Julio
Cortázar
(1914-1984)
DEL CUENTO BREVE Y SUS
ALREDEDORES
(Último round, 1969)
León
L. affirmait qu’il n’y avait qu'une chose de plus épouvantable que l’Epouvante:
la journée normale, le quotidien, nous-mêmes sans le cadre forgé par l’Epouvante.
—Dieu a créé la mort. Il a créé la vie. Soit, déclamait L.L. Mais
ne dites pas que c’est Lui qui a également créé la “journée
normale”, la “vie de-tous-les-jours”. Grande est mon impiété,
soit. Mais devant cette calomnie, devant ce blasphème, elle recule.
Piotr Rawicz, Le sang du ciel.
Alguna vez Horacio Quiroga intentó
un “decálogo del perfecto cuentista”, cuyo mero título vale ya como
una guiñada de ojo al lector. Si nueve de los preceptos son
considerablemente prescindibles, el último me parece de una lucidez
impecable: “Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para
el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno.
No de otro modo se obtiene la vida en el cuento”.
La noción de
pequeño ambiente da su sentido más hondo al consejo, al definir la forma
cerrada del cuento, lo que ya en otra ocasión he llamado su esfericidad;
pero a esa noción se suma otra igualmente significativa, la de que el
narrador pudo haber sido uno de los personajes, es decir que la situación
narrativa en sí debe nacer y darse dentro de la esfera, trabajando del
interior hacia el exterior, sin que los límites del relato se vean
trazados como quien modela una esfera de arcilla. Dicho de otro modo, el
sentimiento de la esfera debe preexistir de alguna manera al acto de
escribir el cuento, como si el narrador, sometido por la forma que asume,
se moviera implícitamente en ella y la llevara a su extrema tensión, lo
que hace precisamente la perfección de la forma esférica.
Estoy hablando del
cuento contemporáneo, digamos el que nace con Edgar Allan Poe, y que se
propone como una máquina infalible destinada a cumplir su misión
narrativa con la máxima economía de medios; precisamente, la diferencia
entre el cuento y lo que los franceses llaman nouvelle y los
anglosajones long short story se basa en esa implacable carrera
contra el reloj que es un cuento plenamente logrado: basta pensar en “The Cask
of Amontillado” “Bliss”,
“Las ruinas
circulares” y “The
Killers”. Esto no quiere decir que cuentos más extensos no puedan
ser igualmente perfectos, pero me parece obvio que las narraciones
arquetípicas de los últimos cien años han nacido de una despiadada
eliminación de todos los elementos privativos de la nouvelle y de
la novela, los exordios, circunloquios, desarrollos y demás recursos
narrativos; si un cuento largo de Henry James o de D. H. Lawrence puede
ser considerado tan genial como aquéllos, preciso será convenir en que
estos autores trabajaron con una apertura temática y lingüística que de
alguna manera facilitaba su labor, mientras que lo siempre asombroso de
los cuentos contra el reloj está en que potencian vertiginosamente un
mínimo de elementos, probando que ciertas situaciones o terrenos
narrativos privilegiados pueden traducirse en un relato de proyecciones
tan vastas como la más elaborada de las nouvelles.
Lo que sigue se basa
parcialmente en experiencias personales cuya descripción mostrará
quizá, digamos desde el exterior de la esfera, algunas de las constantes
que gravitan en un cuento de este tipo. Vuelvo al hermano Quiroga para
recordar que dice: “Cuenta como si el relato no tuviera interés más
que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste ser
uno”. La noción de ser uno de los personajes se traduce por lo
general en el relato en primera persona, que nos sitúa de rondón en un
plano interno. Hace muchos años, en Buenos Aires, Ana María Barrenechea
me reprochó amistosamente un exceso en el uso de la primera persona, creo
que con referencia a los relatos de “Las armas secretas”, aunque
quizá se trataba de los de “Final del juego”. Cuando le señalé que
había varios en tercera persona, insistió en que no era así y tuve que
probárselo libro en mano. Llegamos a la hipótesis de que quizá la
tercera actuaba como una primera persona disfrazada, y que por eso la
memoria tendía a homogeneizar monótonamente la serie de relatos del
libro.
En ese momento, o
más tarde, encontré una suerte de explicación por la vía contraria,
sabiendo que cuando escribo un cuento busco instintivamente que sea de
alguna manera ajeno a mí en tanto demiurgo, que eche a vivir con una vida
independiente, y que el lector tenga o pueda tener la sensación de que en
cierto modo está leyendo algo que ha nacido por sí mismo, en sí mismo y
hasta de sí mismo, en todo caso con la mediación pero jamás la
presencia manifiesta del demiurgo. Recordé que siempre me han irritado
los relatos donde los personajes tienen que quedarse como al margen
mientras el narrador explica por su cuenta (aunque esa cuenta sea la mera
explicación y no suponga interferencia demiúrgica) detalles o pasos de
una situación a otra. El signo de un gran cuento me lo da eso que
podríamos llamar su autarquía, el hecho de que el relato se ha
desprendido del autor como una pompa de jabón de la pipa de yeso. Aunque
parezca paradójico, la narración en primera persona constituye la más
fácil y quizá mejor solución del problema, porque narración y acción
son ahí una y la misma cosa. Incluso cuando se habla de terceros, quien
lo hace es parte de la acción, está en la burbuja y no en la pipa.
Quizá por eso, en mis relatos en tercera persona, he procurado casi
siempre no salirme de una narración strictu senso, sin esas tomas
de distancia que equivalen a un juicio sobre lo que está pasando. Me
parece una vanidad querer intervenir en un cuento con algo más que con el
cuento en sí.
Esto lleva
necesariamente a la cuestión de la técnica narrativa, entendiendo por
esto el especial enlace en que se sitúan el narrador y lo narrado.
Personalmente ese enlace se me ha dado siempre como una polarización, es
decir que si existe el obvio puente de un lenguaje yendo de una voluntad
de expresión a la expresión misma, a la vez ese puente me separa, como
escritor, del cuento como cosa escrita, al punto que el relato queda
siempre, con la última palabra, en la orilla opuesta. Un verso admirable
de Pablo Neruda: Mis criaturas nacen de un largo rechazo, me parece
la mejor definición de un proceso en el que escribir es de alguna manera
exorcizar, rechazar criaturas invasoras proyectándolas a una condición
que paradójicamente les da existencia universal a la vez que las sitúa
en el otro extremo del puente, donde ya no está el narrador que ha
soltado la burbuja de su pipa de yeso. Quizá sea exagerado afirmar que
todo cuento breve plenamente logrado, y en especial los cuentos
fantásticos, son productos neuróticos, pesadillas o alucinaciones
neutralizadas mediante la objetivación y el traslado a un medio exterior
al terreno neurótico; de todas maneras, en cualquier cuento breve
memorable se percibe esa polarización, como si el autor hubiera querido
desprenderse lo antes posible y de la manera más absoluta de su criatura,
exorcizándola en la única forma en que le era dado hacerlo:
escribiéndola.
Este rasgo común no
se lograría sin las condiciones y la atmósfera que acompañan el
exorcismo. Pretender liberarse de criaturas obsesionantes a base de mera
técnica narrativa puede quizá dar un cuento, pero al faltar la
polarización esencial, el rechazo catártico, el resultado literario
será precisamente eso, literario; al cuento le faltará la atmósfera que
ningún análisis estilístico lograría explicar, el aura que pervive en
el relato y poseerá al lector como había poseído, en el otro extremo
del puente, al autor. Un cuentista eficaz puede escribir relatos
literariamente válidos, pero si alguna vez ha pasado por la experiencia
de librarse de un cuento como quien se quita de encima una alimaña,
sabrá de la diferencia que hay entre posesión y cocina literaria, y a su
vez un buen lector de cuentos distinguirá infaliblemente entre lo que
viene de un territorio indefinible y ominoso, y el producto de un mero métier.
Quizá el rasgo diferencial más penetrante —lo he señalado ya en otra
parte— sea la tensión interna de la trama narrativa. De una manera que
ninguna técnica podría enseñar o proveer, el gran cuento breve condensa
la obsesión de la alimaña, es una presencia alucinante que se instala
desde las primeras frases para fascinar al lector, hacerle perder contacto
con la desvaída realidad que lo rodea, arrasarlo a una sumersión más
intensa y avasalladora. De un cuento así se sale como de un acto de amor,
agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con
una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y
tantas otras de resignación. El hombre que escribió ese cuento pasó por
una experiencia todavía más extenuante, porque de su capacidad de
transvasar la obsesión dependía el regreso a condiciones más
tolerables; y la tensión del cuento nació de esa eliminación fulgurante
de ideas intermedias, de etapas preparatorias, de toda la retórica
literaria deliberada, puesto que había en juego una operación en alguna
medida fatal que no toleraba pérdida de tiempo; estaba allí, y sólo de
un manotazo podía arrancársela del cuello o de la cara. En todo caso
así me tocó escribir muchos de mis cuentos; incluso en algunos
relativamente largos, como Las armas secretas, la angustia
omnipresente a lo largo de todo un día me obligó a trabajar
empecinadamente hasta terminar el relato y sólo entonces, sin cuidarme de
releerlo, bajar a la calle y caminar por mí mismo, sin ser ya Pierre, sin
ser ya Michèle.
Esto permite
sostener que cierta gama de cuentos nace de un estado de trance, anormal
para los cánones de la normalidad al uso, y que el autor los escribe
mientras está en lo que los franceses llaman un “état second”. Que
Poe haya logrado sus mejores relatos en ese estado (paradójicamente
reservaba la frialdad racional para la poesía, por lo menos en la
intención) lo prueba más acá de toda evidencia testimonial el efecto
traumático, contagioso y para algunos diabólico de The Tell-tale
Heart o de Berenice. No faltará quien estime que exagero esta
noción de un estado ex-orbitado como el único terreno donde puede nacer
un gran cuento breve; haré notar que me refiero a relatos donde el tema
mismo contiene la “anormalidad”, como los citados de Poe, y que me
baso en mi propia experiencia toda vez que me vi obligado a escribir un
cuento para evitar algo mucho peor. ¿Cómo describir la atmósfera que
antecede y envuelve el acto de escribirlo? Si Poe hubiera tenido ocasión
de hablar de eso, estas páginas no serían intentadas, pero él calló
ese círculo de su infierno y se limitó a convertirlo en The Black
Cat o en Ligeia. No sé de otros testimonios que puedan
ayudar a comprender el proceso desencadenante y condicionante de un cuento
breve digno de recuerdo; apelo entonces a mi propia situación de
cuentista y veo a un hombre relativamente feliz y cotidiano, envuelto en
las mismas pequeñeces y dentistas de todo habitante de una gran ciudad,
que lee el periódico y se enamora y va al teatro y que de pronto,
instantáneamente, en un viaje en el subte, en un café, en un sueño, en
la oficina mientras revisa una traducción sospechosa acerca del
analfabetismo en Tanzania, deja de ser él-y-su-circunstancia y sin razón
alguna, sin preaviso, sin el aura de los epilépticos, sin la crispación
que precede a las grandes jaquecas, sin nada que le dé tiempo a apretar
los dientes y a respirar hondo, es un cuento, una masa informe sin
palabras ni caras ni principio ni fin pero ya un cuento, algo que
solamente puede ser un cuento y además en seguida, inmediatamente,
Tanzania puede irse al demonio porque este hombre meterá una hoja de
papel en la máquina y empezará a escribir aunque sus jefes y las
Naciones Unidas en pleno le caigan por las orejas, aunque su mujer lo
llame porque se está enfriando la sopa, aunque ocurran cosas tremendas en
el mundo y haya que escuchar las informaciones radiales o bañarse o
telefonear a los amigos. Me acuerdo de una cita curiosa, creo que de Roger
Fry; un niño precozmente dotado para el dibujo explicaba su método de
composición diciendo: First I think and then I draw a line round my
think (sic). En el caso de estos cuentos sucede exactamente lo
contrario: la línea verbal que los dibujará arranca sin ningún “think”
previo, hay como un enorme coágulo, un bloque total que ya es el cuento,
eso es clarísimo aunque nada pueda parecer más oscuro, y precisamente
ahí reside esa especie de analogía onírica de signo inverso que hay en
la composición de tales cuentos, puesto que todos hemos soñado cosas
meridianamente claras que, una vez despiertos, eran un coágulo informe,
una masa sin sentido. ¿Se sueña despierto al escribir un cuento breve?
Los límites del sueño y la vigilia, ya se sabe: basta preguntarle al
filósofo chino o a la mariposa. De todas maneras si la analogía es
evidente, la relación es de signo inverso por lo menos en mi caso, puesto
que arranco del bloque informe y escribo algo que sólo entonces se
convierte en un cuento coherente y válido per se. La memoria,
traumatizada sin duda por una experiencia vertiginosa, guarda en detalle
las sensaciones de esos momentos, y me permite racionalizarlos aquí en la
medida de lo posible. Hay la masa que es el cuento (¿pero qué cuento? No
lo sé y lo sé, todo está visto por algo mío que no es mi conciencia
pero que vale más que ella en esa hora fuera del tiempo y la razón), hay
la angustia y la ansiedad y la maravilla, porque también las sensaciones
y los sentimientos se contradicen en esos momentos, escribir un cuento
así es simultáneamente terrible y maravilloso, hay una desesperación
exaltante, una exaltación desesperada; es ahora o nunca, y el temor de
que pueda ser nunca exacerba el ahora, lo vuelve máquina de escribir
corriendo a todo teclado, olvido de la circunstancia, abolición de lo
circundante. Y entonces la masa negra se aclara a medida que se avanza,
increíblemente las cosas son de una extrema facilidad como si el cuento
ya estuviera escrito con una tinta simpática y uno le pasara por encima
el pincelito que lo despierta. Escribir un cuento así no da ningún
trabajo, absolutamente ninguno; todo ha ocurrido antes y ese antes, que
aconteció en un plano donde “la sinfonía se agita en la profundidad”,
para decirlo con Rimbaud, es el que ha provocado la obsesión, el coágulo
abominable que había que arrancarse a tirones de palabras. Y por eso,
porque todo está decidido en una región que diurnamente me es ajena, ni
siquiera el remate del cuento presenta problemas, sé que puedo escribir
sin detenerme, viendo presentarse y sucederse los episodios, y que el
desenlace está tan incluido en el coágulo inicial como el punto de
partida. Me acuerdo de la mañana en que me cayó encima Una flor
amarilla: el bloque amorfo era la noción del hombre que encuentra
a un niño que se le parece y tiene la deslumbradora intuición de que
somos inmortales. Escribí las primeras escenas sin la menor vacilación,
pero no sabía lo que iba a ocurrir, ignoraba el desenlace de la historia.
Si en ese momento alguien me hubiera interrumpido para decirme: “Al
final el protagonista va a envenenar a Luc”, me hubiera quedado
estupefacto. Al final el protagonista envenena a Luc, pero eso llegó como
todo lo anterior, como una madeja que se desovilla a medida que tiramos;
la verdad es que en mis cuentos no hay el menor mérito literario,
el menor esfuerzo. Si algunos se salvan del olvido es porque he sido capaz
de recibir y transmitir sin demasiadas pérdidas esas latencias de una
psiquis profunda, y el resto es una cierta veteranía para no falsear el
misterio, conservarlo lo más cerca posible de su fuente, con su temblor
original, su balbuceo arquetípico.
Lo que precede
habrá puesto en la pista al lector: no hay diferencia genética entre
este tipo de cuentos y la poesía como la entendemos a partir de
Baudelaire. Pero si el acto poético me parece una suerte de magia de
seguno grado, tentativa de posesión ontológica y no ya física como en
la magia propiamente dicha, el cuento no tiene intenciones esenciales, no
indaga ni transmite un conocimiento o un “mensaje”. El génesis del
cuento y del poema es sin embargo el mismo, nace de un repentino
extrañamiento, de un desplazarse que altera el régimen “normal”
de la conciencia; en un tiempo en que las etiquetas y los géneros ceden a
una estrepitosa bancarrota, no es inútil insistir en esta afinidad que
muchos encontrarán fantasiosa. Mi experiencia me dice que, de alguna
manera, un cuento breve como los que he tratado de caracterizar no tiene
una estructura de prosa. Cada vez que me ha tocado revisar la
traducción de uno de mis relatos (o intentar la de otros autores, como
alguna vez con Poe) he sentido hasta qué punto la eficacia y el sentido
del cuento dependían de esos valores que dan su carácter específico al
poema y también al jazz: la tensión, el ritmo, la pulsación interna, lo
imprevisto dentro de parámetros pre-vistos, esa libertad fatal que
no admite alteración sin una pérdida irrestañable. Los cuentos de esta
especie se incorporan como cicatrices indelebles a todo lector que los
merezca: son criaturas vivientes, organismos completos, ciclos cerrados, y
respiran. Ellos respiran, no el narrador, a semejanza de los poemas
perdurables y a diferencia de toda prosa encaminada a transmitir la
respiración del narrador, a comunicarla a manera de un teléfono
de palabras. Y si se pregunta: Pero entonces, ¿no hay comunicación entre
el poeta (el cuentista) y el lector?, la respuesta es obvia: La
comunicación se opera desde el poema o el cuento, no por medio
de ellos. Y esa comunicación no es la que intenta el prosista, de
teléfono a teléfono; el poeta y el narrador urden criaturas autónomas,
objetos de conducta imprevisible, y sus consecuencias ocasionales en los
lectores no se diferencian esencialmente de las que tienen para el autor,
primer sorprendido de su creación, lector azorado de sí mismo.
Breve coda sobre los
cuentos fantásticos. Primera observación: lo fantástico como nostalgia.
Toda suspensión of disbelief obra como una tregua en el seco,
implacable asedio que el determinismo hace al hombre. En esa tregua, la
nostalgia introduce una variante en la afirmación de Ortega: hay hombres
que en algún momento cesan de ser ellos y su circunstancia, hay una hora
en la que se anhela ser uno mismo y lo inesperado, uno mismo y el momento
en que la puerta que antes y después da al zaguán se entorna lentamente
para dejarnos ver el prado donde relincha el unicornio.
Segunda
observación: lo fantástico exige un desarrollo temporal ordinario. Su
irrupción altera instantáneamente el presente, pero la puerta que da al
zaguán ha sido y será la misma en el pasado y el futuro. Sólo la
alteración momentánea dentro de la regularidad delata lo fantástico,
pero es necesario que lo excepcional pase a ser también la regla sin
desplazar las estructuras ordinarias entre las cuales se ha insertado.
Descubrir en una nube el perfil de Beethoven sería inquietante si durara
diez segundos antes de deshilacharse y volverse fragata o paloma; su
carácter fantástico sólo se afirmaría en caso de que el perfil de
Beethoven siguiera allí mientras el resto de la nubes se conduce con su
desintencionado desorden sempiterno. En la mala literatura fantástica,
los perfiles sobrenaturales suelen introducirse como cuñas instantáneas
y efímeras en la sólida masa de lo consuetudinario; así, una señora
que se ha ganado el odio minucioso del lector, es meritoriamente
estrangulada a último minuto gracias a una mano fantasmal que entra por
la chimenea y se va por la ventana sin mayores rodeos, aparte de que en
esos casos el autor se cree obligado a proveer una “explicación” a
base de antepasados vengativos o maleficios malayos. Agrego que la peor
literatura de este género es sin embargo la que opta por el procedimiento
inverso, es decir el desplazamiento de lo temporal ordinario por una
especie de “full-time” de lo fantástico, invadiendo la casi totalidad
del escenario con gran despliegue de cotillón sobrenatural, como en el
socorrido modelo de la casa encantada donde todo rezuma manifestaciones
insólitas, desde que el protagonista hace sonar el aldabón de las
primeras frases hasta la ventana de la bohardilla donde culmina
espasmódicamente el relato. En los dos extremos (insuficiente
instalación en la circunstancia ordinaria, y rechazo casi total de esta
última) se peca por impermeabilidad, se trabaja con materias
heterogéneas momentáneamente vinculadas pero en las que no hay ósmosis,
articulación convincente. El buen lector siente que nada tienen que hacer
allí esa mano estranguladora ni ese caballero que de resultas de una
apuesta se instala para pasar la noche en una tétrica morada. Este tipo
de cuentos que abruma las antologías del género recuerda la receta de
Edward Lear para fabricar un pastel cuyo glorioso nombre he olvidado: Se
toma un cerdo, se lo ata a una estaca y se le pega violentamente, mientras
por otra parte se prepara con diversos ingredientes una masa cuya cocción
sólo se interrumpe para seguir apaleando al cerdo. Si al cabo de tres
días no se ha logrado que la masa y el cerdo formen un todo homogéneo,
puede considerarse que el pastel es un fracaso, por lo cual se soltará al
cerdo y se tirará la masa a la basura. Que es precisamente lo que hacemos
con los cuentos donde no hay ósmosis, donde lo fantástico y lo habitual
se yuxtaponen sin que nazca el pastel que esperábamos saborear
estremecidamente.
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