Julio Cortázar
(1914-1984)


Los pasos en las huellas
(Octaedro, 1974)


Crónica algo tediosa, estilo de ejercicio más que ejercicio de estilo de un, digamos, Henry James que hubiera tomado mate en cualquier patio porteño o platense de los años veinte.

         Jorge Fraga acababa de cumplir cuarenta años cuando decidió estudiar la vida y la obra del poeta Claudio Romero.
         La cosa nació de una charla de café en la que Fraga y sus amigos tuvieron que admitir una vez más la incertidumbre que envolvía la persona de Romero. Autor de tres libros apasionadamente leídos y envidiados, que le habían traído una celebridad efímera en los años posteriores al Centenario, la imagen de Romero se confundía con sus invenciones, padecía de la falta de una crítica sistemática y hasta de una iconografía satisfactoria. Aparte de artículos parsimoniosamente laudatorios en las revistas de la época, y de un libro cometido por un entusiasta profesor santafesino para quien el lirismo suplía las ideas, no se había intentado la menor indagación de la vida o la obra del poeta. Algunas anécdotas, fotos borrosas; el resto era leyenda para tertulias y panegíricos en antologías de vagos editores. Pero a Fraga le había llamado la atención que mucha gente siguiera leyendo los versos de Romero con el mismo fervor que los de Carriego o Alfonsina Storni. Él mismo los había descubierto en los años del bachillerato, y a pesar del tono adocenado y las imágenes desgastadas por los epígonos, los poemas del vate platense habían sido una de las experiencias decisivas de su juventud, como Almafuerte o Carlos de la Púa. Sólo más tarde, cuando ya era conocido como crítico y ensayista, se le ocurrió pensar seriamente en la obra de Romero y no tardó en darse cuenta de que casi nada se sabía de su sentido más personal y quizá más profundo. Frente a los versos de otros buenos poetas de comienzos de siglo, los de Claudio Romero se distinguían por una calidad especial, una resonancia menos enfática que le ganaba enseguida la confianza de los jóvenes, hartos de tropos altisonantes y evocaciones ripiosas. Cuando hablaba de sus poemas con alumnos o amigos, Fraga llegaba a preguntarse si el misterio no sería en el fondo lo que prestigiaba esa poesía de claves oscuras, de intenciones evasivas. Acabó por irritarlo la facilidad con que la ignorancia favorece la admiración; después de todo la poesía de Claudio Romero era demasiado alta como para que un mejor conocimiento de su génesis la menoscabara. Al salir de una de esas reuniones de café donde se había hablado de Romero con la habitual vaguedad admirativa, sintió como una obligación de ponerse a trabajar en serio sobre el poeta. También sintió que no debería quedarse en un mero ensayo con propósitos filológicos o estilísticos como casi todos los que llevaba escritos. La noción de una biografía en el sentido más alto se le impuso desde el principio: el hombre, la tierra y la obra debían surgir de una sola vivencia, aunque la empresa pareciera imposible en tanta niebla de tiempo. Terminada la etapa del fichero, sería necesario alcanzar la síntesis, provocar impensablemente el encuentro del poeta y su perseguidor; sólo ese contacto devolvería a la obra de Romero su razón más profunda.
         Cuando decidió emprender el estudio, Fraga entraba en un momento crítico de su vida. Cierto prestigio académico le había valido un cargo de profesor adjunto en la universidad y el respeto de un pequeño grupo de lectores y alumnos. Al mismo tiempo una reciente tentativa para lograr el apoyo oficial que le permitiera trabajar en algunas bibliotecas de Europa había fracasado por razones de política burocrática. Sus publicaciones no eran de las que abren sin golpear las puertas de los ministerios. El novelista de moda, el crítico de la columna literaria podían permitirse más que él. A Fraga no se le ocultó que si su libro sobre Romero tenía éxito, los problemas más mezquinos se resolverían por sí solos. No era ambicioso pero lo irritaba verse postergado por los escribas del momento. También Claudio Romero, en su día, se había quejado altivamente de que el rimador de salones elegantes mereciera el cargo diplomático que a él se le negaba.
         Durante dos años y medio reunió materiales para el libro. La tarea no era difícil, pero sí prolija y en algunos casos aburrida. Incluyó viajes a Pergamino, a Santa Cruz y a Mendoza, correspondencia con bibliotecarios y archivistas, examen de colecciones de periódicos y revistas, compulsa de textos, estudios paralelos de las corrientes literarias de la época. Hacia fines de 1954 los elementos centrales del libro estaban recogidos y valorados, aunque Fraga no había escrito todavía una sola palabra del texto.
         Mientras insertaba una nueva ficha en la caja de cartón negro, una noche de septiembre, se preguntó si estaría en condiciones de emprender la tarea. No lo preocupaban los obstáculos; más bien era lo contrario, la facilidad de echar a correr sobre un campo suficientemente conocido. Los datos estaban ahí, y nada importante saldría ya de las gavetas o las memorias de los argentinos de su tiempo. Había recogido noticias y hechos aparentemente desconocidos, que perfeccionarían la imagen de Claudio Romero y su poesía. El único problema era el de no equivocar el enfoque central, las líneas de fuga y la composición del conjunto.
         «Pero esa imagen, ¿es lo bastante clara para mí?», se preguntó Fraga mirando la brasa de su cigarrillo. «Las afinidades entre Romero y yo, nuestra común preferencia por ciertos valores estéticos y poéticos, eso que vuelve fatal la elección del tema por parte del biógrafo, ¿no me hará incurrir más de una vez en una autobiografía disimulada?».
         A eso podía contestar que no le había sido dada ninguna capacidad creadora, que no era un poeta sino un gustador de poesía, y que sus facultades se afirmaban en la crítica, en la delectación que acompaña el conocimiento. Bastaría una actitud alerta, una vigilia afrontada a la sumersión en la obra del poeta, para evitar toda transfusión indebida. No tenía por qué desconfiar de su simpatía por Claudio Romero y de la fascinación de sus poemas. Como en los buenos aparatos fotográficos, habría que establecer la corrección necesaria para que el sujeto quedara exactamente encuadrado, sin que la sombra del fotógrafo le pisara los pies.
         Ahora que lo esperaba la primera cuartilla en blanco como una puerta que de un momento a otro sería necesario empezar a abrir, volvió a preguntarse si sería capaz de escribir el libro tal como lo había imaginado. La biografía y la crítica podían derivar peligrosamente a la facilidad, apenas se las orientaba hacia ese tipo de lector que espera de un libro el equivalente del cine o de André Maurois. El problema consistía en no sacrificar ese anónimo y multitudinario consumidor que sus amigos socialistas llamaban «el pueblo», a la satisfacción erudita de un puñado de colegas. Hallar el ángulo que permitiera escribir un libro de lectura apasionante sin caer en recetas de best-seller; ganar simultáneamente el respeto del mundo académico y el entusiasmo del hombre de la calle que quiere entretenerse en un sillón el sábado por la noche.
         Era un poco la hora de Fausto, el momento del pacto. Casi al alba, el cigarrillo consumido, la copa de vino en la mano indecisa. El vino, como un guante de tiempo, había escrito Claudio Romero en alguna parte.
         «Por qué no», se dijo Fraga, encendiendo otro cigarrillo. «Con todo lo que sé de él ahora, sería estúpido que me quedara en un mero ensayo, en una edición de trescientos ejemplares. Juárez o Ricardi pueden hacerlo tan bien como yo. Pero nadie sabe nada de Susana Márquez».
         Una alusión del juez de paz de Bragado, hermano menor de un difunto amigo de Claudio Romero, lo había puesto sobre la pista. Alguien que trabajaba en el registro civil de La Plata le facilitó, después de no pocas búsquedas, una dirección en Pilar. La hija de Susana Márquez era una mujer de unos treinta años, pequeña y dulce. Al principio se negó a hablar, pretextando que tenía que cuidar el negocio (una verdulería); después aceptó que Fraga pasara a la sala, se sentara en una silla polvorienta y le hiciera preguntas. Al principio lo miraba sin contestarle; después lloró un poco, se pasó el pañuelo por los ojos y habló de su pobre madre. A Fraga le resultaba difícil darle a entender que ya sabía algo de la relación entre Claudio Romero y Susana, pero acabó por decirse que el amor de un poeta bien vale una libreta de casamiento, y lo insinuó con la debida delicadeza. A los pocos minutos de echar flores en el camino la vio venir hacia él, totalmente convencida y hasta emocionada. Un momento después tenía entre las manos una extraordinaria foto de Romero, jamás publicada, y otra más pequeña y amarillenta, donde al lado del poeta se veía a una mujer tan menuda y de aire tan dulce como su hija.
         —También guardo unas cartas —dijo Raquel Márquez—. Si a usted le pueden servir, ya que dice que va a escribir sobre él…
         Buscó largo rato, eligiendo entre un montón de papeles que había sacado de un musiquero, y acabó alcanzándole tres cartas que Fraga se guardó sin leer después de asegurarse que eran de puño y letra de Romero. Ya a esa altura de la conversación estaba seguro de que Raquel no era hija del poeta, porque a la primera insinuación la vio bajar la cabeza y quedarse un rato callada, como pensando. Después explicó que su madre se había casado más tarde con un militar de Balcarce («el pueblo de Fangio», dijo, casi como si fuera una prueba), y que ambos habían muerto cuando ella tenía solamente ocho años. Se acordaba muy bien de su madre, pero no mucho del padre. Era un hombre severo, eso sí.
         Cuando Fraga volvió a Buenos Aires y leyó las tres cartas de Claudio Romero a Susana, los fragmentos finales del mosaico parecieron insertarse bruscamente en su lugar, revelando una composición total inesperada, el drama que la ignorancia y la mojigatería de la generación del poeta no habían sospechado siquiera. En 1917 Romero había publicado la serie de poemas dedicados a Irene Paz, entre los que figuraba la célebre Oda a tu nombre doble que la crítica había proclamado el más hermoso poema de amor jamás escrito en la Argentina. Y sin embargo, un año antes de la aparición del libro, otra mujer había recibido esas tres cartas donde imperaba el tono que definía la mejor poesía de Romero, mezcla de exaltación y desasimiento, como de alguien que fuese a la vez motor y sujeto de la acción, protagonista y coro. Antes de leer las cartas Fraga había sospechado la usual correspondencia amorosa, los espejos cara a cara aislando y petrificando su reflejo sólo para ellos importante. En cambio descubría en cada párrafo la reiteración del mundo de Romero, la riqueza de una visión totalizante del amor. No sólo su pasión por Susana Márquez no lo recortaba del mundo sino que a cada línea se sentía latir una realidad que agigantaba a la amada, justificación y exigencia de una poesía batallando en plena vida.
         La historia en sí era simple. Romero había conocido a Susana en un desvaído salón literario de La Plata, y el principio de su relación coincidió con un eclipse casi total del poeta, que sus parvos biógrafos no se explicaban o atribuían a los primeros amagos de la tisis que había de matarlo dos años después. Las noticias sobre Susana habían escapado a todo el mundo, como convenía a su borrosa imagen, a los grandes ojos asustados que miraban fijamente desde la vieja fotografía. Maestra normal sin puesto, hija única de padres viejos y pobres, carente de amigos que pudieran interesarse por ella, su simultáneo eclipse de las tertulias platenses había coincidido con el periodo más dramático de la guerra europea, otros intereses públicos, nuevas voces literarias. Fraga podía considerarse afortunado por haber oído la indiferente alusión de un juez de paz de campaña; con ese hilo entre los dedos llegó a ubicar la lúgubre casa de Burzaco donde Romero y Susana habían vivido casi dos años; las cartas que le había confiado Raquel Márquez correspondían al final de ese periodo. La primera, fechada en La Plata, se refería a una correspondencia anterior en la que se había tratado de su matrimonio con Susana. El poeta confesaba su angustia por sentirse enfermo, y su resistencia a casarse con quien tendría que ser una enfermera antes que una esposa. La segunda carta era admirable, la pasión cedía terreno a una conciencia de una pureza casi insoportable, como si Romero luchara por despertar en su amante una lucidez análoga que hiciera menos penosa la ruptura necesaria. Una frase lo resumía todo: «Nadie tiene por qué saber de nuestra vida, y yo te ofrezco la libertad con el silencio. Libre, serás aún más mía para la eternidad. Si nos casáramos, me sentiría tu verdugo cada vez que entraras en mi cuarto con una flor en la mano». Y agregaba duramente: «No quiero toserte en la cara, no quiero que seques mi sudor. Otro cuerpo has conocido, otras rosas te he dado. Necesito la noche para mí solo, no te dejaré verme llorar». La tercera carta era más serena, como si Susana hubiera empezado a aceptar el sacrificio del poeta. En alguna parte se decía: «Insistes en que te magnetizo, en que te obligo a hacer mi voluntad… Pero mi voluntad es tu futuro, déjame sembrar estas semillas que me consolarán de una muerte estúpida».
         En la cronología establecida por Fraga, la vida de Claudio Romero entraba a partir de ese momento en una etapa monótona, de reclusión casi continua en casa de sus padres. Ningún otro testimonio permitía suponer que el poeta y Susana Márquez habían vuelto a encontrarse, aunque tampoco pudiera afirmarse lo contrario; sin embargo, la mejor prueba de que el renunciamiento de Romero se había consumado, y que Susana había debido preferir finalmente la libertad antes que condenarse junto al enfermo, la constituía el ascenso del nuevo y resplandeciente planeta en el cielo de la poesía de Romero. Un año después de esa correspondencia y esa renuncia, una revista de Buenos Aires publicaba la Oda a tu nombre doble, dedicada a Irene Paz. La salud de Romero parecía haberse afirmado y el poema, que él mismo había leído en algunos salones, le trajo de golpe la gloria que su obra anterior preparaba casi secretamente. Como Byron, pudo decir que una mañana se había despertado para descubrir que era célebre, y no dejó de decirlo. Pero contra lo que hubiera podido esperarse, la pasión del poeta por Irene Paz no fue correspondida, y a juzgar por una serie de episodios mundanos contradictoriamente narrados por los ingenios de la época, el prestigio personal del poeta descendió bruscamente, obligándolo a retraerse otra vez en casa de sus padres, alejado de amigos y admiradores. De esa época databa su último libro de poemas. Una hemoptisis brutal lo había sorprendido en plena calle pocos meses después, y Romero había muerto tres semanas más tarde. Su entierro había reunido a un grupo de escritores, pero por el tono de las oraciones fúnebres y las crónicas era evidente que el mundo al que pertenecía Irene Paz no había estado presente ni había rendido el homenaje que hubiera cabido esperar en esa circunstancia.
         A Fraga no le resultaba difícil comprender que la pasión de Romero por Irene Paz había debido halagar y escandalizar en igual medida al mundo aristocrático platense y porteño. Sobre Irene no había podido hacerse una idea clara; de su hermosura informaban las fotos de sus veinte años, pero el resto eran meras noticias de las columnas de sociales. Fiel heredera de las tradiciones de los Paz, cabía imaginar su actitud frente a Romero; debió encontrarlo en alguna tertulia que los suyos ofrecían de tiempo en tiempo para escuchar a los que llamaban, marcando las comillas con la voz, los «artistas» y los «poetas» del momento. Si la Oda la halagó, si la admirable invocación inicial le mostró como un relámpago la verdad de una pasión que la reclamaba contra todos los obstáculos, sólo quizá Romero pudo saberlo, y aun eso no era seguro. Pero en este punto Fraga entendía que el problema dejaba de ser tal y que perdía toda importancia. Claudio Romero había sido demasiado lúcido para imaginar un solo instante que su pasión sería correspondida. La distancia, las barreras de todo orden, la inaccesibilidad total de Irene secuestrada en la doble prisión de su familia y de sí misma, espejo fiel de la casta, la hacían desde un comienzo inalcanzable. El tono de la Oda era inequívoco e iba mucho más allá de las imágenes corrientes de la poesía amorosa. Romero se llamaba a sí mismo «el Icaro de tus pies de miel» —imagen que le había valido las burlas de un aristarco de Caras y Caretas—, y el poema no era más que un salto supremo en pos del ideal imposible y por eso más bello, el ascenso a través de los versos en un vuelo desesperado hacia el sol que iba a quemarlo y a precipitarlo en la muerte. Incluso el retiro y el silencio final del poeta se asemejaban punzantemente a las fases de una caída, de un retorno lamentable a la tierra que había osado abandonar por un sueño superior a sus fuerzas.
         «Sí», pensó Fraga, sirviéndose otra copa de vino «todo coincide, todo se ajusta; ahora no hay más que escribirlo».
         El éxito de la Vida de un poeta argentino sobrepasó todo lo que habían podido imaginar el autor y los editores. Apenas comentado en las primeras semanas, un inesperado artículo en La Razón despertó a los porteños de su pachorra cautelosa y los incitó a una toma de posición que pocos se negaron a asumir. Sur, La Nación, los mejores diarios de las provincias, se apoderaron del tema del momento que invadió enseguida las charlas de café y las sobremesas. Dos violentas polémicas (acerca de la influencia de Darío en Romero, y una cuestión cronológica) se sumaron para interesar al público. La primera edición de la Vida se agotó en dos meses: la segunda, en un mes y medio. Obligado por las circunstancias y las ventajas que se le ofrecían, Fraga consintió en una adaptación teatral y otra radiofónica. Se llegó a ese momento en que el interés y la novedad en torno a una obra alcanzan el ápice temible tras el cual se agazapa ya el desconocido sucesor; certeramente, y como si se propusiera reparar una injusticia, el Premio Nacional se abrió paso hasta Fraga por la vía de dos amigos que se adelantaron a las llamadas telefónicas y al coro chillón de las primeras felicitaciones. Riendo Fraga recordó que la atribución del Premio Nobel no le había impedido a Gide irse esa misma noche a ver una película de Fernandel; quizá por eso le divirtió aislarse en casa de un amigo y evitar la primera avalancha del entusiasmo colectivo con una tranquilidad que su mismo cómplice en el amistoso secuestro encontró excesiva y casi hipócrita. Pero en esos días Fraga andaba caviloso, sin explicarse por qué nacía en él como un deseo de soledad, de estar al margen de su figura pública que por vía fotográfica y radiofónica ganaba los extramuros, ascendía a los círculos provincianos y se hacía presente en los medios extranjeros. El Premio Nacional no era una sorpresa, apenas una reparación. Ahora vendría el resto, lo que en el fondo lo había animado a escribir la Vida, No se equivocaba: una semana más tarde el ministro de Relaciones Exteriores lo recibía en su casa («los diplomáticos sabemos que a los buenos escritores no les interesa el aparato oficial») y le proponía un cargo de agregado cultural en Europa. Todo tenía un aire casi onírico, iba de tal modo contra la corriente que Fraga tenía que esforzarse por aceptar de lleno el ascenso en la escalinata de los honores; peldaño tras peldaño, partiendo de las primeras reseñas, de la sonrisa y los abrazos del editor, de las invitaciones de los ateneos y círculos, llegaba ya al rellano desde donde, apenas inclinándose, podía alcanzar la totalidad del salón mundano, alegóricamente dominarlo y escudriñarlo hasta su último rincón, hasta la última corbata blanca y la ultima chinchilla de los protectores de la literatura entre bocado y bocado de foie-gras y Dylan Thomas. Más allá —o más acá, dependía del ángulo de visión, del estado de ánimo momentáneo— veía también la multitud humilde y aborregada de los devoradores de revistas, de los telespectadores y radioescuchas, del montón que un día sin saber cómo ni por qué se somete al imperativo de comprar un lavarropas o una novela, un objeto de ochenta pies cúbicos o trescientas dieciocho páginas, y lo compra, lo compra inmediatamente haciendo cualquier sacrificio, lo lleva a su casa donde la señora y los hijos esperan ansiosos porque ya la vecina lo tiene, porque el comentarista de moda en Radio El Mundo ha vuelto a encomiarlo en su audición de las once y cincuenta y cinco. Lo asombroso había sido que su libro ingresara en el catálogo de las cosas que hay que comprar y leer, después de tantos años en que la vida y la obra de Claudio Romero habían sido una mera manía de intelectuales, es decir de casi nadie. Pero cuando una y otra vez volvía a sentir la necesidad de quedarse a solas y pensar en lo que estaba ocurriendo (ahora era la semana de los contactos con productores cinematográficos), el asombro inicial cedía a una expectativa desasosegada de no sabía qué. Nada podía ocurrir que no fuera otro peldaño de la escalera de honor, salvo el día inevitable en que, como en los puentes de jardín, al último peldaño ascendente siguiera el primero del descenso, el camino respetable hacia la saciedad del público y su viraje en busca de emociones nuevas. Cuando tuvo que aislarse para preparar su discurso de recepción del Premio Nacional, la síntesis de las vertiginosas experiencias de esas semanas se resumía en una satisfacción irónica por lo que su triunfo tenía de desquite, mitigada por ese desasosiego inexplicable que por momentos subía a la superficie y buscaba proyectarlo hacia un territorio al que su sentido del equilibrio y del humor se negaban resueltamente. Creyó que la preparación de la conferencia le devolvería el placer del trabajo, y se fue a escribirla a la quinta de Ofelia Fernández, donde estaría tranquilo. Era el final del verano, el parque tenía ya los colores del otoño que le gustaba mirar desde el porche mientras charlaba con Ofelia y acariciaba a los perros. En una habitación del primer piso lo esperaban sus materiales de trabajo; cuando levantó la tapa del fichero principal, recorriéndolo distraídamente como un pianista que preludia, Fraga se dijo que todo estaba bien, que a pesar de la vulgaridad inevitable de todo triunfo literario en gran escala, la Vida era un acto de justicia, un homenaje a la raza y a la patria. Podía sentarse a escribir su conferencia, recibir el premio, preparar el viaje a Europa. Fechas y cifras se mezclaban en su memoria con cláusulas de contratos e invitaciones a comer. Pronto entraría Ofelia con un frasco de jerez, se acercaría silenciosa y atenta, lo miraría trabajar. Sí, todo estaba bien. No había más que tomar una cuartilla, orientar la luz, encender un habano oyendo a la distancia el grito de un tero. Nunca supo exactamente si la revelación se había producido en ese momento o más tarde, después de hacer el amor con Ofelia, mientras fumaban de espaldas en la cama mirando una pequeña estrella verde en lo alto del ventanal. La invasión, si había que llamarla así (pero su verdadero nombre o naturaleza no importaban) pudo coincidir con la primera frase de la conferencia, redactada velozmente hasta un punto en que se había interrumpido de golpe, reemplazada, barrida por algo como un viento que le quitaba de golpe todo sentido. El resto había sido un largo silencio, pero tal vez ya todo estaba sabido cuando bajó de la sala, sabido e informulado, pesando como un dolor de cabeza o un comienzo de gripe. Inapresablemente, en un momento indefinible, el peso confuso, el viento negro se habían resuelto en certidumbre: la Vida era falsa, la historia de Claudio Romero nada tenía que ver con lo que había escrito. Sin razones, sin pruebas: todo falso. Después de años de trabajo, de compulsar datos, de seguir pistas, de evitar excesos personales: todo falso. Claudio Romero no se había sacrificado por Susana Márquez; no le había devuelto la libertad a costa de su renuncia, no había sido el Icaro de los pies de miel de Irene Paz. Como si nadara bajo el agua, incapaz de volver a la superficie, azotado por el fragor de la corriente en sus oídos, sabía la verdad. Y no era suficiente como tortura; detrás, más abajo todavía, en un agua que ya era barro y basura, se arrastraba la certidumbre de que la había sabido desde el primer momento. Inútil encender otro cigarrillo, pensar en la neurastenia, besar los finos labios que Ofelia le ofrecía en la sombra. Inútil argüir que la excesiva consagración a su héroe podía provocar esa alucinación momentánea, ese rechazo por exceso de entrega. Sentía la mano de Ofelia acariciando su pecho, el calor entrecortado de su respiración. Inexplicablemente se durmió.
         Por la mañana miró el fichero abierto, los papeles, y le fueron más ajenos que las sensaciones de la noche. Abajo, Ofelia se ocupaba de telefonear a la estación para averiguar la combinación de trenes. Llegó a Pilar a eso de las once y media, y fue directamente a la verdulería. La hija de Susana lo recibió con un curioso aire de resentimiento y adulación simultáneos, como de perro después de un puntapié. Fraga le pidió que le concediera cinco minutos, y volvió a entrar en la sala polvorienta y a sentarse en la misma silla con funda blanca. No tuvo que hablar mucho porque la hija de Susana, después de secarse unas lágrimas, empezó a aprobar con la cabeza gacha, inclinándose cada vez más hacia adelante.
         —Sí señor, es así. Sí señor.
         —¿Por qué no me lo dijo la primera vez?
         Era difícil explicar por qué no se lo había dicho la primera vez. Su madre le había hecho jurar que nunca se referiría a ciertas cosas, y como después se había casado con el suboficial de Balcarce, entonces… Casi había pensado en escribirle cuando empezaron a hablar tanto del libro sobre Romero, porque…
         Lo miraba perpleja, y de cuando en cuando le caía una lágrima hasta la boca.
         —¿Y cómo supo? —dijo después.
         —No se preocupe por eso —dijo Fraga—. Todo se sabe alguna vez.
         —Pero usted escribió tan distinto en el libro. Yo lo leí, sabe. Lo tengo y todo.
         —La culpa de que sea tan distinto es suya. Hay otras cartas de Romero a su madre. Usted me dio las que le convenían, las que hacían quedar mejor a Romero y de paso a su madre. Necesito las otras, ahora mismo. Démelas.
         —Es solamente una —dijo Raquel Márquez—. Pero mamá me hizo jurar, señor.
         —Si la guardó sin quemarla es porque no le importaba tanto. Démela. Se la compro.
         —Señor Fraga, no es por eso que no se la doy…
         —Tome —dijo brutalmente Fraga—. No será vendiendo zapallos que va a sacar esta suma.
         Mientras la miraba inclinarse sobre el musiquero, revolviendo papeles, pensó que lo que sabía ahora ya lo había sabido (de otra manera, quizá, pero lo había sabido) el día de su primera visita a Raquel Márquez. La verdad no lo tomaba completamente de sorpresa, y ahora podía juzgarse retrospectivamente y preguntarse, por ejemplo, por qué había abreviado de tal modo su primera entrevista con la hija de Susana, por qué había aceptado las tres cartas de Romero como si fuesen las únicas, sin insistir, sin ofrecer algo en cambio, sin ir hasta el fondo de lo que Raquel sabía y callaba. «Es absurdo», pensó. «En ese momento yo no podía saber que Susana había llegado a ser una prostituta por culpa de Romero». Pero por qué, entonces, había abreviado deliberadamente su conversación con Raquel, dándose por satisfecho con las fotos y las tres cartas. «Oh sí, lo sabía, vaya a saber cómo pero lo sabía, y escribí el libro sabiéndolo, y quizá también los lectores lo saben, y la crítica lo sabe, y todo es una inmensa mentira en la que estamos metidos hasta el último…». Pero era fácil salirse por la vía de las generalizaciones, no aceptar más que una pequeña parte de la culpa. También mentira: no había más que un culpable, él.
         La lectura de la carta fue una mera sobreimpresión de palabras en algo que Fraga ya conocía desde otro ángulo y que la prueba epistolar sólo podía reforzar en caso de polémica. Caída la máscara, un Claudio Romero casi feroz asomaba en esas frases terminantes, de una lógica irreplicable. Condenando de hecho a Susana al sucio menester que habría de arrastrar en sus últimos años, y al que se aludía explícitamente en dos pasajes, le imponía para siempre el silencio, la distancia y el odio, la empujaba con sarcasmos y amenazas hacia una pendiente que él mismo había debido preparar en dos años de lenta, minuciosa corrupción. El hombre que se había complacido en escribir unas semanas antes: «Necesito la noche para mí solo, no te dejaré verme llorar», remataba ahora un párrafo con una alusión soez cuyo efecto debía prever malignamente, y agregaba recomendaciones y consejos irónicos, livianas despedidas interrumpidas por amenazas explícitas en caso de que Susana pretendiera verlo otra vez. Nada de eso sorprendía ya a Fraga, pero se quedó largo rato con el hombro apoyado en la ventanilla del tren, la carta en la mano, como si algo en él luchara por despertar de una pesadilla insoportablemente lenta. «Y eso explica el resto», se oyó pensar. El resto era Irene Paz, la Oda a tu nombre doble, el fracaso final de Claudio Romero. Sin pruebas ni razones pero con una certidumbre mucho más honda de la que podía emanar de una carta o de un testimonio cualquiera, los dos últimos años de la vida de Romero se ordenaban día a día en la memoria —si algún nombre había que darle— de quien a ojos de los pasajeros del tren de Pilar debía ser un señor que ha bebido un vermut de más. Cuando bajó en la estación eran las cuatro de la tarde y empezaba a llover. La volanta que lo traía a la quinta estaba fría y olía a cuero rancio. Cuánta sensatez había habitado bajo la altanera frente de Irene Paz de qué larga experiencia aristocrática había nacido la negativa de su mundo. Romero había sido capaz de magnetizar a una pobre mujer, pero no tenía las alas de Icaro que su poema pretendía. Irene, o ni siquiera ella, su madre o sus hermanos habían adivinado instantáneamente la tentativa del arribista, el salto grotesco del rastacueros que empieza por negar su origen, matándolo si es necesario (y ese crimen se llamaba Susana Márquez, una maestra normal). Les había bastado una sonrisa, rehusar una invitación, irse a la estancia, las afiladas armas del dinero y los lacayos con consignas. No se habían molestado siquiera en asistir al entierro del poeta.
         Ofelia esperaba en el porche. Fraga le dijo que tenía que ponerse a trabajar enseguida. Cuando estuvo frente a la página empezada la noche anterior, con un cigarrillo entre los labios y un enorme cansancio que le hundía los hombros, se dijo que nadie sabía nada. Era como antes de escribir la Vida, y él seguía siendo dueño de las claves. Sonrió apenas, y empezó a escribir su conferencia. Mucho más tarde se dio cuenta de que en algún momento del viaje había perdido la carta de Romero.
         Cualquiera puede leer en los archivos de los diarios porteños los comentarios suscitados por la ceremonia de recepción del Premio Nacional, en la que Jorge Fraga provocó deliberadamente el desconcierto y la ira de las cabezas bien pensantes al presentar desde la tribuna una versión absolutamente descabellada de la vida del poeta Claudio Romero. Un cronista señaló que Fraga había dado la impresión de estar indispuesto (pero el eufemismo era claro), entre otras cosas porque varias veces había hablado como si fuera el mismo Romero, corrigiéndose inmediatamente pero recayendo en la absurda aberración un momento después. Otro cronista hizo notar que Fraga tenía unas pocas cuartillas borroneadas que apenas había mirado en el curso de la conferencia, dando la sensación de ser su propio oyente, aprobando o desaprobando ciertas frases apenas pronunciadas, hasta provocar una creciente y por fin insoportable irritación en el vasto auditorio que se había congregado con la expresa intención de aplaudirlo. Otro redactor daba cuenta del violento altercado entre Fraga y el doctor Jovellanos al final de la conferencia, mientras gran parte del público hacía abandono de la sala entre exclamaciones de reprobación, y señalaba con pesadumbre que a la intimación del doctor Jovellanos en el sentido de que presentara pruebas convincentes de las temerarias afirmaciones que calumniaban la sagrada memoria de Claudio Romero, el conferenciante se había encogido de hombros, terminando por llevarse una mano a la frente como si las pruebas requeridas no pasaran de su imaginación, y por último se había quedado inmóvil, mirando el aire, tan ajeno a la tumultuosa retirada del público como a los provocativos aplausos y felicitaciones de un grupo de jovencitos y humoristas que parecían encontrar admirable esa especial manera de recibir un Premio Nacional.
         Cuando Fraga llegó a la quinta dos horas después, Ofelia le tendió en silencio una larga lista de llamadas telefónicas, desde una de la Cancillería hasta otra de un hermano con el que no se trataba. Miró distraídamente la serie de nombres, algunos subrayados, otros mal escritos. La hoja se desprendió de su mano y cayó sobre la alfombra. Sin recogerla empezó a subir la escalera que llevaba a su sala de trabajo.
         Mucho más tarde Ofelia lo oyó caminar por la sala. Se acostó y trató de no pensar. Los pasos de Fraga iban y venían, interrumpiéndose a veces como si por un momento se quedara parado al pie del escritorio, consultando alguna cosa. Una hora después lo oyó bajar la escalera, acercarse al dormitorio. Sin abrir los ojos, sintió el peso de su cuerpo que se dejaba resbalar de espaldas junto a ella. Una mano fría apretó su mano. En la oscuridad, Ofelia lo besó en la mejilla.
         —Lo único que no entiendo —dijo Fraga como si no le hablara a ella—, es por qué he tardado tanto en saber que todo eso lo había sabido siempre. Es idiota suponer que soy un médium, no tengo absolutamente nada que ver con él. Hasta hace una semana no tenía nada que ver con él.
         —Si pudieras dormir un rato —dijo Ofelia.
         —No, es que tengo que encontrarlo. Hay dos cosas: eso que no entiendo, y lo que va a empezar mañana, lo que ya empezó esta tarde. Estoy liquidado, comprendes, no me perdonarán jamás que les haya puesto el ídolo en los brazos y ahora se los haga volar en pedazos. Fijate que todo es absolutamente imbécil, Romero sigue siendo el autor de los mejores poemas del año veinte. Pero los ídolos no pueden tener pies de barro, y con la misma cursilería me lo van a decir mañana mis queridos colegas.
         —Pero si vos creíste que tu deber era proclamar la verdad…
         —Yo no lo creí, Ofelia. Lo hice, nomás. O alguien lo hizo por mí. De golpe no había otro camino después de esa noche. Era lo único que se podía hacer.
         —A lo mejor hubiera sido preferible esperar un poco —dijo temerosamente Ofelia
         —. Así de golpe, en la cara de…
         Iba a decir: «del ministro», y Fraga oyó las palabras tan claramente como si las hubiera pronunciado. Sonrió, le acarició la mano. Poco a poco las aguas empezaban a bajar, algo todavía oscuro buscaba proponerse, definirse. El largo, angustiado silencio de Ofelia lo ayudó a sentir mejor, mirando la oscuridad con los ojos bien abiertos. Jamás comprendería por qué no había sabido antes que todo estaba sabido, si seguía negándose que también él era un canalla, tan canalla como el mismo Romero. La idea de escribir el libro había encerrado ya el propósito de una revancha social, de un triunfo fácil, de la reivindicación de todo lo que él merecía y que otros más oportunistas le quitaban. Aparentemente rigurosa, la Vida había nacido armada de todos los recursos necesarios para abrirse paso en las vitrinas de los libreros. Cada etapa del triunfo esperaba, minuciosamente preparada en cada capítulo, en cada frase. Su irónica, casi desencantada aceptación progresiva de esas etapas, no pasaba de una de las muchas máscaras de la infamia. Tras de la cubierta anodina de la Vida habían estado ya agazapándose la radio, la TV, las películas, el Premio Nacional, el cargo diplomático en Europa, el dinero y los agasajos. Sólo que algo no previsto había esperado hasta el final para descargarse sobre la máquina prolijamente montada y hacerla saltar. Era inútil querer pensar en ese algo, inútil tener miedo, sentirse poseído por el súcubo.
         —No tengo nada que ver con él —repitió Fraga, cerrando los ojos—. No sé cómo ha ocurrido, Ofelia, pero no tengo nada que ver con él.
         La sintió que lloraba en silencio.
         —Pero entonces es todavía peor. Como una infección bajo la piel, disimulada tanto tiempo y que de golpe revienta y te salpica de sangre podrida. Cada vez que me tocaba elegir, decidir en la conducta de ese hombre, elegía el reverso, lo que él pretendía hacer creer mientras estaba vivo. Mis elecciones eran las suyas, cuando cualquiera hubiese podido descifrar otra verdad en su vida, en sus cartas, en ese último año en que la muerte lo iba acorralando y desnudando. No quise darme cuenta, no quise mostrar la verdad porque entonces, Ofelia, entonces Romero no hubiera sido el personaje que me hacía falta como le había hecho falta a él para armar la leyenda, para…
         Calló, pero todo seguía ordenándose y cumpliéndose. Ahora alcanzaba desde lo más hondo su identidad con Claudio Romero, que nada tenía que ver con lo sobrenatural. Hermanos en la farsa, en la mentira esperanzada de una ascensión fulgurante, hermanos en la brutal caída que los fulminaba y destruía. Clara y sencillamente sintió Fraga que cualquiera como él sería siempre Claudio Romero, que los Romero de ayer y de mañana serían siempre Jorge Fraga. Tal como lo había temido una lejana noche de septiembre, había escrito su autobiografía disimulada. Le dieron ganas de reírse, y al mismo tiempo pensó en la pistola que guardaba en el escritorio.
         Nunca supo si había sido en ese momento o más tarde que Ofelia había dicho: «Lo único que cuenta es que hoy les mostraste la verdad». No se le había ocurrido pensar en eso, evocar otra vez la hora casi increíble en que había hablado frente a caras que pasaban progresivamente de la sonrisa admirativa o cortés al entrecejo adusto, a la mueca desdeñosa, al brazo que se levanta en señal de protesta. Pero eso era lo único que contaba, lo único cierto y sólido de toda la historia; nadie podía quitarle esa hora en que había triunfado de verdad, más allá de los simulacros y sus ávidos mantenedores. Cuando se inclinó sobre Ofelia para acariciarle el pelo, le pareció como si ella fuera un poco Susana Márquez, y que su caricia la salvaba y la retenía junto a él. Y al mismo tiempo el Premio Nacional, el cargo en Europa y los honores eran Irene Paz, algo que había que rechazar y abolir si no quería hundirse del todo en Romero, miserablemente identificado hasta lo último con un falso héroe de imprenta y radioteatro.
         Más tarde —la noche giraba despaciosa con su cielo hirviente de estrellas—, otras barajas se mezclaron en el interminable solitario del insomnio. La mañana traería las llamadas telefónicas, los diarios, el escándalo bien armado a dos columnas. Le pareció insensato haber pensado por un momento que todo estaba perdido, cuando bastaba un mínimo de soltura y habilidad para ganar de punta a punta la partida. Todo dependía de unas pocas horas, de algunas entrevistas. Si le daba la gana, la cancelación del premio, la negativa de la cancillería a confirmar su propuesta, podían convertirse en noticias que lo lanzarían al mundo internacional de las grandes tiradas y las traducciones. Pero también podía seguir de espaldas en la cama, negarse a ver a nadie, recluirse meses en la quinta, rehacer y continuar sus antiguos estudios filológicos, sus mejores y ya borrosas amistades. En seis meses estaría olvidado, suplido admirablemente por el más estólido periodista de turno en la cartelera del éxito. Los dos caminos eran igualmente simples, igualmente seguros. Todo estaba en decidir. Y aunque ya estaba decidido, siguió pensando por pensar, eligiendo y dándose razones para su elección, hasta que el amanecer empezó a frotarse en la ventana, en el pelo de Ofelia dormida, y el ceibo del jardín se recortó impreciso, como un futuro que cuaja en presente, se endurece poco a poco, entra en su forma diurna, la acepta y la defiende y la condena a la luz de la mañana.



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