Julio
Cortázar
(1914-1984)
Después del almuerzo
(Final del juego,
1956)
Después del almuerzo yo hubiera
querido quedarme en mi cuarto leyendo, pero papá y mamá vinieron casi en
seguida a decirme que esa tarde tenía que llevarlo de paseo.
Lo primero que
contesté fue que no, que lo llevara otro, que por favor me dejaran
estudiar en mi cuarto. Iba a decirles otras cosas, explicarles por qué no
me gustaba tener que salir con él, pero papá dio un paso adelante y se
puso a mirarme en esa forma que no puedo resistir, me clava los ojos y yo
siento que se me van entrando cada vez más hondo en la cara, hasta que
estoy a punto de gritar y tengo que darme vuelta y contestar que sí, que
claro, en seguida. Mamá en esos casos no dice nada y no me mira, pero se
queda un poco atrás con las dos manos juntas, y yo le veo el pelo gris
que le cae sobre la frente y tengo que darme vuelta y contestar que sí,
que claro, en seguida. Entonces se fueron sin decir nada más y yo empecé
a vestirme, con el único consuelo de que iba a estrenar unos zapatos
amarillos que brillaban y brillaban.
Cuando salí de mi
cuarto eran las dos, y tía Encarnación dijo que podía ir a buscarlo a
la pieza del fondo, donde siempre le gusta meterse por la tarde. Tía
Encarnación debía darse cuenta de que yo estaba desesperado por tener
que salir con él, porque me pasó la mano por la cabeza y después se
agachó y me dio un beso en la frente. Sentí que me ponía algo en el
bolsillo.
-Para que te
compres alguna cosa -me dijo al oído-. Y no te olvides de darle un poco,
es preferible.
Yo la besé en la
mejilla, más contento, y pasé delante de la puerta de la sala donde
estaban papá y mamá jugando a las damas. Creo que les dije hasta luego,
alguna cosa así, y después saqué el billete de cinco pesos para
alisarlo bien y guardarlo en mi cartera donde ya había otro billete de un
peso y monedas.
Lo encontré en un
rincón del cuarto, lo agarré lo mejor que pude y salimos por el patio
hasta la puerta que daba al jardín de adelante. Una o dos veces sentí la
tentación de soltarlo, volver adentro y decirles a papá y mamá que él
no quería venir conmigo, pero estaba seguro de que acabarían por traerlo
y obligarme a ir con él hasta la puerta de calle. Nunca me habían pedido
que lo llevara al centro, era injusto que me lo pidieran porque sabían
muy bien que la única vez que me habían obligado a pasearlo por la
vereda había ocurrido esa cosa horrible con el gato de los Alvarez. Me
parecía estar viendo todavía la cara del vigilante hablando con papá en
la puerta, y después papá sirviendo dos vasos de caña, y mamá llorando
en su cuarto. Era injusto que me lo pidieran.
Por la mañana
había llovido y las veredas de Buenos Aires están cada vez más rotas,
apenas se puede andar sin meter los pies en algún charco. Yo hacía lo
posible para cruzar por las partes más secas y no mojarme los zapatos
nuevos, pero en seguida vi que a él le gustaba meterse en el agua, y tuve
que tironear con todas mis fuerzas para obligarlo a ir de mi lado. A pesar
de eso consiguió acercarse a un sitio donde había una baldosa un poco
más hundida que las otras, y cuando me di cuenta ya estaba completamente
empapado y tenía hojas secas por todas partes. Tuve que pararme,
limpiarlo, y todo el tiempo sentía que los vecinos estaban mirando desde
los jardines, sin decir nada pero mirando. No quiero mentir, en realidad
no me importaba tanto que nos miraran (que lo miraran a él, y a mí que
lo llevaba de paseo); lo peor era estar ahí parado, con un pañuelo que
se iba mojando y llenando de manchas de barro y pedazos de hojas secas,
teniendo que sujetarlo al mismo tiempo para que no volviera a acercarse al
charco. Además yo estoy acostumbrado a andar por las calles con las manos
en los bolsillos del pantalón, silbando o mascando chicle, o leyendo las
historietas mientras con la parte de abajo de los ojos voy adivinando las
baldosas de las veredas que conozco perfectamente desde mi casa hasta el
tranvía, de modo que sé cuándo paso delante de la casa de la Tita o
cuándo voy a llegar a la esquina de Carabobo. Y ahora no podía hacer
nada de eso y el pañuelo me empezaba a mojar el forro del bolsillo y
sentía la humedad en la pierna, era como para no creer en tanta mala
suerte junta.
A esa hora el
tranvía viene bastante vacío, y yo rogaba que pudiéramos sentarnos en
el mismo asiento, poniéndolo a él del lado de la ventanilla para que
molestara menos. No es que se mueva demasiado, pero a la gente le molesta
lo mismo y yo comprendo. Por eso me afligí al subir, porque el tranvía
estaba casi lleno y no había ningún asiento doble desocupado. El viaje
era demasiado largo para quedarnos en la plataforma, el guarda me hubiera
mandado que me sentara y lo pusiera en alguna parte; así que lo hice
entrar en seguida y lo llevé hasta un asiento del medio donde una señora
ocupaba el lado de la ventanilla. Lo mejor hubiera sido sentarse detrás
de él para vigilarlo, pero el tranvía estaba lleno y tuve que seguir
adelante y sentarme bastante más lejos. Los pasajeros no se fijaban
mucho, a esa hora la gente va haciendo la digestión y está medio dormida
con los barquinazos del tranvía. Lo malo fue que el guarda se paró al
lado del asiento donde yo lo había instalado, golpeando con una moneda en
el fierro de la máquina de los boletos, y yo tuve que darme vuelta y
hacerle señas de que viniera a cobrarme a mí, mostrándole la plata para
que comprendiera que tenía que darme dos boletos, pero el guarda era uno
de esos chinazos que están viendo las cosas y no quieren entender, dale
con la moneda golpeando contra la máquina. Me tuve que levantar (y ahora
dos o tres pasajeros me miraban) y acercarme al otro asiento. «Dos
boletos», le dije. Cortó uno, me miró un momento, y después me
alcanzó el boleto y miró para abajo, medio de reojo. «Dos, por favor»,
repetí, seguro de que todo el tranvía ya estaba enterado. El chinazo
cortó el otro boleto y me lo dio, iba a decirme algo pero yo le alcancé
la plata y me volví en dos trancos a mi asiento, sin mirar para atrás.
Lo peor era que a cada momento tenía que darme vuelta para ver si seguía
quieto en el asiento de atrás, y con eso iba llamando la atención de
algunos pasajeros. Primero decidí que sólo me daría vuelta al pasar
cada esquina, pero las cuadras me parecían terriblemente largas y a cada
momento tenía miedo de oír alguna exclamación o un grito, como cuando
el gato de los Alvarez. Entonces me puse a contar hasta diez, igual que en
las peleas, y eso venía a ser más o menos media cuadra. Al llegar a diez
me daba vuelta disimuladamente, por ejemplo arreglándome el cuello de la
camisa o metiendo la mano en el bolsillo del saco, cualquier cosa que
diera la impresión de un tic nervioso o algo así.
Como a las ocho
cuadras no sé por qué me pareció que la señora que iba del lado de la
ventanilla se iba a bajar. Eso era lo peor, porque le iba a decir algo
para que la dejara pasar, y cuando él no se diera cuenta o no qusiera
darse cuenta, a lo mejor la señora se enojaba y quería pasar a la
fuerza, pero yo sabía lo que iba a ocurrir en ese caso y estaba con los
nervios de punta, de manera que empecé a mirar para atrás antes de
llegar a cada esquina, y en una de esas me pareció que la señora estaba
ya a punto de levantarse, y hubiera jurado que le decía algo porque
miraba de su lado y yo creo que movía la boca. Justo en ese momento una
vieja gorda se levantó de uno de los asientos cerca del mío y empezó a
andar por el pasillo, y yo iba detrás queriendo empujarla, darle una
patada en las piernas para que se apurara y me dejara llegar al asiento
donde la señora había agarrado una canasta o algo en el suelo y ya se
levantaba para salir. Al final creo que la empujé, la oí que protestaba,
no sé cómo llegué al lado del asiento y conseguí sacarlo a tiempo para
que la señora pudiera bajarse en la esquina. Entonces lo puse contra la
ventanilla y me senté a su lado, tan feliz aunque cuatro o cinco idiotas
me estuvieran mirando desde los asientos de adelante y desde la plataforma
donde a lo mejor el chinazo les había dicho alguna cosa.
Ya andábamos por
el Once, y afuera se veía un sol precioso y las calles estaban secas. A
esa hora si yo hubiera viajado solo me habría largado del tranvía para
seguir a pie hasta el centro, para mí no es nada ir a pie desde el Once a
Plaza de Mayo, una vez que me tomé el tiempo le puse justo treinta y dos
minutos, claro que corriendo de a ratos y sobre todo al final. Pero ahora
en cambio tenía que ocuparme de la ventanilla, que un día alguien había
contado que era capaz de abrir de golpe la ventanilla y tirarse afuera,
nada más que por el gusto de hacerlo, como tantos otros gustos que nadie
se explicaba. Una o dos veces me pareció que estaba a punto de levantar
la ventanilla, y tuve que pasar el brazo por detrás y sujetarla por el
marco. A lo mejor eran cosas mías, tampoco quiero asegurar que estuviera
por levantar la ventanilla y tirarse. Por ejemplo, cuando lo del inspector
me olvidé completamente del asunto y sin embargo no se tiró. El
inspector era un tipo alto y flaco que apareció por la plataforma
delantera y se puso a marcar los boletos con ese aire amable que tienen
algunos inspectores. Cuando llegó a mi asiento le alcancé los dos
boletos y él marcó uno, miró para abajo, después miró el otro boleto,
lo fue a marcar y se quedó con el boleto metido en la ranura de la pinza,
y todo el tiempo yo rogaba que lo marcara de una vez y me lo devolviera,
me parecía que la gente del tranvía nos estaba mirando cada vez más. Al
final lo marcó encogiéndose de hombros, me devolvió los dos boletos, y
en la plataforma de atrás oí que alguien soltaba una carcajada, pero
naturalmente no quise darme vuelta, volví a pasar el brazo y sujeté la
ventanilla, haciendo como que no veía más al inspector y a todos los
otros. En Sarmiento y Libertad se empezó a bajar la gente, y cuando
llegamos a Florida ya no había casi nadie. Esperé hasta San Martín y lo
hice salir por la plataforma delantera, porque no quería pasar al lado
del chinazo que a lo mejor me decía alguna cosa.
A mí me gusta
mucho la Plaza de Mayo, cuando me hablan del centro pienso en seguida en
la Plaza de Mayo. Me gusta por las palomas, por la Casa de Gobierno y
porque trae tantos recuerdos de historia, de las bombas que cayeron cuando
hubo revolución, y los caudillos que habían dicho que iban a atar sus
caballos en la Pirámide. Hay maniseros y tipos que venden cosas, en
seguida se encuentra un banco vacío y si uno quiere puede seguir un poco
más y al rato llega al puerto y ve los barcos y los guinches. Por eso
pensé que lo mejor era llevarlo a la Plaza de Mayo, lejos de los autos y
los colectivos, y sentarnos un rato ahí hasta que fuera hora de ir
volviendo a casa. Pero cuando bajamos del tranvía y empezamos a andar por
San Martín sentí como un mareo, de golpe me daba cuenta de que me había
cansado terriblemente, casi una hora de viaje y todo el tiempo teniendo
que mirar hacia atrás, hacerme el que no veía que nos estaban mirando, y
después el guarda con los boletos, y la señora que se iba a bajar, y el
inspector. Me hubiera gustado tanto poder entrar en una lechería y pedir
un helado o un vaso de leche, pero estaba seguro de que no iba a poder,
que me iba a arrepentir si lo hacía entrar en un local cualquiera donde
la gente estaría sentada y tendría más tiempo para mirarnos. En la
calle la gente se cruza y cada uno sigue viaje, sobre todo en San Martín
que está lleno de bancos y oficinas y todo el mundo anda apurado con
portafolios debajo del brazo. Así que seguimos hasta la esquina de
Cangallo, y entonces cuando íbamos pasando delante de las vidrieras de
Peuser que estaban llenas de tinteros y cosas preciosas, sentí que él no
quería seguir, se hacía cada vez más pesado y por más que yo tiraba
(tratando de no llamar la atención) casi no podía caminar y al final
tuve que pararme delante de la última vidriera, haciéndome el que miraba
los juegos de escritorio repujados en cuero. A lo mejor estaba un poco
cansado, a lo mejor no era un capricho. Total, estar ahí parados no
tenía nada de malo, pero igual no me gustaba porque la gente que pasaba
tenía más tiempo para fijarse, y dos o tres veces me di cuenta de que
alguien le hacía algún comentario a otro, o se pegaban con el codo para
llamarse la atención. Al final no pude más y lo agarré otra vez,
haciéndome el que caminaba con naturalidad, pero cada paso me costaba
como en esos sueños en que uno tiene unos zapatos que pesan toneladas y
apenas puede despegarse del suelo. A la larga conseguí que se le pasara
el capricho de quedarse ahí parado, y seguimos por San Martín hasta la
esquina de la Plaza de Mayo. Ahora la cosa era cruzar, porque a él no le
gusta cruzar una calle. Es capaz de abrir la ventanilla del tranvía y
tirarse, pero no le gusta cruzar la calle. Lo malo es que para llegar a la
Plaza de Mayo hay que cruzar siempre alguna calle con mucho tráfico, en
Cangallo y Bartolomé Mitre no había sido tan difícil, pero ahora yo
estaba a punto de renunciar, me pesaba terriblemente en la mano, y dos
veces que el tráfico se paró y los que estaban a nuestro lado en el
cordón de la vereda empezaron a cruzar la calle, me di cuenta de que no
íbamos a poder llegar al otro lado porque se plantaría justo en la
mitad, y entonces preferí seguir esperando hasta que se decidiera. Y
claro, el del puesto de revistas de la esquina ya estaba mirando cada vez
más, y le decía algo a un pibe de mi edad que hacía muecas y le
contestaba que sé yo, y los autos seguían pasando y se paraban y
volvían a pasar, y nosotros ahí plantados. En una de esas se iba a
acercar el vigilante, eso era lo peor que nos podía suceder porque los
vigilantes son muy buenos y por eso meten la pata, se ponen a hacer
preguntas, averiguan si uno anda perdido, y de golpe a él le puede dar
uno de sus caprichos y yo no sé en lo que termina la cosa. Cuanto más
pensaba más me afligía, y al final tuve miedo de veras, casi como ganas
de vomitar, lo juro, y en un momento en que paró el tráfico lo agarré
bien y cerré los ojos y tiré para adelante doblándome casi en dos, y
cuando estuvimos en la Plaza lo solté, seguí dando unos pasos solo, y
después volví para atrás y hubiera querido que se muriera, que ya
estuviera muerto, o que papá y mamá estuvieran muertos, y yo también al
fin y al cabo, que todos estuvieran muertos y enterrados menos tía
Encarnación.
Pero esas cosas se
pasan en seguida, vimos que había un banco muy lindo completamente
vacío, y yo lo sujeté sin tironearlo y fuimos a ponernos en ese banco y
a mirar las palomas que por suerte no se dejan acabar como los gatos.
Compré manises y caramelos, le fui dando de las dos cosas y estábamos
bastante bien con ese sol que hay por la tarde en la Plaza de Mayo y la
gente que va de un lado a otro. Yo no sé en qué momento me vino a la
idea de abandonarlo ahí; lo único que me acuerdo es que estaba
pelándole un maní y pensando al mismo tiempo que si me hacía el que iba
a tirarles algo a las palomas que andaban más lejos, sería facilísimo
dar la vuelta a la pirámide y perderlo de vista. Me parece que en ese
momento no pensaba en volver a casa ni en la cara de papá y mamá, porque
si lo hubiera pensado no habría hecho esa pavada. Debe ser muy difícil
abarcar todo al mismo tiempo como hacen los sabios y los historiadores, yo
pensé solamente que lo podía abandonar ahí y andar solo por el centro
con las manos en los bolsillos, y comprarme una revista o entrar a tomar
un helado en alguna parte antes de volver a casa. Le seguí dando manises
un rato pero ya estaba decidido, y en una de esas me hice el que me
levantaba para estirar las piernas y vi que no le importaba si seguía a
su lado o me iba a darle manises a las palomas. Les empecé a tirar lo que
me quedaba, y las palomas me andaban por todos lados, hasta que se me
acabó el maní y se cansaron. Desde la otra punta de la plaza apenas se
veía el banco; fue cosa de un momento cruzar a la Casa Rosada donde
siempre hay dos granaderos de guardia, y por el costado me largué hasta
el Paseo Colón, esa calle donde mamá dice que no deben ir los niños
solos. Ya por costumbre me daba vuelta a cada momento pero era imposible
que me siguiera, lo más que quería estar haciendo sería revolcarse
alrededor del banco hasta que se acercara alguna señora de la
beneficencia o algún vigilante.
No me acuerdo muy
bien de lo que pasó en ese rato en que yo andaba por el Paseo Colón que
es una avenida como cualquier otra. En una de esas yo estaba sentado en
una vidriera baja de una casa de importaciones y exportaciones, y entonces
me empezó a doler el estómago, no como cuando uno tiene que ir en
seguida al baño, era más arriba, en el estómago verdadero, como si se
me retorciera poco a poco; y yo quería respirar y me costaba, entonces
tenía que quedarme quieto y esperar que se pasara el calambre, y delante
de mí se veía como una mancha verde y puntitos que bailaban, y la cara
de papá, al final era solamente la cara de papá porque yo había cerrado
los ojos, me parece, y en medio de la mancha verde estaba la cara de
papá. Al rato pude respirar mejor, y unos muchachos me miraron un momento
y uno le dijo al otro que yo estaba descompuesto, pero yo moví la cabeza
y dije que no era nada, que siempre me daban calambres, pero se me pasaban
en seguida. Uno dijo que si yo quería que fuera a buscar un vaso de agua,
y el otro me aconsejó que me secara la frente porque estaba sudando. Yo
me sonreí y dije que ya estaba bien, y me puse a caminar para que se
fueran y me dejaran solo. Era cierto que estaba sudando porque me caía el
agua por las cejas y una gota salada me entró en un ojo, y entonces
saqué el pañuelo y me lo pasé por la cara y sentí un arañazo en el
labio, y cuando miré era una hoja seca pegada en el pañuelo que me
había arañado la boca.
No sé cuánto
tardé en llegar otra vez a la Plaza de Mayo. A la mitad de la subida me
caí, pero volví a levantarme antes que nadie se diera cuenta, y crucé a
la carrera entre todos los autos que pasaban por delante de la Casa
Rosada. Desde lejos vi que no se había movido del banco, pero seguí
corriendo y corriendo hasta llegar al banco, y me tiré como muerto
mientras las palomas salían volando asustadas y la gente se daba vuelta
con ese aire que toman para mirar a los chicos que corren, como si fuera
un pecado. Después de un rato lo limpié un poco y dije que teníamos que
volver a casa. Lo dije para oírme yo mismo y sentirme todavía más
contento, porque con él lo único que servía era agarrarlo bien y
llevarlo,las palabras no las escuchaba o se hacía el que no las
escuchaba. Por suerte esta vez no se encaprichó al cruzar las calles, y
el tranvía estaba casi vacío al comienzo del recorrido, así que lo puse
en el primer asiento y me senté al lado y no me di vuelta ni una sola vez
en todo el viaje, ni siquiera al bajarnos: la última cuadra la hicimos
muy despacio, él queriendo meterse en los charcos y yo luchando para que
pasara por las baldosas secas. Pero no me importaba, no me importaba nada.
Pensaba todo el tiempo: «Lo abandoné», lo miraba y pensaba: «Lo
abandoné», y aunque no me había olvidado del Paseo Colón me sentía
tan bien, casi orgulloso. A lo mejor otra vez... No era fácil, pero a lo
mejor... Quién sabe con qué ojos me mirarían papá y mamá cuando me
vieran llegar con él de la mano. Claro que estarían contentos de que yo
lo hubiera llevado a pasear al centro, los padres siempre están contentos
de esas cosas; pero no sé por qué en ese momento se me daba por pensar
que también a veces papá y mamá sacaban el pañuelo para secarse, y que
también en el pañuelo había una hoja seca que les lastimaba la cara.
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