Julio
Cortázar
(1914-1984)
Relato con un fondo de agua
(Final del juego, 1956)
No te preocupes, disculpame este
gesto de impaciencia. Era perfectamente natural que nombraras a Lucio, que
te acordaras de él a la hora de las nostalgias, cuando uno se deja
corromper por esas ausencias que llamamos recuerdos y hay que remendar con
palabras y con imágenes tanto hueco insaciable. Además no sé, te
habrás fijado que este bungalow invita, basta que uno se instale en la
veranda y mire un rato hacia el río y los naranjales, de golpe se está
increíblemente lejos de Buenos Aires, perdido en un mundo elemental. Me
acuerdo de Láinez cuando nos decía que el Delta hubiera tenido que
llamarse el Alfa. Y esa otra vez en la clase de matemáticas, cuando
vos... ¿Pero por qué nombraste a Lucio, era necesario que dijeras:
Lucio?
El coñac está
ahí, servite. A veces me pregunto por qué te molestás todavía en venir
a visitarme. Te embarrás los zapatos, te aguantás los mosquitos y el
olor de la lámpara a kerosene...Ya sé, no pogas la cara del amigo
ofendido. No es eso, Mauricio, pero en realidad sos el único que queda,
del grupo de entonces ya no veo a nadie. Vos, cada cinco o seis meses
llega tu carta, y después la lancha te trae con un paquete de libros y
botellas, con noticias de ese mundo remoto a menos de cincuenta
kilómetros, a lo mejor con la esperanza de arrancarme alguna vez de este
rancho medio podrido. No te ofendas, pero casi me da rabia tu fidelidad
amistosa. Comprendé, tiene algo de reproche, cuando te vas me siento como
enjuiciado, todas mis elecciones definitivas me parecen simples formas de
la hipocondría, que un viaje a la ciudad bastaría para mandar al diablo.
Vos pertenecés a esa especie de testigos cariñosos que hasta en los
peores sueños nos acosan sonriendo. Y ya que hablamos de sueños, ya que
nombraste a Lucio, por qué no habría de contarte el sueño como entonces
se lo conté a él. Era aquí mismo, pero en esos tiempos— ¿cuántos
años ya, viejo?— todos ustedes venían a pasar temporadas al bungalow
que me dejaban mis padres, nos daba por el remo, por leer poesía hasta la
náusea, por enamorarnos desesperadamente de lo más precario y lo más
perecedero, todo eso envuelto en una infinita pedantería inofensiva, en
una ternura de cachorros sonsos. Éramos tan jóvenes, Mauricio, resultaba
tan fácil creerse hastiado, acariciar la imagen de la muerte entre discos
de jazz y mate amargo, dueños de una sólida inmortalidad de cincuenta o
sesenta años por vivir. Vos eras el más retraído, mostrabas ya esa
cortés fidelidad que no se puede rechazar como se rechazan otras
fidelidades más impertinentes. Nos mirabas un poco desde fuera, y ya
entonces aprendí a admirar en vos las cualidades de los gatos. Uno habla
con vos y es como si al mismo tiempo estuviera solo, y a lo mejor es por
eso que uno habla con vos como yo ahora. Pero entonces estaban los otros,
y jugábamos a tomarnos en serio. Sabés, lo terrible de ese momento de la
juventud es que en una hora oscura y sin nombre todo deja de ser serio
para ceder a la sucia máscara de seriedad que hay que ponerse en la cara,
y yo ahora soy el doctor fulano, y vos el ingeniero mengano, bruscamente
nos hemos quedado atrás, empezamos a vernos de otro modo, aunque por un
tiempo persistamos en los rituales, en los juegos comunes, en las cenas de
camaradería que tiran sus últimos salvavidas en medio de la dispersión
y el abandono, y todo es tan horriblemente natural, Mauricio, y a algunos
les duele más que a otros, los hay como vos que van pasando por sus
edades sin sentirlo, que encuentran normal un álbum donde uno se ve con
pantalones cortos, con un sombrero de paja o el uniforme de
conscripto...En fin, hablábamos de un sueño que tuve en ese tiempo, y
era un sueño que empezaba aquí en la veranda, conmigo mirando la luna
llena sobre los cañaverales, oyendo las ranas que ladraban como no ladran
ni siquiera los perros, y después siguiendo un vago sendero hasta llegar
al río, andado despacio por la orilla con la sensación de estar descalzo
y que los pies se me hundían en el barro. En el sueño yo estaba solo en
la isla, lo que era raro en ese tiempo; si volviese a soñarlo ahora la
soledad no me parecería tan vecina de la pesadilla como entonces. Una
soledad con la luna apenas trepada en el cielo de la otra orilla, con el
chapoteo del río y a veces el golpe aplastado de un durazno cayendo en
una zanja. Ahora hasta las ranas se habían callado, el aire estaba
pegajoso como esta noche, o como casi siempre aquí, y parecía necesario
seguir, dejar atrás el muelle, meterse por la vuelta grande de la costa,
cruzar los naranjales, siempre con la luna en la cara. No invento nada,
Mauricio, la memoria sabe lo que debe guardar entero. Te cuento lo mismo
que entonces le conté a Lucio, voy llegando al lugar donde los juncos
raleaban poco a poco y una lengua de tierra avanzaba sobre el río,
peligrosa por el barro y la proximidad del canal, porque en el sueño yo
sabía que eso era un canal profundo y lleno de remansos, y me acercaba a
la punta paso a paso, hundiéndome en el barro amarillo y caliente de
luna. Y así me quedé en el borde, viendo del otro lado los cañaverales
negros donde el agua se perdía secreta mientras aquí, tan cerca, el río
manoteaba solapado buscando dónde agarrarse, resbalando otra vez y
empecinándose. Todo el canal era luna, una inmensa cuchillería confusa
que me tajeaba los ojos, y encima un cielo aplastándose contra la nuca y
los hombros, obligándome a mirar interminablemente el agua. Y cuando río
arriba vi el cuerpo del ahogado, balanceándose lentamente como para
desenredarse de los juncos de la otra orilla, la razón de la noche y de
que yo estuvierra en ella se resolvió en esa mancha negra a la deriva,
que giraba apenas, retenida por un tobillo, por una mano, oscilando
blandamente para soltarse saliendo de los juncos hasta ingresar en la
corriente del canal, acercándose cadenciosa a la ribera desnuda donde la
luna iba a darle de lleno en plena cara.
Estás pálido,
Mauricio. Apelemos al coñac, si querés. Lucio también estaba un poco
pálido cuando le conté el sueño. Me dijo solamente: «¿Cómo te
acordás de los detalles?» Y a diferencia de vos, cortés como siempre,
él parecía adelantarse a lo que le estaba contando, como si temiera que
de golpe se me olvidase el resto del sueño. Pero todavía faltaba algo,
te estaba diciendo que la corriente del canal hacía girar el cuerpo,
jugaba con él antes de traerlo de mi lado, y al borde de la lengua de
tierra yo esperaba ese momento en que pasaría casi a mis pies y podría
verle la cara. Otra vuelta, un brazo blandamente tendido como si eso
nadara todavía, la luna hincándose en el pecho, mordiéndole el vientre,
las piernas pálidas, desnudando otra vez al ahogado boca arriba. Tan
cerca de mí que me hubiera bastado agacharme para sujetarlo del pelo, tan
cerca que lo reconocí, Mauricio, le vi la cara y grité, creo, algo como
un grito que me arrancó de mí mismo y me tiró en el despertar, en el
jarro de agua que bebí jadeando, en la asombrada y confundida conciencia
de que ya no me acordaba de esa cara que acababa de reconocer. Y eso
seguiría ya corriente abajo, de nada serviría cerrar los ojos y querer
volver al borde del agua, al borde del sueño, luchando por acordarme,
queriendo precisamente eso que algo en mí no quería. En fin, vos sabés
que más tarde uno se conforma, la máquina diurna está ahí con sus
bielas bien lubricadas, con sus rótulos bien satisfactorios. Ese fin de
semana viniste vos, vinieron Lucio y los otros, anduvimos de fiesta todo
aquel verano, me acuerdo que después te fuiste al norte, llovió mucho en
el delta, y hacia el fin Lucio se hartó de la isla, la lluvia y tantas
cosas lo enervaban, de golpe nos mirábamos como yo nunca hubiera pensado
que podríamos mirarnos. Entonces empezaron los refugios en el ajedrez o
la lectura, el cansancio de tantas inútiles concesiones, y cuando Lucio
volvía a Buenos Aires yo me juraba no esperarlo más, incluía a todos
mis amigos, al verde mundo que día a día se iba cerrando y muriendo, en
una misma hastiada condenación. Pero si algunos se daban por enterados y
no aparecían más después de un impecable «hasta pronto», Lucio
volvía sin ganas, yo estaba en el muelle esperándolo, nos mirábamos
como desde lejos, realmente desde ese otro mundo cada vez más atrás, el
pobre paraíso perdido que empecinadamente él volvía a buscar y yo me
obstinaba en defenderle casi sin ganas. Vos nunca sospechaste demasiado
todo eso, Mauricio, veraneante imperturbable en alguna quebrada norteña,
pero ese fin de verano...¿La ves, allá? Empieza a levantarse entre los
juncos, dentro de un momento te dará en la cara. A esta hora es curioso
cómo crece el chapoteo del río, no sé si porque los pájaros se han
callado o porque la sombra consiente mejor ciertos sonidos. Ya ves, sería
injusto no terminar lo que te estaba contando, en esta altura de la noche
en que todo coincide cada vez más con esa otra noche en que se lo conté
a Lucio. Hasta la situación es simétrica, en esa silla de hamaca llenás
el hueco de Lucio que venía en ese fin de verano y se quedaba como vos
sin hablar, él que tanto había hablado, y dejaba correr las horas
bebiendo, resentido por nada o por la nada, por esa repleta nada que nos
iba acosando sin que pudiéramos defendernos. Yo no creía que hubiera
odio en nosotros, era a la vez menos y peor que el odio, un hastío en el
centro mismo de algo que había sido a veces una tormenta o un girasol o
si preferís una espada, todo menos ese tedio, ese otoño pardo y sucio
que crecía desde adentro como telas en los ojos. Salíamos a recorrer la
isla, corteses y amables, cuidando de no herirnos; caminábamos sobre
hojas secas, pesados colchones de hojas secas a la orilla del río. A
veces me engañaba el silencio, a veces una palabra con el acento de
antes, y tal vez Lucio caía conmigo en las astutas trampas inútiles del
hábito, hasta que una mirada o el deseo acuciante de estar a solas nos
ponía de nuevo frente a frente, siempre amables y corteses y extranjeros.
Entonces él me dijo: «Es una hermosa noche; caminemos.» Y como
podríamos hacerlo ahora vos y yo, bajamos de la veranda y fuimos hacia
allá, donde sale esa luna que te da en los ojos. No me acuerdo demasiado
del camino, Lucio iba delante y yo dejaba que mis pasos cayeran sobre sus
huellas y aplastaran otra vez las hojas muertas. En algún momento debí
empezar a reconocer la senda entre los naranjos; quizá fue más allá,
del lado de los últimos ranchos y los juncales. Sé que en ese momento la
silueta de Lucio se volvió lo único incongruente en ese encuentro metro
a metro, noche a noche, a tal punto coincidente que no me extrañé cuando
los juncos se abrieron para mostar a plena luna la lengua de tierra
entrando en el canal, las manos del río resbalando sobre el barro
amarillo. En alguna parte a nuestras espaldas un durazno podrido cayó con
un golpe que tenía lago de bofetada, de torpeza indecible.
Al borde del agua,
Lucio se volvió y me estuvo mirando un momento. Dijo: «¿Este es el
lugar, verdad?» Nunca habíamos vuelto a hablar del sueño, pero le
contesté: «Sí, este es el lugar.» Pasó un tiempo antes de que dijera:
«Hasta eso me has robado, hasta mi deseo más secreto; porque yo he
deseado un sitio así, yo he necesitado un sitio así. Has soñado un
sueño ajeno.» Y cuando dijo eso, Mauricio, cuando lo dijo con una voz
monótona y dando un paso hacia mí, algo debió estallar en mi olvido,
cerré los ojos y supe que iba a recordar, sin mirar hacia el río supe
que iba a ver el final del sueño, y lo vi, Mauricio, vi al ahogado con la
luna arrodillada sobre el pecho, y la cara del ahogado era la mía,
Mauricio, la cara del ahogado era la mía.
¿Por qué te vas?
Si te hace falta, hay un revólver en el cajón del escritorio, si querés
podés alertar a la gente del otro rancho. Pero quedate, Mauricio, quedate
otro poco oyendo el chapoteo del río, a lo mejor acabarás por sentir que
entre todas esas manos de agua y juncos que resbalan en el barro y se
deshacen en remolinos, hay unas manos que a esta hora se hincan en las
raíces y no sueltan, algo trepa al muelle y se endereza cubierto de
basuras y mordiscos de peces, viene hacia aquí a buscarme. Todavía puedo
dar vuelta la moneda, todavía puedo matarlo otra vez, pero se obstina y
vuelve y alguna noche me llevará con él. Me llevará, te digo, y el
sueño cumplirá su imagen verdadera. Tendré que ir, la lengua de tierra
y los cañaverales me verán pasar boca arriba, magnífico de luna, y el
sueño estará al fin completo, Mauricio, el sueño estará al fin
completo.
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