Julio
Cortázar
(1914-1984)
La señorita Cora
(Todos los fuegos el
fuego, 1966)
No entiendo por qué no me dejan
pasar la noche en la clínica con el nene, al fin y al cabo soy su madre y
el doctor De Luisi nos recomendó personalmente al director. Podrían
traer un sofá cama y yo lo acompañaría para que se vaya acostumbrando,
entró tan pálido el pobrecito como si fueran a operarlo en seguida, yo
creo que es ese olor de las clínicas, su padre también estaba nervioso y
no veía la hora de irse, pero yo estaba segura de que me dejarían con el
nene. Después de todo tiene apenas quince años y nadie se los daría,
siempre pegado a mí aunque ahora con los pantalones largos quiere
disimular y hacerse el hombre grande. La impresión que le habrá hecho
cuando se dio cuenta de que no me dejaban quedarme, menos mal que su padre
le dio charla, le hizo poner el piyama y meterse en la cama. Y todo por
esa mocosa de enfermera, yo me pregunto si verdaderamente tiene órdenes
de los médicos o si lo hace por pura maldad. Pero bien que se lo dije,
bien que le pregunté si estaba segura de que tenía que irme. No hay más
que mirarla para darse cuenta de quién es, con esos aires de vampiresa y
ese delantal ajustado, una chiquilina de porquería que se cree la
directora de la clínica. Pero eso sí, no se la llevó de arriba, le dije
lo que pensaba y eso que el nene no sabía donde meterse de vergüenza y
su padre se hacía el desentendido y de paso seguro que le miraba las
piernas como de costumbre. Lo único que me consuela es que el ambiente es
bueno, se nota que es una clínica para personas pudientes; el nene tiene
un velador de lo más lindo para leer sus revistas, y por suerte su padre
se acordó de traerle caramelos de menta que son los que más le gustan.
Pero mañana por la mañana, eso sí, lo primero que hago es hablar con el
doctor De Luisi para que la ponga en su lugar a esa mocosa presumida.
Habrá que ver si la frazada lo abriga bien al nene, voy a pedir que por
las dudas le dejen otra a mano. Pero sí, claro que me abriga, menos mal
que se fueron de una vez, mamá cree que soy un chico y me hace hacer cada
papelón. Seguro que la enfermera va a pensar que no soy capaz de pedir lo
que necesito, me miró de una manera cuando mamá le estaba protestando...
Está bien, si no la dejaban quedarse qué le vamos a hacer, ya soy
bastante grande para dormir solo de noche, me parece. Y en esta cama se
dormirá bien, a esta hora ya no se oye ningún ruido, a veces de lejos el
zumbido del ascensor que me hace acordar a esa película de miedo que
también pasaba en una clínica, cuando a medianoche se abría poco a poco
la puerta y la mujer paralítica en la cama veía entrar al hombre de la
máscara blanca...
La enfermera es
bastante simpática, volvió a las seis y media con unos papeles y me
empezó a preguntar mi nombre completo, la edad y esas cosas. Yo guardé
la revista en seguida porque hubiera quedado mejor estar leyendo un libro
de veras y no una fotonovela, y creo que ella se dio cuenta pero no dijo
nada, seguro que todavía estaba enojada por lo que le había dicho mamá
y pensaba que yo era igual que ella y que le iba a dar órdenes o algo
así. Me preguntó si me dolía el apéndice y le dije que no, que esa
noche estaba muy bien. “A ver el pulso”, me dijo, y después de
tomármelo anotó algo más en la planilla y la colgó a los pies de la
cama. “¿Tenés hambre?”, me preguntó, y yo creo que me puse colorado
porque me tomó de sorpresa que me tuteara, es tan joven que me hizo
impresión. Le dije que no, aunque era mentira porque a esa hora siempre
tengo hambre. “Esta noche vas a cenar muy liviano”, dijo ella, y
cuando quise darme cuenta ya me había quitado el paquete de caramelos de
menta y se iba. No sé si empece a decirle algo, creo que no. Me daba una
rabia que me hiciera eso como a un chico, bien podía haberme dicho que no
tenía que comer caramelos, pero llevárselos... Seguro que estaba furiosa
por lo de mamá y se desquitaba conmigo, de puro resentida; que sé yo,
después que se fue se me pasó de golpe el fastidio, quería seguir
enojado con ella pero no podía. Qué joven es, clavado que no tiene ni
diecinueve años, debe haberse recibido de enfermera hace muy poco. A lo
mejor viene para traerme la cena; le voy a preguntar cómo se llama, si va
a ser mi enfermera tengo que darle un nombre. Pero en cambio vino otra,
una señora muy amable vestida de azul que me trajo un caldo y bizcochos y
me hizo tomar unas pastillas verdes. También ella me preguntó cómo me
llamaba y si me sentía bien, y me dijo que en esta pieza dormiría
tranquilo porque era una de las mejores de la clínica, y es verdad porque
dormí hasta casi las ocho en que me despertó una enfermera chiquita y
arrugada como un mono pero muy amable, que me dijo que podía levantarme y
lavarme pero antes me dio un termómetro y me dijo que me lo pusiera como
se hace en estas clínicas, y yo no entendí porque en casa se pone debajo
del brazo, y entonces me explicó y se fue. Al rato vino mamá y que
alegría verlo tan bien, yo que me temía que hubiera pasado la noche en
blanco el pobre querido, pero los chicos son así, en la casa tanto
trabajo y después duermen a pierna suelta aunque estén lejos de su mamá
que no ha cerrado los ojos la pobre. El doctor De Luisi entró para
revisar al nene y yo me fui un momento afuera porque ya está grandecito,
y me hubiera gustado encontrármela a la enfermera de ayer para verle bien
la cara y ponerla en su sido nada más que mirándola de arriba a abajo,
pero no había nadie en el pasillo. Casi en seguida, salió el doctor De
Luisi y me dijo que al nene iban a operarlo a la mañana siguiente, que
estaba muy bien y en las mejores condiciones para la operación, a su edad
una apendicitis es una tontería. Le agradecí mucho y aproveché para
decirle que me había llamado la atención la impertinencia de la
enfermera de la tarde, se lo decía porque no era cosa de que a mi hijo
fuera a faltarle la atención necesaria. Después entré en la pieza para
acompañar al nene que estaba leyendo sus revistas y ya sabía que lo iban
a operar al otro día. Como si fuera el fin del mundo, me mira de un modo
la pobre, pero si no me voy a morir, mamá, haceme un poco el favor. Al
Cacho le sacaron el apéndice en el hospital y a los seis días ya estaba
queriendo jugar al fútbol. Andate tranquila que estoy muy bien y no me
falta nada. Sí, mamá, sí, diez minutos queriendo saber si me duele
aquí o mas allá, menos mal que se tiene que ocupar de mi hermana en
casa, al final se fue y yo pude terminar la fotonovela que había empezado
anoche.
La enfermera de la
tarde se llama la señorita Cora, se lo pregunté a la enfermera chiquita
cuando me trajo el almuerzo; me dieron muy poco de comer y de nuevo
pastillas verdes y unas gotas con gusto a menta; me parece que esas gotas
hacen dormir porque se me caían las revistas de la mano y de golpe estaba
soñando con el colegio y que íbamos a un picnic con las chicas del
normal como el año pasado y bailábamos a la orilla de la pileta, era muy
divertido. Me desperté a eso de las cuatro y media y empecé a pensar en
la operación, no que tenga miedo, el doctor De Luisi dijo que no es nada,
pero debe ser raro la anestesia y que te corten cuando estás dormido, el
Cacho decía que lo peor es despertarse, que duele mucho y por ahí
vomitás y tenés fiebre. El nene de mamá ya no está tan garifo como
ayer, se le nota en la cara que tiene un poco de miedo, es tan chico que
casi me da lástima. Se sentó de golpe en la cama cuando me vio entrar
yescondió la revista debajo de la almohada. La pieza estaba un poco fría
y fui a subir la calefacción, después traje el termómetro y se lo di.
“¿Te lo sabes poner?”, le pregunté, y las mejillas parecía que iban
a reventársele de rojo que se puso. Dijo que sí con la cabeza y se
estiró en la cama mientras yo bajaba las persianas y encendía el
velador. Cuando me acerqué para que me diera el termómetro seguía tan
ruborizado que estuve a punto de reírme, pero con los chicos de esa edad
siempre pasa lo mismo, les cuesta acostumbrarse a esas cosas. Y para peor
me mira en los ojos, por qué no le puedo aguantar esa mirada si al final
no es más que una mujer, cuando saqué el termómetro de debajo de las
frazadas y se lo alcancé, ella me miraba y yo creo que se sonreía un
poco, se me debe notar tanto que me pongo colorado, es algo que no puedo
evitar, es más fuerte que yo. Después anotó la temperatura en la hoja
que está a los pies de la cama y se fue sin decir nada. Ya casi no me
acuerdo de lo que hablé con papá y mamá cuando vinieron a verme a las
seis. Se quedaron poco porque la señorita Cora les dijo que había que
prepararme y que era mejor que estuviese tranquilo la noche antes. Pensé
que mamá iba a soltarle alguna de las suyas pero la miró nomás de
arriba abajo, y papá también pero yo al viejo le conozco las miradas, es
algo muy diferente. Justo cuando se estaba yendo la oí a mamá que le
decía a la señorita Cora: “Le agradeceré que lo atienda bien, es un
niño que ha estado siempre muy rodeado por su familia”, o alguna
idiotez por el estilo, y me hubiera querido morir de rabia, ni siquiera
escuché lo que le contestó la señorita Cora, pero estoy seguro de que
no le gustó, a lo mejor piensa que me estuve quejando de ella o algo
así.
Volvió a eso de las
seis y media con una mesita de esas de ruedas llena de frascos y
algodones, y no sé por que de golpe me dio un poco de miedo, en realidad
no era miedo pero empecé a mirar lo que había en la mesita, toda clase
de frascos azules o rojos, tambores de gasa y también pinzas y tubos de
goma, el pobre debía estar empezando a asustarse sin la mamá que parece
un papagayo endomingado, le agradeceré que atienda bien al nene, mire que
he hablado con el doctor De Luisi, pero sí, señora, se lo vamos a
atender como a un príncipe. Es bonito su nene, señora, con esas mejillas
que se le arrebolan apenas me ve entrar. Cuando le retiré las frazadas
hizo un gesto como para volver a taparse, y creo que se dio cuenta de que
me hacía gracia verlo tan pudoroso. “A ver, bajate el pantalón del
piyama”, le dije sin mirarlo en la cara. “¿El pantalón?”,
preguntó con una voz que se le quebró en un gallo. “Si, claro, el
pantalón”, repetí, y empezó a soltar el cordón y a desabotonarse con
unos dedos que no le obedecían. Le tuve que bajar yo misma el pantalón
hasta la mitad de los muslos, y era como me lo había imaginado. “Ya sos
un chico crecidito”, le dije, preparando la brocha y el jabón aunque la
verdad es que poco tenía para afeitar. “¿Cómo te llaman en tu casa?”,
le pregunté mientras lo enjabonaba. “Me llamo Pablo”, me contestó
con una voz que me dio lástima, tanta era la vergüenza. “Pero te
darán algún sobrenombre”, insistí, y fue todavía peor porque me
pareció que se iba a poner a llorar mientras yo le afeitaba los pocos
pelitos que andaban por ahí. “¿Así que no tenés ningún sobrenombre?
Sos el nene solamente, claro.” Terminé de afeitarlo y le hice una seña
para que se tapara, pero él se adelantó y en un segundo estuvo cubierto
hasta el pescuezo. “Pablo es un bonito nombre”, le dije para
consolarlo un poco; casi me daba pena verlo tan avergonzado, era la
primera vez que me tocaba atender a un muchachito tan joven y tan tímido,
pero me seguía fastidíando algo en él que a lo mejor le venía de la
madre, algo más fuerte que su edad y que no me gustaba, y hasta me
molestaba que fuera tan bonito y tan bien hecho para sus años, un mocoso
que ya debía creerse un hombre y que a la primera de cambio sería capaz
de soltarme un piropo.
Me quedé con los
ojos cerrados, era la única manera de escapar un poco de todo eso, pero
no servía de nada porque justamente en ese momento agregó: “¿Así que
no tenés ningún sobrenombre. Sos el nene solamente, claro”, y yo
hubiera querido morirme, o agarrarla por la garganta y ahogarla, y cuando
abrí los ojos le vi el pelo castaño casi pegado a mi cara porque se
había agachado para sacarme un resto de jabón, y olía a shampoo de
almendra como el que se pone la profesora de dibujo, o algún perfume de
esos, y no supe qué decir y lo único que se me ocurrió fue preguntarle:
“¿Usted se llama Cora, verdad?” Me miró con aire burlón, con esos
ojos que ya me conocían y que me habían visto por todos lados, y dijo:
“La señorita Cora.” Lo dijo para castigarme, lo sé, igual que antes
había dicho: “Ya sos un chico crecidito”, nada más que para
burlarse. Aunque me daba rabia tener la cara colorada, eso no lo puedo
disimular nunca y es lo peor que me puede ocurrir, lo mismo me animé a
decirle: “Usted es tan joven que... Bueno, Cora es un nombre muy lindo.”
No era eso, lo que yo había querido decirle era otra cosa y me parece que
se dio cuenta y le molestó, ahora estoy seguro de que está resentida por
culpa de mamá, yo solamente quería decirle que era tan joven que me
hubiera gustado poder llamarla Cora a secas, pero cómo se lo iba a decir
en ese momento cuando se había enojado y ya se iba con la mesita de
ruedas y yo tenía unas ganas de llorar, esa es otra cosa que no puedo
impedir, de golpe se me quiebra la voz y veo todo nublado, justo cuando
necesitaría estar más tranquilo para decir lo que pienso. Ella iba a
salir pero al llegar a la puerta se quedó un momento como para ver si no
se olvidaba de alguna cosa, y yo quería decirle lo que estaba pensando
pero no encontraba las palabras y lo único que se me ocurrió fue
mostrarle la taza con el jabón, se había sentado en la cama y después
de aclararse la voz dijo: “Se le olvida la taza con el jabón”, muy
seriamente y con un tono de hombre grande. Volví a buscar la taza y un
poco para que se calmara le pasé la mano por la mejilla. “No te
aflijas, Pablito”, le dije. “Todo irá bien, es una operación de
nada.” Cuando lo toqué echó la cabeza atrás como ofendido, y después
resbaló hasta esconder la boca en el borde de las frazadas. Desde ahí,
ahogadamente, dijo: “Puedo llamarla Cora, ¿verdad?” Soy demasiado
buena, casi me dio lástima tanta vergüenza que buscaba desquitarse por
otro lado, pero sabía que no era el caso de ceder porque después me
resultaría difícil dominarlo, y a un enfermo hay que dominarlo o es lo
de siempre, los líos de María Luisa en la pieza catorce o los retos del
doctor De Luisi que tiene un olfato de perro para esas cosas. “Señorita
Cora”, me dijo tomando la taza y yéndose. Me dio una rabia, unas ganas
de pegarle, de saltar de la cama y echarla a empujones, o de... Ni
siquiera comprendo cómo pude decirle: “Si yo estuviera sano a lo mejor
me trataría de otra manera.” Se hizo la que no oía, ni siquiera dio
vuelta la cabeza, y me quedé solo y sin ganas de leer, sin ganas de nada,
en el fondo hubiera querido que me contestara enojada para poder pedirle
disculpas porque en realidad no era lo que yo había pensado decirle,
tenía la garganta tan cerrada que no se cómo me habían salido las
palabras, se lo había dicho de pura rabia pero no era eso, o a lo mejor
sí pero de otra manera.
Y sí, son siempre
lo mismo, una los acaricia, les dice una frase amable, y ahí nomás asoma
el machito, no quieren convencerse de que todavía son unos mocosos. Esto
tengo que contárselo a Marcial, se va a divertir y cuando mañana lo vea
en la mesa de operaciones le va a hacer todavía más gracia, tan tiernito
el pobre con esa carucha arrebolada, maldito calor que me sube por la
piel, cómo podría hacer para que no me pase eso, a lo mejor respirando
hondo antes de hablar, que sé yo. Se debe haber ido furiosa, estoy seguro
de que escuchó perfectamente, no sé cómo le dije eso, yo creo que
cuando le pregunté si podía llamarla Cora no se enojó, me dijo lo de
señorita porque es su obligación pero no estaba enojada, la prueba es
que vino y me acarició la cara; pero no, eso fue antes, primero me
acarició y entonces yo le dije lo de Cora y lo eché todo a perder. Ahora
estamos peor que antes y no voy a poder dormir aunque me den un tubo de
pastillas. La barriga me duele de a ratos, es raro pasarse la mano y
sentirse tan liso, lo malo es que me vuelvo a acordar de todo y del
perfume de almendras, la voz de Cora, tiene una voz muy grave para una
chica tan joven y linda, una voz como de cantante de boleros, algo que
acaricia aunque esté enojada. Cuando oí pasos en el corredor me acosté
del todo y cerré los ojos, no quería verla, no me importaba verla, mejor
que me dejara en paz, sentí que entraba y que encendía la luz del cielo
raso, se hacía el dormido como un angelito, con una mano tapándose la
cara, y no abrió los ojos hasta que llegué al lado de la cama. Cuando
vio lo que traía se puso tan colorado que me volvió a dar lástima y un
poco de risa, era demasiado idiota realmente. “A ver, m'hijito, bájese
el pantalón y dese vuelta para el otro lado”, y el pobre a punto de
patalear como haría con la mamá cuando tenía cinco años, me imagino, a
decir que no y a llorar y a meterse debajo de las cobijas y a chillar,
pero el pobre no podía hacer nada de eso ahora, solamente se había
quedado mirando el irrigador y después a mí que esperaba, y de golpe se
dio vuelta y empezó a mover las manos debajo de las frazadas pero no
atinaba a nada mientras yo colgaba el irrigador en la cabecera, tuve que
bajarle las frazadas y ordenarle que levantara un poco el trasero para
correrle mejor el pantalón y deslizarle una toalla. “A ver, subí un
poco las piernas, así está bien, echate más de boca, te digo que te
eches más de boca, así.” Tan callado que era casi como si gritara, por
una parte me hacía gracia estarle viendo el culito a mi joven admirador,
pero de nuevo me daba un poco de lástima por él, era realmente como si
lo estuviera castigando por lo que me había dicho. “Avisá si esta muy
caliente”, le previne, pero no contestó nada, debía estar mordiéndose
un puño y yo no quería verle la cara y por eso me senté al borde de la
cama y esperé a que dijera algo, pero aunque era mucho líquido lo
aguantó sin una palabra hasta el final, y cuando terminó le dije, y eso
sí se lo dije para cobrarme lo de antes: “Así me gusta, todo un
hombrecito”, y lo tapé mientras le recomendaba que aguantase lo más
posible antes de ir al baño. “¿Querés que te apague la luz o te la
dejo hasta que te levantes?”, me preguntó desde la puerta. No sé cómo
alcancé a decirle que era lo mismo, algo así, y escuché el ruido de la
puerta al cerrarse y entonces me tapé la cabeza con las frazadas y qué
le iba a hacer, a pesar de los cólicos me mordí las dos manos y lloré
tanto que nadie, nadie puede imaginarse lo que lloré mientras la
maldecía y la insultaba y le clavaba un cuchillo en el pecho cinco, diez,
veinte veces, maldiciéndola cada vez y gozando de lo que sufría y de
cómo me suplicaba que la perdonase por lo que me había hecho.
Es lo de siempre,
che Suárez, uno corta y abre, y en una de esas la gran sorpresa. Claro
que a la edad del pibe tiene todas las chances a su favor, pero lo mismo
le voy hablar claro al padre, no sea cosa que en una de esas tengamos un
lío. Lo más probable es que haya una buena reacción, pero ahí hay algo
que falla, pensá en lo que pasó al comienzo de la anestesia: parece
mentira en un pibe de esa edad. Lo fui a ver a las dos horas y lo
encontré bastante bien si pensás en lo que duró la cosa. Cuando entró
el doctor De Luisi yo estaba secándole la boca al pobre, no terminaba de
vomitar y todavía le duraba la anestesia pero el doctor lo auscultó lo
mismo y me pidió que no me moviera de su lado hasta que estuviera bien
despierto. Los padres siguen en la otra pieza, la buena señora se ve que
no está acostumbrada a estas cosas, de golpe se le acabaron las paradas,
y el viejo parece un trapo. Vamos, Pablito, vomitá si tenés ganas y
quejate todo lo que quieras, yo estoy aquí, sí, claro que estoy aquí,
el pobre sigue dormido pero me agarra la mano como si se estuviera
ahogando. Debe creer que soy la mamá, todos creen eso, es monótono.
Vamos, Pablo, no te muevas así, quieto que te va a doler más, no, dejá
las manos tranquilas, ahí no te podes tocar. Al pobre le cuesta salir de
la anestesia. Marcial me dijo que la operación había sido muy larga. Es
raro, habrán encontrado alguna complicación: a veces el apéndice no
está tan a la vista, le voy a preguntar a Marcial esta noche. Pero sí,
m'hijito, estoy aquí, quéjese todo lo que quiera pero no se mueva tanto,
yo le voy a mojar los labios con este pedacito de hielo en una gasa, así
se le va pasando la sed. Si, querido, vomitá más, aliviate todo lo que
quieras. Que fuerza tenés en las manos, me vas a llenar de moretones,
sí, sí, llorá si tenés ganas, llorá, Pablito, eso alivia, llorá y
quejate, total estás tan dormido y creés que soy tu mamá. Sos bien
bonito, sabés, con esa nariz un poco respingada y esas pestañas como
cortinas, parecés mayor ahora que estás tan pálido. Ya no te pondrías
colorado por nada, verdad, mi pobrecito. Me duele, mamá, me duele aquí,
dejame que me saque ese peso que me han puesto, tengo algo en la barriga
que pesa tanto y me duele, mamá, decile a la enfermera que me saque eso.
Sí, m'hijito, ya se le va a pasar, quédese un poco quieto, por qué
tendrás tanta fuerza, voy a tener que llamar a María Luisa para que me
ayude. Vamos, Pablo, me enojo si no te estás quieto, te va a doler mucho
más si seguís moviéndote tanto. Ah, parece que empezás a darte cuenta,
me duele aquí, señorita Cora, me duele tanto aquí, hágame algo por
favor, me duele tanto aquí, suélteme las manos, no puedo más, señorita
Cora, no puedo más.
Menos mal que se ha
dormido el pobre querido, la enfermera me vino a buscar a las dos y media
y me dijo que me quedara un rato con él que ya estaba mejor, pero lo veo
tan pálido, ha debido perder tanta sangre, menos mal que el doctor De
Luisi dijo que todo había salido bien. La enfermera estaba cansada de
luchar con él, yo no entiendo por qué no me hizo entrar antes, en esta
clínica son demasiado severos. Ya es casi de noche y el nene ha dormido
todo el tiempo, se ve que está agotado, pero me parece que tiene mejor
cara, un poco de color. Todavía se queja de a ratos pero ya no quiere
tocarse el vendaje y respira tranquilo, creo que pasará bastante buena
noche. Como si yo no supiera lo que tengo que hacer, pero era inevitable;
apenas se le pasó el primer susto a la buena señora le salieron otra vez
los desplantes de patrona, por favor que al nene no le vaya a faltar nada
por la noche, señorita. Decí que te tengo lástima, vieja estúpida, si
no ya ibas a ver cómo te trataba. Las conozco a éstas, creen que con una
buena propina el último día lo arreglan todo. Y a veces la propina ni
siquiera es buena, pero para qué seguir pensando, ya se mandó mudar y
todo está tranquilo. Marcial, quedate un poco, no ves que el chico
duerme, contame lo que pasó esta mañana. Bueno, si estás apurado lo
dejamos para después. No, mirá que puede entrar María Luisa, aquí no,
Marcial. Claro, el señor se sale con la suya, ya te he dicho que no
quiero que me beses cuando estoy trabajando, no está bien. Parecería que
no tenemos toda la noche para besamos, tonto. Andáte. Váyase le digo, o
me enojo. Bobo, pajarraco. Si, querido, hasta luego. Claro que sí.
Muchísimo.
Está muy oscuro
pero es mejor, no tengo ni ganas de abrir los ojos. Casi no me duele, que
bueno estar así respirando despacio, sin esas náuseas. Todo está tan
callado, ahora me acuerdo que vi a mamá, me dijo no sé qué, yo me
sentía tan mal. Al viejo lo miré apenas, estaba a los pies de la cama y
me guiñaba un ojo, el pobre siempre el mismo. Tengo un poco de frío, me
gustaría otra frazada. Señorita Cora, me gustaría otra frazada. Pero
sí estaba ahí, apenas abrí los ojos la vi sentada al lado de la ventana
leyendo un revista. Vino en seguida y me arropó, casi no tuve que decirle
nada porque se dio cuenta en seguida. Ahora me acuerdo, yo creo que esta
tarde la confundía con mamá y que ella me calmaba, o a lo mejor estuve
soñando. ¿Estuve soñando, señorita Cora? Usted me sujetaba las manos,
¿verdad? Yo decía tantas pavadas, pero es que me dolía mucho, y las
náuseas... Discúlpeme, no debe ser nada lindo ser enfermera. Sí, usted
se ríe pero yo sé, a lo mejor la manché y todo. Bueno, no hablaré
más. Estoy tan bien así, ya no tengo frío. No, no me duele mucho, un
poquito solamente. ¿Es tarde, señorita Cora? Sh, usted se queda
calladito ahora, ya le he dicho que no puede hablar mucho, alégrese de
que no le duela y quédese bien quieto. No, no es tarde, apenas las siete.
Cierre los ojos y duerma. Así. Duérmase ahora.
Si, yo querría pero
no es tan fácil. Por momentos me parece que me voy a dormir, pero de
golpe la herida me pega un tirón o todo me da vueltas en la cabeza, y
tengo que abrir los ojos y mirarla, está sentada al lado de la ventana y
ha puesto la pantalla para leer sin que me moleste la luz. ¿Por qué se
quedará aquí todo el tiempo? Tiene un pelo precioso, le brilla cuando
mueve la cabeza. Y es tan joven, pensar que hoy la confundí con mamá, es
increíble. Vaya a saber qué cosas le dije, se debe haber reído otra vez
de mí. Pero me pasaba hielo por la boca, eso me aliviaba tanto, ahora me
acuerdo, me puso agua colonia en la frente y en el pelo, y me sujetaba las
manos para que no me arrancara el vendaje. Ya no está enojada conmigo, a
lo mejor mamá le pidió disculpas o algo así, me miraba de otra manera
cuando me dijo: “Cierre los ojos y duérmase.” Me gusta que me mire
así, parece mentira lo del primer día cuando me quitó los caramelos. Me
gustaría decirle que es tan linda, que no tengo nada contra ella, al
contrario, que me gusta que sea ella la que me cuida de noche y no la
enfermera chiquita. Me gustaría que me pusiera otra vez agua colonia en
el pelo. Me gustaría que me pidiera perdón, que me dijera que la puedo
llamar Cora.
Se quedó dormido un
buen rato, a las ocho calculé que el doctor De Luisi no tardaría y lo
desperté para tomarle la temperatura. Tenía mejor cara y le había hecho
bien dormir. Apenas vio el termómetro sacó una mano fuera de las
cobijas, pero le dije que se estuviera quieto. No quería mirarlo en los
ojos para que no sufriera pero lo mismo se puso colorado y empezó a decir
que él podía muy bien solo. No le hice caso, claro, pero estaba tan
tenso el pobre que no me quedó más remedio que decirle: “Vamos, Pablo,
ya sos un hombrecito, no te vas a poner así cada vez, verdad?” Es lo de
siempre, con esa debilidad no pudo contener las lágrimas; haciéndome la
que no me daba cuenta anoté la temperatura y me fui a prepararle la
inyección. Cuando volvió yo me había secado los ojos con la sábana y
tenía tanta rabia contra mí mismo que hubiera dado cualquier cosa por
poder hablar, decirle que no me importaba, que en realidad no me importaba
pero que no lo podía impedir. “Esto no duele nada”, me dijo con la
jeringa en la mano. “Es para que duermas bien toda la noche.” Me
destapó y otra vez sentí que me subía la sangre a la cara, pero ella se
sonrió un poco y empezó a frotarme el muslo con un algodón mojado. “No
duele nada”, le dije porque algo tenía que decirle, no podía ser que
me quedara así mientras ella me estaba mirando. “Ya ves”, me dijo
sacando la aguja y frotándome con el algodón. “Ya ves que no duele
nada. Nada te tiene que doler, Pablito.” Me tapó y me pasó la mano por
la cara. Yo cerré los ojos y hubiera querido estar muerto, estar muerto y
que ella me pasara la mano por la cara, llorando.
Nunca entendí mucho
a Cora pero esta vez se fue a la otra banda. La verdad que no me importa
si no entiendo a las mujeres, lo único que vale la pena es que lo quieran
a uno. Si están nerviosas, si se hacen problema por cualquier macana,
bueno nena, ya está, déme un beso y se acabó. Se ve que todavía es
tiernita, va a pasar un buen rato ante de que aprenda a vivir en este
oficio maldito, la pobre apareció esta noche con una cara rara y me costo
media hora hacerle olvidar esas tonterías. Todavía no ha encontrado la
manera de buscarle la vuelta a algunos enfermos, ya le pasó con la vieja
del veintidós pero yo creía que desde entonces habría aprendido un
poco, y ahora este pibe le vuelve a dar dolores de cabeza. Estuvimos
tomando mate en mi cuarto a eso de las dos de la mañana, después fue a
darle la inyección y cuando volvió estaba de mal humor, no quería saber
nada conmigo. Le queda bien esa carucha de enojada, de tristona, de a poco
se la fui cambiando, y al final se puso a reír y me contó, a esa hora me
gusta tanto desvestirla y sentir que tiembla un poco como si tuviera
frío. Debe ser muy tarde, Marcial. Ah, entonces puedo quedarme un rato
todavía, la otra inyección le toca a las cinco y media, la galleguita no
llega hasta las seis. Perdoname, Marcial, soy una boba, mirá que
preocuparme tanto por ese mocoso, al fin y al cabo lo tengo dominado pero
de a ratos me da lástima, a esa edad son tan tontos, tan orgullosos, si
pudiera le pediría al doctor Suárez que me cambiara, hay dos operados en
el segundo piso, gente grande, uno les pregunta tranquilamente si han ido
de cuerpo, les alcanza la chata, los limpia si hace falta, todo eso
charlando del tiempo o de la política, es un ir y venir de cosas
naturales, cada uno esta en lo suyo, Marcial, no como aquí, comprendés.
Sí, claro que hay que hacerse a todo, cuántas veces me van a tocar
chicos de esa edad, es una cuestión de técnica como decís vos. Sí,
querido, claro. Pero es que todo empezó mal por culpa de la madre, eso no
se ha borrado, sabés, desde el primer minuto hubo como un malentendido, y
el chico tiene su orgullo y le duele, sobre todo que al principio no se
daba cuenta de todo lo que iba a venir y quiso hacerse el grande, mirarme
como si fueras vos, como un hombre. Ahora ya ni le puedo preguntar si
quiere hacer pis, lo malo es que sería capaz de aguantarse toda la noche
si yo me quedara en la pieza. Me da risa cuando me acuerdo, quería decir
que sí y no se animaba, entonces me fastidió tanta tontería y lo
obligué para que aprendiera a hacer pis sin moverse, bien tendido de
espaldas. Siempre cierra los ojos en esos momentos pero es casi peor, esta
a punto de llorar o de insultarme, está entre las dos cosas y no puede,
es tan chico, Marcial, y esa buena señora que lo ha de haber criado como
un tilinguito, el nene de aquí y el nene de allí, mucho sombrero y saco
entallado pero en el fondo el bebé de siempre, el tesorito de mamá. Ah,
y justamente le vengo a tocar yo, el alto voltaje como decís vos, cuando
hubiera estado tan bien con María Luisa que es idéntica a su tía y que
lo hubiera limpiado por todos lados sin que se le subieran los colores a
la cara. No, la verdad, no tengo suerte. Marcial.
Estaba soñando con
la clase de francés cuando encendió la luz del velador, lo primero que
le veo es siempre el pelo, será porque se tiene que agachar para las
inyecciones o lo que sea, el pelo cerca de mi cara, una vez me hizo
cosquillas en la boca y huele tan bien, y siempre se sonríe un poco
cuando me está frotando con el algodón, me frotó un rato largo antes de
pincharme y yo le miraba la mano tan segura que iba apretando de a poco la
jeringa, el líquido amarillo que entraba despacio, haciéndome doler. “No,
no me duele nada.” Nunca le podré decir: “No me duele nada, Cora.”
Y no le voy a decir señorita Cora, no se lo voy a decir nunca. Le
hablaré lo menos que pueda y no la pienso llamar señorita Cora aunque me
lo pida de rodillas. No, no me duele nada. No, gracias, me siento bien,
voy a seguir durmiendo. Gracias.
Por suerte ya tiene
de nuevo sus colores pero todavía esta muy decaído, apenas si pudo darme
un beso, y a tía Esther casi no la miró y eso que le había traído las
revistas y una corbata preciosa para el día en que lo llevemos a casa. La
enfermera de la mañana es un amor de mujer, tan humilde, con ella sí da
gusto hablar, dice que el nene durmió hasta las ocho y que bebió un poco
de leche, parece que ahora van a empezar a alimentarlo, tengo que decirle
al doctor Suárez que el cacao le hace mal, o a lo mejor su padre ya se lo
dijo porque estuvieron hablando un rato. Si quiere salir un momento,
señora, vamos a ver cómo anda este hombre. Usted quédese, señor
Morán, es que a la mamá le puede hacer impresión tanto vendaje. Vamos a
ver un poco, compañero. ¿Ahí duele? Claro, es natural. Y ahí, decime
si ahí te duele o solamente está sensible. Bueno, vamos muy bien,
amiguito. Y así cinco minutos, si me duele aquí, si estoy sensible más
acá, y el viejo mirándome la barriga como si me la viera por primera
vez. Es raro pero no me siento tranquilo hasta que se van, pobres viejos
tan afligidos pero qué le voy a hacer, me molestan, dicen siempre lo que
no hay que decir, sobre todo mamá, y menos mal que la enfermera chiquita
parece sorda y le aguanta todo con esa cara de esperar propina que tiene
la pobre. Mirá que venir a jorobar con lo del cacao, ni que yo fuese un
niño de pecho. Me dan unas ganas de dormir cinco días seguidos sin ver a
nadie, sobre todo sin ver a Cora, y despertarme justo cuando me vengan a
buscar para ir a casa. A lo mejor habrá que esperar unos días más,
señor Morán, ya sabrá por De Luisi que la operación fue más
complicada de lo previsto, a veces hay pequeñas sorpresas. Claro que con
la constitución de ese chico yo creo que no habrá problema, pero mejor
dígale a su señora que no va a ser cosa de una semana como se pensó al
principio. Ah, claro, bueno, de eso usted hablará con el administrador,
son cosas internas. Ahora vos fijate si no es mala suerte, Marcial, anoche
te lo anuncié, esto va a durar mucho más de lo que pensábamos. Sí, ya
sé que no importa pero podrías ser un poco más comprensivo, sabés muy
bien que no me hace feliz atender a ese chico, y a él todavía menos,
pobrecito. No me mirés así, por qué no le voy a tener lástima. No me
mirés así.
Nadie me prohibió
que leyera pero se me caen las revistas de la mano, y eso que tengo dos
episodios por terminar y todo lo que me trajo tía Esther. Me arde la
cara, debo de tener fiebre o es que hace mucho calor en esta pieza, le voy
a pedir a Cora que entorne un poco la ventana o que me saque una frazada.
Quisiera dormir, es lo que más me gustaría, que ella estuviese allí
sentada leyendo una revista y yo durmiendo sin verla, sin saber que esta
allí, pero ahora no se va a quedar más de noche, ya pasó lo peor y me
dejarán solo. De tres a cuatro creo que dormí un rato, a las cinco
justas vino con un remedio nuevo, unas gotas muy amargas. Siempre parece
que se acaba de bañar y cambiar, está tan fresca y huele a talco
perfumado, a lavanda. “Este remedio es muy feo, ya sé”, me dijo, y se
sonreía para animarme. “No, es un poco amargo, nada más”, le dije.
“¿Cómo pasaste el día?”, me preguntó, sacudiendo el termómetro.
Le dije que bien, que durmiendo, que el doctor Suárez me había
encontrado mejor, que no me dolía mucho. “Bueno, entonces podés
trabajar un poco”, me dijo dándome el termómetro. Yo no supe qué
contestarle y ella se fue a cerrar las persianas y arregló los frascos en
la mesita mientras yo me tomaba la temperatura. Hasta tuve tiempo de
echarle un vistazo al termómetro antes de que viniera a buscarlo. “Pero
tengo muchísima fiebre”, me dijo como asustado. Era fatal, siempre
seré la misma estúpida, por evitarle el mal momento le doy el
termómetro y naturalmente el muy chiquilín no pierde tiempo en enterarse
de que está volando de fiebre. “Siempre es así los primeros cuatro
días, y además nadie te mandó que miraras”, le dije, más furiosa
contra mí que contra él. Le pregunté si había movido el vientre y me
dijo que no. Le sudaba la cara, se la sequé y le puse un poco de agua
colonia; había cerrado los ojos antes de contestarme y no los abrió
mientras yo lo peinaba un poco para que no le molestara el pelo en la
frente. Treinta y nueve nueve era mucha fiebre, realmente. “Tratá de
dormir un rato”, le dije, calculando a qué hora podría avisarle al
doctor Suárez. Sin abrir los ojos hizo un gesto como de fastidio, y
articulando cada palabra me dijo: “Usted es mala conmigo, Cora.” No
atiné a contestarle nada, me quedé a su lado hasta que abrió los ojos y
me miró con toda su fiebre y toda su tristeza. Casi sin darme cuenta
estiré la mano y quise hacerle una caricia en la frente, pero me rechazó
de un manotón y algo debió tironearle en la herida porque se crispó de
dolor. Antes de que pudiera reaccionar me dijo en voz muy baja: “Usted
no sería así conmigo si me hubiera conocido en otra parte.” Estuve al
borde de soltar una carcajada, pero era tan ridículo que me dijera eso
mientras se le llenaban los ojos de lágrimas que me pasó lo de siempre,
me dio rabia y casi miedo, me sentí de golpe como desamparada delante de
ese chiquilín pretencioso. Conseguí dominarme (eso se lo debo a Marcial,
me ha enseñado a controlarme y cada ves lo hago mejor), y me enderecé
como si no hubiera sucedido nada, puse la toalla en la percha y tapé el
frasco de agua colonia. En fin, ahora sabíamos a qué atenernos, en el
fondo era mucho mejor así. Enfermera, enfermo, y pare de contar. Que el
agua colonia se la pusiera la madre, yo tenía otras cosas que hacerle y
se las haría sin más contemplaciones. No sé por qué me quedé más de
lo necesario. Marcial me dijo cuando se lo conté que había querido darle
la oportunidad de disculparse, de pedir perdón. No sé, a lo mejor fue
eso o algo distinto, a lo mejor me quedé para que siguiera insultándome,
para ver hasta dónde era capaz de llegar. Pero seguía con los ojos
cerrados y el sudor le empapaba la frente y las mejillas, era como si me
hubiera metido en agua hirviendo, veía manchas violeta y rojas cuando
apretaba los ojos para no mirarla sabiendo que todavía estaba allí, y
hubiera dado cualquier cosa para que se agachara y volviera a secarme la
frente como si yo no le hubiera dicho eso, pero ya era imposible, se iba a
ir sin hacer nada, sin decirme nada, y yo abriría los ojos y encontraría
la noche, el velador, la pieza vacía, un poco de perfume todavía, y me
repetiría diez veces, cien veces, que había hecho bien en decirle lo que
le había dicho, para que aprendiera, para que no me tratara como a un
chico, para que me dejara en paz, para que no se fuera.
Empiezan siempre a
la misma hora, entre seis y siete de la mañana, debe ser una pareja que
anida en las cornisas del patio, un palomo que arrulla y la paloma que le
contesta, al rato se cansan, se lo dije a la enfermera chiquita que viene
a lavarme y a darme el desayuno, se encogió de hombros y dijo que ya
otros enfermos se habían quejado de las palomas pero que el director no
quería que las echaran. Ya ni sé cuánto hace que las oigo, las primeras
mañanas estaba demasiado dormido o dolorido para fijarme, pero desde hace
tres días escucho a las palomas y me entristecen, quisiera estar en casa
oyendo ladrar a Milord, oyendo a tía Esther que a esta hora se levanta
para ir a misa. Maldita fiebre que no quiere bajar, me van a tener aquí
hasta quién sabe cuándo, se lo voy a preguntar al doctor Suárez esta
misma mañana, al fin y al cabo podría estar lo más bien en casa. Mire,
señor Morán, quiero ser franco con usted, el cuadro no es nada sencillo.
No, señorita Cora, prefiero que usted siga atendiendo a ese enfermo, y le
voy a decir por qué. Pero entonces. Marcial... Vení, te voy a hacer un
café bien fuerte, mirá que sos potrilla todavía, parece mentira.
Escuchá, vieja, he estado hablando con el doctor Suárez, y parece que el
pibe...
Por suerte después
se callan, a lo mejor se van volando por ahí, por toda la ciudad, tienen
suerte las palomas. Qué mañana interminable, me alegré cuando se fueron
los viejos, ahora les da por venir más seguido desde que tengo tanta
fiebre. Bueno, si me tengo que quedar cuatro o cinco días más aquí,
qué importa. En casa sería mejor, claro, pero lo mismo tendría fiebre y
me sentiría tan mal de a ratos. Pensar que no puedo ni mirar una revista,
es una debilidad como si no me quedara sangre. Pero todo es por la fiebre,
me lo dijo anoche el doctor De Luisi y el doctor Suárez me lo repitió
esta mañana, ellos saben. Duermo mucho pero lo mismo es como si no pasara
el tiempo, siempre es antes de las tres como si a mí me importaran las
tres o las cinco. Al contrario, a las tres se va la enfermera chiquita y
es una lástima porque con ella estoy tan bien. Si me pudiera dormir de un
tirón hasta la medianoche sería mucho mejor. Pablo, soy yo, la señorita
Cora. Tu enfermera de la noche que te hace doler con las inyecciones. Ya
sé que no te duele, tonto, es una broma. Seguí durmiendo si querés, ya
está. Me dijo: “Gracias” sin abrir los ojos, pero hubiera podido
abrirlos, sé que con la galleguita estuvo charlando a mediodía aunque le
han prohibido que hable mucho. Antes de salir me di vuelta de golpe y me
estaba mirando, sentí que todo el tiempo me había estado mirando de
espaldas. Volví y me senté al lado de la cama, le tomé el pulso, le
arreglé las sábanas que arrugaba con sus manos de fiebre. Me miraba el
pelo, después bajaba la vista y evitaba mis ojos. Fui a buscar lo
necesario para prepararlo y me dejó hacer sin una palabra, con los ojos
fijos en la ventana, ignorándome. Vendrían a buscarlo a las cinco y
media en punto, todavía le quedaba un rato para dormir, los padres
esperaban en la planta baja porque le hubiera hecho impresión verlos a
esa hora. El doctor Suárez iba a venir un rato antes para explicarle que
tenían que completar la operación, cualquier cosa que no lo inquietara
demasiado. Pero en cambio mandaron a Marcial, me tomó de sorpresa verlo
entrar así pero me hizo una seña para que no me moviera y se quedó a
los pies de la cama leyendo la hoja de temperatura hasta que Pablo se
acostumbrara a su presencia. Le empezó a hablar un poco en broma, armó
la conversación como él sabe hacerlo, el frío en la calle, lo bien que
se estaba en ese cuarto, él lo miraba sin decir nada, como esperando,
mientras yo me sentía tan rara, hubiera querido que Marcial se fuera y me
dejara sola con él, yo hubiera podido decírselo mejor que nadie, aunque
quizá no, probablemente no. Pero si ya lo sé, doctor, me van a operar de
nuevo, usted es el que me dio la anestesia la otra vez, y bueno, mejor eso
que seguir en esta cama y con esta fiebre. Yo sabía que al final
tendrían que hacer algo, por qué me duele tanto desde ayer, un dolor
diferente, desde más adentro. Y usted, ahí sentada, no ponga esa cara,
no se sonría como si me viniera a invitar al cine. Váyase con él y
béselo en el pasillo, tan dormido no estaba la otra tarde cuando usted se
enojó con él porque la había besado aquí. Váyanse los dos, déjenme
dormir, durmiendo no me duele tanto.
Y bueno, pibe, ahora
vamos a liquidar este asunto de una vez por todas, hasta cuándo nos vas a
estar ocupando una cama, ché. Contá despacito, uno, dos, tres. Así va
bien, vos seguí contando y dentro de una semana estás comiendo un bife
jugoso en casa. Un cuarto de hora a gatas, nena, y vuelta a coser. Había
que verle la cara a De Luisi, uno no se acostumbra nunca del todo a estas
cosas. Mirá, aproveché para pedirle a Suárez que te relevaran como vos
querías, le dije que estás muy cansada con un caso tan grave; a lo mejor
te pasan al segundo piso si vos también le hablás. Está bien, hacé
como quieras, tanto quejarte la otra noche y ahora te sale la samaritana.
No te enojés conmigo, lo hice por vos. Sí, claro que lo hizo por mí
pero perdió el tiempo, me voy a quedar con él esta noche y todas las
noches. Empezó a despertarse a las ocho y medía, los padres se fueron en
seguida porque era mejor que no los viera con la cara que tenían los
pobres, y cuando llegó el doctor Suárez me preguntó en voz baja si
quería que me relevara María Luisa, pero le hice una seña de que me
quedaba y se fue. María Luisa me acompañó un rato porque tuvimos que
sujetarlo y calmarlo, después se tranquilizó de golpe y casi no tuvo
vómitos; está tan débil que se volvió a dormir sin quejarse mucho
hasta las diez. Son las palomas, vas a ver, mamá, ya están arrullando
como todas las mañanas, no sé por qué no las echan, que se vuelen a
otro árbol. Dame la mano, mamá, tengo tanto frío. Ah, entonces estuve
soñando, me parecía que ya era de mañana y que estaban las palomas.
Perdóneme, la confundí con mamá. Otra vez desviaba la mirada, se
volvía a su encono, otra vez me echaba a mí toda la culpa. Lo atendí
como si no me diera cuenta de que seguía enojado, me senté junto a él y
le mojé los labios con hielo. Cuando me miró, después que le puse agua
colonia en las manos y la frente, me acerqué más y le sonreí. “Llamame
Cora”, le dije. “Yo sé que no nos entendimos al principio, pero vamos
a ser tan buenos amigos, Pablo.” Me miraba callado. “Decime: Sí,
Cora.” Me miraba, siempre. “Señorita Cora”, dijo después, y cerró
los ojos. “No, Pablo, no”, le pedí, besándolo en la mejilla, muy
cerca de la boca. “Yo voy a ser Cora para vos, solamente para vos.”
Tuve que echarme atrás, pero lo mismo me salpicó la cara. Lo sequé, le
sostuve la cabeza para que se enjuagara la boca, lo volví a besar
hablándole al oído. “Discúlpeme”, dijo con un hilo de voz, “no lo
pude contener”. Le dije que no fuera tonto, que para eso estaba yo
cuidándolo, que vomitara todo lo que quisiera para aliviarse. “Me
gustaría que viniera mamá”, me dijo, mirando a otro lado con los ojos
vacíos. Todavía le acaricié un poco el pelo, le arreglé las frazadas
esperando que me dijera algo, pero estaba muy lejos y sentí que lo hacía
sufrir todavía más si me quedaba. En la puerta me volví y esperé;
tenía los ojos muy abiertos, fijos en el cielo raso. “Pablito”, le
dije. “Por favor, Pablito. Por favor, querido.” Volví hasta la cama,
me agaché para besarlo; olía a frío, detrás del agua colonia estaba el
vómito, la anestesia. Si me quedo un segundo más me pongo a llorar
delante de él, por él. Lo besé otra vez y salí corriendo, bajé a
buscar a la madre y a María Luisa; no quería volver mientras la madre
estuviera allí, por lo menos esa noche no quería volver y después
sabía demasiado bien que no tendría ninguna necesidad de volver a ese
cuarto, que Marcial y María Luisa se ocuparían de todo hasta que el
cuarto quedara otra vez libre.
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