Julio
Cortázar
(1914-1984)
La isla a mediodía
(Todos los fuegos el
fuego, 1966)
La primera vez que vio la isla,
Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la izquierda,
ajustando la mesa de plástico antes de instalar la bandeja del almuerzo.
La pasajera lo había mirado varias veces mientras él iba y venía con
revistas o vasos de whisky; Marini se demoraba ajustando la mesa,
preguntándose aburridamente si valdría la pena responder a la mirada
insistente de la pasajera, una americana de las muchas, cuando en el
óvalo azul de la ventanilla entró el litoral de la isla, la franja
dorada de la playa, las colinas que subían hacia la meseta desolada.
Corrigiendo la posición defectuosa del vaso de cerveza, Marini sonrió a
la pasajera. “Las islas griegas”, dijo. “Oh, yes, Greece”, repuso
la americana con un falso interés.
Sonaba brevemente
un timbre y el steward se enderezó, sin que la sonrisa profesional se
borrara de su boca de labios finos. Empezó a ocuparse de un matrimonio
sirio que quería jugo de tomate, pero en la cola del avión se concedió
unos segundos para mirar otra vez hacia abajo; la isla era pequeña y
solitaria, y el Egeo la rodeaba con un intenso azul que exaltaba la orla
de un blanco deslumbrante y como petrificado, que allá abajo sería
espuma rompiendo en los arrecifes y las caletas. Marini vio que las playas
desiertas corrían hacia el norte y el oeste, lo demás era la montaña
entrando a pique en el mar. Una isla rocosa y desierta, auqnue la mancha
plomiza cerca de la playa del norte podía ser una casa, quizá un grupo
de casas primitivas. Empezó a abrir la lata de jugo, y al enderezarse la
isla se borró de la ventanilla; no quedó más que el mar, un verde
horizonte interminable. Miró su reloj pulsera sin saber por qué; era
exactamente mediodía.
A Marini le gustó
que lo hubieran destinado a la línea Roma-Teherán, porque el pasaje era
menos lúgubre que en las líneas del norte y las muchachas parecían
siempre felices de ir a Oriente o de conocer Italia. Cuatro días
después, mientras ayudaba a un niño que había perdido la cuchara y
mostraba desconsolado el palto del postre, descubrió otra vez el borde de
la isla. Había una diferencia de ocho minutos pero cuando se inclinó
sobre una ventanilla de la cola no le quedaron dudas; la isla tenía una
forma inconfundible, como una tortuga que sacara apenas las patas del
agua. La miró hasta que lo llamaron, esta vez con la seguridad de que la
mancha plomiza era un grupo de casas; alcanzó a distinguir el dibujo de
unos pocos campos cultivados que llegaban hasta la playa. Durante la
escala de Beirut miró el atlas de la stewardess, y se preguntó si la
isla no sería Horos sino Xiros, una de las muchas islas al margen de los
circuitos turísticos. "No durará ni cinco años", le dijo la
stewardees mientras bebían una copa en Roma. "Apúrate si piensas
ir, las hordas estarán allí en cualquier momento, Gengis Cook
vela". Pero Marini siguió pensando en la isla, mirándola cuando se
acordaba o había una ventanilla cerca, casi siempre encogiéndose de
hombros al final. Nada de eso tenía sentido, volar tres veces por semana
a mediodía sobre Xiros era tan irreal como soñar tres veces por semana
que volaba a mediodía sobre Xiros.
Todo estaba falseado
en la visión inútil y recurrente; salvo, quizá, el deseo de repetirla,
la consulta al reloj pulsera antes de mediodía, el breve, punzante
contacto con la deslumbradora franja blanca al borde de un azul casi
negro, y las casas donde los pescadores alzarían apenas los ojos para
seguir el paso de esa otra irrealidad.
Ocho o nueve semanas
después, cuando le propusieron la línea de Nueva York con todas sus
ventajas, Marini se dijo que era la oportunidad de acabar con esa manía
inocente y fastidiosa. Tenía en el bolsillo el libro donde un vago
geógrafo de nombre levantino daba sobre Xiros más detalles que los
habituales en las guías. Contestó negativamente, oyéndose como desde
lejos, y después de sortear la sorpresa escandalizada de un jefe y dos
secretarias se fue a comer a la cantina de la compañía donde lo esperaba
Carla. La desconcertada decepción de Carla no lo inquietó; la costa sur
de Xiros era inhabitable pero hacia el oeste quedaban huellas de una
colonia lidia o quizá cretomicénica, y el profesor Goldmann había
encontrado dos piedras talladas con jeroglíficos que los pescadores
empleaban como pilotes del pequeño muelle. A Carla le dolía la cabeza y
se marchó casi enseguida; los pulpos eran el recurso principal del
puñado de habitantes, cada cinco días llegaba un barco para cargar la
pesca y dejar algunas provisiones y géneros. En la agencia de viajes le
dijeron que habría que fletar un barco especial desde Rynos, o quizá se
pudiera viajar en la falúa que recogía los pulpos, pero esto último
sólo lo sabría Marini en Rynos donde la agencia no tenía corresponsal.
De todas maneras la idea de pasar unos días en la isla no era más que un
plan para las vacaciones de junio; en las semanas que siguieron hubo que
reemplazar a White en la línea de Túnez, y después empezó una huelga y
Carla se volvió a casa de sus hermanas en Palermo. Marini fue a vivir a
un hotel cerca de Piazza Navona, donde había librerías de viejo; se
entretenía sin muchas ganas en buscar libros sobre Grecia, hojeaba de a
ratos un manual de conversación. Le hizo gracia la palabra kalimera y la
ensayó en un cabaret con una chica pelirroja, se acostó con ella, supo
de su abuelo en Odos y de unos dolores de garganta inexplicables. En Roma
empezó a llover, en Beirut lo esperaba siempre Tania, había otras
historias, siempre parientes o dolores; un día fue otra vez la línea de
Teherán, la isla a mediodía. Marini se quedó tanto tiempo pegado a la
ventanilla que la nueva stewardess lo trató de mal compañero y le hizo
la cuenta de las bandejas que llevaba servidas. Esa noche Marini invitó a
la stewardess a comer en el Firouz y no le costó que le perdonaran la
distracción de la mañana. Lucía le aconsejó que se hiciera cortar el
pelo a la americana; él le habló un rato de Xiros, pero después
comprendió que ella prefería el vodka-lime de Hilton. El tiempo se iba
en cosas así, en infinitas bandejas de comida, cada una con la sonrisa a
la que tenía derecho el pasajero. En los viajes de vuelta el avión
sobrevolaba Xiros a las ocho de la mañana, el sol daba contra las
ventanillas de babor y dejaba apenas entrever la tortuga dorada; Marini
prefería esperar los mediodías del vuelo de ida, sabiendo que entonces
podía quedarse un largo minuto contra la ventanilla mientras Lucía (y
después Felisa) se ocupaba un poco irónicamente del trabajo. Una vez
sacó una foto de Xiros pero le salió borrosa; ya sabía algunas cosas de
la isla, había subrayado las raras menciones en un par de libros. Felisa
le contó que los pilotos lo llamaban el loco de la isla, y no le
molestó. Carla acababa de escribirle que había decidido no tener el
niño, y Marini le envió dos sueldos y pensó que el resto no le
alcanzaría para las vacaciones. Carla aceptó el dinero y le hizo saber
por una amiga que probablemente se casaría con el dentista de Treviso.
Todo tenía tan poca importancia a mediodía, los lunes y los jueves y los
sábados (dos veces por mes, el domingo).
Con el tiempo fue
dándose cuenta de que Felisa era la única que lo comprendía un poco;
había un acuerdo tácito para que ella se ocupara del pasaje a mediodía,
apenas él se instalaba junto al a ventanilla de la cola. La isla era
visible unos pocos minutos, pero el aire estaba siempre tan limpio y el
mar la recortaba con una crueldad tan minuciosa que los más pequeños
detalles se iban ajustando implacables al recuerdo del pasaje anterior: la
mancha verde del promontorio del norte, las casas plomizas, las redes
secándose en la arena. Cuando faltaban las redes Marini lo sentía como
un empobrecimiento, casi un insulto. Pensó en filmar el paso de la isla,
para repetir la imagen en el hotel, pero prefirió ahorrar el dinero de la
cámara ya que apenas le faltaba un mes para las vacaciones. No llevaba
demasiado la cuenta de los días; a veces era Tania en Beirut, a veces
Felisa en Teherán, casi siempre su hermano menor en Roma, todo un poco
borroso, amablemente fácil y cordial y como reemplazando otra cosa,
llenando las horas antes o después del vuelo, y en el vuelo todo era
también borroso y fácil y estúpido hasta la hora de ir a inclinarse
sobre la ventanilla de la cola, sentir el frío cristal como un límite
del acuario donde lentamente se movía la tortuga dorada en el espacio
azul.
Ese día las redes
se dibujaban precisas en la arena, y Marini hubiera jurado que el punto
negro a la izquierda, al borde del mar, era un pescador que debía estar
mirando el avión. “Kalimera”, pensó absurdamente. Ya no tenía
sentido esperar más, Mario Merolis le prestaría el dinero que le faltaba
para el viaje, en menos de tres día estaría en Xiros. Con los labios
pegados al vidrio, sonrió pensando que treparía hasta la mancha verde,
que entraría desnudo en el mar de las caletas del norte, que pescaría
pulpos con los hombres, entendiéndose por señas y por risas. Nada era
difícil una vez decidido, un tren nocturno, un primer barco, otro barco
viejo y sucio, la escala en Rynos, la negociación interminable con el
capitán de la falúa, la noche en el puente, pegado a las estrellas, el
sabor del anís y del carnero, el amanecer entre las islas. Desembarcó
con las primeras luces, y el capitán lo presentó a un viejo que debía
ser el patriarca. Klaios le tomó la mano izquierda y habló lentamente,
mirándolo en los ojos.
Vinieron dos
muchachos y Marini entendió que eran los hijos de Klaios. El capitán de
la falúa agotaba su inglés: veinte habitantes, pulpos, pesca, cinco
casas, italiano visitante pagaría alojamiento Klaios.
Los muchachos rieron
cuando Klaios discutió dracmas; también Marini, ya amigo de los más
jóvenes, mirando salir el sol sobre un mar menos oscuro que desde el
aire, una habitación pobre y limpia, un jarro de agua, olor a salvia y a
piel curtida. Lo dejaron solo para irse a cargar la falúa, y después de
quitarse a manotazos la ropa de viaje y ponerse un pantalón de baño y
unas sandalias, echó a andar por la isla. Aún no se veía a nadie, el
sol cobraba lentamente impulso y de los matorrales crecía un olor sutil,
un poco ácido, mezclado con el yodo del viento. Debían ser las diez
cuando llegó al promotorio del norte y reconoció la mayor de las
caletas.
Prefería estar solo
aunque le hubiera gustado más bañarse en la playa de arena; la isla lo
invadía y lo gozaba con una tal intimidad que no era capaz de pensar o de
elegir. La piel le quemaba de sol y de viento cuando se desnudó para
tirarse al mar desde una roca; el agua estaba fría y le hizo bien; se
dejó llevar por corrientes insidiosas hasta la entrada de una gruta,
volvió mar afuera, se abandonó de espaldas, lo aceptó todo en un solo
acto de conciliación que era también un nombre para el futuro. Supo sin
la menor duda que no se iría de la isla, que de alguna manera iba a
quedarse para siempre en la isla. Alcanzó a imaginar a su hermano, a
Felisa, sus caras cuando supieran que se había quedado a vivir de la
pesca en un peñón solitario. Ya los había olvidado cuando giró sobre
sí mismo para nadar hacia la orilla.
El sol le secó
enseguida, bajo hacia las casas donde dos mujeres lo miraron asombradas
antes de correr a encerrarse. Hizo un saludo en el vacío y bajó hacia
las redes. Uno de los hijos de Klaios lo esperaban en la playa, y Marini
le señaló el mar, invitándolo. El muchacho vaciló, mostrando sus
pantalones de tela y su camisa roja. Después fue corriendo hacia una de
las casas, y volvió casi desnudo; se tiraron juntos a un mar ya tibio,
deslumbrante bajo el sol de las once. Secándose en la arena, Ionas
empezó a nombrar las cosas. “Kalimera”, dijo Marini, y el muchacho
rió hasta doblarse en dos.
Después Marini
repitió las frases nuevas, enseñó palabras italianas a Ionas. Casi en
el horizonte, la falúa se iba empequeñeciendo; Marini sintió que ahora
estaba realmente solo en la isla con Klaios y los suyos. Dejaría pasar
unos días, pagaría, pagaría su habitación y aprendería a pescar;
alguna tarde, cuando ya lo conocieran bien, les hablaría de quedarse y de
trabajar con ellos. Levantándose, tendió la mano a Ionas y echó a andar
lentamente hacia la colina. La cuesta era escarpada y trepó saboreando
cada alto, volviéndose una y otra vez para mirar las redes en la playa,
las siluetas de las mujeres que hablaban animadamente con Ionas y con
Klaios y lo miraban de reojo, riendo. Cuando llegó a la mancha verde
entró en un mundo donde el olor del tomillo y de la salvia era una misma
materia con el fuego del sol y la brisa del mar. Marini miró su reloj
pulsera y después, con un gesto de impaciencia, lo arrancó de la muñeca
y lo guardó en el bolsillo del pantalón de baño. No sería fácil matar
al hombre viejo, pero allí en lo alto, tenso de sol y de espacio, sintió
que la empresa era posible. Estaba en Xiros, estaba allí donde tantas
veces había dudado que pudiera llegar alguna vez. Se dejó caer de
espaldas entre las piedras calientes, resistió sus artistas y sus lomos
encendidos, y miró verticalmente el cielo; lejanamente le llegó el
zumbido de un motor.
Cerrando los ojos se
dijo que no miraría el avión, que no se dejaría contaminar por el peor
de sí mismo, que una vez más iba a pasear sobre la isla. Pero en la
penumbra de los párpados imaginó a Felisa con las bandejas, en ese mismo
instante distribuyendo las bandejas, y su reemplazante, tal vez Giorgio o
alguno nuevo de otra línea, alguien que también estaría sonriendo
mientras alcanzaba las botellas de vino o el café. Incapaz de luchar
contra tanto pasado abrió los ojos y se enderezó, y en el mismo momento
vio el ala derecha del avión, casi sobre su cabeza, inclinándose
inexplicablemente, el cambio de sonido de las turbinas, la caída casi
vertical sobre el mar. Bajó a toda carrera por la colina, golpeándose en
las rocas y desgarrándose un brazo entre las espinas. La isla le ocultaba
el lugar de la caída, pero torció antes de llegar a la playa y por un
atajo previsible franqueó la primera estribación de la colina y salió a
la playa más pequeña. La cola del avión se hundía a unos cien metros,
en un silencio total. Marini tomó impulso y se lanzó al agua, esperando
todavía que el avión volviera a flotar; pero no se veía más que la
blanda línea de las olas, una caja de cartón oscilando absurdamente
cerca del lugar de la caída, y casi al final, cuando ya no tenía sentido
seguir nadando, una mano fuera del agua, apenas un instante, el tiempo
para que Marini cambiara de rumbo y se zambullera hasta atrapar por el
pelo al hombre que luchó por aferrarse a él y tragó roncamente el aire
que Marini le dejaba respirar sin acercarse demasiado. Remolcándolo poco
a poco lo trajo hasta la orilla, tomó en brazos el cuerpo vestido de
blanco, y tendiéndolo en la arena miró la cara llena de espuma donde la
muerte estaba ya instalada, sangrando por una enorme herida en la
garganta. De qué podría servir la respiración artificial si con cada
convulsión la herida parecía abrirse un poco más y era como una boca
repugnante que llamaba a Marini, lo arrancaba a su pequeña felicidad de
tan pocas horas en la isla, le gritaba entre borbotones algo que él ya no
era capaz de oír. A toda carrera venían los hijos de Klaios y más
atrás las mujeres. Cuando llegó Klaios, los muchachos rodeaban el cuerpo
tendido en la arena, sin comprender cómo había tenido fuerzas para nadar
a la orilla y arrastrarse desangrándose hasta ahí. "Ciérrale los
ojos", pidió llorando una de las mujeres. Klaios miró hacia el mar,
buscando algún otro sobreviviente. Pero, como siempre, estaban solos en
la isla y el cadáver de ojos abiertos era lo único nuevo entre ellos y
el mar.
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