Julio
Cortázar
(1914-1984)
Entrevista con Rita Guibert
Siete voces
(México: Organización
Editorial Novaro, S.A., 1974)
“Nací en Bruselas en agosto de 1914. Signo astrológico,
Virgo; por consiguiente, asténico, tendencias intelectuales, mi
planeta es Mercurio y mi color el gris (aunque en realidad me
gusta el verde)”, escribe Julio Cortázar sobre Cortázar en
una carta enviada desde París en 1963. “Mi nacimiento fue
un producto del turismo y la diplomacia; a mi padre lo
incorporaron a una misión comercial cerca de la legación
argentina en Bélgica, y como acababa de casarse se llevo a mi
madre a Bruselas. Me tocó, nacer en los días de la ocupación
de Bruselas por los alemanes, a comienzos de la primera guerra
mundial. Tenía casi cuatro años cuando mi familia pudo volver a
la Argentina; hablaba sobre todo francés, y de el me quedo la
manera de pronunciar la «r», que nunca pude quitarme. Crecí en
Banfield, pueblo suburbano de Buenos Aires, en una casa con un
gran jardín lleno de gatos, perros, tortugas y cotorras: el paraíso.
Pero en ese paraíso yo era Adán, en el sentido de que no guardo
un recuerdo feliz de mi infancia; demasiadas servidumbres, una
sensibilidad excesiva, una tristeza frecuente, asma, brazos rotos,
primeros amores desesperados. (“Los venenos” es muy autobiográfico.)
Estudios secundarios en Buenos Aires: maestro normal en 1932.
Profesor normal en letras en 1935. Primeros empleos, cátedras en
pueblos y ciudades de campo, paso por Mendoza en 1944-1945 después
de siete años de enseñar en escuelas secundarias. Renuncia a
través del fracaso del movimiento antiperonista en el que anduve
metido, vuelta a Buenos Aires. Ya llevaba diez años escribiendo,
pero no publicaba nada o casi nada (el tomito de sonetos, quizá
un cuento). De 1946 a 1951, vida porteña, solitaria e
independiente; convencido de ser un solterón irreductible, amigo
de muy poca gente, melómano lector a jornada completa, enamorado
del cine, burguesito ciego a todo lo que pasaba más allá de la
esfera de lo estético. Traductor público nacional. Gran oficio
para una vida como la mía en ese entonces, egoístamente
solitaria e independiente.
La labor de Cortázar como traductor (sigue, practicando el
oficio) es bien heterogénea. Ha vertido al español, tanto obras
literarias y filosóficas de autores como Edgar A. Poe (dos volúmenes),
André Gide, Alfred-Stern, lord Hughton, Jean Giono y G.K.
Chesterton, como documentos oficiales de distintas dependencias
de la UNESCO, donde trabaja desde hace varios años. Es, además,
un narrador, novelista, ensayista y poeta cuyas “fantasías
trascienden barreras nacionales y continentales”
Cortázar ha logrado también trascender, con Los premios,
Rayuela, y 62-Modelo para armar, las barreras del género novelístico.
“Mucho de lo que he escrito -dice en un ensayo autocrítico
en La vuelta al día en ochenta mundos- se ordena bajo el signo
de la excentricidad, puesto que entre vivir y escribir nunca
admití una clara diferencia... Se reprocha a mis novelas, ese
juego al borde del balcón, ese fósforo al lado de la botella de
nafta, ese revólver cargado en la mesa de luz, una búsqueda
intelectual de la novela misma, que sería un continuo comentario
de la acción y muchas veces la acción de un comentario”.
Los que no le reprochan esa búsqueda lo aclaman como una figura
literaria mayor. Según el novelista norteamericano C.D.B. Bryan,
en una reseña publicada en el New York Times (junio 15, 1969):
“Rayuela es la novela más magnifica que he leído y a la
que siempre vuelvo. No hay novela de autor vivo que me haya
influido más, intrigado más, cautivado más... No hay novela
que haya explorado tan satisfactoria, completa y bellamente la
compulsión del hombre a explicar la vida, buscar su sentido,
desafiar sus misterios”. Y unos años después, en el número
de Review 72 dedicado a Cortázar, Bryan dice de 62-Modelo para
armar: “Ya no podría decirles de que se trata... Lo sabía
al momento de terminarlo; y más tarde aún pensaba que sabía.
Pero ahora, volviendo al libro para releer algunos pasajes,
descubro que esos «ciertos pasajes» nunca existieron, o que
existen de manera muy distinta de lo que pense..., y que todo
tuvo lugar antes, no después del crimen, que pudo o no haberse
cometido. Por inquietante que parezca ser esta experiencia de
lectura, fue completamente satisfactoria e iluminadora,
exactamente lo que intentó Julio Cortázar”.
Pero Cortázar no solo es una figura literaria mayor, es, además,
como dijo Tom Bishop al publicarse la edición norteamericana de
Historias de cronopios y famas, “uno de los de esa casta
selecta que está desapareciendo, un humorista intelectual”.
En estos cuentos cortos, escritos en prosa poética “más
para ser sentida que entendida”, Cortázar -para quien
“el humor es una de las cosas más serias en existencia”-
agrupa a los seres humanos en tres categorías: 1) cronopios (seres
artísticos, temperamentales, “desordenados y tibios”,
“que se ne fregan”;); 2) famas (“en las sociedades
filantrópicas las autoridades son todas famas”, “pesimistas
por naturaleza”;); 3) esperanzas (“se dejan viajar por
las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a
ver porque ellas no se molestan”). Cortázar adquiere la
noción de esos personajes que llamará cronopios durante un
concierto de Louis Armstrong en París en 1952. Escribe entonces
una reseña para Buenos Aires literaria que 15 años después es
reeditada en La vuelta al día en ochenta mundos: “Un mundo
que hubiera empezado por Picasso en vez de acabar por él, sería
un mundo exclusivamente para cronopios, y en todas las esquinas
los cronopios bailarían tregua y bailarían catala, y subido al
farol del alumbrado Louis soplaría durante horas haciendo caer
del cielo grandísimos pedazos de estrellas de almibar y
frambuesa, para que comieran los niños y los perros”.
“Son cosas que uno piensa cuando está embutido en una
platea del teatro des Champs Elysees..., y los famas llegados al
concierto por error o porque había que ir o porque cuesta caro,
se miran entre ellos con un aire estudiadamente amable, pero
naturalmente no han entendido nada...”
Si los cronopios representan a los seres artísticos,
temperamentales “que se ne fregan”, entonces Julio Cortázar
es uno de ellos. Esta entrevista, por lo tanto, se ha hecho de
acuerdo a sus estrictos deseos. Conocí a Cortázar en París en
1968 después de haberle telefoneado pidiéndole una entrevista
para Life en Español, y haberle enviado mi cuestionario escrito;
primera condición que impuso durante esa conversación. Por
carta (6 de septiembre, 1968) contestó: “...muchas de las
preguntas son interesantes y me darían pie para hablar de
cuestiones que me interesan..., queda en pie algo esencial, que
si no tiene solución me impide otorgarle la entrevista. No me
hago ninguna ilusión acerca del sistema dentro del cual Life y
Time son pequeños (no tan pequeños) planetas. Sé que actúo en
condición de adversario reconocido frente a ese sistema y esos
órganos de publicidad del imperialismo; y usted lo sabe tan bien
como yo”.
“Si como usted dice, Life quiere abrirse al diálogo,
enhorabuena. Pero yo necesito una garantía formal, digamos
incluso legal, de que razones «tipográficas», y otras argucias
de última hora no van a mutilar o alterar mi texto... Yo
entregaré un original de mis respuestas junto con una copia, y
en esta copia, un responsable directo de Life hará constar que
el original contiene el mismo texto hasta la última coma. Esta
copia así certificada quedará en mis manos; si Life modifica
luego la entrevista, yo podré iniciar una acción o protestar,
pruebas en mano, en otras publicaciones de cualquier país”.
“Todo eso suena mal, lo sé. Pero es que todo suena mal en
el mundo de hoy. Hay muchas maneras de matar a los Che Guevara, y
aunque estoy lejos de compararme a él, yo hago también mi
guerrilla desde hace mucho contra el imperialismo yanqui”.
Por supuesto, en Nueva York, la reacción inicial de los
ejecutivos de Life a sus demandas, que transmití cablegráficamente,
no fue muy halagadora. De cualquier forma, nos encontramos en una
de esas raras mañanas soleadas de la Ciudad-Luz en el cafe Deux
Magots. Cortázar, usando una campera gris sobre camisa de cuello
abierto, me esperaba fumando Gauloises y tomando jugo de tomate.
A los 53 años, muy alto, delgado, de grandes ojos verdes, cejas
espesas, pelo marrón más bien largo, aparentaba ser un hombre
mucho más joven. Durante nuestra conversación, cordial pero
impersonal y formal (se mantuvo siempre el usted), habló de su
corto viaje a Nueva York, de Cuba, de China, de la reciente
visita de la madre..., de la casa en Saignon, lugar al sur de
Francia donde se retira para escribir. Finalmente, cuando volví
al tema de la entrevista logré que aceptara hacerla, siempre que
los editores le enviasen las galeras finales para su aprobación.
Como en esa época, en las oficinas del piso 33 del Time &
Life Building, ocupadas por la hoy extinta Life en español, los
cronopios excedían en número a las famas, el manuscrito, que
Cortázar envió en la fecha prometida, fue publicado tal cual.
Por el carácter polémico de sus declaraciones la redacción
recibió más cartas de lo usual, hecho insólito de por sí ya
que el escribir cartas no es rasgo de la idiosincrasia
latinoamericana. Algunas elogiaban a la redacción por su actitud
democrática, otras al autor por dudar de esa democracia, y
muchas, basándose en presunciones falsas, acusaban a Cortázar
de haber recibido dinero de Life.
En 1971, Cortázar -defensor de la Revolución Cubana desde su
principio- fue “excomulgado” cuando él y un grupo
internacional de intelectuales enviaron una carta a Fidel Castro
protestando por el encarcelamiento y “confesión”
firmada de Heberto Padilla. Le escribí entonces preguntando si
quería poner su entrevista al día, pero rehuso diciendo que, en
términos generales, aún reflejaba su forma de pensar. Y, como
termina diciendo Cortázar en su ensayo autocrítico: “Me
sumo a los pocos críticos que han querido ver en Rayuela la
denuncia imperfecta y desesperada del establishment de las letras,
a la vez espejo y pantalla del otro establishment que está
haciendo de Adán, cibernética y minuciosamente, lo que delata
su nombre apenas se lo lee al revés: nada.
*
Lo que sigue se basa en una serie de preguntas que Rita Guibert
me formuló por escrito en nombre de Life, pero antes de
contestarlas me parece indispensable dejar en claro algunas
circunstancias vinculadas con estas páginas. La moral y la práctica
quieren que un escritor exprese habitualmente sus ideas en
publicaciones que pertenecen a su propio campo ideológico e
incluso intelectual; no es esto lo que ocurre aquí, y tanto Life
como yo lo sabemos y lo aceptamos. Desde. nuestro primer contacto
quedó entendido que mi consentimiento no solamente no
significaba una “colaboración” para Life, sino que
para mí representaba precisamente lo contrario: una incursión
en territorio adversario. Life aceptó este punto de vista y me
dio las garantías necesarias de que mis palabras serían
reproducidas textualmente. Soy, pues, único responsable de ellas;
nadie las ha adaptado a exigencias periodísticas, y es justicia
decirlo desde ahora.
Mi desconfianza inicial, mi demanda de garantías, sorprendieron
a los responsables de Life como sorprenderían a muchos de sus
lectores; empezaré por referirme a esto, pues es una manera de
responder prácticamente a algunas de las preguntas de carácter
ideológico y político que se me formulan. No solamente desconfió
de las publicaciones norteamericanas del tipo de Life, en
cualquier idioma en que aparezcan y muy especialmente en español,
sino que tengo el convencimiento de que todas ellas, por más
democráticas y avanzadas que pretendan ser, han servido, sirven
y servirán la causa del imperialismo norteamericano, que a su
vez sirve por todos los medios la causa del capitalismo. No dudo
de que una revista como Life se esfuerza en su estructura interna
por lograr una gran objetividad, y que abre sus páginas a las
tendencias más diversas; no dudo de que muchos de sus
responsables y redactores creen facilitar así eso que se ha dado
en llamar “dialogo” con los adversarios ideológicos, y
favorecer por esa vía un mejor entendimiento y quizá una
conciliación. Amargas experiencias me han mostrado de sobra que
por debajo y por encima de esas ilusiones (que muchas veces son
hipocresías disfrazadas de ilusiones), la realidad sigue siendo
otra. Hace dos años, las revelaciones acerca de las actividades
de la CIA en el terreno de los supuestos “diálogos”
pulverizaron todas las ilusiones posibles en ese campo, y no será
la liberalidad de criterio de Life la que pueda alimentar nuevas
esperanzas en ese terreno. El capitalismo norteamericano ha
comprendido que su colonización cultural en América Latina -punta
de lanza por excelencia para la colonización económica y política-
exigía procedimientos más sutiles e inteligentes que los
utilizados en otros tiempos; ahora sabe servirse incluso de
instituciones y personas que, en su propio país y en el exterior,
creen combatirlo y neutralizarlo en el terreno intelectual. Hay
algo de diabólico en este aprovechamiento de las buenas
voluntades, de las complicidades inconscientes en las que caen
tantos hombres a quienes la difusión de la cultura les sigue
pareciendo ingenuamente el mejor camino hacia la paz y el
progreso. La buena voluntad de Life puede ser en ese sentido tan
diabólica como la más agresiva de las actitudes del
Departamento de Estado, e incluso más en la medida en que muchos
de sus redactores y la gran mayoría de sus lectores creen sin
duda en la utilidad democrática y cultural de sus páginas. A mí
me basta una ojeada a cualquiera de sus números para adivinar el
verdadero rostro que se oculta tras la máscara; consulten los
lectores, por ejemplo, el número del 11 de marzo de 1968: en la
cubierta, soldados norvietnameses ilustran una loable voluntad de
información objetiva; en el interior, Jorge Luis Borges habla
larga y bellamente de su vida y de su obra; en la contratapa, por
fin, asoma la verdadera cara: un anuncio de la Coca-Cola.
Variante divertida en el número del 17 de junio del mismo año:
Ho Chi Minh en la tapa, y los cigarrillos Chesterfield en la
contratapa. Simbólicamente, psicoanalíticamente, capitalísticamente,
Life entrega las claves: la tapa es la máscara, la contratapa el
verdadero rostro mirando hacia América Latina.
Algún lector sobresaltado se estará preguntando cómo es
posible que semejantes juicios se publiquen precisamente en la
revista enjuiciada. Ignora, sin duda, que la dialéctica del
diablo consiste justamente en pagar un alto precio para conseguir,
en otro tablero, ganancias mucho más altas. Christopher Marlowe
y Goethe lo explicaron en su día. Si Life es fiel a sus fines
aparentes, está obligada a publicar este texto, y yo a mí vez
me creo obligado a aprovechar de esa obligación. Life me ha
propuesto esta entrevista insistiendo en que su criterio es
liberal y democrático; yo sostengo por mi parte que el
capitalismo yanqui se vale de Life como de tantas otras cosas
para sus fines últimos, que requieren la colonización cultural
que facilite la colonización económica de América Latina; hoy
sabemos que CIA ha pagado revistas que hablaban muy mal de la CIA,
un poco como la Iglesia Católica tiene siempre un sector “avanzado”
que arremete contra encíclicas y concilios. La tradición del
bufón del rey no se ha perdido, porque es útil y necesaria para
los reyes de todos los tiempos, aunque los de ahora huelan a petróleo
y hablen con acento tejano.
Algún otro lector igualmente sobresaltado se estará encogiendo
de hombros al darse-cuenta-de-la-verdad: Julio Cortázar es
comunista, y por consiguiente ve enemigos escondidos en cada
botella de la pausa que refresca. Como ya es hora de entrar en la
entrevista propiamente dicha, será bueno aclarar que mi ideal
del socialismo no pasa por Moscú sino que nace con Marx para
proyectarse hacia la realidad revolucionaria latinoamericana que
es una realidad con características propias, con ideologías y
realizaciones condicionadas por nuestras idiosincrasias y
nuestras necesidades, y que hoy se expresa históricamente en
hechos tales como la Revolución Cubana, la guerra de guerrillas
en diversos países del continente, y las figuras de hombres como
Fidel Castro y Che Guevara. A partir de esa concepción
revolucionaria, mi idea del socialismo latinoamericano es
profundamente crítica, como lo saben de sobra mis amigos cubanos,
en la medida en que rechazo toda postergación de la plenitud
humana en aras de una hipotética consolidación a largo plazo de
las estructuras revolucionarias. Mi humanismo es socialista, lo
que para mi significa que es el grado más alto, por universal,
del humanismo; si no acepto la alienación que necesita mantener
el capitalismo para alcanzar sus fines, mucho menos acepto la
alienación que se deriva de la obediencia a los aparatos burocráticos
de cualquier sistema por revolucionario que pretenda ser. Creo,
con Roger Garaudy y Eduardo Goldsticker, que el fin supremo del
marxismo no puede ser otro que el de proporcionar a la raza
humana los instrumentos para alcanzar la libertad y la dignidad
que le son consustanciales; esto entraña una visión optimista
de la historia, como se ve, contrariamente al pesimismo egoísta
que justifica y defiende el capitalismo, triste paraíso de unos
pocos a costa de un purgatorio cuando no de un infierno de
millones y millones de desposeídos.
De todas maneras, mi idea del socialismo no se diluye en un tibio
humanismo teñido de tolerancia; si los hombres valen para mí más
que los sistemas, entiendo que el sistema socialista es el único
que puede llegar alguna vez a proyectar al hombre hacia su auténtico
destino; parafraseando el famoso verso de Mallarme sobre Poe (me
regocija el horror de los literatos puros que lean esto) creo que
el socialismo, y no la vaga eternidad anunciada por el poeta y
las iglesias, transformará al hombre en el hombre mismo. Por eso
rechazo toda solución basada en el sistema capitalista o el
llamado neocapitalismo, y a la vez rechazo la solución de todo
comunismo esclerosado y dogmático; creo que el auténtico
socialismo esta amenazado por las dos, que no solamente no
representan soluciones sino que postergan cada una a su manera, y
con fines diferentes, el acceso del hombre auténtico a la
libertad y a la vida.
Así, mi solidaridad con la Revolución Cubana se basó desde un
comienzo en la evidencia de que tanto sus dirigentes como la
inmensa mayoría del pueblo aspiraban a sentar las bases de un
marxismo centrado en lo que por falta de mejor nombre seguiré
llamando humanismo. No sé de otra revolución que haya contado
con un apoyo más entusiasta de intelectuales y artistas,
naturalmente sensibles a esa tentativa de afirmación y defensa
de valores humanos a partir de una justicia económica y social.
Para un intelectual que poco sabe de economía y de política esa
coincidencia entre hombres como Fidel, el Che, y la enorme mayoría
de los escritores cubanos (para no hablar de los intelectuales
extranjeros) era el signo más seguro de la buena vía; por eso
siempre me inquietaron -y me siguen inquietando- los conflictos
que pueden darse en Cuba o en cualquier otra revolución
socialista entre la plena manifestación del espíritu crítico
revolucionario y otras tendencias más "duras" (quizá
inevitables, pero también superables, pues eso y no otra cosa es
una dialéctica bien entendida) que busquen en el intelectual una
adhesión a ras de trabajo cotidiano, un mero magisterio más que
una libre y alta creación de valores. Subrayo esta cuestión
porque es la mejor manera de contestar a varias preguntas de Life
y porque entiendo que un revolucionario (intelectual o
guerrillero, pensador o ejecutor o ambas cosas, poco importa en
este caso) está obligado a luchar en dos frentes, el exterior y
el interior, es decir, contra el capitalismo que es el enemigo
total, y también contra las corrientes regresivas o
esclerosantes dentro de la revolución misma, los aparatos burocráticos
tantas veces denunciados por Fidel Castro, esa barrera de la que
creo ya hablaba Marx y que paulatinamente va aislando a los
dirigentes de su pueblo, condenándolos a mirarse desde lejos
como, quien contempla un acuario o forma parte de éste. Y puesto
que he citado a Cuba, quisiera que se entienda (contestando de
paso a una pregunta concreta de Life), que mi adhesión a su
lucha revolucionaria nace de que la creo la primera gran
tentativa en profundidad para rescatar a América Latina del
colonialismo y del subdesarrollo. Cuando se me reprocha mi falta
de militancia política con respecto a la Argentina, por ejemplo,
lo único que podría contestar es, primero, que no soy un
militante político y, segundo, que mi compromiso personal e
intelectual rebasa nacionalidades y patriotismos para servir la
causa latinoamericana allí donde pueda ser más útil. Desde
Europa, donde vivo, sé de sobra que es preferible trabajar en
pro de la Revolución Cubana que dedicarme a criticar el régimen
de Onganía o de sus equivalentes en el cono sur, y que mi mejor
contribución al futuro de la Argentina esta en hacer todo lo que
pueda para ampliar el ámbito continental de la Revolución
Cubana. Lo he dicho muchas veces, pero habría que repetirlo: el
patriotismo (¿por qué no el nacionalismo, en el que tan fácilmente
desemboca?) me causa horror en la medida en que pretende someter
a los individuos a una fatalidad casi astrológica de ascendencia
y de nacimiento. Yo les pregunto a esos patriotas: ¿Por qué no
se quedó en la Argentina el Che Guevara? ¿Por qué no se quedó
Régis Debray en Francia? ¿Qué diablos tenían que hacer fuera
de su país? Pienso con algo que se parece al asco en los que le
reprochan a Mario Vargas Llosa que viva en Europa o que se
indignan porque yo asisto a un congreso cultural en La Habana en
vez de ir a dar conferencias en Buenos Aires. Si en la Argentina
las querellas políticas e intelectuales llevaran de una buena
vez a un movimiento de fondo que se enfrentara
revolucionariamente con las oligarquías y el gorilato, nada
justificaría mi ausencia; pero tal como veo las cosas hoy en día,
lo poco que puedo hacer en favor de ese movimiento de fondo lo
estoy haciendo a mi manera desde Francia, como también desde
Francia trabajo en pro de la Revolución Cubana. Y cuando voy a
Cuba lo hago con fines concretos que no tendrían equivalentes válidos
en la Argentina actual: formo parte de un jurado que escoge
libros destinados a una población de la que un alto porcentaje
ha salido del analfabetismo gracias a la obra revolucionaria, y
cuya nueva generación está ansiosa de educación y cultura;
trabajo en el comité de colaboración de la revista de la Casa
de las Américas, asisto a un congreso donde se discute el deber
de los intelectuales del tercer mundo frente al colonialismo económico
y cultural, temas que no creo frecuentes en los congresos de
escritores de nuestros países. Todo eso, como se ve, tiene un
objetivo capital: la lucha contra el imperialismo en todos los
planos materiales y mentales, lucha que desde Cuba y por Cuba
sigue proyectándose sobre todo el continente, no sólo a nivel
de la acción, que llega al martirio en las selvas de Bolivia, en
Colombia y Venezuela, sino en las ideas, los diálogos entre
intelectuales y artistas de todos nuestros países, la
infraestructura moral y mental que acabará un día con el
gorilato latinoamericano y con el subdesarrollo que todavía lo
explica y hace su triste fuerza.
Me resulta difícil hablar en pocas páginas de cuestiones frente
a las cuales la terminología de la pasión es más fuerte que la
teoría, porque no solamente no soy un teórico sino que jamas he
escrito sobre estos temas como no sea incidentalmente,
prefiriendo siempre que mi obra de ficción y mi conducta
personal mostraran a su manera y respectivamente una concepción
del hombre y la praxis tendiente a facilitar su advenimiento. En
una carta abierta a Roberto Fernández Retamar, que ha sido tema
de no pocas polémicas, dije claramente que jamás renunciaría a
ser ante todo y sobre todo un escritor y que esa y no otra era mi
manera de hacer la revolución; pero este aserto no es una
especie de escapismo por la vía de lo sublime, y por eso cuando
Life me pregunta concretamente qué diferencia encuentro entre la
intervención de los soviéticos en Checoslovaquia y la de los
norteamericanos en la República Dominicana y en Vietnam, yo le
pregunto a mi vez si alguno de los reporteros de Life vio niños
quemados con napalm en las calles de Praga. Y cuando me pregunta
en base a qué he desarrollado mi sentimiento antiyanqui, le
contesto que si cualquier sistema imperialista me es odioso, el
neocolonialismo norteamericano disfrazado de ayuda al tercer
mundo, alianza para el progreso, decenio para el desarrollo y
otras boinas verdes de esa calaña me es todavía más odioso
porque miente en cada etapa, finge la democracia que niega
cotidianamente a sus ciudadanos negros, gasta millones en una política
cultural y artística destinada a fabricar una imagen paternal y
generosa en la imaginación de las masas desposeídas e ingenuas.
Aquí en París tengo sobrada ocasión de medir la fuerza con que
se implantan los espejismos de la “civilización”
norteamericana; en Moscú también saben de eso, según parece, y
acaso en Checoslovaquia lo supieron demasiado. Si esto ocurre en
países tan altamente desarrollados, ¿qué esperar de nuestras
poblaciones analfabetas, de nuestras economías dependientes, de
nuestras culturas embrionarias? ¿Cómo aceptar, incluso en sus
formas más generosas -las hay, sin duda-, los dones de nuestro
peor enemigo? Cuando se me dice que la ayuda de los Estados
Unidos a Latinoamérica es menos egoísta de lo que parece,
entonces me veo precisado a recordar cifras. En la última
conferencia de la UNCTAD, celebrada en Nueva Delhi a comienzos de
1968, un informe oficial (no hablo de comunicados de delegaciones
adversarias) indicó lo siguiente, textualmente: “En el año
1959, los Estados Unidos obtuvieron en América Latina 775
millones de dólares de beneficios por concepto de inversiones
privadas, de los cuales reinvirtieron 200 y guardaron 575”.
Estas son las cosas que prefieren ignorar tantos intelectuales
latinoamericanos que se pasean por los Estados Unidos en plan de
confraternidad cultural y otras comedias. Yo me niego a ignorarlo,
y eso define mi actitud como escritor latinoamericano. Pero también
-listen, American- me enorgullece que mis libros y los de mis
colegas se traduzcan en los Estados Unidos, donde sé que tenemos
lectores y amigos, y jamás me negaré a un contacto con los auténticos
valores del país de Lincoln, de Poe y de Whitman; amo en los
Estados Unidos todo aquello que un día será la fuerza de su
revolución, porque también habrá una revolución en los
Estados Unidos cuando suene la hora del hombre y acabe la del
robot de carne y hueso, cuando la voz de los Estados Unidos
dentro y fuera de sus fronteras sea, simbólicamente, la voz de
Bob Dylan y no la de Robert MacNamara.
Aunque tendría muchas otras cosas que decir sobre estos temas,
tal vez sea hora de hablar de literatura puesto que usted me hace
múltiples preguntas que van desde los comienzos de mi carrera
literaria hasta el supuesto problema de los “exiliados”.
En el capitulo que Luis Harss me dedicó en Los nuestros, contesté
ya muchas preguntas análogas, y pienso que como es un libro fácilmente
accesible, lo mejor será hablar aquí de temas diferentes o
complementarios. Lo primero que me sorprende siempre es que se me
hable de mi carrera literaria, porque para mi no existe; quiero
decir que no existe como carrera, cosa extraña en un argentino
puesto que mi país se apasiona por las carreras diversas, como
lo prueba entre otras cosas la figura inmortal de Juan Manuel
Fangio. En Europa, donde el escritor es frecuentemente un
profesional para quien la periodicidad de las publicaciones y los
eventuales premios literarios cuentan considerablemente, mi
actitud de aficionado suele dejar perplejos a editores y a amigos.
La verdad es que la literatura con mayúscula me importa un bledo,
lo único interesante es buscarse y a veces encontrarse en ese
combate con la palabra que después dará el objeto llamado libro.
Una “carrera” supone preocupación por la suerte de los
libros; en mi caso, me fui de la Argentina el mismo mes en que
apareció Bestiario, dejándolo abandonado sin el menor
remordimiento. Pasaron siete años hasta que un segundo libro,
Las armas secretas, despeinó bruscamente a sus lectores con un
relato llamado “El perseguidor”; el resto ocurrió como
en esas noticias policiales en las que un señor que vuelve a su
casa se la encuentra patas arriba, la mesa de luz en el lugar de
la bañadera y todas las camisas tiradas entre los malvones del
patio. Yo no sé lo que buscaban los lectores en mi casa de papel
y tinta, pero entre 1958 y 1960 hubo un asalto a las librerías,
fue necesario reimprimir mis libros para amueblar un poco la casa
vacía, y eso desde París era irreal y divertido, y además
conmovedor cuando empezaron a llegar tantas cartas de jóvenes
buscando el diálogo, planteando problemas, cartas mufadas,
cartas de amor, cartas de gentes que ya tenían tema de tesis,
esas cosas. El otro día me enteré de que Rayuela estaba en la
octava edición; una semana antes le había asegurado a un
critico francés que sólo había cinco ediciones del libro; aquí
me creen ligeramente tonto por cosas así. Desde luego no
pretendo defender mi actitud prescindente, quizá demasiado
solitaria y en último término vanidosa y un poco luciferina;
creo que soy un típico producto de nuestro tercer mundo, en el
que la profesión de escritor merece casi siempre una mirada de
reojo y una sonrisa de colmillo; supongo que fui condicionado por
mi tiempo, por el hecho de que escribir era un “surplus”,
un lujo de nene de papá o directamente de loco lindo; en todo
caso pienso que la distancia y los años acendraron una tendencia
natural a la soledad, que solo los deberes de que se habla al
comienzo de estas notas logran quebrar de a ratos. Me dicen que
hoy la literatura es una carrera muy importante en la Argentina,
y que en las rectas finales hay una de látigo que ni en el Marat-Sade;
desde luego eso será bueno en la medida en que la emulación
mejora; los productos turísticos y, bromas aparte, un escritor
vocacional se debe a si mismo el ser eso en vez de trabajar a
ratos perdidos, como yo y otros que escribimos por una especie de
lujo bastante burgués en el fondo.
En otras ocasiones he hablado de los autores que influyeron en mí,
de Julio Verne a Alfred Jarry, pasando por Macedonio, Borges,
Homero, Arlt, Garcilaso, Damon Runyon, Cocteau (que me hizo
entrar de cabeza en la literatura contemporánea), Virginia Woolf,
Keats (pero este es terreno sagrado, numinoso, y ruego al
linotipista que no escriba luminoso), Lautréamont, S.S. Van Dine,
Pedro Salinas, Rimbaud, Ricardo E. Molinari, Edgar A. Poe, Lucio
V. Mansilla, Mallarmé, Raymond Roussel, el Hugo Wast de Alegre y
Desierto de piedra, y el Charles Dickens del Pickwick Club. Esta
lista, como se comprenderá, no es exhaustiva y más bien
responde a lo que la UNESCO llama el método de muestreo; en todo
caso se advertirá que no nombro a prosistas españoles, sólo
utilizados por mí en casos de insomnio con la excepción de La
Celestina y La Dorotea, y tampoco italianos, aunque las novelas
de D’Annunzio siguen viajando por mi memoria. Se me ha preguntado
por una posible influencia de Onetti, Felisberto Hernández y
Marechal. Los dos primeros me agarraron ya grandecito, y en vez
de influencia hubo más bien rejunta tácita, ninguna necesidad
de conocerse, demasiado para saber cuales eran los cafés y los
tangos preferidos; de Marechal algunos críticos han visto el
reflejo en Rayuela, lo que no me parece mal ni para don Leopoldo
ni para mí. A todo esto fui escribiendo mis libros, que
siguieron como en tantos escritores el proceso característico de
la historia de la literatura universal, es decir, que empezaron
por la poesía en verso para desembocar en algo instrumentalmente
más arduo y azaroso, la prosa narrativa (oigo crujidos de
dientes y veo mesaduras de pelo, qué le vamos a hacer), hasta
que en ese terreno me nació un estilo lo más propio posible y
que según opiniones que respeto, empezando por la mía, se apoya
en el humor para ir en busca del amor, entendiendo por este último
la más extrema sed antropológica.
Las dos últimas palabras me llevan a otra de sus preguntas, que
quisiera conocer el papel que desempeña la especulación metafísica
en mi obra. Sólo puedo contestar que esa especulación es mi
obra; si la realidad me parece fantástica al punto de que mis
cuentos son para mi literalmente realistas, es obvio que lo físico
tiene que parecerme metafísico, siempre que entre la visión y
lo visto, entre el sujeto y el objeto, haya ese puente
privilegiado que en su traslación verbal llamamos, según los
casos, poesía o locura o mística. La verdad es que estos términos
son sospechosos; cada día lo metafísico me parece más cercano
a cosas como el gesto de acariciar un seno, jugar con un niño,
luchar por un ideal; pero cuando cito estas tres instancias lo
hago dando por supuesta una máxima concentración intencional,
porque entre acariciar un seno y acariciar un seno puede haber
una distancia vertiginosa e incluso una oposición total. Siempre
me ha parecido -y lo explicité en Rayuela- que lo metafísico
está al alcance de toda mano capaz de entrar en la dimensión
necesaria un poco como Alicia entra en el espejo; y si esa mano
logra en una hora excepcional acariciar por fin el seno que
aguardaba tan próximo y tan secreto a la vez, ¿podemos seguir
hablando de metafísica? ¿No habremos inventado la metafísica
por mera pobreza, porque como en la fábula decretabamos que las
uvas estaban verdes? No lo estaban para Platón, y esa es una
metafísica de la nostalgia que pocos entendieron más allá de
lo teórico; tampoco lo estaban para Rimbaud, y esa es ya la
ardiente metafísica del verbo en plena tierra, y tampoco para el
Che Guevara, y esa es la metafísica en el preciso instante en
que Aquiles sabe que jamás alcanzará a la tortuga si se queda
en la nostalgia o en el verbo, pero que si la alcanzará
corriendo tras ella y demostrándole que el hombre vive aquí
abajo y que esa es su verdadera metafísica si es capaz de adueñarse
de la realidad y aniquilar los fantasmas inventados por una
historia alienante. Creo que Marx acabó con las metafísicas
compensatorias en el plano mental, y que mostró el camino para
liquidarlas en el plano de la praxis; personalmente no necesito
ya de esas metafísicas, creo con Sartre que la existencia
precede a la esencia en la medida en que la existencia es como
Aquiles y la esencia como la tortuga, es decir, que la auténtica
existencia es correr para alcanzar la meta y que esa meta está
aquí, no en el mundo de las ideas platónicas o en los diversos
y vistosos paraísos de las iglesias.
Hablando de paraísos, no sé por qué me acuerdo intensamente de
Vanessa Redgrave y de que usted me pide una opinión sobre los
cambios que introdujo Michelangelo Antonioni en “Las babas del
diablo” para Ilegar a Blow-up. Este tema no tiene la menor
importancia en si, pero vale como una oportunidad para defender a
Antonioni de algunas acusaciones injustas, aunque el tiempo
transcurrido le dé a la defensa ese aire más bien lúgubre de
las rehabilitaciones que suelen practicarse en la URSS.
Cualquiera que nos conozca un poco sabe que tanto Antonioni como
yo tendemos resueltamente a la mufa, razón por la cual nuestras
relaciones amistosas consistieron en vernos lo menos posible para
no hacernos perder recíprocamente el tiempo, delicadeza que ni
el ni yo solemos encontrar en quienes nos rodean. Antonioni empezó
por escribirme una carta que yo tomé por una broma de algún
amigo chistoso, hasta advertir que estaba redactada en un idioma
que aspiraba a pasar por francés, prueba irrebatible de
autenticidad. Me enteré así de que acababa de comprar por
casualidad mis cuentos traducidos al italiano, y que en “Las babas
del diablo” había encontrado una idea que andaba persiguiendo
desde hacia años; seguía una invitación para conocernos en
Roma. Allí hablamos francamente; a Antonioni le interesaba la
idea central del cuento, pero sus derivaciones fantásticas le
eran indiferentes (incluso no había entendido muy bien el final)
y quería hacer su propio cine, internarse una vez más en el
mundo que le es natural. Comprendí que el resultado seria la
obra de un gran cineasta, pero que poco tenía yo que hacer en la
adaptación y los diálogos, aunque la cortesía llevara a
Antonioni a proponerme una colaboración a nivel de rodaje; le
cedí el cuento sabiendo que en sus manos le acontecería lo que
dice Ariel del ahogado en La tempestad:
Nothing of him that doth fade
But doth suffer a sea-change
Into something rich and strange.
Así fue, y es justo dejar en claro que Antonioni tuvo la más
amplia libertad para apartarse de mi relato y buscar sus propios
fantasmas; buscándolos se encontró con algunos míos, porque
mis cuentos son más pegajosos de lo que parecen, y el primero
que lo sintió y lo dijo fue Vargas Llosa y creo que tenía razón.
Vi la película mucho después de su estreno en Europa, una tarde
de lluvia en Amsterdam pagué mi entrada como cualquiera de los
holandeses allí congregados y en algún momento, en el rumor del
follaje cuando la cámara sube hacia el cielo del parque y se ve
temblar las hojas, sentí que Antonioni me guiñaba un ojo y que
nos encontrábamos por encima o por debajo de las diferencias;
cosas así son la alegría de los cronopios, y el resto no tiene
la menor importancia.
A usted le interesa saber si Rayuela ha influido en la novelística
de los escritores latinoamericanos más jóvenes, y en qué
consiste esa influencia. La verdad es que para alguien que trata
de leer diversas literaturas, contemporáneas y que además vive
en Europa y toca la trompeta, no es fácil seguir de cerca la
posible evolución del género en nuestras tierras, pero sin
embargo conozco suficientes libros de jóvenes como para
sospechar que Rayuela, más que una experiencia literaria, ha
sido para mucha gente un choque que podríamos llamar existencial;
así, más que técnica o lingüísticamente, ha influido
extraliteriamente, tal como se lo proponía su autor al escribir
eso que se ha dado en llamar una contranovela. El perceptible
despiste de muchos críticos frente al libro vino obviamente de
que se les escapaba de las estanterías más o menos usuales, y
significativamente se pasó por alto que toda asimilación
estricta de Rayuela a la literatura equivalía precisamente a
perder contacto con los propósitos centrales del libro. Petrus
Borel decia: “Soy republicano porque no puedo ser caníbal”.
A mi vez yo diría que escribí Rayuela porque no podía bailarla,
escupirla, clamarla, proyectarla como acción espiritual o física
a través de algún inconcebible medio de comunicación;
precisamente muchos lectores, sobre todo los jóvenes sintieron
que eso no era en rigor un libro, o que solo era un libro como
Petrus Borel era republicano, y que su “influencia” se
ejercía en un territorio sólo tangencialmente conectado con la
literatura. De paso: ¿Hasta cuándo vamos a seguir pegados a las
bibliotecas? Día a día siento que las aparentemente liquidadas
torres de marfil siguen habitadas en todos sus pisos y hasta en
la azotea por una raza de escribas que se horripila de cualquier
acto extraliterario dentro de la literatura, entendiendo que ésta
nace del hombre como un gesto de conformismo y no con el libre
movimiento de Prometeo al robarle el fuego al gorila de su tiempo.
Lo cual me lleva analógicamente una vez más al problema del
“compromiso” del escritor en lo que se refiere a los
temas de que trata, porque los locatarios de las torres de marfil
se-ponen-pálidos-como-la muerte ante la idea de novelizar
situaciones o personajes de la historia contemporánea, puesto
que en el fondo su idea de la literatura es aséptica, ucrónica,
y tiende patéticamente a la eternidad, a ser un valor absoluto y
permanente. Ahí está la Odisea, ahí está Madame Bovary,
etc. Muchos escritores, pintores y músicos han cesado ya de
creer en esa permanencia, en que los libros y el arte deben
hacerse para que duren; si siguen escribiendo o componiendo lo
mejor posible, no tienen ya la superstición del objeto duradero,
que es en el fondo una rémora burguesa que la aceleración histórica
está liquidando vertiginosamente. Los ebúrneos, en cambio, se
dicen que los temas de la historia contemporánea suelen
desgastarse o descalificarse rápidamente, y, por ejemplo, nunca
dejan de mencionar en este contexto ciertos poemas del Canto
general de Neruda; no parecen darse cuenta de que aún equivocándose
históricamente, Neruda era el poeta de siempre, y que la
imposibilidad de aceptar hoy en día sus elogios de Stalin no
altera para nada el hecho de que haya sido sincero al escribirlos.
Cuando publiqué Todos los fuegos el fuego, recibí no pocas
cartas en las que después de alabar la mayoría de los cuentos
se lamentaba la presencia del titulado “Reunión”, cuyos personajes
eran transparentemente el Che y Fidel. Para los ebúrneos, en
efecto, esos no son temas literarios. Por lo que a mí se refiere
lo que ha dejado de ser literario es el libro mismo, la noción
de libro; estamos al borde del vértigo, de las bombas atómicas,
acercándonos a las peores catástrofes, y el libro sólo me
parece una de las armas (estética o política o ambas cosas,
pues cada cual debe hacer lo que le dé la gana mientras lo haga
bien) que todavía puede defendernos del autogenocidio universal
en el que colaboran alegremente la mayoría de las futuras víctimas.
Me resulta risible que un novelista mexicano o argentino tenga úlcera
de estómago porque sus libros no son lo bastante famosos, y que
organice minuciosas políticas de autopromoción para que los
editores o la critica no lo olviden; frente a lo que nos muestra
la primera página de los diarios al despertar cada día, ¿no es
grotesco imaginar esos pataleos espasmódicos con miras a una
“duración” cada vez más improbable frente a una
historia en la que los gustos y sus formas de expresión habrán
cambiado vertiginosamente antes de mucho? Cuando me pregunta qué
pienso del futuro de la novela, contesto que me importa tres
pitos; lo único importante es el futuro del hombre, con novelas
o televisores o todavía inconcebibles tiras cómicas o perfumes
significantes o significativos, sin contar que a lo mejor uno de
estos días llegan los marcianos con sus múltiples patitas y nos
enseñan formas de expresión frente a las cuales El Quijote
parecerá un pterodáctilo resfriado. Por mi parte me reservo la
úlcera de estómago para cuando camino por los suburbios de
Calcuta, cuando leo un discurso de Adolf Von Thaden o de Castelo
Branco, cuando descubro, con Sartre, que un niño muerto en
Vietnam cuenta más que La Nausea. El futuro de mis libros o de
los libros ajenos me tiene perfectamente sin cuidado; tanto
ansioso atesoramiento me hace pensar en esos locos que guardan
sus recortes de uñas o de pelo; en el terreno de la literatura
también hay que acabar con el sentimiento de la propiedad
privada, porque para lo único que sirve la literatura es para
ser un bien común como lo intuyó Lautréamont de la poesía, y
eso no lo decide ni lo regentea ningún hautor desde su torrecita
criselefantina. Un escritor de verdad es aquel que tiende el arco
a fondo mientras escribe y después lo cuelga de un clavo y se va
a tomar vino con los amigos. La flecha ya anda por el aire, y se
clavará o no se clavará en el blanco; sólo los imbéciles
pueden pretender modificar su trayectoria o correr tras ella para
darle empujoncitos suplementarios con vistas a la eternidad y a
las ediciones internacionales.
Otra cosa que le preocupa es la de saber si para mi existe una
literatura latinoamericana o tan solo una suma de literaturas
regionales. Es obvio que entre nosotros existe una especie de
federación literaria, definida por matices económicos,
culturales y lingüísticos de cada región; es también obvio
que cada región no se preocupa gran cosa de lo que sucede en las
otras, como no sea desde el punto de vista de los lectores, y que
probablemente un escritor chileno le debe más a la literatura
extracontinental que a la argentina, peruana o paraguaya, con
todos los viceversas del caso. Incluso en estos años en que la
influencia de los mejores narradores latinoamericanos se hace
sentir fuertemente en el conjunto de nuestra federación
literaria, no creo que esa influencia sobrepase la de cualquier
otra literatura mundial importante del momento. Pese a ello (que
quizá sea una cosa excelente) las analogías históricas, étnicas
(con porcentajes y componentes muy variables) y desde luego lingüísticas,
subtienden, por así decirlo, nuestra larguísima columna
vertebral y aseguran una unidad latinoamericana en el plano
literario. De lo que no estoy nada seguro es de que esta
literatura en su conjunto sea hoy tan importante y extraordinaria
como lo proclaman múltiples críticos, autores y lectores; hace
unos días, charlando en Praga con los redactores de la revista
Listy, dije que si se cayera cualquiera de los aviones que suelen
llevar a algunos de nuestros mejores novelistas a congresos y
reuniones internacionales, se descubriría de golpe que la
literatura latinoamericana era mucho más precaria y más pobre
de lo que se suponía. Por supuesto el chiste estaba dirigido a
García Márquez y a Carlos Fuentes, que me acompañaban en esa
visita a los escritores checos, y que dado su conocido horror a
perder el contacto de sus zapatos con el suelo se pusieron de un
color considerablemente verde; pero detrás del chiste había una
verdad, y es que el supuesto “boom” de nuestras letras
no equivale de ninguna manera a cualquiera de los grandes
momentos de una literatura mundial, digamos la del Renacimiento
en Italia, Francia e Inglaterra, la del Siglo de Oro en España o
la de la segunda mitad del siglo en Europa Occidental. Carecemos
de lo básico, de una infraestructura cultural y espiritual (que
depende por supuesto de condiciones económicas y sociales), y
aunque en estos últimos quince años podemos estar satisfechos
de una especie de autoconquista en el plano de las letras (escritores
que escriben por fin latinoamericanamente y no como meros
adaptadores de estéticas foráneas a los folklores regionales, y
lectores que leen por fin a sus escritores y los respaldan
gracias a una dialéctica de challenge and response, hasta hace
poco inexistente), de todas maneras basta mirar un buen mapa,
leer un buen periódico, tener conciencia de nuestra precaria
situación en el plano de la economía, de la soberanía, del
destino histórico, para comprender que la realidad es bastante
menos importante de lo que imaginan los patriotas de turno y los
críticos extranjeros que nos exaltan y nos adulan entre otras
cosas porque la moda ha cambiado, porque los novelistas yanquis
han sido traducidos y digeridos hasta el cansancio, porque el
neorrealismo italiano se acabó y la literatura francesa está en
una etapa de transición y de laboratorio, razón por la cual nos
toca ahora el turno y somos sumamente geniales y el rey Gustavo
de Suecia no piensa más que en nosotros, pobre ángel. En Cuba,
donde esta necesidad de afirmación de valores latinoamericanos
suele llevar a ilusiones excesivas, me preguntaron hace un par de
años cómo situaba el movimiento novelístico cubano contemporáneo
en relación con el movimiento general de la prosa
latinoamericana actual. Respondí algo que me sigue pareciendo
aceptable y que reproduzco textualmente: “El término
movimiento general es equivoco pues un lector desprevenido puede
imaginar que se trata de un esfuerzo conjunto y coherente cuando
en realidad las características usuales de América Latina en el
campo intelectual -que son reflejo del resto de sus
circunstancias- se mantienen por desgracia en vigor: me refiero a
la frecuente soledad y aislamiento de sus intelectuales, y a la
escasez de su número con relación a los lectores potenciales.
Si habláramos en cambio de una mera tendencia general, estaríamos
más cerca de la verdad; es un hecho que en los últimos dos
decenios y particularmente en el último, muchos cuentistas y
novelistas latinoamericanos han coincidido, por encima de
barreras geográficas y diferencias tradicionales, en el esfuerzo
por asumir vigorosamente su destino nacional y por lo tanto
continental y universal de intelectuales. En ese sentido lo mejor
de la novelística cubana contemporánea se sitúa en esa misma línea,
y no creo que se diferencie demasiado de las otras literaturas
hermanas, como no sea por las obvias razones temáticas e idiomáticas
que caracterizan parcialmente a nuestros países. Agrego que en
la pregunta me parece advertir una cierta ansiedad, como si detrás
de ella hubiera una injustificada timidez. A menos que encubra
exactamente lo contrario de la timidez... En los dos casos lo
lamentaría, porque decir literatura cubana o peruana o argentina,
se reduce todavía a citar un puñado de nombres frente a la
desoladora inmensidad de pueblos enteros que no han accedido al
nivel a partir del cual una literatura alcanza toda su fecundidad
y todo su sentido. Nadie ha hecho más que Cuba revolucionaria
para colmar esa terrible distancia entre los hombres y su propia
literatura; pero en el plano del futuro al que aspiramos, toda América
Latina está todavía en los umbrales de su literatura y, sobre
todo, de la transformación de esa literatura en progreso
espiritual y en cultura de los pueblos. ¿Por qué, entonces
plantearse problemas como el que insinúa la pregunta, buscar una
ubicación o diferenciación frente a algo que casi no existe de
hecho? Hay que escribir más y mejor. Ya habrá tiempo para
hablar de movimientos; ahora, movámonos sin hablar tanto”.
Estas afirmaciones, que no pocos encontrarán desalentadoras (los
flojos necesitan siempre que les digan que no lo son, etc.) me
llevan a otra pregunta suya, que quiere saber por qué el
intelectual latinoamericano debe ser reconocido en el extranjero
antes de que se lo reconozca en su propio país. Si la pregunta
tenía alguna validez hace cuatro o cinco lustros, actualmente me
parece absurda. Para no citar más que a figuras descollantes de
la ficción, ni Borges, ni Juan Rulfo, ni Carpentier, ni Vargas
Llosa, ni Fuentes, ni Asturias, ni Lezama Lima, ni Garcia Márquez
han necesitado del extranjero para enterarse y enterar a sus
lectores de lo que valían; y mucho menos, en el terreno poético,
un Neruda o un Octavio Paz. Yo llevo diecisiete años viviendo y
trabajando en Francia, lo cual podría haber influido en ese
aspecto, y sin embargo, mis libros hicieron su camino
exclusivamente en español y frente a lectores latinoamericanos.
El problema, una vez más, es de subdesarrollo moral e
intelectual; todavía existirá durante mucho tiempo la
superstición del espaldarazo del gran critico inglés o alemán,
la edición NRF o la noticia de que una novela argentina ha sido
un “best-seller” en Italia. Basta vivir de este lado
del charco para saber hasta qué punto nada de eso tiene
importancia, y cómo los buenos críticos y lectores
latinoamericanos reconocen hoy a sus escritores auténticos sin
necesidad de que un Maurice Nadeau o una Susan Sontag se
presenten en el marco de la ventana con el lirio de la anunciación.
Basta y sobra que uno de nuestros críticos o escritores
conocidos señale los méritos de un nuevo narrador o poeta para
que inmediatamente sus libros se difundan en toda América Latina;
a mí, por ejemplo, me ha tocado contribuir en estos tiempos a
que José Lezama Lima y Néstor Sánchez hayan alcanzado la
popularidad que merecen. De alguna manera hemos logrado una
soberanía en el campo de las letras, lo que multiplica a la vez
nuestra responsabilidad como creadores, críticos y lectores;
cortado el falso cordón umbilical que nos ataba a Europa (los
otros lazos, las grandes arterias del espíritu, no se cortarán
jamás porque nos desangraríamos estúpidamente), empezamos a
vivir nuestra vida propia; pero el niño es todavía muy pequeño,
moja los pañales y se cae de cabeza a cada rato; tomarlo por un
ente maduro seria una nueva ilusión, no menos nefasta que la de
seguir atados a las diversas madres patrias del espíritu.
Por eso, en gran medida, hay otra de sus preguntas que exige una
respuesta más terminante que las proporcionadas habitualmente
por críticos y escritores. Me interroga sobre una supuesta
“generación perdida” de exiliados latinoamericanos en
Europa, citando entre otros a Fuentes, Vargas Llosa, Sarduy y
Garcia Márquez. En los últimos años el prestigio de estos
escritores ha agudizado como era inevitable una especie de
resentimiento consciente o inconsciente por parte de los
sedentarios (honi soit qui mal y pensé!), que se traduce en una
casi siempre vana búsqueda de razones de esos “exilios”
y una reafirmación enfática de permanencia in situ de los que
hacen su obra sin apartarse, como dice el poeta, del rincón
donde empezó su existencia. De golpe me acuerdo de un tango que
cantaba Azucena Maizani: No salgas de tu barrio, sé buena
muchachita, cásate con un hombre que sea como vos, etc., y toda
esta cuestión me parece afligentemente idiota en una época en
que por una parte los jets y los medios de comunicación les
quitan a los supuestos “exilios” ese trágico valor de
desarraigo que tenían para un Ovidio, un Dante o un Garcilaso, y
por otra parte los mismos “exiliados” se sorprenden
cada vez que alguien les pega la etiqueta en una conversación o
un artículo. Hablando de etiquetas, por ejemplo, José María
Arguedas nos ha dejado como frascos de farmacia en un reciente
articulo publicado por la revista peruana Amaru. Prefiriendo
visiblemente el resentimiento a la inteligencia, lo que siempre
es de deplorar en un cronopio, ni Arguedas ni nadie va a ir
demasiado lejos con esos complejos regionales, de la misma manera
que ninguno de los “exiliados” valdría gran cosa si
renunciara a su condición de latinoamericano para sumarse más o
menos parasitariamente a cualquier literatura europea. A Arguedas
le fastidia que yo haya dicho (en la carta abierta a Fernández
Retamar) que a veces hay que estar muy lejos para abarcar de
veras un paisaje, que una visión supranacional agudiza con
frecuencia la captación de la esencia de lo nacional. Lo siento
mucho, don José María, pero entiendo que su compatriota Vargas
Llosa no ha mostrado una realidad peruana inferior a la de usted
cuando escribió sus dos novelas en Europa. Como siempre, el
error está en llevar a lo general un problema cuyas soluciones
son únicamente particulares; lo que importa es que esos “exiliados”
no lo sean para sus lectores, que sus libros guarden y exalten y
perfeccionen el contacto mis profundo con su tierra y sus hombres.
Cuando usted dice que los escritores “de provincias”,
como se autocalifica, entienden muy bien a Rimbaud, a Poe y a
Quevedo, pero no el Ulises, ¿que demonios quiere decir? ¿Se
imagina que vivir en Londres o en París da las llaves de la
sapiencia? ¡Vaya complejo de inferioridad, entonces! Conozco a
un señor que jamás salió de su barrio de Buenos Aires y que
sabe más sobre André Breton, Man Ray y Marcel Duchamp que
cualquier crítico europeo o norteamericano. Y cuando digo saber
no me refiero a la fácil acumulación de fichas y libros, sino a
ese entender profundo que usted busca con relación a >i>Ulises, esa
participación fuera de todo tiempo y de todo espacio que se
entabla o no se entabla en materia literaria. A manera de
consuelo usted agrega: “Todos somos provincianos,
provincianos de las naciones y provincianos de lo supranacional”.
De acuerdo; pero menuda diferencia entre ser un provinciano como
Lezama Lima, que precisamente sabe más de Ulises que la misma
Penélope, y los provincianos de obediencia folklórica para
quienes las músicas de este mundo empiezan y terminan en las
cinco notas de una quena. ¿Por qué confundir los gustos
personales con los deberes nacionales y literarios? A usted no le
gusta exiliarse y esta muy bien, pero yo tengo la seguridad de
que en cualquier parte del mundo usted seguiría escribiendo como
José María Arguedas; ¿por qué, entonces, dudar y sospechar de
los que andan por ahí porque eso es lo que les gusta? Los “exiliados”
no somos ni mártires ni prófugos ni traidores; y que esta frase
la terminen y la refrenden nuestros lectores, qué demonios.
Un análisis de la noción de lo autóctono en la literatura
latinoamericana, y su pregunta sobre algunos novelistas actuales,
me permitirán ir saliendo de estas páginas sobre las que ya
debe apoyarse la soñolienta cabeza de muchísimos suscriptores
de la revista. En Cuba me preguntaron hace poco qué grado de
importancia le daba al sentido autóctono de un escritor, y hasta
qué punto esa utilización del contexto cultural, de la tradición
de raza, constituían exigencias para mi. Contesté que la
pregunta me parecía ambigua en la medida en que la noción de
autóctono también lo era. De hecho, ¿qué quiere decir
exactamente “contexto cultural” en nuestro tiempo? Si
lo reducimos a la cultura exclusivamente regional, no vamos
demasiado lejos en América Latina, ¿Y “tradición de raza”?
Conozco el uso que pueden hacer de estas expresiones aquellos
para quienes la realidad tiende siempre a parecerse a una
guitarra. A un indigenista intransigente, Borges le preguntó una
vez por que, en vez de imprimir sus libros no los editaba en
forma de quipus. La verdad es que todo esto es un falso problema.
¿Qué gran escritor no es autóctono, aunque su temática pueda
parecer desvinculada de los temas donde los folkloristas ven las
raíces de una nación? El árbol de una cultura se alimenta de
muchas savias, y lo que cuenta es que su follaje se despliegue y
sus frutos tengan sabor. Ser autóctono, en el fondo, es escribir
una obra que el pueblo al que pertenece el autor reconozca, elija
y acepte como suya, aunque en sus paginas no siempre se hable de
ese pueblo ni de sus tradiciones. Lo autóctono esta antes o por
debajo de las identificaciones locales y nacionales; no es una
exigencia previa, un módulo al que deban ajustarse nuestras
literaturas. Y todo eso lo pienso una vez más frente a un libro
como Cien años de soledad, de García Márquez, sobre el cual me
pide una opinión. Me parece una de las más admirables novelas
de nuestra América, entre muchas otras cosas porque García Márquez
sabe como nadie que el sentimiento de lo autóctono vale siempre
como una apertura y no como una delimitación. Macondo, el
escenario de su obra, es increíblemente colombiano y
latinoamericano porque además es muchas otras cosas, viene de
muchas otras cosas nace de una multiforme y casi vertiginosa
presencia de las literaturas más variadas en el tiempo y el
espacio. No hablo de “influencias”, palabra aborrecible
y profesoral de la que se cuelgan desesperadamente los que no
encuentran las verdaderas llaves del genio; hablo de participación
profunda, de hermandad en el plano esencial, allí donde Las mil
y una noches, William Faulkner, Conrad, Stevenson, Luis Buñuel,
Carlos Fuentes, el Aduanero Rousseau, las novelas de caballería
y tantas otras cosas le dan a García Márquez su originalidad más
alta, la del novelista capaz de recrear una realidad nacional sin
dejar de sentir en torno a él todos los rumbos de la brújula.
¿Autóctono? Claro que sí, por escoger su realidad sin rechazar
el resto de las realidades, por someterlas a su talento creador y
concentrar todas las fuerzas de la Tierra en ese pueblecito de
Macondo que es ya un mito imperecedero en el centro mismo de
nuestro corazón.
Para terminar, pienso en el comienzo de esta entrevista, en parte
por ese sentimiento de lo cíclico que gobierna mucho de lo mío,
y en parte porque las consideraciones ideológicas o políticas
de ese comienzo son el sustrato lógico y necesario de las
consideraciones literarias de la segunda parte. Para mí, de nada
vale hablar de lo autóctono en nuestras letras si no empezamos
por serlo en el nivel nacional y por ende latinoamericano, si no
hacemos la revolución profunda en todos los planos y proyectamos
al hombre de nuestras tierras hacia la órbita de un destino mas
autentico. El verbo sólo será realmente nuestro el día en que
también lo sean nuestras tierras y nuestros pueblos. Mientras
haya colonizadores y gorilas en nuestros países, la lucha por
una literatura latinoamericana debe ser -en su terreno espiritual,
lingüístico y estético- la misma lucha que en tantos otros
terrenos se esta librando para acabar con el imperialismo que nos
envilece y nos enajena.
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