Julio
Cortázar
(1914-1984)
Historia con migalas
(Queremos tanto a Glenda, 1980)
Llegamos a las dos de la tarde al bungalow y media hora después, fiel a la cita telefónica, el joven gerente se presenta con las llaves, pone en marcha la heladera y nos muestra el funcionamiento del calefón y del aire acondicionado. Está entendido que nos quedaremos diez días, que pagamos por adelantado. Abrimos las valijas y sacamos lo necesario para la playa; ya nos instalaremos al caer la tarde, la vista del Caribe cabrilleando al pie de la colina es demasiado tentadora. Bajamos el sendero escarpado, incluso descubrimos un atajo entre matorrales que nos hace ganar camino; hay apenas cien metros entre los bungalows de la colina y el mar.
Anoche, mientras guardábamos la ropa y ordenábamos las provisiones compradas en Saint-Pierre, oímos las voces de quienes ocupan la otra ala del bungalow. Hablan muy bajo, no son las voces martiniquesas llenas de color y de risas. De cuando en cuando algunas palabras más distintas: inglés estadounidense, turistas sin duda. La primera impresión es de desagrado, no sabemos por qué esperábamos una soledad total aunque habíamos visto que cada bungalow (hay cuatro entre macizos de flores, bananos y cocoteros) es doble. Tal vez porque cuando los vimos por primera vez, después de complicadas pesquisas telefónicas desde el hotel de Diamant, nos pareció que todo estaba vacío y a la vez extrañamente habitado. La cabaña del restaurante, por ejemplo, treinta metros más abajo: abandonada pero con algunas botellas en el bar, vasos y cubiertos. Y en uno o dos de los bungalows a través de las persianas se entreveían toallas, frascos de lociones o de champú en los cuartos de baño. El joven gerente nos abrió uno enteramente vacío, y a una pregunta vaga contestó no menos vagamente que el administrador se había ido y que él se ocupaba de los bungalows por amistad hacia el propietario. Mejor así, por supuesto, ya que buscábamos soledad y playa; pero desde luego otros han pensado de la misma manera y dos voces femeninas y norteamericanas murmuran en el ala contigua del bungalow. Tabiques como de papel pero todo tan cómodo, tan bien instalado. Dormimos interminablemente, cosa rara. Y si algo nos hacía falta ahora era eso.
Amistades: una gata mansa y pedigüeña, otra negra más salvaje pero igualmente hambrienta. Los pájaros aquí vienen casi a las manos y las lagartijas verdes se suben a las mesas a la caza de moscas. De lejos nos rodea una guirnalda de balidos de cabra, cinco vacas y un ternero pastan en lo más alto de la colina y mugen adecuadamente. Oímos también a los perros de las cabañas en el fondo del valle; las dos gatas se sumarán esta noche al concierto, es seguro.
La playa, un desierto para criterios europeos. Unos pocos muchachos nadan y juegan, cuerpos negros o canela danzan en la arena. A lo lejos una familia —metropolitanos o alemanes, tristemente blancos y rubios— organiza toallas, aceites bronceadores y bolsones. Dejamos irse las horas en el agua o la arena, incapaces de otra cosa, prolongando los rituales de las cremas y los cigarrillos. Todavía no sentimos montar los recuerdos, esa necesidad de inventariar el pasado que crece con la soledad y el hastío. Es precisamente lo contrario: bloquear toda referencia a las semanas precedentes, los encuentros en Delft, la noche en la granja de Erik. Si eso vuelve lo ahuyentamos como a una bocanada de humo, el leve movimiento de la mano que aclara nuevamente el aire.
Dos muchachas bajan por el sendero de la colina y eligen un sector distante, sombra de cocoteros. Deducimos que son nuestras vecinas de bungalow, les imaginamos secretariados o escuelas de párvulos en Detroit, en Nebraska. Las vemos entrar juntas al mar, alejarse deportivamente, volver despacio, saboreando el agua cálida y transparente, belleza que se vuelve puro tópico cuando se la describe, eterna cuestión de las tarjetas postales. Hay dos veleros en el horizonte, de Saint-Pierre sale una lancha con una esquiadora náutica que meritoriamente se repone de cada caída, que son muchas.
Al anochecer —hemos vuelto a la playa después de la siesta, el día declina entre grandes nubes blancas— nos decimos que esta Navidad responderá perfectamente a nuestro deseo: soledad, seguridad de que nadie conoce nuestro paradero, estar a salvo de posibles dificultades y a la vez de las estúpidas reuniones de fin de año y de los recuerdos condicionados, agradable libertad de abrir un par de latas de conserva y preparar un punch de ron blanco, jarabe de azúcar de caña y limones verdes. Cenamos en la veranda, separada por un tabique de bambúes de la terraza simétrica donde, ya tarde, escuchamos de nuevo las voces apenas murmurantes. Somos una maravilla recíproca como vecinos, nos respetamos de una manera casi exagerada. Si las muchachas de la playa son realmente las ocupantes del bungalow, acaso están preguntándose si las dos personas que han visto en la arena son las que viven en la otra ala. La civilización tiene sus ventajas, lo reconocemos entre dos tragos: ni gritos, ni transistores, ni tarareos baratos. Ah, que se queden ahí los diez días en vez de ser reemplazadas por matrimonio con niños. Cristo acaba de nacer de nuevo; por nuestra parte podemos dormir.
Levantarse con el sol, jugo de guayaba y café en tazones. La noche ha sido larga, con ráfagas de lluvia confesadamente tropical, bruscos diluvios que se cortan bruscamente arrepentidos. Los perros ladraron desde todos los cuadrantes, aunque no había luna; ranas y pájaros, ruidos que el oído ciudadano no alcanza a definir pero que acaso explican los sueños que ahora recordamos con los primeros cigarrillos. Aegri somnia. ¿De dónde viene la referencia? Charles Nodier, o Nerval, a veces no podemos resistir a ese pasado de bibliotecas que otras vocaciones borraron casi. Nos contamos los sueños donde larvas, amenazas inciertas, y no bienvenidas pero previsibles exhumaciones tejen sus telarañas o nos las hacen tejer. Nada sorprendente después de Delft (pero hemos decidido no evocar los recuerdos inmediatos, ya habrá tiempo como siempre. Curiosamente no nos afecta pensar en Michael, en el pozo de la granja de Erik, cosas ya clausuradas; casi nunca hablamos de ellas o de las precedentes aunque sabemos que pueden volver a la palabra sin hacernos daño, al fin y al cabo el placer y la delicia vinieron de ellas, y la noche de la granja valió el precio que estamos pagando, pero a la vez sentimos que todo eso está demasiado próximo todavía, los detalles, Michael desnudo bajo la luna, cosas que quisiéramos evitar fuera de los inevitables sueños; mejor este bloqueo, entonces, other voices, other rooms: la literatura y los aviones, qué espléndidas drogas).
El mar de las nueve de la mañana se lleva las últimas babas de la noche, el sol y la sal y la arena bañan la piel con un caliente tacto. Cuando vemos a las muchachas bajando por el sendero nos acordamos al mismo tiempo, nos miramos. Sólo habíamos hecho un comentario casi al borde del sueño en la alta noche: en algún momento las voces del otro lado del bungalow habían pasado del susurro a algunas frases claramente audibles aunque su sentido se nos escapara. Pero no era el sentido el que nos atrajo en ese cambio de palabras que cesó casi de inmediato para retornar al monótono, discreto murmullo, sino que una de las voces era una voz de hombre.
A la hora de la siesta nos llega otra vez el apagado rumor del diálogo en la otra veranda. Sin saber por qué nos obstinamos en hacer coincidir las dos muchachas de la playa con las voces del bungalow, y ahora que nada hace pensar en un hombre cerca de ellas, el recuerdo de la noche pasada se desdibuja para sumarse a los otros rumores que nos han desasosegado, los perros, las bruscas ráfagas de viento y de lluvia, los crujidos en el techo. Gente de ciudad, gente fácilmente impresionable fuera de los ruidos propios, las lluvias bien educadas.
Además, ¿qué nos importa lo que pasa en el bungalow de al lado? Si estamos aquí es porque necesitábamos distanciarnos de lo otro, de los otros. Desde luego no es fácil renunciar a costumbres, a reflejos condicionados; sin decírnoslo, prestamos atención a lo que apagadamente se filtra por el tabique, al diálogo que imaginamos plácido y anodino, ronroneo de pura rutina. Imposible reconocer palabras, incluso voces, tan semejantes en su registro que por momentos se pensaría en un monólogo apenas entrecortado. También así han de escucharnos ellas, pero desde luego no nos escuchan; para eso deberían callarse, para eso deberían estar aquí por razones parecidas a las nuestras, agazapadamente vigilantes como la gata negra que acecha a un lagarto en la veranda. Pero no les interesamos para nada: mejor para ellas. Las dos voces se alternan, cesan, recomienzan. Y no hay ninguna voz de hombre, aun hablando tan bajo la reconoceríamos.
Como siempre en el trópico la noche cae bruscamente, el bungalow está mal iluminado pero no nos importa; casi no cocinamos, lo único caliente es el café. No tenemos nada que decirnos y tal vez por eso nos distrae escuchar el murmullo de las muchachas, sin admitirlo abiertamente estamos al acecho de la voz del hombre aunque sabemos que ningún auto ha subido a la colina y que los otros bungalows siguen vacíos. Nos mecemos en las mecedoras y fumamos en la oscuridad; no hay mosquitos, los murmullos vienen desde agujeros de silencio, callan, regresan. Si ellas pudieran imaginarnos no les gustaría; no es que las espiemos pero ellas seguramente nos verían como dos migalas en la oscuridad. Al fin y al cabo no nos desagrada que la otra ala del bungalow esté ocupada. Buscábamos la soledad pero ahora pensamos en lo que sería la noche aquí si realmente no hubiera nadie en el otro lado; imposible negarnos que la granja, que Michael, están todavía tan cerca. Tener que mirarse, hablar, sacar una vez más la baraja o los dados. Mejor así, en las sillas de hamaca, escuchando los murmullos un poco gatunos hasta la hora de dormir.
Hasta la hora de dormir, pero aquí las noches no nos traen lo que esperábamos, tierra de nadie en la que por fin —o por un tiempo, no hay que pretender más de lo posible— estaríamos a cubierto de todo lo que empieza más allá de las ventanas. Tampoco en nuestro caso la tontería es el punto fuerte; nunca hemos llegado a un destino sin prever el próximo o los próximos. A veces parecería que jugamos a acorralarnos como ahora en una isla insignificante donde cualquiera es fácilmente ubicable; pero eso forma parte de un ajedrez infinitamente más complejo en el que el modesto movimiento de un peón oculta jugadas mayores. La célebre historia de la carta robada es objetivamente absurda. Objetivamente; por debajo corre la verdad, y los portorriqueños que durante años cultivaron marihuana en sus balcones neoyorquinos o en pleno Central Park sabían más de eso que muchos policías. En todo caso controlamos las posibilidades inmediatas, barcos y aviones: Venezuela y Trinidad están a un paso, dos opciones entre seis o siete; nuestros pasaportes son los de los que resbalan sin problemas en los aeropuertos. Esta colina inocente, este bungalow para turistas pequeñoburgueses: hermosos dados cargados que siempre hemos sabido utilizar en su momento. Delft está muy lejos, la granja de Erik empieza a retroceder en la memoria, a borrarse como también se irán borrando el pozo y Michael huyendo bajo la luna. Michael tan blanco y desnudo bajo la luna.
Los perros aullaron de nuevo intermitentemente, desde alguna de las cabañas de la hondonada llegaron los gritos de una mujer bruscamente acallados en su punto más alto, el silencio contiguo dejó pasar un murmullo de confusa alarma en un semisueño de turistas demasiado fatigadas y ajenas para interesarse de veras por lo que las rodeaba. Nos quedamos escuchando, lejos del sueño. Al fin y al cabo para qué dormir si después sería el estruendo de un chaparrón en el techo o el amor lancinante de los gatos, los preludios a las pesadillas, el alba en que por fin las cabezas se aplastan en las almohadas y ya nada las invade hasta que el sol trepa a las palmeras y hay que volver a vivir.
En la playa, después de nadar largamente mar afuera, nos preguntamos otra vez por el abandono de los bungalows. La cabaña del restaurante con sus vasos y botellas obliga al recuerdo del misterio de la Mary Celeste (tan sabido y leído, pero esa obsesionante recurrencia de lo inexplicado, los marinos abordando el barco a la deriva con todas las velas desplegadas y nadie a bordo, las cenizas aún tibias en los fogones de la cocina, las cabinas sin huellas de motín o de peste. ¿Un suicidio colectivo? Nos miramos irónicamente, no es una idea que pueda abrirse paso en nuestra manera de ver las cosas. No estaríamos aquí si alguna vez la hubiéramos aceptado).
Las muchachas bajan tarde a la playa, se doran largamente antes de nadar. También allí, lo notamos sin comentarios, se hablan en voz baja, y si estuviéramos más cerca nos llegaría el mismo murmullo confidencial, el temor bien educado de interferir en la vida de los demás. Si en algún momento se acercaran para pedir fuego, para saber la hora… Pero el tabique de bambúes parece prolongarse hasta la playa; sabemos que no nos molestarán.
La siesta es larga, no tenemos ganas de volver al mar ni ellas tampoco, las oímos hablar en la habitación y después en la veranda. Solas, desde luego. ¿Pero por qué desde luego? La noche puede ser diferente y la esperamos sin decirlo, ocupándonos de nada, demorándonos en mecedoras y cigarrillos y tragos, dejando apenas una luz en la veranda; las persianas del salón la filtran en finas láminas que no alejan la sombra del aire, el silencio de la espera. No esperamos nada, desde luego. ¿Por qué desde luego, por qué mentirnos si lo único que hacemos es esperar, como en Delft, como en tantas otras partes? Se puede esperar la nada o un murmullo desde el otro lado del tabique, un cambio en las voces. Más tarde se oirá un crujido de cama, empezará el silencio lleno de perros, de follajes movidos por las ráfagas. No va a llover esta noche.
Se van, a las ocho de la mañana llega un taxi a buscarlas, el chófer negro ríe y bromea bajándoles las valijas, los sacos de playa, grandes sombreros de paja, raquetas de tenis. Desde la veranda se ve el sendero, el taxi blanco; ellas no pueden distinguirnos entre las plantas, ni siquiera miran en nuestra dirección.
La playa está poblada de chicos de pescadores que juegan a la pelota antes de bañarse, pero hoy nos parece aún más vacía ahora que ellas no volverán a bajar. De regreso damos un rodeo sin pensarlo, en todo caso sin decidirlo expresamente, y pasamos frente a la otra ala del bungalow que siempre habíamos evitado. Ahora todo está realmente abandonado salvo nuestra ala. Probamos la puerta, se abre sin ruido, las muchachas han dejado la llave puesta por dentro, sin duda de acuerdo con el gerente que vendrá o no vendrá más tarde a limpiar el bungalow. Ya no nos sorprende que las cosas queden expuestas al capricho de cualquiera, como los vasos y los cubiertos del restaurante; vemos sábanas arrugadas, toallas húmedas, frascos vacíos, insecticidas, botellas de coca-cola y vasos, revistas en inglés, pastillas de jabón. Todo está tan solo, tan dejado. Huele a colonia, un olor joven. Dormían ahí, en la gran cama de sábanas con flores amarillas. Las dos. Y se hablaban, se hablaban antes de dormir. Se hablaban tanto antes de dormir.
La siesta es pesada, interminable porque no tenemos ganas de ir a la playa hasta que el sol esté bajo. Haciendo café o lavando los platos nos sorprendemos en el mismo gesto de atender, el oído tenso hacia el tabique. Deberíamos reírnos pero no. Ahora no, ahora que por fin y realmente es la soledad tan buscada y necesaria, ahora no nos reímos.
Preparar la cena lleva tiempo, complicamos a propósito las cosas más simples para que todo dure y la noche se cierre sobre la colina antes de que hayamos terminado de cenar. De cuando en cuando volvemos a descubrirnos mirando hacia el tabique, esperando lo que ya está tan lejos, un murmullo que ahora continuará en un avión o una cabina de barco. El gerente no ha venido, sabemos que el bungalow está abierto y vacío, que huele todavía a colonia y a piel joven. Bruscamente hace más calor, el silencio lo acentúa o la digestión o el hastío porque seguimos sin movernos de las mecedoras, apenas hamacándonos en la oscuridad, fumando y esperando. No lo confesaremos, por supuesto, pero sabemos que estamos esperando. Los sonidos de la noche crecen poco a poco, fieles al ritmo de las cosas y los astros; como si los mismos pájaros y las mismas ranas de anoche hubieran tomado posición y comenzado su canto en el mismo momento. También el coro de perros (un horizonte de perros, imposible no recordar el poema) y en la maleza el amor de las gatas lacera el aire. Sólo falta el murmullo de las dos voces en el bungalow de al lado, y eso sí es silencio, el silencio. Todo lo demás resbala en los oídos que absurdamente se concentran en el tabique como esperando. Ni siquiera hablamos, temiendo aplastar con nuestras voces el imposible murmullo. Ya es muy tarde pero no tenemos sueño, el calor sigue subiendo en el salón sin que se nos ocurra abrir las dos puertas. No hacemos más que fumar y esperar lo inesperable; ni siquiera nos es dado jugar como al principio con la idea de que las muchachas podrían imaginarnos como migalas al acecho; ya no están ahí para atribuirles nuestra propia imaginación, volverlas espejos de esto que ocurre en la oscuridad, de esto que insoportablemente no ocurre.
Porque no podemos mentirnos, cada crujido de las mecedoras reemplaza un diálogo pero a la vez lo mantiene vivo. Ahora sabemos que todo era inútil, la fuga, el viaje, la esperanza de encontrar todavía un hueco oscuro sin testigos, un refugio propicio al recomienzo (porque el arrepentimiento no entra en nuestra naturaleza, lo que hicimos está hecho y lo recomenzaremos tan pronto nos sepamos a salvo de las represalias). Es como si de golpe toda la veteranía del pasado cesara de operar, nos abandonara como los dioses abandonan a Antonio en el poema de Cavafis. Si todavía pensamos en la estrategia que garantizó nuestro arribo a la isla, si imaginamos un momento los horarios posibles, los teléfonos eficaces en otros puertos y ciudades, lo hacemos con la misma indiferencia abstracta con que tan frecuentemente citamos poemas jugando las infinitas carambolas de la asociación mental. Lo peor es que no sabemos por qué, el cambio se ha operado desde la llegada, desde los primeros murmullos al otro lado del tabique que presumíamos una mera valla también abstracta para la soledad y el reposo. Que otra voz inesperada se sumara un momento a los susurros no tenía por qué ir más allá de un banal enigma de verano, el misterio de la pieza de al lado como el de la Mary Celeste, alimento frívolo de siestas y caminatas. Ni siquiera le damos importancia especial, no lo hemos mencionado jamás; solamente sabemos que ya es imposible dejar de prestar atención, de orientar hacia el tabique cualquier actividad, cualquier reposo.
Tal vez por eso, en la alta noche en que fingimos dormir, no nos desconcierta demasiado la breve, seca tos que viene del otro bungalow, su tono inconfundiblemente masculino. Casi no es una tos, más bien una señal involuntaria, a la vez discreta y penetrante como lo eran los murmullos de las muchachas pero ahora sí señal, ahora sí emplazamiento después de tanta charla ajena. Nos levantamos sin hablar, el silencio ha caído de nuevo en el salón, solamente uno de los perros aúlla y aúlla a lo lejos. Esperamos un tiempo sin medida posible; el visitante del bungalow calla también, también acaso espera o se ha echado a dormir entre las flores amarillas de las sábanas. No importa, ahora hay un acuerdo que nada tiene que ver con la voluntad, hay un término que prescinde de forma y de fórmulas; en algún momento nos acercaremos sin consultarnos, sin tratar siquiera de mirarnos, sabemos que estamos pensando en Michael, en cómo también Michael volvió a la granja de Erik, sin ninguna razón aparente volvió aunque para él la granja ya estaba vacía como el bungalow de al lado, volvió como ha vuelto el visitante de las muchachas, igual que Michael y los otros volviendo como las moscas, volviendo sin saber que se los espera, que esta vez vienen a una cita diferente.
A la hora de dormir nos habíamos puesto como siempre los camisones; ahora los dejamos caer como manchas blancas y gelatinosas en el piso, desnudas vamos hacia la puerta y salimos al jardín. No hay más que bordear el seto que prolonga la división de las dos alas del bungalow; la puerta sigue cerrada pero sabemos que no lo está, que basta tocar el picaporte. No hay luz adentro cuando entramos juntas; es la primera vez en mucho tiempo que nos apoyamos la una en la otra para andar.
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