Julio
Cortázar
(1914-1984)
El río
(Final del juego, 1956)
Y sí, parece que es así, que te
has ido diciendo no sé qué cosa, que te ibas a tirar al Sena, algo por
el estilo, una de esas frases de plena noche, mezcladas de sábana y boca
pastosa, casi siempre en la oscuridad o con algo de mano o de pie rozando
el cuerpo del que apenas escucha, porque hace tanto que apenas te escucho
cuando dices cosas así, eso viene del otro lado de mis ojos cerrados, del
sueño que otra vez me tira hacia abajo. Entonces está bien, qué me
importa si te has ido, si te has ahogado o todavía andas por los muelles
mirando el agua, y además no es cierto porque estás aquí dormida y
respirando entrecortadamente, pero entonces no te has ido cuando te fuiste
en algún momento de la noche antes de que yo me perdiera en el sueño,
porque te habías ido diciendo alguna cosa, que te ibas a ahogar en el
Sena, o sea que has tenido miedo, has renunciado y de golpe estás ahí
casi tocándome, y te mueves ondulando como si algo trabajara suavemente
en tu sueño, como si de verdad soñaras que has salido y que después de
todo llegaste a los muelles y te tiraste al agua. Así una vez más, para
dormir después con la cara empapada de un llanto estúpido, hasta las
once de la mañana, la hora en que traen el diario con las noticias de los
que se han ahogado de veras.
Me das risa, pobre.
Tus determinaciones trágicas, esa manera de andar golpeando las puertas
como una actriz de tournées de provincia, uno se pregunta si realmente
crees en tus amenazas, tus chantajes repugnantes, tus inagotables escenas
patéticas untadas de lágrimas y ajetivos y recuentos. Merecerías a
alguien más dotado que yo para que te diera la réplica, entonces se
vería alzarse a la pareja perfecta, con el hedor exquisito del hombre y
la mujer que se destrozan mirándose en los ojos para asegurarse el
aplazamiento más precario, para sobrevivir todavía y volver a empezar y
perseguir inagotablemente su verdad de terreno baldío y fondo de
cacerola. Pero ya ves, escojo el silencio, enciendo un cigarrillo y te
escucho hablar, te escucho quejarte (con razón, pero qué puedo hacerle),
o lo que es todavía mejor me voy quedando dormido, arrullado casi por tus
imprecaciones previsibles, con los ojos entrecerrados mezclo todavía por
un rato las primeras ráfagas de los sueños con tus gestos de camisón
rídiculo bajo la luz de la araña que nos regalaron cuando nos casamos, y
creo que al final me duermo y me llevo, te lo confieso casi con amor, la
parte más aprovechable de tus movimientos y tus denuncias, el sonido
restallante que te deforma los labios lívidos de cólera. Para enriquecer
mis propios sueños donde jamás a nadie se le ocurre ahogarse, puedes
creerme.
Pero si es así me
pregunto qué estás haciendo en esta cama que habías decidido abandonar
por la otra más vasta y más huyente. Ahora resulta que duermes, que de
cuando en cuando mueves una pierna que va cambiando el dibujo de la
sábana, pareces enojada por alguna cosa, no demasiado enojada, es como un
cansancio amargo, tus labios esbozan una mueca de desprecio, dejan escapar
el aire entrecortadamente, lo recogen a bocanadas breves, y creo que si no
estaría tan exasperado por tus falsas amenazas admitiría que eres otra
vez hermosa, como si el sueño te devolviera un poco de mi lado donde el
deseo es posible y hasta reconciliación o nuevo plazo, algo menos turbio
que este amanecer donde empiezan a rodar los primeros carros y los gallos
abominablemente desnudan su horrenda servidumbre. No sé, ya ni siquiera
tiene sentido preguntar otra vez si en algún momento te habías ido, si
eras tú la que golpeó la puerta al salir en el instante mismo en que yo
resbalaba al olvido, y a lo mejor es por eso que prefiero tocarte, no
porque dude de que estés ahí, probablemente en ningún momento te fuiste
del cuarto, quizá un golpe de viento cerró la puerta, soñé que te
habías ido mientras tú, creyéndome despierto, me gritabas tu amenaza
desde los pies de la cama. No es por eso que te toco, en la penumbra verde
del amanecer es casi dulce pasar una mano por ese hombro que se estremece
y me rechaza. La sábana te cubre a medias, mis manos empiezan a bajar por
el terso dibujo de tu garganta, inclinándome respiro tu aliento que huele
a noche y a jarabe, no sé cómo mis brazos te han enlazado, oigo una
queja mientras arqueas la cintura negándote, pero los dos conocemos
demasiado ese juego para creer en él, es preciso que me abandones la boca
que jadea palabras sueltas, de nada sirve que tu cuerpo amodorrado y
vencido luche por evadirse, somos a tal punto una misma cosa en ese enredo
de ovillo donde la lana blanca y la lana negra luchan como arañas en un
bocal. De la sábana que apenas te cubría alcanzo a entrever la ráfaga
instantánea que surca el aire para perderse en la sombra y ahora estamos
desnudos, el amanecer nos envuelve y reconcilia en una sola materia
temblorosa, pero te obstinas en luchar, encogiéndote, lanzando los brazos
por sobre mi cabeza, abriendo como en un relámpago los muslos para volver
a cerrar sus tenazas monstruosas que quisieran separarme de mí mismo.
Tengo que dominarte lentamente (y eso, lo sabes, lo he hecho siempre con
una gracia ceremonial), sin hacerte daño voy doblando los juncos de tus
brazos, me ciño a tu placer de manos crispadas, de ojos enormemente
abiertos, ahora tu ritmo al fin se ahonda en movimientos lentos de muaré,
de profundas burbujas ascendiendo hasta mi cara, vagamente acaricio tu
pelo derramado en la almohada, en la penumbra verde miro con sorpresa mi
mano que chorrea, y antes de resbalar a tu lado sé que acaban de sacarte
del agua, demasiado tarde, naturalmente, y que yaces sobre las piedras del
muelle rodeada de zapatos y de voces, desnuda boca arriba con tu pelo
empapado y tus ojos abiertos.
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