Julio
Cortázar
(1914-1984)
Final del juego
(Final del juego, 1956)
Con Leticia y Holanda íbamos a
jugar a las vías del Central Argentino los días de calor, esperando que
mamá y tía Ruth empezaran su siesta para escaparnos por la puerta
blanca. Mamá y tía Ruth estaban siempre cansadas después de lavar la
loza, sobre todo cuando Holanda y yo secábamos los platos porque entonces
había discusiones, cucharitas por el suelo, frases que sólo nosotras
entendíamos, y en general un ambiente en donde el olor a grasa, los
maullidos de José y la oscuridad de la cocina acababan en una
violentísima pelea y el consiguiente desparramo. Holanda se especializaba
en armar esta clase de líos, por ejemplo dejando caer un vaso ya lavado
en el tacho del agua sucia, o recordando como al pasar que en la casa de
las de Loza había dos sirvientas para todo servicio. Yo usaba otros
sistemas, prefería insinuarle a tía Ruth que se le iban a paspar las
manos si seguía fregando cacerolas en vez de dedicarse a las copas o los
platos, que era precisamente lo que le gustaba lavar a mamá , con lo cual
las enfrentaba sordamente en una lucha de ventajeo por la cosa fácil. El
recurso heroico, si los consejos y las largas recordaciones familiares
empezaban a saturarnos, era volcar agua hirviendo en el lomo del gato. Es
una gran mentira eso del gato escaldado, salvo que haya que tomar al pie
de la letra la referencia al agua fría; porque de la caliente José no se
alejaba nunca, y hasta parecía ofrecerse, pobre animalito, a que le
volcáramos media taza de agua a cien grados o poco menos, bastante menos
probablemente porque nunca se le caía el pelo. La cosa es que ardía
Troya, y en la confusión coronada por el espléndido si bemol de tía
Ruth y la carrera de mamá en busca del bastón de los castigos, Holanda y
yo nos perdíamos en la galería cubierta, hacia las piezas vacías del
fondo donde Leticia nos esperaba leyendo a Ponson du Terrail, lectura
inexplicable.
Por lo regular mamá
nos perseguía un buen trecho, pero las ganas de rompernos la cabeza se le
pasaban con gran rapidez y al final (habíamos trancado la puerta y le
pedíamos perdón con emocionantes partes teatrales) se cansaba y se iba,
repitiendo la misma frase:
—Acabarán en la
calle, estas mal nacidas.
 Donde acabábamos
era en las vías del Central Argentino, cuando la casa quedaba en silencio
y veíamos al gato tenderse bajo el limonero para hacer él también su
siesta perfumada y zumbante de avispas. Abríamos despacio la puerta
blanca, y al cerrarla otra vez era como un viento, una libertad que nos
tomaba de las manos, de todo el cuerpo y nos lanzaba hacia
adelante. Entonces corríamos buscando impulso para trepar de un envión
al breve talud del ferrocarril, encaramadas sobre el mundo contemplábamos
silenciosas nuestro reino.
Nuestro reino era
así: una gran curva de las vías acababa su comba justo frente a los
fondos de nuestra casa. No había más que el balasto, los durmientes y la
doble vía; pasto ralo y estúpido entre los pedazos de adoquín donde la
mica, el cuarzo y el feldespato Ä que son los componentes del granito Ä
brillaban como diamantes legítimos contra el sol de las dos de la tarde.
Cuando nos agachábamos a tocar las vías (sin perder tiempo porque
hubiera sido peligroso quedarse mucho ahí, no tanto por los trenes como
por los de casa si nos llegaban a ver) nos subía a la cara el fuego de
las piedras, y al pararnos contra el viento del río era un calor mojado
pegándose a las mejillas y las orejas. Nos gustaba flexionar las piernas
y bajar, subir, bajar otra vez, entrando en una y otra zona de calor,
estudiándonos las caras para apreciar la transpiración, con lo cual al
rato éramos una sopa. Y siempre calladas, mirando al fondo de las vías,
o el río al otro lado, el pedacito de río color café con leche.
Después de esta
primera inspección del reino bajábamos el talud y nos metíamos en la
mala sombra de los sauces pegados a la tapia de nuestra casa, donde se
abría la puerta blanca. Ahí estaba la capital del reino, la ciudad
silvestre y la central de nuestro juego. La primera en iniciar el juego
era Leticia, la más feliz de las tres y la más privilegiada. Leticia no
tenía que secar los platos ni hacer las camas, podía pasarse el día
leyendo o pegando figuritas, y de noche la dejaban quedarse hasta más
tarde si lo pedía, aparte de la pieza solamente para ella, el caldo de
hueso y toda clase de ventajas. Poco a poco se había ido aprovechando de
los privilegios, y desde el verano anterior dirigía el juego, yo creo que
en realidad dirigía el reino; por lo menos se adelantaba a decir las
cosas y Holanda y yo aceptábamos sin protestar, casi contentas. Es
probable que las largas conferencias de mamá sobre cómo debíamos
portarnos con Leticia hubieran hecho su efecto, o simplemente que la
queríamos bastante y no nos molestaba que fuese la jefa. Lástima que no
tenía aspecto para jefa, era la más baja de las tres, y tan flaca.
Holanda era flaca, y yo nunca pesé más de cincuenta kilos, pero Leticia
era la más flaca de las tres, y para peor una de esas flacuras que se ven
de fuera, en el pescuezo y las orejas. Tal vez el endurecimiento de la
espalda la hacía parecer más flaca, como casi no podía mover la cabeza
a los lados daba la impresión de una tabla de planchar parada, de esas
forradas de género blanco como había en la casa de las de Loza. Una
tabla de planchar con la parte más ancha para arriba, parada contra la
pared. Y nos dirigía.
La satisfacción
más profunda era imaginarme que mamá o tía Ruth se enteraran un día
del juego. Si llegaban a enterarse del juego se iba a armar una meresunda
increíble. El si bemol y los desmayos, las inmensas protestas de
devoción y sacrificio malamente recompensados, el amontonamiento de
invocaciones a los castigos más célebres, para rematar con el anuncio de
nuestros destinos, que consistían en que las tres terminaríamos en la
calle. Esto último siempre nos había dejado perplejas, porque terminar
en la calle nos parecía bastante normal.
Primero Leticia nos
sorteaba. Usábamos piedritas escondidas en la mano, contar hasta
veintiuno, cualquier sistema. Si usábamos el de contar hasta veintiuno,
imaginábamos dos o tres chicas más y las incluíamos en la cuenta para
evitar trampas. Si una de ellas salía veintiuna, la sacábamos del grupo
y sorteábamos de nuevo, hasta que nos tocaba a una de nosotras. Entonces
Holanda y yo levantábamos la piedra y abríamos la caja de los
ornamentos. Suponiendo que Holanda hubiese ganado, Leticia y yo
escogíamos los ornamentos. El juego marcaba dos formas: estatuas y
actitudes. Las actitudes no requerían ornamentos pero sí mucha
expresividad, para la envidia mostrar los dientes, crispar las manos y
arreglárselas de modo de tener un aire amarillo. Para la caridad el ideal
era un rostro angélico, con los ojos vueltos al cielo, mientras las manos
ofrecían algo —un trapo, una pelota, una rama de sauce— a un
pobre huerfanito invisible. La vergüenza y el miedo eran fáciles de
hacer; el rencor y los celos exigían estudios más detenidos. Los
ornamentos se destinaban casi todos a las estatuas, donde reinaba una
libertad absoluta. Para que una estatua resultara, había que pensar bien
cada detalle de la indumentaria. El juego marcaba que la elegida no podía
tomar parte en la selección; las dos restantes debatían el asunto y
aplicaban luego los ornamentos. La elegida debía inventar su estatua
aprovechando lo que le habían puesto, y el juego era así mucho m s
complicado y excitante porque a veces había alianzas contra, y la
víctima se veía ataviada con ornamentos que no le iban para nada; de su
viveza dependía entonces que inventara una buena estatua. Por lo general
cuando el juego marcaba actitudes la elegida salía bien parada pero hubo
veces en que las estatuas fueron fracasos horribles.
Lo que cuento
empezó vaya a saber cuándo, pero las cosas cambiaron el día en que el
primer papelito cayó del tren. Por supuesto que las actitudes y las
estatuas no eran para nosotras mismas, porque nos hubiéramos cansado en
seguida. El juego marcaba que la elegida debía colocarse al pie del
talud, saliendo de la sombra de los sauces, y esperar el tren de las dos y
ocho que venía del Tigre. A esa altura de Palermo los trenes pasan
bastante rápido, y no nos daba vergüenza hacer la estatua o la actitud.
Casi no veíamos a la gente de las ventanillas, pero con el tiempo
llegamos a tener práctica y sabíamos que algunos pasajeros esperaban
vernos. Un señor de pelo blanco y anteojos de carey sacaba la cabeza por
la ventanilla y saludaba a la estatua o la actitud con el pañuelo. Los
chicos que volvían del colegio sentados en los estribos gritaban cosas al
pasar, pero algunos se quedaban serios mirándonos. En realidad la estatua
o la actitud no veía nada, por el esfuerzo de mantenerse inmóvil, pero
las otras dos bajo los sauces analizaban con gran detalle el buen éxito o
la indiferencia producidos. Fue un martes cuando cayó el papelito, al
pasar el segundo coche. Cayó muy cerca de Holanda, que ese día era la
maledicencia, y reboto hasta mí. Era un papelito muy doblado y sujeto a
una tuerca. Con letra de varón y bastante mala, decía: “Muy lindas
estatuas. Viajo en la tercera ventanilla del segundo coche, Ariel B.”
Nos pareció un poco seco, con todo ese trabajo de atarle la tuerca y
tirarlo, pero nos encantó. Sorteamos para saber quién se lo quedaría, y
me lo gané.. Al otro día ninguna quería jugar para poder ver cómo era
Ariel B., pero temimos que interpretara mal nuestra interrupción, de
manera que sorteamos y ganó Leticia. Nos alegramos mucho con Holanda
porque Leticia era muy buena como estatua, pobre criatura. La parálisis
no se notaba estando quieta, y ella era capaz de gestos de una enorme
nobleza. Como actitudes elegía siempre la generosidad, el sacrificio y el
renunciamiento. Como estatuas buscaba el estilo de Venus de la sala que
tía Ruth llamaba la Venus del Nilo. Por eso le elegimos ornamentos
especiales para que Ariel se llevara una buena impresión. Le pusimos un
pedazo de terciopelo verde a manera de túnica, y una corona de sauce en
el pelo. Como andábamos de manga corta, el efecto griego era grande.
Leticia se ensayó un rato a la sombra, y decidimos que nosotras nos
asomaríamos también y saludaríamos a Ariel con discreción pero muy
amables.
Leticia estuvo
magnífica, no se le movía ni un dedo cuando llegó el tren Como no
podía girar la cabeza la echaba para atrás, juntando los brazos al
cuerpo casi como si le faltaran; aparte el verde de la túnica, era como
mirar la Venus del Nilo. En la tercera ventanilla vimos a un muchacho de
rulos rubios y ojos claros que nos hizo una gran sonrisa al descubrir que
Holanda y yolo saludábamos. El tren se lo llevó en un segundo, pero eran
las cuatro y media y todavía discutíamos si vestía de oscuro, si
llevaba corbata roja y si era odioso o simpático. El jueves yo hice la
actitud del desaliento, y recibimos otro papelito que decía: “Las tres
me gustan mucho. Ariel.” Ahora él sacaba la cabeza y un brazo por la
ventanilla y nos saludaba riendo. Le calculamos dieciocho años (seguras
que no tenía más de dieciséis) y convinimos en que volvía diariamente
de algún colegio inglés. Lo más seguro de todo era el colegio inglés,
no aceptábamos un incorporado cualquiera. Se vería que Ariel era muy
bien.
Pasó que Holanda
tuvo la suerte increíble de ganar tres días seguidos. Superándose, hizo
las actitudes del desengaño y el latrocinio, y una estatua dificilísima
de bailarina, sosteniéndose en un pie desde que el tren entró en la
curva. Al otro día gané yo, y después de nuevo; cuando estaba haciendo
la actitud del horror, recibí casi en la nariz un papelito de Ariel que
al principio no entendimos: “La más linda es la más haragana.”
Leticia fue la última en darse cuenta, la vimos que se ponía colorada y
se iba a un lado, y Holanda y yo nos miramos con un poco de rabia. Lo
primero que se nos ocurrió sentenciar fue que Ariel era un idiota, pero
no podíamos decirle eso a Leticia, pobre ángel, con su sensibilidad y la
cruz que llevaba encima. Ella no dijo nada, pero pareció entender que el
papelito era suyo y se lo guardó. Ese día volvimos bastante calladas a
casa, y por la noche no jugamos juntas. En la mesa Leticia estuvo muy
alegre, le brillaban los ojos, y mamá miró una o dos veces a tía Ruth
como poniéndola de testigo de su propia alegría. En aquellos días
estaban ensayando un nuevo tratamiento fortificante para Leticia, y por lo
visto era una maravilla lo bien que le sentaba.
Antes de dormirnos,
Holanda y yo hablamos del asunto. No nos molestaba el papelito de Ariel,
desde un tren andando las cosas se ven como se ven, pero nos parecía que
Leticia se estaba aprovechando demasiado de su ventaja sobre nosotras.
Sabía que no le íbamos a decir nada, y que en una casa donde hay alguien
con algún defecto físico y mucho orgullo, todos juegan a ignorarlo
empezando por el enfermo, o más bien se hacen los que no saben que el
otro sabe. Pero tampoco había que exagerar y la forma en que Leticia se
había portado en la mesa, o su manera de guardarse el papelito, era
demasiado. Esa noche yo volví a soñar mis pesadillas con trenes, anduve
de madrugada por enormes playas ferroviarias cubiertas de vías llenas de
empalmes, viendo a distancia las luces rojas de locomotoras que venían,
calculando con angustia si el tren pasaría a mi izquierda, y a la vez
amenazada por la posible llegada de un rápido a mi espalda o —lo que
era peor— que a último momento Uno de los trenes tomara uno de los
desvíos y se me viniera encima. Pero de mañana me olvidé porque Leticia
amaneció muy dolorida y tuvimos que ayudarla a vestirse. Nos pareció que
estaba un poco arrepentida de lo de ayer y fuimos muy buenas con ella,
diciéndole que esto le pasaba por andar demasiado, y que tal vez lo mejor
sería que se quedara leyendo en su cuarto. Ella no dijo nada pero vino a
almorzar a la mesa, y a las preguntas de mamá contestó que ya estaba muy
bien y que casi no le dolía la espalda. Se lo decía y nos miraba.
Esa tarde gané yo,
pero en ese momento me vino un no sé qué y le dije a Leticia que le
dejaba mi lugar, claro que sin darle a entender por qué. Ya que el otro
la prefería, que la mirara hasta cansarse. Como el juego marcaba estatua,
le elegimos cosas sencillas para no complicarle la vida, y ella inventó
una especie de princesa china, con aire vergonzoso, mirando al suelo y
juntando las manos como hacen las princesas chinas. Cuando pasó el tren,
Holanda se puso de espaldas bajo los sauces pero yo miré y vi que Ariel
no tenía ojos más que para Leticia. La siguió mirando hasta que el tren
se perdió en la curva, y Leticia estaba inmóvil y o sabía que él
acababa de mirarla así. Pero cuando vino a descansar bajo los sauces
vimos que sí sabía, y que le hubiera gustado seguir con los ornamentos
toda la tarde, toda la noche.
El miércoles
sorteamos entre Holanda y yo porque Leticia nos dijo que era justo que
ella se saliera. Ganó Holanda con su suerte maldita, pero la carta de
Ariel cayó de mi lado. Cuando la levanté tuve el impulso de dársela a
Leticia que no decía nada, pero pensé que tampoco era cosa de
complacerle todos los gustos, y la abrí despacio. Ariel anunciaba que al
otro día iba a bajarse en la estación vecina y que vendría por el
terraplén para charlar un rato. Todo estaba terriblemente escrito, pero
la frase final era hermosa: “Saludo a las tres estatuas muy atentamente.”
La firma parecía un garabato aunque se notaba la personalidad.
Mientras le
quitábamos los ornamentos a Holanda, Leticia me miró una o dos veces. Yo
les había leído el mensaje y nadie hizo comentarios, lo que resultaba
molesto porque al fin y al cabo Ariel iba a venir y había que pensar en
esa novedad y decidir algo. Si en casa se enteraban, o por desgracia a
alguna de las de Loza le daba por espiarnos, con lo envidiosas que eran
esas enanas, seguro que se iba a armar la meresunda. Además que era muy
raro quedarnos calladas con una cosa así, sin mirarnos casi mientras
guardábamos los ornamentos y volvíamos por la puerta blanca.
Tía Ruth nos pidió
a Holanda y a mí que bañáramos a José, se llevó a Leticia para
hacerle el tratamiento, y por fin pudimos desahogarnos tranquilas. Nos
parecía maravilloso que viniera Ariel, nunca habíamos tenido un amigo
así, a nuestro primo Tito no lo contábamos, un tilingo que juntaba
figuritas y creía en la primera comunión. Estábamos nerviosísimas con
la expectativa y José pagó el pato, pobre ángel. Holanda fue más
valiente y sacó el tema de Leticia. Yo no sabía que pensar, de un lado
me parecía horrible que Ariel se enterara, pero también era justo que
las cosas se aclararan porque nadie tiene por qué‚ perjudicarse a causa
de otro. Lo que yo hubiera querido es que Leticia no sufriera, bastante
cruz tenía encima y ahora con el nuevo tratamiento y tantas cosas.
A la noche mamá se
extrañó de vernos tan calladas y dijo qué milagro, si nos habían
comido la lengua los ratones, después miró a tía Ruth y las dos
pensaron seguro que habíamos hecho alguna gorda y que nos remordía la
conciencia. Leticia comió muy poco y dijo que estaba dolorida, que la
dejaran ir a su cuarto a leer Rocambole. Holanda le dio el brazo aunque
ella no quería mucho, y yo me puse a tejer, que es una cosa que me viene
cuando estoy nerviosa. Dos veces pensé‚ ir al cuarto de Leticia, no me
explicaba qué hacían esas dos ahí solas, pero Holanda volvió con aire
de gran importancia y se quedó a mi lado sin hablar hasta que mamá y
tía Ruth levantaron la mesa. “Ella no va a ir mañana. Escribió una
carta y dijo que si él pregunta mucho, se la demos.” Entornando el
bolsillo de la blusa me hizo ver un sobre violeta. Después nos llamaron
para secar los platos, y esa noche nos dormimos casi en seguida por todas
las emociones y el cansancio de bañar a José.
Al otro día me
tocó a mi salir de compras al mercado y en toda la mañana no vi a
Leticia que seguía en su cuarto. Antes que llamaran a la mesa entré un
momento y la encontré al lado de la ventana, con muchas almohadas y el
tomo noveno de Rocambole. Se veía que estaba mal, pero se puso a reír y
me contó de una abeja que no encontraba la salida y de un sueño cómico
que había tenido. Yo le dije que era una lástima que no fuera a venir a
los sauces, pero me parecía tan difícil decírselo bien. “Si querés
podemos explicarle a Ariel que estabas descompuesta”, le propuse, pero
ella decía que no y se quedaba callada. Yo insistí un poco en que
viniera, y al final me animé y le dije que no tuviese miedo, poniéndole
como ejemplo que el verdadero cariño no conoce barreras y otras ideas
preciosas que habíamos aprendido en El Tesoro de la Juventud, pero
era cada vez más difícil decirle nada porque ella miraba la ventana y
parecía como si fuera a ponerse a llorar. Al final me fui diciendo que
mamá me precisaba. El almuerzo duró días, y Holanda se ganó un sopapo
de tía Ruth por salpicar el mantel con tuco. Ni me acuerdo de cómo
secamos los platos, de repente Estábamos en los sauces y las dos nos
abrazábamos llenas de felicidad y nada celosas una de otra. Holanda me
explicó todo lo que teníamos que decir sobre nuestros estudios para que
Ariel se llevara una buena impresión, porque los del secundario
desprecian a las chicas que no han hecho más que la primaria y solamente
estudian corte y repujado al aceite. Cuando pasó el tren de las dos y
ocho Ariel sacó los brazos con entusiasmo, y con nuestros pañuelos
estampados le hicimos señas de bienvenida. Unos veinte minutos después
lo llegar por el terraplén, y era más alto de lo que pensábamos y todo
de gris.
Bien no me acuerdo
de lo que hablamos al principio, él era bastante tímido a pesar de haber
venido y los papelitos, y decía cosas muy pensadas. Casi en seguida nos
elogió mucho las estatuas y las actitudes y preguntó cómo nos
llamábamos y por qué faltaba la tercera. Holanda explicó que Leticia no
había podido venir, y él dijo que era una lástima y que Leticia le
parecía un nombre precioso. Después nos contó cosas del Industrial, que
por desgracia no era un colegio inglés, y quiso saber si le mostraríamos
los ornamentos. Holanda levantó la piedra y le hicimos ver las cosas. A
él parecían interesarle mucho, y varias veces tomó alguno de los
ornamentos y dijo: “Éste lo llevaba Leticia un día”, o: “Éste fue
para la estatua oriental”, con lo que quería decir la princesa china.
Nos sentamos a la sombra de un sauce y él estaba contento pero
distraído, se veía que sólo se quedaba de bien educado. Holanda me
miró dos o tres veces cuando la conversación decaía, y eso nos hizo
mucho mal a las dos, nos dio deseos de irnos o que Ariel no hubiese venido
nunca. El preguntó otra vez si Leticia estaba enferma, y Holanda me miró
y yo creí que iba a decirle, pero en cambio contestó que Leticia no
había podido venir. Con una ramita Ariel dibujaba cuerpos geométricos en
la tierra, y de cuando en cuando miraba la puerta blanca y nosotras
sabíamos lo que estaba pasando, por eso Holanda hizo bien en sacar el
sobre violeta y alcanzárselo, y él se quedó sorprendido con el sobre en
la mano, después se puso muy colorado mientras le explicábamos que eso
se lo mandaba Leticia, y se guardó la carta en el bolsillo de adentro del
saco sin querer leerla delante de nosotras. Casi en seguida dijo que
había tenido un gran placer y que estaba encantado de haber venido, pero
su mano era blanda y antipática de modo que fue mejor que la visita se
acabara, aunque más tarde no hicimos más que pensar en sus ojos grises y
en esa manera triste que tenía de sonreír. También nos acordamos de
cómo se había despedido diciendo: “Hasta siempre”, una forma que
nunca habíamos oído en casa y que nos pareció tan divina y poética.
Todo se lo contamos a Leticia que nos estaba esperando debajo del limonero
del patio, y yo hubiese querido preguntarle qué decía su carta pero me
dio no sé qué porque ella había cerrado el sobre antes de confiárselo
a Holanda, así que no le dije nada y solamente le contamos cómo era
Ariel y cuantas veces había preguntado por ella. Esto no era nada fácil
de decírselo porque era una cosa linda y mala a la vez, nos dábamos
cuenta que Leticia se sentía muy feliz y al mismo tiempo estaba casi
llorando, hasta que nos fuimos diciendo que tía Ruth nos precisaba y la
dejamos mirando las avispas del limonero.
Cuando íbamos a
dormirnos esa noche, Holanda me dijo: “Vas a ver que mañana se acaba el
juego.” Pero se equivocaba aunque no por mucho, y al otro día Leticia
nos hizo la seña convenida en el momento del postre. Nos fuimos a lavar
la loza bastante asombradas y con un poco de rabia, porque eso era una
desvergüenza de Leticia y no estaba bien. Ella nos esperaba en la puerta
y casi nos morimos de miedo cuando al llegar a los sauces vimos que sacaba
del bolsillo el collar de perlas de mamá y todos los anillos, hasta el
grande con rubí de tía Ruth. Si las de Loza espiaban y nos veían con
las alhajas, seguro que mamá iba a saberlo en seguida y que nos mataría,
enanas asquerosas. Pero Leticia no estaba asustada y dijo que si algo
sucedía ella era la única responsable. “Quisiera que me dejaran hoy a
mí”, agregó sin mirarnos. Nosotras sacamos en seguida los ornamentos,
de golpe queríamos ser tan buenas con Leticia, darle todos los gustos y
eso que en el fondo nos quedaba un poco de encono. Como el juego marcaba
estatua, le elegimos cosas preciosas que iban bien con las alhajas, muchas
plumas de pavorreal para sujetar el pelo, una piel que de lejos parecía
un zorro plateado, y un velo rosa que ella se puso como un turbante. La
vimos que pensaba, ensayando la estatua pero sin moverse, y cuando el tren
apareció en la curva fue a ponerse al pie del talud con todas las alhajas
que brillaban al sol. Levantó los brazos como si en vez de una estatua
fuera a hacer una actitud, y con las manos señaló el cielo mientras
echaba la cabeza hacia atrás (que era lo único que podía hacer, pobre)
y doblaba el cuerpo hasta darnos miedo. Nos pareció maravillosa, la
estatua más regia que había hecho nunca, y entonces vimos a Ariel
que la miraba, salido de la ventanilla la miraba solamente a ella, girando
la cabeza y mirándola sin vernos a nosotras hasta que el tren se lo
llevó de golpe. No sé por qué las dos corrimos al mismo tiempo a
sostener a Leticia que estaba con lo ojos cerrados y grandes lágrimas por
toda la cara. Nos rechazó sin enojo, pero la ayudamos a esconder las
alhajas en el bolsillo, y se fue sola a casa mientras guardábamos por
última vez los ornamentos en su caja. Casi sabíamos lo que iba a
suceder, pero lo mismo al otro día fuimos las dos a los sauces, después
que tía Ruth nos exigió silencio absoluto para no molestar a Leticia que
estaba dolorida y quería dormir. Cuando llegó el tren vimos sin
ninguna sorpresa la tercera ventanilla vacía, y mientras nos sonreíamos
entre aliviadas y furiosas, imaginamos a Ariel viajando del otro lado del
coche, quieto en su asiento, mirando hacia el río con sus ojos
grises.
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