Julio
Cortázar
(1914-1984)
Ómnibus
(Bestiario, 1951)
Si le viene bien, tráigame El
Hogar cuando vuelva —pidió la señora Roberta, reclinándose en el
sillón para la siesta. Clara ordenaba las medicinas en la mesita de
ruedas, recorría la habitación con una mirada precisa. No faltaba nada,
la niña Matilde se quedaría cuidando a la señora Roberta, la mucama
estaba al corriente de lo necesario. Ahora podía salir, con toda la tarde
del sábado para ella sola, su amiga Ana esperándola para charlar, el té
dulcísimo a las cinco y media, la radio y los chocolates.
A las dos, cuando la
ola de los empleados termina de romper en los umbrales de tanta casa,
Villa del Parque se pone desierta y luminosa. Por Tinogasta y Zamudio
bajó Clara taconeando distintamente, saboreando un sol de noviembre roto
por islas de sombra que le tiraban a su paso los árboles de Agronomía.
En la esquina de Avenida San Martín y Nogoyá, mientras esperaba el
ómnibus 168, oyó una batallla de gorriones sobre su cabeza, y la torre
florentina de San Juan María Vianney le pareció más roja contra el
cielo sin nubes, alto hasta dar vértigo. Pasó don Luis, el relojero, y
la saludó apreciativo, como si alabara su figura prolija, los zapatos que
la hacían más esbelta, su cuellito blanco sobre la blusa crema. Por la
calle vacía vino remolonamente el 168, soltando su seco bufido
insatisfecho al abrirse la puerta para Clara, sola pasajera en la esquina
callada de la tarde.
Buscando las monedas
en el bolso lleno de cosas, se demoró en pagar el boleto. El guarda
esperaba con cara de pocos amigos, retacón y compadre sobre sus piernas
combadas, canchero para aguantar los virajes y las frenadas. Dos veces le
dijo Clara: “De quince”, sin que el tipo le sacara los ojos de encima,
como extrañado de algo. Después le dio el boleto rosado, y Clara se
acordó de un verso de infancia, algo como: “Marca, marca, boletero, un
boleto azul orosa; canta, canta alguna cosa, mientras cuentas el dinero.”
Sonriendo para ella buscó asiento hacia el fondo, halló vacío el que
correspondía a Puerta de Emergencia, y se instaló con el menudo
placer de propietario que siempre da el lado de la ventanilla. Entonces
vio que el guarda la segía mirando. Y en la esquina del puente de Avenida
San Martín, antes de virar, el conductor se dio vuelta y también la
miró, con trabajo por la distancia pero buscando hasta distinguirla muy
hundida en su asiento. Era un rubio huesudo con cara de hambre, que
cambió unas palabras con el guarda, los dos miraron a Clara, se miraron
entre ellos, el ómnibus dio un salto y se metió por Chorroarín a toda
carrera.
“Par de estúpidos”,
pensó Clara entre halagada y nerviosa. Ocupada en guardar su boleto en el
monedero, observó de reojo a la señora del gran ramo de claveles que
viajaba en el asiento de adelante. Entonces la señora la miró a ella,
por sobre el ramo se dio vuelta y la miró dulcemente como una vaca sobre
un cerco, y Clara sacó un espejito y estuvo en seguida absorta en el
estudio de sus labios y sus cejas. Sentía ya en la nuca una impresión
desagradable; la sospecha de otra impertinencia la hizo darse vuelta con
rapidez, enojada de veras. A dos centímetros de su cara estaban los ojos
de un viejo de cuello duro, con un ramo de margaritas componiendo un olor
casi nauseabundo. En el fondo del ómnibus, instalados en el largo asiento
verde, todos los pasajeros miraron hacia Clara, parecían criticar alguna
cosa en Clara que sostuvo sus miradas con un esfuerzo creciente, sintiendo
que cada vez era más difícil, no por la coincidencia de los ojos en ella
ni por los ramos que llevaban los pasajeros; más bien porque había
esperado un desenlace amable, una razón de risa como tener un tizne en la
nariz (pero no lo tenía); y sobre su comienzo de risa se posaban
helándola esas miradas atentas y continuas, como si los ramos la
estuvieran mirando.
Súbitamente
inquieta, dejó resbalar un poco el cuerpo, fijó los ojos en el
estropeado respaldo delantero, examinando la palanca de la puerta de
emergencia y su inscripción Para abrir la puerta TIRE LA MANIJA
hacia adentro y levántese, considerando las letras una a una sin
alcanzar a reunirlas en palabras. Lograba así una zona de seguridad, una
tregua donde pensar. Es natural que los pasajeros miren al que recién
asciende, está bien que la gente lleve ramos si va a Chacarita, y está
casi bien que todos en el ómnibus tengan ramos. Pasaban delante del
hospital Alvear, y del lado de Clara se tendían los baldíos en cuyo
extremo lejano se levanta la Estrella, zona de charcos sucios, caballos
amarillos con pedazos de sogas colgándoles del pescuezo. A Clara le
costaba apartarse de un paisaje que el brillo duro del sol no alcanzaba a
alegrar, y apenas si una vez y otra se atrevía a dirigir una ojeada
rápida al interior del coche. Rosas rojas y calas, más lejos gladiolos
horribles, como machucados y sucios, color rosa vieja con manchas
lívidas. El señor de la tercera ventanilla (la estaba mirando, ahora no,
ahora de nuevo) llevaba claveles casi negros apretados en una sola masa
casi continua, como una piel rugosa. Las dos muchachitas de nariz cruel
que se sentaban adelante en uno de los asientos laterales, sostenían
entre ambas el ramo de los pobres, crisantemos y dalias, pero ellas no
eran pobres, iban vestidas con saquitos bien cortados, faldas tableadas,
medias blancas tres cuartos, y miraban a Clara con altanería. Quiso
hacerles bajar los ojos, mocosas insolentes, pero eran cuatro pupilas
fijas y también el guarda, el señor de los claveles, el calor en la nuca
por toda esa gente de atrás, el viejo del cuello duro tan cerca, los
jóvenes del asiento posterior, la Paternal: boletos de Cuenca terminan.
Nadie bajaba. El
hombre ascendió agilmente, enfrentando al guarda que lo esperaba a medio
coche mirándole las manos. El hombre tenía veinte centavos en la derecha
y con la otra se alisaba el saco. Esperó, ajeno al escrutinio. “De
quince”, oyó Clara. Como ella: de quince. Pero el guarda no cortaba el
boleto, seguía mirando al hombre que al final se dio cuenta y le hizo un
gesto de impaciencia cordial: “Le dije de quince.” Tomó el boleto y
esperó el vuelto. Antes de recibirlo, ya se había deslizado livianamente
en un asiento vacío al lado del señor de los claveles. El guarda le dio
los cinco centavos, lo miró otro poco, desde arriba, como si le examinara
la cabeza; él ni se daba cuenta, absorto en la contemplación de los
negros claveles. El señor lo observaba, una o dos veces lo miró rápido
y el se puso a devolverle la mirada; los dos movían la cabeza casi a la
vez, pero sin provocación, nada más que mirándose. Clara seguía
furiosa con las chicas de adelante, que la miraban un rato largo y
después al nuevo pasajero; hubo un momento, cuando el 168 empezaba su
carrera pegado al paredón de Chacarita, en que todos los pasajeros
estaban mirando al hombre y también a Clara, sólo que ya no la miraban
directamente porque les interesaba más el recién llegado, pero era como
si la incluyeran en su mirada, unieran a los dos en la misma
observación.Qué cosa estúpida esa gente, porque hasta las mocosas no
eran tan chicas, cada uno con su ramo y ocupaciones por delante, y
portándose con esa grosería. Le hubiera gustado prevenir al otro
pasajero, una oscura fraternidad sin razones crecía en Clara. Decirle:
“Usted y yo sacamos boleto de quince”, como si eso los acercara.
Tocarle el brazo, aconsejarle: “No se dé por aludido, son unos
impertinentes, metidos ahí detrás de las flores como zonzos.” Le
hubiera gustado que él viniera a sentarse a su lado, pero el muchacho —en
realidad era joven, aunque tenía marcas duras en la cara— se había
dejado caer en el primer asiento libre que tuvo a su alcance. Con un gesto
entre divertido y azorado se empeñaba en devolver la mirada del guarda,
de las dos chicas, de la señora con los gladiolos; y ahora el señor de
los claveles rojos tenía vuelta la cabeza hacia atrás y miraba a Clara,
la miraba inexpresivamente, con una blandura opaca y flotante de piedra
pómez. Clara le respondía obstinada, sintiéndose como hueca; le venían
ganas de bajarse (pero esa calle, a esa altura, y total por nada, por no
tener un ramo); notó que el muchacho parecía inquieto, miraba a un lado
y al otro, después hacia atrás, y se quedaba sorprendido al ver a los
cuatro pasajeros del asiento posterior y al anciano del cuello duro con
las margaritas. Sus ojos pasaron por el rostro de Clara, deteniéndose un
segundo en su boca, en su mentón; de adelante tiraban las miradas del
guarda y las dos chiquilinas, de la señora de los gladiolos, hasta que el
muchacho se dio vuelta para mirarlos como aflojando. Clara midió su acoso
de minutos antes por el que ahora inquietaba al pasajero. “Y el pobre
con las manos vacías”, pensó absurdamente. Le encontraba algo de
indefenso, solo con sus ojos para parar aquel fuego frío cayéndole de
todas partes.
Sin detenerse el 168
entró en las dos curvas que dan acceso a la explanada frente al
peristillo del cementerio. Las muchachitas vinieron por el pasillo y se
instalaron en la puerta de salida; detrás se alinearon las margaritas,
los gladiolos, las calas. Atrás había un grupo confuso y las flores
olían para Clara, quietita en su ventanilla pero tan aliviada al ver
cuántos se bajaban, lo bien que se viajaría en el otro tramo. Los
claveles negros aparecieron en lo alto, el pasajero se había parado para
dejar salir a los claveles negros, y quedó ladeado, metido a medias en un
asiento vacío delante del de Clara. Era un lindo muchacho sencillo y
franco, tal vez un dependiente de farmacia, o un tenedor de libros, o un
constructor. El ómnibus se detuvo suavemente, y la puerta hizo un bufido
al abrirse. El muchacho esperó a que bajara la gente para elegir a gusto
un asiento, mientras Clara participaba de su paciente espera y urgía con
el deseo a los gladiolos y a las rosas para que bajasen de una vez. Ya la
puerta abierta y todos en fila, mirándola y mirando al pasajero, sin
bajar, mirándolos entre los ramos que se agitaban como si hubiera viento,
un viento de debajo de la tierra que moviera las raíces de las plantas y
agitara en bloque los ramos. Salieron las calas, los claveles rojos, los
hombres de atrás con sus ramos, las dos chicas, el viejo de las
margaritas. Quedaron ellos dos solos y el 168 pareció de golpe más
pequeño, más gris, más bonito. Clara encontró bien y casi necesario
que el pasajero se sentara a su lado, aunque tenía todo el ómnibus para
elegir. Él se sentó y los dos bajaron la cabeza y se miraron las manos.
Estaban ahí, eran simplemente manos; nada más.
—¡Chacarita!—
gritó el guarda.
Clara y el pasajero
contestaron su urgida mirada con una simple fórmula: “Tenemos boletos
de quince.” La pensaron tan sólo, y era suficiente.
La puerta seguía
abierta. El guarda se les acercó.
—Chacarita —dijo,
casi explicativamente.
El pasajero ni lo
miraba, pero Clara le tuvo lástima.
—Voy a Retiro —dijo,
y le mostró el boleto. Marca marca boletero un boleto azul o rosa. El
conductor estaba casi salido del asiento, mirándolos; el guarda se
volvió indeciso, hizo una seña. Bufó la puerta trasera (nadie había
subido adelante) y el 168 tomó velocidad con bandazos coléricos, liviano
y suelto en una carrera que puso plomo en el estómago de Clara. Al lado
del conductor, el guarda se tenía ahora del barrote cromado y los miraba
profundamente. Ellos le devolvían la mirada, se estuvieron así hasta la
curva de entrada a Dorrego. Después Clara sintió que el muchacho posaba
despacio una mano en la suya, como aprovechando que no podían verlo desde
adelante. Era una mano suave, muy tibia, y ella no retiró la suya pero la
fue moviendo despacio hasta llevarla más al extremo del muslo, casi sobre
la rodilla. Un viento de velocidad envolvía al ómnibus en plena marcha.
—Tanta gente —dijo
él, casi sin vos—. Y de golpe se bajan todos.
—Llevaban flores a
la Chacarita —dijo Clara—. Los sábados va mucha gente a los
cementerios.
—Sí, pero...
—Un poco raro era,
sí. ¿Usted se fijó...?
—Sí —dijo él,
casi cerrándole el paso—. Y a usted le pasó igual, me di cuenta.
—Es raro. Pero
ahora ya no sube nadie.
El coche frenó
brutalmente, barrera del Central Argentino. Se dejaron ir hacia adelante,
aliviados por el salto a una sorpresa, a un sacudón. El coche temblaba
como un cuerpo enorme.
—Yo voy a Retiro
—dijo Clara.
—Yo también.
El guarda no se
había movido, ahora hablaba iracundo con el conductor. Vieron (sin querer
reconocer que estaban atentos a la escena) cómo el conductor abandonaba
su asiento y venía por el pasillo hacia ellos, con el guarda copiándole
los pasos. Clara notó que los dos miraban al muchacho y que éste se
ponía rigido, como reuniendo fuerzas; le temblaron las piernas, el hombro
que se apoyaba en el suyo. Entonces aulló horriblemente una locomotora a
toda carrera, un humo negro cubrió el sol. El fragor del rápido tapaba
las palabras que debía estar diciendo el conductor; a dos asientos del de
ellos se detuvo, agachándose como quien va a saltar. el guarda lo contuvo
prendiéndole una mano en el hombro, le señaló imperioso las barreras
que ya se alzaban mientras el último vagón pasaba con un estrépito de
hierros. El conductor apretó los labios y se volvió corriendo a su
puesto; con un salto de rabia el 168 encaró las vías, la pendiente
opuesta.
El muchacho aflojó
el cuerpo y se dejó resbalar suavemente.
—Nunca me pasó
una cosa así —dijo, como hablándose.
Clara quería
llorar. Y el llanto esperaba ahí, disponible pero inútil. Sin siquiera
pensarlo tenía conciencia de que todo estaba bien, que viajaba en un 168
vacío aparte de otro pasajero, y que toda protesta contra ese orden
podía resolverse tirando de la campanilla y descendiendo en la primera
esquina. Pero todo estaba bien así; lo único que sobraba era la idea de
bajarse, de apartar esa mano que de nuevo había apretado la suya.
—Tengo miedo —dijo,
sencillamente—. Si por lo menos me hubiera puesto unas violetas en la
blusa.
Él la miró, miró
su blusa lisa.
—A mí a veces me
gusta llevar un jazmín del país en la solapa —dijo—. Hoy salí
apurado y ni me fijé.
—Qué lástima.
Pero en realidad nosotros vamos a Retiro.
—Seguro, vamos a
Retiro.
Era un diálogo, un
diálogo. Cuidar de él, alimentarlo.
—¿No se podría
levantar un poco la ventanilla? Me ahogo aquí adentro.
Él la miró
sorprendido, porque más bien sentía frío. El guarda los observaba de
reojo, hablando con el conductor; el 168 no había vuelto a detenerse
después de la barrera y daban ya la vuelta a Cánning y Santa Fe.
—Este asiento
tiene ventanilla fija —dijo él—. Usted ve que es el único asiento
del coche que viene así, por la puerta de emergencia.
—Ah —dijo Clara.
—Nos podíamos
pasar a otro.
—No, no. —Le
apretó los dedos, deteniendo su moviento de levantarse.— Cuanto menos
nos movamos mejor.
—Bueno, pero
podríamos levantar la ventanilla de adelante.
—No, por favor no.
Él esperó,
pensando que Clara iba a agregar algo, pero ella se hizo más pequeña en
el asiento. Ahora lo miraba de lleno para escapar a la atracción de allá
adelante, de esa cólera que les llegaba como un silencio o un calor. El
pasajero puso la otra mano sobre la rodilla de Clara, y ella acercó la
suya y ambos se comunicaron oscuramente por los dedos, por el tibio
acariciarse de las palmas.
—A veces una es
tan descuidada —dijo tímidamente Clara—. Cree que lleva todo, y
siempre olvida algo.
—Es que no
sabíamos.
—Bueno, pero lo
mismo. Me miraban, sobre todo esas chicas, y me sentí tan mal.
—Eran insoportabes
—protestó él—. ¿Usted vio cómo se habían puesto de acuerdo para
clavarnos los ojos?
—Al fin y al cabo
el ramo era de crisantemos y dalias —dijo Clara—. Pero presumían lo
mismo.
—Porque los otros
les daban alas —afirmó él con irritación—. El viejo de mi asiento
con sus claveles apelmazados, con esa cara de pájaro. A los que no vi
bien fue a los de atrás. ¿Usted cree que todos...?
—Todos —dijo
Clara—. Los ví apenas había subido. Yo subí en Nogoyá y Avenida San
Martín, y casi en seguida me di vuelta y vi que todos, todos...
—Menos mal que se
bajaron.
Pueyrredón, frenada
en seco. Un policía moreno se habría en cruz acusándose de algo en su
alto quiosco. El conductor salió del asiento como deslizándose, el
guarda quiso sujetarlo de la manga, pero se soltó con violencia y vino
por el pasillo, mirándolos alternadamente, encogido y con los labios
húmedos, parapadeando. “¡Ahí da paso!”, gritó el guarda con una
voz rara. Diez bocinas ladraban en la cola del ómnibus, y el conductor
corrió afligido a su asiento. El guarda le habló al oído, dándose
vuelta a cada momento para mirarlos.
—Si no estuviera
usted... —murmuró Clara—. Yo creo que si no estuviera usted me
habría animado a bajarme.
—Pero usted va a
Retiro —dijo él, con alguna sorpresa.
—Sí, tengo que
hacer una visita. No importa, me hubiera bajado igual.
—Yo saqué boleto
de quince —dijo él — Hasta Retiro.
—Yo también. Lo
malo es que si una se baja, después hasta que viene otro coche...
—Claro, y además
a lo mejor está completo.
—A lo mejor. Se
viaja tan mal, ahora. ¿Usted ha visto los subtes?
—Algo increíble.
Cansa más el viaje que el empleo.
Un aire verde y
claro flotaba en el coche, vieron el rosa viejo del Museo, la nueva
Facultad de Derecho, y el 168 aceleró todavía más en Leandro N. Alem,
como rabioso por llegar. Dos veces lo detuvo algún polícia de tráfico,
y dos veces quiso el conductor tirarse contra ellos; a la segunda, el
guarda se le puso por delante negándose con rabia, como si le doliera.
Clara sentía subírsele las rodillas hasta el pecho, y las manos de su
compañero la desertaron bruscamente y se cubrieron de huesos salientes,
de venas rígidas. Clara no había visto jamás el paso viril de la mano
al puño, contempló esos objetos macizos con una humilde confianza casi
perdida bajo el terror. Y hablaban todo el tiempo de los viajes, de las
colas que hay que hacer en Plaza de Mayo, de la grosería de la gente, de
la paciencia. Después callaron, mirando el paredón ferroviario, y su
compañero sacó la billetera, la estuvo revisando muy serio, temblándole
un poco los dedos.
—Falta apenas —dijo
clara, enderezándose—. Ya llegamos.
—Sí. Mire, cuando
doble en Retiro, nos levantamos rápido para bajar.
—Bueno. Cuando
esté al lado de la plaza.
—Eso es. La parada
queda más acá de la torre de los Ingleses. Usted baja primero.
—Oh, es lo mismo.
—No, yo me
quedaré atrás por cualquier cosa. Apenas doblemos yo me paro y le doy
paso. Usted tiene que levantarse rápido y bajar un escalón de la puerta;
entonces yo me pongo atrás.
—Bueno, gracias
—dijo Clara mirándolo emocionada, y se concentraron en el plan,
estudiando la ubicación de sus piernas, los espacios a cubrir. Vieron que
el 168 tendría paso libre en la esquina de la plaza; temblándole los
vidrios y a punto de embestir el cordón de la plaza, tomó el viraje a
toda carrera. El pasajero saltó del asiento hacia adelante, y detrás de
él pasó veloz Clara, tirándose escalón abajo mientras él se volvía y
la ocultaba con su cuerpo. Clara miraba la puerta, las tiras de goma negra
y los rectángulos de sucio vidrio; no quería ver otra cosa y temblaba
horriblemente. Sintió en el pelo el jadeo de su compañero, los arrojó a
un lado la frenada brutal, y en el mismo momento en que la puerta se
abría el conductor corrió por el pasillo con las manos tendidas. Clara
saltaba ya a la plaza, y cuando se volvió su compañero saltaba también
y la puerta bufó al cerrarse. Las gomas negras apresaron una mano del
conductor, sus dedos rígidos y blancos. Clara vio a través de las
ventanillas que el guarda se había echado sobre el volante para alcanzar
la palanca que cerraba la puerta.
Él la tomó del
brazo y caminaron rápidamente por la plaza llena de chicos y vendedores
de helados. No se dijeron nada, pero temblaban como de felicidad y sin
mirarse. Clara se dejaba guiar, notando vagamente el césped, los
canteros, oliendo un aire de río que crecía de frente. El florista
estaba a un lado de la plaza, y él fue a parase ante el canasto montado
en caballetes y eligió dos ramos de pensaminetos. Alcanzó uno a Clara,
después le hizo tener los dos mientras sacaba la billetera y pagaba. Pero
cuando siguieron andando (él no volvió a tomarla del brazo) cada uno
llevaba su ramo, cada uno iba con el suyo y estaba contento.
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