Julio
Cortázar
(1914-1984)
El otro cielo
(Todos los fuegos el
fuego, 1966)
Ces
yeux ne t'apparticnnent pas... tró les as-tu pris?
..................., IV, 5.
Me ocurría a veces que todo se
dejaba andar, se ablandaba y cedía terreno, aceptando sin resistencia que
se pudiera ir así de una cosa a otra. Digo que me ocurría, aunque una
estúpida esperanza quisiera creer que acaso ha de ocurrirme todavía. Y
por eso, si echarse a caminar una y otra vez por la ciudad parece un
escándalo cuando se tiene una familia y un trabajo, hay ratos en que
vuelvo a decirme que ya sería tiempo de retornar a mi barrio preferido,
olvidarme de mis ocupaciones (soy corredor de bolsa) y con un poco de
suerte encontrar a Josiane y quedarme con ella hasta la mañana siguiente.
Quién sabe cuánto
hace que me repito todo esto, y es penoso porque hubo una época en que
las cosas me sucedían cuando menos pensaba en ellas, empujando apenas con
el hombro cualquier rincón del aire. En todo caso bastaba ingresar en la
deriva placentera del ciudadano que se deja llevar por sus preferencias
callejeras, y casi siempre mi paseo terminaba en el barrio de las
galerías cubiertas, quizá porque los pasajes y las galerías han sido mi
patria secreta desde siempre. Aquí, por ejemplo, el Pasaje Güemes,
territorio ambiguo donde ya hace tanto tiempo fui a quitarme la infancia
como un traje usado. Hacia el año veintiocho, el Pasaje Güemes era la
caverna del tesoro en que deliciosamente se mezclaban la entrevisión del
pecado y las pastillas de menta, donde se voceaban las ediciones
vespertinas con crímenes a toda página y ardían las luces de la sala
del subsuelo donde pasaban inalcanzables películas realistas. Las Josiane
de aquellos días debían mirarme con un gesto entre maternal y divertido,
yo con unos miserables centavos en el bolsillo pero andando como un
hombre, el chambergo requintado y las manos en los bolsillos, fumando un
Commander precisamente porque mi padrastro me había profetizado que
acabaría ciego por culpa del tabaco rubio. Recuerdo sobre todo olores y
sonidos, algo como una expectativa y una ansiedad, el kiosco donde se
podían comprar revistas con mujeres desnudas y anuncios de falsas
manicuras, y ya entonces era sensible a ese falso cielo de estucos y
claraboyas sucias, a esa noche artificial que ignoraba la estupidez del
día y del sol ahí afuera. Me asomaba con falsa indiferencia a las
puertas del pasaje donde empezaba el último misterio, los vagos
ascensores que llevarían a los consultorios de enfermedades venéreas y
también a los presuntos paraísos en lo más alto, con mujeres de la vida
y amorales, como les llamaban en los diarios, con bebidas preferentemente
verdes en copas biseladas, con batas de seda y kimonos violeta, y los
departamentos tendrían el mismo perfume que salía de las tiendas que yo
creía elegantes y que chisporroteaban sobre la penumbra del pasaje un
bazar inalcanzable de frascos y cajas de cristal y cisnes rosa y polvos
rachel y cepillos con mangos transparentes.
Todavía hoy me
cuesta cruzar el Pasaje Güemes sin enternecerme irónicamente con el
recuerdo de la adolescencia al borde de la caída; la antigua fascinación
perdura siempre, y por eso me gustaba echar a andar sin rumbo fijo,
sabiendo que en cualquier momento entraría en la zona de las galerías
cubiertas, donde cualquier sórdida botica polvorienta me atraía más que
los escaparates tendidos a la insolencia de las calles abiertas. La
Galerie Vivienne, por ejemplo, o el Passage des Panoramas con sus
ramificaciones, sus cortadas que rematan en una librería de viejo o una
inexplicable agencia de viajes donde quizá nadie compró nunca un billete
de ferrocarril, ese mundo que ha optado por un cielo más próximo, de
vidrios sucios y estucos con figuras alegóricas que tienden las manos
para ofrecer una guirnalda, esa Galerie Vivienne a un paso de la ignominia
diurna de la rué Réau—mur y de la Bolsa (yo trabajo en la Bolsa),
cuánto de ese barrio ha sido mío desde siempre, desde mucho antes de
sospecharlo ya era mío cuando apostado en un rincón del Pasaje Güemes,
contando mis pocas monedas de estudiante, debatía el problema de
gastarlas en un bar automático o comprar una novela y un surtido de
caramelos ácidos en su bolsa de papel transparente, con un cigarrillo que
me nublaba los ojos y en el fondo del bolsillo, donde los dedos lo rozaban
a veces, el sobrecito del preservativo comprado con falsa desenvoltura en
una farmacia atendida solamente por hombres, y que no tendría la menor
oportunidad de utilizar con tan poco dinero y tanta infancia en la cara.
Mi novia, Irma,
encuentra inexplicable que me guste vagar de noche por el centro o por los
barrios del sur, y si supiera de mi predilección por el Pasaje Güemes no
dejaría de escandalizarse. Para ella, como para mi madre, no hay mejor
actividad social que el sofá de la sala donde ocurre eso que llaman la
conversación, el café y el anisado. Irma es la más buena y generosa de
las mujeres, jamás se me ocurriría hablarle de lo que verdaderamente
cuenta para mí, y en esa forma llegaré alguna vez a ser un buen marido y
un padre cuyos hijos serán de paso los tan anhelados nietos de mi madre.
Supongo que por cosas así acabé conociendo a Josiane, pero no solamente
por eso ya que podría habérmela encontrado en el boulevard Pois-soniére
o en la rué Notre-Dame-des-Victoires, y en cambio nos miramos por primera
vez en lo más hondo de la Galerie Vivienne, bajo las figuras de yeso que
el pico de gas llenaba de temblores (las guirnaldas iban y venían entre
los dedos de las Musas polvorientas), y no tardé en saber que Josiane
trabajaba en ese barrio y que no costaba mucho dar con ella si se era
familiar de los cafés b amigo de los cocheros. Pudo ser coincidencia,
pero haberla conocido allí, mientras llovía en el otro mundo, el del
cielo alto y sin guirnaldas de la calle, me pareció un signo que iba más
allá del encuentro trivial con cualquiera de las prostitutas del barrio.
Después supe que en esos días Josiane no se alejaba de la galería
porque era la época en que no se hablaba más que de los crímenes de
Laurent y la pobre vivía aterrada. Algo de ese terror se trasformaba en
gracia, en gestos casi esquivos, en puro deseo. Recuerdo su manera de
mirarme entre codiciosa y desconfiada, sus preguntas que fingían
indiferencia, mi casi incrédulo encanto al enterarme de que vivía en los
altos de la galería, mi insistencia en subir a su bohardilla en vez de ir
al hotel de la me du Sentier (donde ella tenía amigos y se sentía
protegida). Y su confianza más tarde, cómo nos reímos esa noche a la
sola idea de que yo pudiera ser Laurent, y qué bonita y dulce era Josiane
en su bohardilla de novela barata, con el miedo al estrangulador rondando
por París y esa manera de apretarse más y más contra mí mientras
pasábamos revista a los asesinatos de Laurent.
Mi madre sabe
siempre si no he dormido en casa, y aunque naturalmente no dice nada
puesto que sería absurdo que lo dijera, durante uno o dos días me mira
entre ofendida y temerosa. Sé muy bien que jamás se le ocurriría
contárselo a Irma, pero lo mismo me fastidia la persistencia de un
derecho materno que ya nada justifica, y sobre todo que sea yo el que al
final se aparezca con una caja de bombones o una planta para el patio, y
que el regalo represente de una mañera muy precisa y sobrentendida la
terminación de la ofensa, el retorno a la vida corriente del hijo que
vive todavía en casa de su madre. Desde luego Josiane era feliz cuando le
contaba esa clase de episodios, que una vez en el barrio de las galerías
pasaban a formar parte de nuestro mundo con la misma llaneza que su
protagonista. El sentimiento familiar de Josiane era muy vivo y estaba
lleno de respeto por las instituciones y los parentescos; soy poco amigo
de confidencias pero como de algo teníamos que hablar y lo que ella me
había dejado saber de su vida ya estaba comentado, casi inevitablemente
volvíamos a mis problemas de hombre soltero. Otra cosa nos acercó, y
también en eso fui afortunado, porque a Josiane le gustaban las galerías
cubiertas, quizá por vivir en una de ellas o porque la protegían del
frío y la lluvia (la conocí a principios de un invierno, con nevadas
prematuras que nuestras galerías y su mundo ignoraban alegremente). Nos
habituamos a andar juntos cuando le sobraba el tiempo, cuando alguien —no
le gustaba llamarlo por su nombre— estaba lo bastante satisfecho como
para dejarla divertirse un rato con sus amigos. De ese alguien hablábamos
poco, luego que yo hice las inevitables preguntas y ella me contestó las
inevitables mentiras de toda relación mercenaria; se daba por supuesto
que era el amo, pero tenía el buen gusto de no hacerse ver. Llegué a
pensar que no le desagradaba que yo acompañara algunas noches a Josiane,
porque la amenaza de Laurent pesaba más que nunca sobre el barrio
después de su nuevo crimen en la rué d'Aboukir, y la pobre no se hubiera
atrevido a alejarse de la Galerie Vivienne una vez caída la noche. Era
como para sentirse agradecido a Laurent y al amo, el miedo ajeno me
servía para recorrer con Josiane los pasajes y los cafés, descubriendo
que podía llegar a ser un amigo de verdad de una muchacha a la que no me
ataba ninguna relación profunda. De esa confiada amistad nos fuimos dando
cuenta poco a poco, a través de silencios, de tonterías. Su habitación,
por ejemplo, la bohardilla pequeña y limpia que para mí no había tenido
otra realidad que la de formar parte de la galería. En un principio yo
había subido por Josiane, y como no podía quedarme porque me faltaba el
dinero para pagar una noche entera y alguien estaba esperando la
rendición sin mácula de cuentas, casi no veía lo que me rodeaba y mucho
más tarde, cuando estaba a punto de dormirme en mi pobre cuarto con su
almanaque ilustrado y su mate de plata como únicos lujos, me preguntaba
por la bohardilla y no alcanzaba a dibujármela, no veía más que a
Josiane y me bastaba para entrar en el sueño como si todavía la guardara
entre los brazos. Pero con la amistad vinieron las prerrogativas, quizá
la aquiescencia del amo, y Josiane se las arreglaba muchas veces para
pasar la noche conmigo, y su pieza empezó a llenarnos los huecos de un
diálogo que no siempre era fácil; cada muñeca, cada estampa, cada
adorno fueron instalándose en mi memoria y ayudándome a vivir cuando era
el tiempo de volver a mi cuarto o de conversar con mi madre o con Irma de
la política nacional y de las enfermedades en las familias.
Más tarde hubo
otras cosas, y entre ellas la vaga silueta de aquél que Josiane llamaba
el sudamericano, pero en un principio todo parecía ordenarse en torno al
gran terror del barrio, alimentado por lo que un periodista imaginativo
había dado en llamar la saga de Laurent el estrangulado!. Si en un
momento dado me propongo la imagen de Josiane, es para verla entrar
conmigo en el café de la rué des Jeuneurs, instalarse en la banqueta de
felpa morada y cambiar saludos con las amigas y los parroquianos, frases
sueltas que en seguida son Laurent, porque sólo de Laurent se habla en el
barrio de la Bolsa, y yo que he trabajado sin parar todo el día y he
soportado entre dos ruedas de cotizaciones los comentarios de colegas y
clientes acerca del último crimen de Laurent, me pregunto si esa torpe
pesadilla va a acabar algún día, si las cosas volverán a ser como
imagino que eran antes de Laurent, o si deberemos sufrir sus macabras
diversiones hasta el fin de los tiempos. Y lo más irritante (se lo digo a
Josiane después de pedir el grog que tanta falta nos hace con ese frío y
esa nieve) es que ni siquiera sabemos su nombre, el barrio lo llama
Laurent porque una vidente de la barrera de Clichy ha visto en la bola de
cristal cómo el asesino escribía su nombre con un dedo ensangrentado, y
los gacetilleros se cuidan de no contrariar los instintos del público.
Josiane no es tonta pero nadie la convencería de que el asesino no se
llama Laurent, y es inútil luchar contra el ávido terror parpadeando en
sus ojos azules que miran ahora distraídamente el paso de un hombre
joven, muy alto y un poco encorvado, que acaba de entrar y se apoya en el
mostrador sin saludar a nadie.
—Puede ser —dice
Josiane, acatando alguna reflexión tranquilizadora que debo haber
inventado sin siquiera pensarla—. Pero entretanto yo tengo que subir
sola a mi cuarto, y si el viento me apaga la vela entre dos pisos... La
sola idea de quedarme a oscuras en la escalera, y que quizá...
—Pocas veces
subes sola —le digo riéndome.
—Tú te burlas
pero hay malas noches, justamente cuando nieva o llueve y me toca volver a
las dos de la madrugada...
Sigue la
descripción de Laurent agazapado en un rellano, o todavía peor,
esperándola en su propia habitación a la que ha entrado mediante una
ganzúa infalible. En la mesa de al lado Kikí se estremece ostentosamente
y suelta unos grititos que se multiplican en los espejos. Los hombres nos
divertimos enormemente con esos espantos teatrales que nos ayudarán a
proteger con más prestigio a nuestras compañeras. Da gusto fumar unas
pipas en el café, a esa hora en que la fatiga del trabajo empieza a
borrarse con el alcohol y el tabaco, y las mujeres comparan sus sombreros
y sus boas o se ríen de nada; da gusto besar en la boca a Josiane que
pensativa se ha puesto a mirar al hombre —casi un muchacho— que nos da
la espalda y bebe su ajenjo a pequeños sorbos, apoyando un codo en el
mostrador. Es curioso, ahora que lo pienso: a la primera imagen que se me
ocurre de Josiane y que es siempre Josiane en la banqueta del café, una
noche de nevada y Laurent, se agrega inevitablemente aquél que ella
llamaba el sudamericano, bebiendo su ajenjo y dándonos la espalda.
También yo le llamo el sudamericano porque Josiane me aseguró que lo
era, y que lo sabía por la Rousse que se había acostado con él o poco
menos, y todo eso había sucedido antes de que Josiane y la Rousse se
pelearan por una cuestión de esquinas o de horarios y lo lamentaran ahora
con medias palabras porque habían sido muy buenas amigas. Según la
Rousse él le había dicho que era sudamericano aunque hablara sin el
menor acento; se lo había dicho al ir a acostarse con ella, quizá para
conversar de alguna cosa mientras acababa de soltarse las cintas de los
zapatos.
—Ahí donde lo
ves, casi un chico... ¿Verdad que parece un colegial que ha crecido de
golpe? Bueno, tendrías que oír lo que cuenta la Rousse.
Josiane perseveraba
en la costumbre de cruzar y separar los dedos cada vez que narraba algo
apasionante. Me explicó el capricho del sudamericano, nada tan
extraordinario después de todo, la negativa terminante de la Rousse, la
partida ensimismada del cliente. Le pregunté si el sudamericano la había
abordado alguna vez. Pues no, porque debía saber que la Rousse y ella
eran amigas. Las conocía bien, vivía en el barrio, y cuando Josiane dijo
eso yo miré con más atención y lo vi pagar su ajenjo echando una moneda
en el platillo de peltre mientras dejaba resbalar sobre nosotros —y era
como si cesáramos de estar allí por un segundo interminable— una
expresión distante y a la vez curiosamente fija, la cara, de alguien que
se ha inmovilizado en un momento de su sueño y rehusa dar el paso que lo
devolverá a la vigilia. Después de todo una expresión como esa, aunque
el muchacho fuese casi un adolescente y tuviera rasgos muy hermosos,
podía llevar como de la mano a la pesadilla recurrente de Laurent. No
perdí tiempo en proponérselo a Josiane.
—¿Laurent?
¡Estás loco! Pero si Laurent es. .. Lo malo era que nadie sabía nada de
Laurent, aunque Kikí y Albert nos ayudaran a seguir pesando las
probabilidades para divertirnos. Toda la teoría se vino abajo cuando el
patrón, que milagrosamente escuchaba cualquier diálogo en el café, nos
recordó que por lo menos algo se sabía de Laurent: la fuerza que le
permitía estrangular a sus víctimas con una sola mano. Y ese muchacho,
vamos... Sí, y ya era tarde y convenía volver a casa; yo tan solo porque
esa noche Josiane la pasaba con alguien que ya la estaría esperando en la
bohardilla, alguien 'que tenía la llave por derecho propio, y entonces la
acompañé hasta el primer rellano para que no se asustara si se le
apagaba la vela en mitad del ascenso, y desde una gran fatiga repentina la
miré subir, quizá contenta aunque me hubiera dicho lo contrario, y
después salí a la calle nevada y glacial y me puse a andar sin rumbo,
hasta que en algún momento encontré como siempre el camino que me
devolvería a mi barrio, entre gente que leía la sexta edición de los
diarios o miraba por las ventanillas del tranvía como si realmente
hubiera alguna cosa que ver a esa hora y en esas calles.
No siempre era
fácil llegar a la zona de las galerías y coincidir con un momento libre
de Josiane; cuántas veces me tocaba andar solo por los pasajes, un poco
decepcionado, hasta sentir poco a poco que la noche era también mi
amante. A la hora en que se encendían los picos de gas la animación se
despertaba en nuestro reino, los cafés eran la bolsa del ocio y del
contento, se bebía a largos tragos el fin de la jornada, los titulares de
los periódicos, la política, los prusianos, Laurent, las carreras de
caballos. Me gustaba saborear una copa aquí y otra más allá, atisbando
sin apuro el momento en que descubriría la silueta de Josiane en algún
codo de las galerías o en algún mostrador. Si ya estaba acompañada, una
señal convenida me dejaba .saber cuándo podría encontrarla sola; otras
veces se limitaba a sonreír y a mí me quedaba el resto del tiempo para
las galerías; eran las horas del explorador y así fui entrando en las
zonas más remotas del barrio, en la Galerie Sainte—Foy, por ejemplo, y
en los remotos Passages du Caire, pero aunque cualquiera de ellos me
atrajera más que las calles abiertas (y había tantos, hoy era el Passage
des Princes, otra vez el Passage Verdeau, así hasta el infinito), de
todas maneras el término de una larga ronda que yo mismo no hubiera
podido reconstruir me devolvía siempre a la Galerie Vivienne, no tanto
por Josiane aunque también fuera por ella, sino por sus rejas
protectoras, sus alegorías vetustas, sus sombras en el codo del Passage
des Petits—Péres, ese mundo diferente donde no había que pensar en.
Irma y se podía vivir sin horarios fijos, al azar de los encuentros y de
la suerte. Con tan pocos asideros no alcanzo a calcular el tiempo que
pasó antes de que volviéramos a hablar casualmente del sudamericano; una
vez me había parecido verlo salir de un portal de la rué Saint—Marc,
envuelto en una de esas hopalandas negras que tanto se habían llevado
cinco años atrás junto con sombreros de copa exageradamente alta, y
estuve tentado de acercarme y preguntarle por su origen. Me lo impidió el
pensar en la fría cólera con que yo habría recibido una interpelación
de ese género, pero Josiane encontró luego que había sido una tontería
de mi parte, quizá porque el sudamericano le interesaba a su manera, con
algo de ofensa gremial y mucho de curiosidad. Se acordó de que unas
noches atrás había creído reconocerlo de lejos en la Galerie Vivienne,
que sin embargo él no parecía frecuentar.
—No me gusta esa
manera que tiene de mirarnos —dijo Josiane—. Antes no me importaba,
pero desde aquella vez que hablaste de Laurent...
—Josiane, cuando
hice esa broma estábamos con Kikí y Albert. Albert es un soplón de la
policía, supongo que lo sabes. ¿Crees que dejaría pasar la oportunidad
si la idea le pareciera razonable? La cabeza de Laurent vale mucho dinero,
querida.
—No me gustan sus
ojos —se obstinó Josiane—. Y además que no te mira, la verdad es que
te clava los ojos pero no te mira. Si un día me aborda salgo huyendo, te
lo digo por esta cruz.
—Tienes miedo de
un chico. ¿O todos los sudamericanos te parecemos unos orangutanes?
Ya se sabe cómo
podían acabar esos diálogos. Ibamos a beber un grog al café de la rué
des Jeuneurs, recorríamos las galerías, los teatros del boulevard,
subíamos a la bohardilla, nos reíamos enormemente. Hubo algunas semanas
—por fijar un término, es tan difícil ser justo con la felicidad— en
que todo nos hacía reír, hasta las torpezas de Badinguet y el temor de
la guerra nos divertían. Es casi ridículo admitir que algo tan
desproporcionadamente inferior como Laurent pudiera acabar con nuestro
contento, pero así fue. Laurent mató a otra mujer en la rué Beauregard
—tan cerca, después de todo— y en el café nos quedamos como en misa
y Marthe, que había entrado a la carrera para gritar la noticia, acabó
en una explosión de llanto histérico que de algún modo nos ayudó a
tragar la bola que teníamos en la garganta. Esa misma noche la policía
nos pasó a todos por su peine más fino, de café en café y de hotel en
hotel; Josiane buscó al amo y yo la dejé irse, comprendiendo que
necesitaba la protección suprema que todo lo allanaba. Pero como en el
fondo esas cosas me sumían en una vaga tristeza —las galerías no eran
para eso, no debían ser para eso—, me puse a beber con Kikí y después
con la Rousse que me buscaba como puente para reconciliarse con Josiane.
Se bebía fuerte en nuestro café, y en esa niebla caliente de las voces y
los tragos me pareció casi justo que a medianoche el sudamericano fuera a
sentarse a una mesa del fondo y pidiera su ajenjo con la expresión de
siempre, hermosa y ausente y alunada. Al preludio de confidencia de la
Rousse contesté que ya lo sabía, y que después de todo el muchacho no
era ciego y sus gustos no merecían tanto rencor; todavía nos reíamos de
las falsas bofetadas de la Rousse cuando Kikí condescendió a decir que
alguna vez había estado en su habitación. Antes de que la Rousse pudiera
clavarle las diez uñas de una pregunta imaginable, quise saber cómo era
ese cuarto. “Bah, qué importa el cuarto”, decía desdeñosamente la
Rousse, pero Kikí ya se metía de lleno en una bohardilla de la rué
Notre—Dame—des—Victoires, sacando como un mal prestidigitador de
barrio un gato gris, muchos papeles borroneados, un piano que ocupaba
demasiado lugar, pero sobre todo papeles y al final otra vez el gato gris
que en el fondo parecía ser el mejor recuerdo de Kikí.
Yo la dejaba
hablar, mirando todo el tiempo hacia la mesa del fondo y diciéndome que
al fin y al cabo hubiera sido tan natural que me acercara al sudamericano
y le dijera un par de frases en español. Estuve a punto de hacerlo, y
ahora no soy más que uno de los muchos que se preguntan por qué en
algún momento no hicieron lo que habían pensado hacer. En cambio me
quedé con la Rousse y Kikí, fumando una nueva pipa y pidiendo otra ronda
de vino blanco; no me acuerdo bien de lo que sentí al renunciar a mi
impulso, pero era algo como una veda, el sentimiento de que si la
trasgredía iba a entrar en un territorio inseguro. Y sin embargo creo que
hice mal, que estuve al borde de un acto que hubiera podido salvarme.
Salvarme de qué, me pregunto. Pero precisamente de eso: salvarme de que
hoy no pueda hacer otra cosa que preguntármelo, y que no haya otra
respuesta que el humo del tabaco y esa vaga esperanza inútil que me sigue
por las calles como un perro sarnoso.
Où
sont—ils passes, les becs de gaz? Que
sont—elles devenues, les vendeuses d'amour?
............., VI, I.
Poco a poco tuve que convencerme de que habíamos entrado en malos tiempos
y que mientras Laurent y las amenazas prusianas nos preocuparan de ese
modo, la vida no volvería a ser lo que había sido en las galerías. Mi
madre debió notarme desmejorado porque me aconsejó que tomara algún
tónico, y los padres de Irma, que tenían un chalet en una isla del
Paraná, me invitaron a pasar una temporada de descanso y de vida
higiénica. Pedí quince días de vacaciones y me fui sin ganas a la isla,
enemistado de antemano con el sol y los mosquitos. El primer sábado
pretexté cualquier cosa y volví a la ciudad, anduve como a los tumbos
por calles donde los tacos se hundían en el asfalto blando. De esa
vagancia estúpida me queda un brusco recuerdo delicioso: al entrar una
vez más en el Pasaje Güemes me envolvió de golpe el aroma del café, su
violencia ya casi olvidada en las galerías donde el café era flojo y
recocido. Bebí dos tazas, sin azúcar, saboreando y oliendo a la vez,
quemándome y feliz. Todo lo que siguió hasta el fin de la tarde olió
distinto, el aire húmedo del centro estaba lleno de pozos de fragancia
(volví a pie hasta mi casa, creo que le había prometido a mi madre cenar
con ella), y en cada pozo del aire los olores eran más crudos, más
intensos, jabón amarillo, café, tabaco negro, tinta de imprenta, yerba
mate, todo olía encarnizadamente, y también el sol y el cielo eran más
duros y acuciados. Por unas horas olvidé casi rencorosamente el barrio de
las galerías, pero cuando volví a cruzar el Pasaje Güemes (¿era
realmente en la época de la isla? Acaso mezclo dos momentos de una misma
temporada, y en realidad poco importa) fue en vario que invocara la alegre
bofetada del café, su olor me pareció el de siempre y en cambio
reconocí esa mezcla dulzona y repugnante del aserrín y la cerveza rancia
que parece rezumar del piso de los bares del centro, pero quizá fuera
porque de nuevo estaba deseando encontrar a Josiane y hasta confiaba en
que el gran terror y las nevadas hubiesen llegado a su fin. Creo que en
esos días empecé a sospechar que ya el deseo no bastaba como antes para
que las cosas girasen acompasadamente y me propusieran alguna de las
calles que llevaban a la Galerie Vivienne, pero también es posible que
terminara por someterme mansamente al chalet de la isla para no
entristecer a Irma, para que no sospechara que mi único reposo verdadero
estaba en otra parte; hasta que no pude más y volví a la ciudad y
caminé hasta agotarme, con la camisa pegada al cuerpo, sentándome en los
bares para beber cerveza, esperando ya no sabía qué. Y cuando al salir
del último bar vi que no tenía más que dar la vuelta a la esquina para
internarme en mi barrio, la alegría se mezcló con la fatiga y una oscura
conciencia de fracaso, porque bastaba mirar la cara de la gente para
comprender que el gran terror estaba lejos de haber cesado, bastaba
asomarse a los ojos de Josiane en su esquina de la rué d'Uzés y oírle
decir quejumbrosa que el amo en persona había decidido protegerla de un
posible ataque; recuerdo que entre dos besos alcancé a entrever su
silueta en el hueco de un portal, defendiéndose de la cellisca envuelto
en una larga capa gris.
Josiane no era de
las que reprochan las ausencias, y me pregunto si en el fondo se daba
cuenta del paso del tiempo. Volvimos del brazo a la Galerie Vivienne,
subimos a la bohardilla, pero después comprendimos que no estábamos
contentos como antes y lo atribuimos vagamente a todo lo que afligía al
barrio; habría guerra, era fatal, los hombres tendrían que incorporarse
a las filas (ella empleaba solemnemente esas palabras con un ignorante,
delicioso respeto), la gente tenía miedo y rabia, la policía no había
sido capaz de descubrir a Laurent. Se consolaban guillotinando a otros,
como esa misma madrugada en que ejecutarían al envenenador del que tanto
habíamos hablado en el café de la rué des Jeuneurs en los días del
proceso; pero el terror seguía suelto en las galerías y en los pasajes,
nada había cambiado desde mi último encuentro con Josiane, y ni siquiera
había dejado de nevar.
Para consolarnos
nos fuimos de paseo, desafiando el frío porque Josiane tenía un abrigo
que debía ser admirado en una serie de esquinas y portales donde sus
amigas esperaban a los clientes soplándose los dedos o hundiendo las
manos en los manguitos de piel. Pocas veces habíamos andado tanto por los
boulevares, y terminé sospechando que éramos sobre todo sensibles a la
protección de los escaparates iluminados; entrar en cualquiera de las
calles vecinas (porque también Liliane tenía que ver el abrigo, y más
allá Francine) nos iba hundiendo poco a poco en el espanto, hasta que el
abrigo quedó suficientemente exhibido y yo propuse nuestro café y
corrimos por la rué du Croissant hasta dar la vuelta a la manzana y
refugiarnos en el calor y los amigos. Por suerte para todos la idea de la
guerra se iba adelgazando a esa hora en las memorias, a nadie se le
ocurría repetir los estribillos obscenos contra los prusianos,, se estaba
tan bien con las copas llenas y el calor de la estufa, los clientes de
paso se habían marchado y quedábamos solamente los amigos del patrón,
el grupo de siempre y la buena noticia de que la Rousse había pedido
perdón a Josiane y se habían reconciliado con besos y lágrimas y hasta
regalos. Todo tenía algo de guirnalda (pero las guirnaldas pueden ser
fúnebres, lo comprendí después) y por eso, como afuera estaban la nieve
y Laurent, nos quedábamos lo más posible en el café y nos enterábamos
a medianoche de que el patrón cumplía cincuenta años de trabajo detrás
del mismo mostrador, y eso había que festejarlo, una flor se trenzaba con
la siguiente, las botellas llenaban las mesas porque ahora las ofrecía el
patrón y no se podía desairar tanta amistad y tanta dedicación al
trabajo, y hacia las tres y media de la mañana Kikí completamente
borracha terminaba de cantarnos los mejores aires de la opereta de moda
mientras Josiane y la Rousse lloraban abrazadas de felicidad y ajenjo, y
Albert, casi sin darle importancia, trenzaba otra flor en la guirnalda y
proponía terminar la noche en la Roquette donde guillotinaban al
envenenador exactamente a las seis, y el patrón descubría emocionado que
ese final de fiesta era como la apoteosis de cincuenta años de trabajo
honrado y se obligaba, abrazándonos a todos y hablándonos de su esposa
muerta en el Languedoc, a alquilar dos fiacres para la expedición.
A eso siguió más
vino, la evocación de diversas madres y episodios sobresalientes de la
infancia, y una sopa de cebolla que Josiane y la Rousse llevaron a lo
sublime en la cocina del café mientras Albert, el patrón y yo nos
prometíamos amistad eterna y muerte a los prusianos. La sopa y los quesos
debieron ahogar tanta vehemencia, porque estábamos casi callados y hasta
incómodos cuando llegó la hora de cerrar el café con un ruido
interminable de barras y cadenas, y subir a los fiacres donde todo el
frío del mundo parecía estar esperándonos. Más nos hubiera valido
viajar juntos para abrigarnos, pero el patrón tenía principios
humanitarios en materia de caballos y montó en el primer fiacre con la
Rousse y Albert mientras me confiaba a Kikí y a Josiane quienes, dijo,
eran como sus hijas. Después de festejar adecuadamente la frase con los
cocheros, el ánimo nos volvió al cuerpo mientras subíamos hacia
Popincourt entre simulacros de carreras, voces de aliento y lluvias de
falsos latigazos. El patrón insistió en que bajáramos a cierta
distancia, aduciendo razones de discreción que no entendí, y tomados del
brazo para no resbalar demasiado en la nieve congelada remontamos la rué
de la Roquette vagamente iluminada por reverberos aislados, entre sombras
movientes que de pronto se resolvían en sombreros de copa, fiacres al
trote y grupos de embozados que acababan amontonándose frente a un
ensanchamiento de la calle, bajo la otra sombra más alta y más negra de
la cárcel. Un mundo clandestino se codeaba, se pasaba botellas de mano en
mano, repetía una broma que corría entre carcajadas y chillidos
sofocados, y también había bruscos silencios y rostros iluminados un
instante por un yesquero, mientras seguíamos avanzando dificultosamente y
cuidábamos de no separarnos como si cada uno supiera que sólo la
voluntad del grupo podía perdonar su presencia en ese sitio. La máquina
estaba ahí sobre sus cinco bases de piedra, y todo el aparato de la
justicia aguardaba inmóvil en el breve espacio entre ella y el cuadro de
soldados con los fusiles apoyados en tierra y las bayonetas caladas.
Josiane me hundía las uñas en el brazo y temblaba de tal manera que
hablé de llevármela a un café, pero no había cafés a la vista y ella
se empecinaba en quedarse. Colgada de mí y de Albert, saltaba de tanto en
tanto para ver mejor la máquina, volvía a clavarme las uñas, y al final
me obligó a agachar la cabeza hasta que sus labios encontraron mi boca, y
me mordió histéricamente murmurando palabras que pocas veces le había
oído y que colmaron mi orgullo como si por un momento hubiera sido el
amo. Pero de todos nosotros el único aficionado apreciativo era Albert;
fumando un cigarro mataba los minutos comparando ceremonias, imaginando el
comportamiento final del condenado, las etapas que en ese mismo momento se
cumplían en el interior de la prisión y que conocía en detalle por
razones que se callaba. Al principio lo escuché con avidez para enterarme
de cada nimia articulación de la liturgia, hasta que lentamente, como
desde más allá de él y de Josiane y de la celebración del aniversario,
me fue invadiendo algo que era como un abandono, el sentimiento
indefinible de que eso no hubiera debido ocurrir en esa forma, que algo
estaba amenazando en mí el mundo de las galerías y los pasajes, o
todavía peor, que mi felicidad en ese mundo había sido un preludio
engañoso, una trampa de flores como si una de las figuras de yeso me
hubiera alcanzado una guirnalda mentida (y esa noche yo había pensado que
las cosas se tejían como las flores en una guirnalda), para caer poco a
poco en Laurent, para derivar de la embriaguez inocente de la Galerie
Vivienne y de la bohardilla de Josiane, lentamente ir pasando al gran
terror, a la nieve, a la guerra inevitable, a la apoteosis de los
cincuenta años del patrón, a los fiacres ateridos del alba, al brazo
rígido de Josiane que se prometía no mirar y buscaba ya en mi pecho
dónde esconder la cara en el momento final. Me pareció (y en ese
instante las rejas empezaban a abrirse y se oía la voz de mando del
oficial de la guardia) que de alguna manera eso era un término, no sabía
bien de qué porque al fin y al cabo yo seguiría viviendo, trabajando en
la Bolsa y viendo de cuando en cuando a Josiane, a Albert y a Kikí que
ahora se había puesto a golpearme histéricamente el hombro, y aunque no
quería desviar los ojos de las rejas que terminaban de abrirse, tuve que
prestarle atención por un instante y siguiendo su mirada entre
sorprendida y burlona alcancé a distinguir casi al lado del patrón la
silueta un poco agobiada del sudamericano envuelto en la hopalanda negra,
y curiosamente pensé que también eso entraba de alguna manera en la
guirnalda, y que era un poco como si una mano acabara de trenzar en ella
la flor que la cerraría antes del amanecer. Y ya no pensé más porque
Josiane se apretó contra mí gimiendo, y en la sombra que los dos
reverberos de la puerta agitaban sin ahuyentarla, la mancha blanca de una
camisa surgió como flotando entre dos siluetas negras, apareciendo y
desapareciendo cada vez que una tercera sombra voluminosa se inclinaba
sobre ella con los gestos del que abraza o amonesta o dice algo. al oído
o da a besar alguna cosa, hasta que se hizo a un lado y la mancha blanca
se definió más de cerca, encuadrada por un grupo de gentes con sombreros
de copa y abrigos negros, y hubo como una prestidigitación acelerada, un
rapto de la mancha blanca por las dos figuras que hasta ese momento
habían parecido formar parte de la máquina, un gesto de arrancar de los
hombros un abrigo ya innecesario, un movimiento presuroso hacia adelante,
un clamor ahogado que podía ser de cualquiera, de Josiane convulsa contra
mi, de la mancha blanca que parecía deslizarse bajo el armazón donde
algo se desencadenaba con un chasquido y una conmoción casi simultáneos.
Creí que Josiane iba a desmayarse, todo el peso de su cuerpo resbalaba a
lo largo del mío como debía estar resbalando el otro cuerpo hacia la
nada, y me incliné para sostenerla mientras un enorme nudo de gargantas
se desataba en un final de misa con el órgano resonando en lo alto (pero
era un caballo que relinchaba al oler la sangre) y el reflujo nos empujó
entre gritos y órdenes militares. Por encima del sombrero de Josiane que
se había puesto a llorar compasivamente contra mi estómago, alcancé a
reconocer al patrón emocionado, a Albert en la gloria, y el perfil del
sudamericano perdido en la contemplación imperfecta de la máquina que
las espaldas de los soldados y el afanarse de los artesanos de la justicia
le iban librando por manchas aisladas, por relámpagos de sombra entre
gabanes y brazos y un afán general por moverse y partir en busca de vino
caliente y de sueño, como nosotros amontonándonos más tarde en un
fiacre para volver al barrio, comentando lo que cada uno había creído
ver y que no era lo mismo, no era nunca lo mismo y por eso valía más
porque entre la rué de la Roquette y el barrio de la Bolsa había tiempo
para reconstruir la ceremonia, discutirla, sorprenderse en
contradicciones, jactarse de una vista más aguda o de unos nervios más
templados para admiración de última hora de nuestras tímidas
compañeras.
Nada podía tener
de extraño que en esa época mi madre me notara más desmejorado y se
lamentara sin disimulo de una indiferencia inexplicable que hacía sufrir
a mi pobre novia y terminaría por enajenarme la protección de los amigos
de mi difunto padre gracias a los cuales me estaba abriendo paso en los
medios bursátiles. A frases así no se podía contestar más que con el
silencio, y aparecer algunos días después con una nueva planta de adorno
o un vale para madejas de lana a precio rebajado. Irma era más
comprensiva, debía confiar simplemente en que el matrimonio me
devolvería alguna vez a la normalidad burocrática, y en esos últimos
tiempos yo estaba al borde de darle la razón pero me era imposible
renunciar a la esperanza de que el gran terror llegara a su fin en el
barrio de las galerías y que volver a mi casa no se pareciera ya a una
escapatoria, a un ansia de protección que desaparecía tan pronto como mi
madre empezaba a mirarme entre suspiros o Irma me tendía la taza de café
con la sonrisa de las novias arañas. Estábamos por ese entonces en plena
dictadura militar, una más en la interminable serie, pero la gente se
apasionaba sobre todo por el desenlace inminente de la guerra mundial y
casi todos los días se improvisaban manifestaciones en el centro para
celebrar el avance aliado y la liberación de las capitales europeas,
mientras la policía cargaba contra los estudiantes y las mujeres, los
comercios bajaban presurosamente las cortinas metálicas y yo, incorporado
por la fuerza de las cosas a algún grupo detenido frente a las pizarras
de La Prensa, me preguntaba si sería capaz de seguir resistiendo mucho
tiempo a la sonrisa consecuente de la pobre Irma y a la humedad que me
empapaba la camisa entre rueda y rueda de cotizaciones, Empecé a sentir
que el barrio de las galerías ya no era como antes el término de un
deseo, cuando bastaba echar a andar por cualquier calle para que en alguna
esquina todo girara blandamente y me allegara sin esfuerzo a la Place des
Victoires donde era tan grato demorarse vagando por las callejuelas con
sus tiendas y zaguanes polvorientos, y a la hora más propicia entrar en
la Galerie Vivienne en busca de Josiane, a menos que caprichosamente
prefiriera recorrer primero el Passage des Panoramas o el Passage des
Princes y volver dando un rodeo un poco perverso por el lado de la Bolsa.
Ahora, en cambio, sin siquiera tener el consuelo de reconocer como aquella
mañana el aroma vehemente del café en el Pasaje Güemes (olía a
aserrín, a lejía), empecé a admitir desde muy lejos que el barrio de
las galerías no era ya el puerto de reposo, aunque todavía creyera en la
posibilidad de liberarme de mi trabajo y de Irma, de encontrar sin
esfuerzo la esquina de Josiane. A cada momento me ganaba el deseo de
volver; frente a las pizarras de los diarios, con los amigos, en el patio
de casa, sobre todo al anochecer, a la hora en que allá empezarían a
encenderse los picos de gas. Pero algo me obligaba a demorarme junto a mi
madre y a Irma, una oscura certidumbre de que en el barrio de las
galerías ya no me esperarían como antes, de que el gran terror era el
más fuerte. Entraba en los bancos y en las casas de comercio con un
comportamiento de autómata, tolerando la cotidiana obligación de comprar
y vender valores y escuchar los cascos de los caballos de la policía
cargando contra el pueblo que festejaba los triunfos aliados, y tan poco
creía ya que alcanzaría a liberarme una vez más de todo eso que cuando
llegué al barrio de las galerías tuve casi miedo, me sentí extranjero y
diferente como jamás me había ocurrido antes, me refugié en una puerta
cochera y dejé pasar el tiempo y la gente, forzado por primera vez a
aceptar poco a poco todo lo que antes me había parecido mío, las calles
y los vehículos, la ropa y los guantes, la nieve en los patios y las
voces en las tiendas. Hasta que otra vez fue el deslumbramiento, fue
encontrar a Josiane en la Galerie Coibert y enterarme entre besos y
brincos de que ya no había Laurent, que el barrio había festejado noche
tras noche el fin de la pesadilla, y todo el mundo había preguntado por
mí y menos mal que por fin Laurent, pero dónde me había metido que no
me enteraba de nada, y tantas cosas y tantos besos. Nunca la había
deseado más y nunca nos quisimos mejor bajo el techo de su cuarto que mi
mano podía tocar desde la cama. Las caricias, los chismes, el delicioso
recuento de los días mientras el anochecer iba ganando la bohardilla.
¿Laurent? Un marsellés de pelo crespo, un miserable cobarde que se
había atrincherado en el desván de la casa donde acababa de matar a otra
mujer, y había pedido gracia desesperadamente mientras la policía echaba
abajo la puerta. Y se llamaba Paúl, el monstruo, hasta eso, fíjate, y
acababa de matar a su novena víctima, y lo habían arrastrado al coche
celular mientras todas las fuerzas del segundo distrito lo protegían sin
ganas de una muchedumbre que lo hubiera destrozado. Josiane había tenido
ya tiempo de habituarse, de enterrar a Laurent en su memoria que poco
guardaba las imágenes, pero para mí era demasiado y no alcanzaba a
creerlo del todo hasta que su alegría me persuadió de que verdaderamente
ya no habría más Laurent, que otra vez podíamos vagar por los pasajes y
las calles sin desconfiar de los portales. Fue necesario que saliéramos a
festejar juntos la liberación, y como ya no nevaba Josiane quiso ir a la
rotonda del Palais Royal que nunca habíamos frecuentado en los tiempos de
Laurent. Me prometí, mientras bajábamos cantando por la rué des Petits
Champs, que esa misma noche llevaría a Josiane a los cabarets de los
boulevares, y que terminaríamos la velada en nuestro café donde a fuerza
de vino blanco me haría perdonar tanta ingratitud y tanta ausencia.
Por unas pocas
horas bebí hasta los bordes el tiempo feliz de las galerías, y llegué a
convencerme de que el final del gran terror me devolvía sano y salvo a mi
cielo de estucos y guirnaldas; bailando con Josiane en la rotonda me
quité de encima la última opresión de ese interregno incierto, nací
otra vez a mi mejor vida tan lejos de la sala de Irma, del patio de casa,
del menguado consuelo del Pasaje Güemes. Ni siquiera cuando más tarde,
charlando de tanta cosa alegre con Kikí y Josiane y el patrón, me
enteré del final del sudamericano, ni siquiera entonces sospeché que
estaba viviendo un aplazamiento, una última gracia; por lo demás ellos
hablaban del sudamericano con una indiferencia burlona, como de cualquiera
de los extravagantes del barrio que alcanzan a llenar un hueco en una
conversación donde pronto nacerán temas más apasionantes, y que el
sudamericano acabara de morirse en una pieza de hotel era apenas algo más
que una información al pasar, y Kikí discurría ya sobre las fiestas que
se preparaban en un molino de la Butte, y me costó interrumpirla, pedirle
algún detalle sin saber demasiado por qué se lo pedía. Por Kikí acabé
sabiendo algunas cosas mínimas, el nombre del sudamericano que al fin y
al cabo era un nombre francés y que olvidé en seguida, su enfermedad
repentina en la rué du Faubourg Montmartre donde Kikí tenía un amigo
que le había contado; la soledad» el miserable cirio ardiendo sobre la
consola atestada de libros y papeles, el gato gris que su amigo había
recogido, la cólera del hotelero a quien le hacían eso precisamente
cuando esperaba la visita de sus padres políticos, el entierro anónimo,
el olvido, las fiestas en el molino de la Butte, el arresto de Paúl el
marsellés, la insolencia de los prusianos a los que ya era tiempo de
darles la lección que se merecían. Y de todo eso yo iba separando, como
quien arranca dos flores secas de una guirnalda, las dos muertes que de
alguna manera se me antojaban simétricas, la del sudamericano y la de
Laurent, el uno en su pieza de hotel, el otro disolviéndose en la nada
pata ceder su lugar a Paúl el marsellés, y eran casi una misma muerte,
algo que se borraba para siempre en la memoria del barrio. Todavía esa
noche pude creer que todo seguiría como antes del gran terror, y Josiane
fue otra vez mía en su bohardilla y al despedirnos nos prometimos fiestas
y excursiones cuando llegase el verano Pero helaba en las calles, y las
noticias de la guerra exigían mi presencia en la Bolsa a las nueve de la
mañana; con un esfuerzo que entonces creí meritorio me negué a pensar
en mi reconquistado cielo, y después de trabajar hasta la náusea
almorcé con mi madre y le agradecí que me encontrara más repuesto. Esa
semana la pasé en —plena lucha bursátil, sin tiempo para nada,
corriendo a casa para darme una ducha y cambiar una camisa empapada por
otra que al rato estaba peor. La bomba cayó sobre Hiroshima y todo fue
confusión entre mis clientes, hubo que librar una larga batalla para
salvar los valores más comprometidos y encontrar un rumbo aconsejable en
ese mundo donde cada día era una nueva derrota nazi y una enconada,
inútil reacción de la dictadura contra lo irreparable. Cuando los
alemanes se rindieron y el pueblo se echó a la calle en Buenos Aires,
pensé que podría tomarme un descanso, pero cada mañana me esperaban
nuevos problemas, en esas semanas me casé con Irma después que mi madre
estuvo al borde de un ataque cardíaco y toda la familia me lo atribuyó
quizá justamente. Una y otra vez me pregunté por qué, si el gran terror
había cesado en el barrio de las galerías, no me llegaba la hora de
encontrarme con Josiane para volver a pasear bajo nuestro cielo de yeso.
Supongo que el trabajo y las obligaciones familiares contribuían a
impedírmelo, y sólo sé que de a ratos perdidos me iba a caminar como
consuelo por el Pasaje Güemes, mirando vagamente hacia arriba, tomando
café y pensando cada vez con menos convicción en las tardes en que me
había bastado vagar un rato sin rumbo fijo para llegar a mi barrio y dar
con Josiane en alguna esquina del atardecer. Nunca he querido admitir que
la guirnalda estuviera definitivamente cerrada y que no volvería a
encontrarme con Josiane en los pasajes o los boulevares. Algunos días me
da por pensar en el sudamericano, y en esa rumia desganada llego a
inventar como un consuelo, como si él nos hubiera matado a Laurent y a
mí con su propia muerte; razonablemente me digo que no, que exagero, que
cualquier día volveré a entrar en el barrio de las galerías y
encontraré a Josiane sorprendida por mi larga ausencia. Y entre una cosa
y otra me quedo en casa tomando mate, escuchando a Irma que espera para
diciembre, y me pregunto sin demasiado entusiasmo si cuando lleguen las
elecciones votaré por Perón o por Tamborini, si votaré en blanco o
sencillamente me quedaré en casa tomando mate y mirando a Irma y a las
plantas del patio.
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