
radiografías de Nico, después el auto del petiso Ramos, la noche de la
farra en casa de la Beba, las copas, el paseo en auto hasta el puente del
arroyo, una luna, esa luna como una ventana de hotel allá arriba, y Laura
en el auto negándose, un poco bebida, las manos hábiles, los besos, los
gritos ahogados, la manta de vicuña, la vuelta en silencio, la sonrisa de
perdón.
La sonrisa era casi
la misma cuando Laura le abrió la puerta. Había carne al horno,
ensalada, un flan. A las diez vinieron unos vecinos que eran sus
compañeros de canasta. Muy tarde, mientras se preparaban para acostarse,
Luis sacó la carta y la puso sobre la mesa de luz.
—No te hablé
antes porque no quería afligirte. Me parece que mamá...
Acostado, dándole
la espalda, esperó. Laura guardó la carta en el sobre, apagó el
velador. La sintió contra él, no exactamente contra pero la oía
respirar cerca de su oreja.
—¿Vos te das
cuenta? —dijo Luis, cuidando su voz.
—Sí. ¿No creés
que se habrá equivocado de nombre?
Tenía que ser.
Peón cuatro rey, peón cuatro rey. Perfecto.
—A lo mejor quizo
poner Víctor —dijo, clavándose lentamente las uñas en la palma de la
mano.
—Ah, claro.
Podría ser —dijo Laura. Caballo rey tres alfil.
Empezaron a fingir
que dormían.
A Laura le había
parecido bien que el tío Emilio fuera el único en enterarse, y los días
pasaron sin que volvieran a hablar de eso. Cada vez que volvía a casa,
Luis esperaba una frase o un gesto insólitos en Laura, un claro en esa
guardia perfecta de calma y de silencio. Iban al cine como siempre,
hacían el amor como siempre. Para Luis ya no había en Laura otro
misterio que el de su resignada adhesión a esa vida en la que nada había
llegado a ser lo que pudieron esperar dos años atrás. Ahora la conocía
bien, a la hora de las confrontaciones definitivas tenía que admitir que
Laura era como había sido Nico, de las que se quedan atrás y sólo obran
por inercia, aunque empleara a veces una voluntad casi terrible en no
hacer nada, en no vivir de veras para nada. Se hubiera entendido mejor con
Nico que con él, y los dos lo venían sabiendo desde el día de su
casamiento, desde las primerras tomas de posición que siguen a la blanda
aquiescencia de la luna de miel y el deseo. Ahora Laura volvía a tener la
pesadilla. Soñaba mucho, pero la pesadilla era distinta, Luis la
reconocía entre muchos otros movimientos de su cuerpo, palabras confusas
o breves gritos de animal que se ahoga. Había empezado a bordo, cuando
todavía hablaban de Nico porque Nico acababa de morir y ellos se habían
embarcado unas pocas semanas después. Una noche, después de acordarse de
Nico y cuando ya se insinuaba el tácito silencio que se instalaría luego
entre ellos, Laura lo despertaba con un gemido ronco, una sacudida
convulsiva de las piernas, y de golpe un grito que era una negativa total,
un rechazo con las dos manos y todo el cuerpo y toda la voz de algo
horrible que le caía desde el sueño como un enorme pedazo de materia
pegajosa. Él la sacudía, la calmaba, le traía agua que bebía
sollozando, acosada aún a medias por el otro lado de su vida. Decía no
recordar nada, era algo horrible pero no se podía explicar, y acababa por
dormirse llevándose su secreto, porque Luis sabía que ella sabía, que
acababa de enfrentarse con aquel que entraba en su sueño, vaya a saber
bajo qué horrenda máscara, y cuyas rodillas abrazaría Laura en un
vértigo de espanto, quizá de amor inútil. Era siempre lo mismo, le
alcanzaba un vaso de agua, esperando en silencio a que ella volviera a
apoyar la cabeza en la almohada. Quizá un día el espanto fuera más
fuerte que el orgullo, si eso era orgullo. Quizá entonces él podría
luchar desde su lado. Quizá no todo estaba perdido, quizá la nueva vida
llegara a ser realmente otra cosa que ese simulacro de sonrisas y de cine
francés.
Frente a la mesa de
dibujo, rodeado de gentes ajenas, Luis recobraba el sentido de la
simetría y el método que le gustaba aplicar a la vida. Puesto que Laura
no tocaba el tema, esperando con aparente indiferencia la contestación
del tío Emilio, a él le correspondía entenderse con mamá. Contestó su
carta limitándose a las menudas noticias de las últimas semanas, y dejó
para la postdata una frase rectificatoria: «De modo que Víctor habla de
venir a Europa. A todo el mundo le da por viajar, debe ser la propaganda
de las agencias de turismo. Decíle que escriba, le podemos mandar todos
los datos que necesite. Decíle también que desde ahora cuenta con
nuestra casa.»
El tío Emilio
contestó casi a vuelta de correo, secamente como correspondía a un
pariente tan cercano y tan resentido por lo que en el velorio de Nico
había calificado de incalificable. Sin haberse disgustado de frente con
Luis, había demostrado sus sentimientos con la sutileza habitual en casos
parecidos, absteniéndose de ir a despedirlo al barco, olvidando dos años
seguidos la fecha de su cumpleaños. Ahora se limitaba a cumplir con su
deber de hermano político de mamá, y enviaba escuetamente los
resultados. Mamá estaba muy bien pero casi no hablaba, cosa comprensible
teniendo en cuenta los muchos disgustos de los últimos tiempos. Se notaba
que estaba muy sola en la casa de Flores, lo cual era lógico puesto que
ninguna madre que ha vivido toda la vida con sus dos hijos puede sentirse
a gusto en una enorme casa llena de recuerdos. En cuanto a las frases en
cuestión, el tío Emilio había procedido con el tacto que se requería
en vista de lo delicado del asunto, pero lamentaba decirles que no había
sacado gran cosa en limpio, porque mamá no estaba en vena de
conversación y hasta lo había recibido en la sala, cosa que nunca hacía
con su hermano político. A una insinuación de orden terapéutico, había
contestado que aparte del reumatismo se sentía perfectamente bien, aunque
en esos días la fatigaba tener que planchar tantas camisas. El tío
Emilio se había interesado por saber de qué camisas se trataba, pero
ella se había limitado a una inclinación de cabeza y un ofrecimiento de
jerez y galletitas Bagley.
Mamá no les dio
demasiado tiempo para discutir la carta del tío Emilio y su ineficacia
manifiesta. Cuatro días después llegó un sobre certificado, aunque
mamá sabía de sobra que no hay necesidad de certificar las cartas
aéreas a París. Laura telefoneó a Luis y le pidió que volviera lo
antes posible. Media hora más tarde la encontró respirando pesadamente,
perdida en la contemplación de unas flores amarillas sobre la mesa. La
carta estaba en la repisa de la chimenea, y Luis volvió a dejarla ahí
después de la lectura. Fue a sentarse junto a Laura, esperó. Ella se
encogió de hombros.
—Se ha vuelto loca —dijo.
Luis encendió un
cigarrillo. El humo le hizo llorar los ojos. Comprendió que la partida
continuaba, que a él le tocaba mover. Pero a esa partida la estaban
jugando tres jugadores, quizá cuatro. Ahora tenía la seguridad de que
también mamá estaba al borde del tablero. Poco a poco resbaló en el
sillón, y dejó que su cara se pusiera la inútil máscara de las manos
juntas. Oía llorar a Laura, abajo corrían a gritos los chicos de la
portera.
La noche trae
consejo, etcétera. Les trajo un sueño pesado y sordo, después que los
cuerpos se encontraron en una monótona batalla que en el fondo no habían
deseado. Una vez más se cerraba el tácito acuerdo: por la mañana
hablarían del tiempo, del crimen de Saint-Cloud, de James Dean. La carta
seguía sobre la repisa y mientras bebían té no pudieron dejar de verla,
pero Luis sabía que al volver del trabajo ya no la encontraría. Laura
borraba las huellas con su fría, eficaz diligencia. Un día, otro día,
otro día más. Una noche se rieron mucho con los cuentos de los vecinos,
con una audición de Fernandel. Se habló de ir a ver una pieza de teatro,
de pasar un fin de semana en Fontainebleau.
Sobre la mesa de
dibujo se acumulaban los datos innecesarios, todo coincidía con la carta
de mamá. El barco llegaba efectivamente al Havre el vierrnes 17 por la
mañana, y el tren especial entraba en Saint-Lazare a las 11:45. El jueves
vieron la pieza de teatro y se divirtieron mucho. Dos noches antes Laura
había tenido otra pesadilla, pero él no se molestó en traerle agua y la
dejó que se tranquilizara sola, dándole la espalda. Después Laura
durmió en paz, de día andaba ocupada cortando y cosiendo un vestido de
verano. Hablaron de comprar una máquina de coser eléctrica cuando
terminaran de pagar la heladera. Luis encontró la carta de mamá en el
cajón de la mesa de luz y la llevó a la oficina. Telefoneó a la
compañía naviera, aunque estaba seguro de que mamá daba las fechas
exactas. Era su única seguridad, porque todo el resto no se podía
siquiera pensar. Y ese imbécil del tío Emilio. Lo mejor sería escribir
a Matilde, por más que estuviesen distanciados Matilde comprendería la
urgencia de intervenir, de proteger a mamá. ¿Pero realmente (no era una
pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) había que proteger a mamá,
precisamente a mamá? Por un momento pensó en pedir larga distancia y
hablar con ella. Se acordó del jerez y las galletitas Bagley, se encogió
de hombros. Tampoco había tiempo de escribir a Matilde, aunque en
realidad había tiempo pero quizá fuese preferible esperar al viernes
diecisiete antes de... El coñac ya no lo ayudaba ni siquiera a no pensar,
o por lo menos a pensar sin tener miedo. Cada vez recordaba con más
claridad la cara de mamá en las últimas semanas de Buenos Aires,
después del entierro de Nico. Lo que él había entendido como dolor, se
lo mostraba ahora como otra cosa, algo en donde había una rencorosa
desconfianza, una expresión de animal que siente que van a abandonarlo en
un terreno baldío lejos de la casa, para deshacerse de él. Ahora
empezaba a ver de veras la cara de mamá. Recién ahora la veía de veras
en aquellos días en que toda la familia se había turnado para visitarla,
darle el pésame por Nico, acompañarla de tarde, y también Laura y él
venían de Adrogué para acompañarla, para estar con mamá. Se quedaban
apenas un rato porque después aparecía el tío Emilio, o Víctor, o
Matilde, y todos eran una misma fría repulsa, la familia indignada por lo
sucedido, por Adrogué, porque eran felices mientras Nico, pobrecito,
mientras Nico. Jamás sospecharían hasta qué punto habían colaborado
para embarcarlos en el primer buque a mano; como si se hubieran asociado
para pagarles los pasajes, llevarlos cariñosamente a bordo con regalos y
pañuelos.
Claro que su deber
de hijo lo obligaba a escribir en seguida a Matilde. Todavía era capaz de
pensar cosas así antes del cuarto coñac. Al quinto las pensaba de nuevo
y se reía (cruzaba París a pie para estar más solo y despejarse la
cabeza), se reía de su deber de hijo, como si los hijos tuvieran deberes,
como si los deberes fueran los de cuarto grado, los sagrados deberes para
la sagrada señorita del inmundo cuarto grado. Porque su deber de hijo no
era escribir a Matilde. ¿Para qué fingir (no era una pregunta, pero
cómo decirlo de otro modo) que mamá estaba loca? Lo único que se podía
hacer era no hacer nada, dejar que pasaran los días, salvo el viernes.
Cuando se despidió como siempre de Laura diciéndole que no vendría a
almorzar porque tenía que ocuparse de unos afiches urgentes, estaba tan
seguro del resto que hubiera podido agregar: «Si querés vamos juntos.»
Se refugió en el café de la estación, menos por disimulo que para tener
la pobre ventaja de ver sin ser visto. A las once y treinta y cinco
descubrió a Laura por su falda azul, la siguió a distancia, la vio mirar
el tablero, consultar a un empleado, comprar un boleto de plataforma,
entrar en el andén donde ya se juntaba la gente con el aire de los que
esperan. Detrás de una zorra cargada de cajones de fruta miraba a Laura
que parecía dudar entre quedarse cerca de la salida del andén o
internarse por él. La miraba sin sorpresa, como a un insecto cuyo
comportamiento podía ser interesante. El tren llegó casi en seguida y
Laura se mezcló con la gente que se acercaba a las ventanillas de los
coches buscando cada uno lo suyo, entre gritos y manos que sobresalían
como si dentro del tren se estuvieran ahogando. Bordeó la zorra y entró
al andén entre más cajones de fruta y manchas de grasa. Desde donde
estaba vería salir a los pasajeros, vería pasar otra vez a Laura, su
rostro lleno de alivio porque el rostro de Laura, ¿no estaría lleno de
alivio? (No era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo.) Y
después, dándose el lujo de ser el último una vez que pasaran los
últimos viajeros y los últimos changadores, entonces saldría a su vez,
bajaría a la plaza llena de sol para ir a beber coñac al café de la
esquina. Y esa misma tarde escribiría a mamá sin la menor referencia al
ridículo episodio (pero no era ridículo) y después tendría valor y
hablaría con Laura (pero no tendría valor y no hablaría con Laura). De
todas maneras coñac, eso sin la menor duda, y que todo se fuera al
demonio. Verlos pasar así en racimos, abrazándose con gritos y
lágrimas, las parentelas desatadas, un erotismo barato como un carroussel
de feria barriendo el andén, entre valijas y paquetes y por fin, por fin,
cuánto tiempo sin vernos, qué quemada estás, Ivette, pero sí, hubo un
sol estupendo, hija. Puesto a buscar semejanzas, por gusto de aliarse a la
imbecilidad, dos de los hombres que pasaban cerca debían ser argentinos
por el corte de pelo, los sacos, el aire de suficiencia disimulando el
azoramiento de entrar en París. Uno sobre todo se parecía a Nico, puesto
a buscar semejanzas. El otro no, y en realidad éste tampoco apenas se le
miraba el cuello mucho más grueso y la cintura más ancha. Pero puesto a
buscar semejanzas por puro gusto, ese otro que ya había pasado y avanzaba
hacia el portillo de salida, con una sola valija en la mano izquierda,
Nico era zurdo como él, tenía esa espalda un poco cargada, ese corte de
hombros. Y Laura debía haber pensado lo mismo porque venía detrás
mirándolo, y en la cara una expresión que él conocía bien, la cara de
Laura cuando despertaba de la pesadilla y se incorporaba en la cama
mirando fijamente el aire, mirando, ahora lo sabía, a aquél que se
alejaba dándole la espalda, consumaba la innominable venganza que la
hacía gritar y debatirse en sueños.
Puestos a buscar
semejanzas, naturalmente el hombre era un desconocido, lo vieron de frente
cuando puso la valija en el suelo para buscar el billete y entregarlo al
del portillo. Laura salió la primera de la estación, la dejó que tomara
distancia y se perdiera en la plataforma del autobús. Entró en el café
de la esquina y se tiró en una banqueta. Más tarde no se acordó si
había pedido algo de beber, si eso que le quemaba la boca era el regusto
del coñac barato. Trabajó toda la tarde en los afiches, sin tomarse
descanso. A ratos pensaba que tendría que escribirle a mamá, pero lo fue
dejando pasar hasta la hora de la salida. Cruzó París a pie, al llegar a
casa encontró a la portera en el zaguán y charlo un rato con ella.
Hubiera querido quedarse hablando con la portera o los vecinos, pero todos
iban entrando en los departamentos y se acercaba la hora de cenar. Subió
despacio (en realidad siempre subía despacio para no fatigarse los
pulmones y no toser) y al llegar al tercero se apoyó en la puerta antes
de tocar el timbre, para descansar un momento en la actitud del que
escucha lo que pasa en el interior de una casa. Después llamó con los
dos toques cortos de siempre.
—Ah, sos vos —dijo
Laura, ofreciéndole una mejilla fría—. Ya empezaba a preguntarme si
habrías tenido que quedarte más tarde. La carne debe estar recocida.
No estaba recocida,
pero en cambio no tenía gusto a nada. Si en ese momento hubiera sido
capaz de preguntarle a Laura por qué había ido a la estación, tal vez
el café hubiese recobrado el sabor, o el cigarrillo. Pero Laura no se
había movido de casa en todo el día, lo dijo como si necesitara mentir o
esperara que él hiciera un comentario burlón sobre la fecha, las manías
lamentables de mamá. Revolviendo el café, de codos sobre el mantel,
dejó pasar una vez más el momento. La mentira de Laura ya no importaba,
una más entre tantos besos ajenos, tantos silencios donde todo era Nico,
donde no había nada en ella o en él que no fuera Nico. ¿Por qué (no
era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) no poner un tercer
cubierto en la mesa? ¿Por qué no irse, por qué no cerrar el puño y
estrellarlo en esa cara triste y sufrida que el humo del cigarrillo
deformaba, hacía ir y venir como entre dos aguas, parecía llenar poco a
poco de odio como si fuera la cara misma de mamá? Quizá estaba en la
otra habitación, o quizá esperaba apoyado en la puerta como había
esperado él, o se había instalado ya donde siempre había sido el amo,
en el territorio blanco y tibio de las sábanas al que tantas veces había
acudido en sueños de Laura. Allí esperaría, tendido de espaldas,
fumando también él su cigarrillo, tosiendo un poco, riéndose con una
cara de payaso como la cara de los últimos días, cuando no le quedaba ni
una gota de sangre sana en las venas.
Pasó al otro
cuarto, fue a la mesa de trabajo, encendió la lámpara. No necesitaba
releer la carta de mamá para contestarla como debía. Empezó a escribir,
querida mamá. Escribió: querida mamá. Tiró el papel, escribió: mamá.
Sentía la casa como un puño que se fuera apretando. Todo era más
estrecho, más sofocante. El departamento había sido suficiente para dos,
estaba pensado exactamente para dos. Cuando levantó los ojos (acababa de
escribir: mamá), Laura estaba en la puerta, mirándolo. Luis dejó la
pluma.
—¿A vos no te
parece que está mucho más flaco? —dijo.
Laura hizo un gesto.
Un brillo paralelo le bajaba por las mejillas.
—Un poco —dijo—.
Uno va cambiando...
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar