Julio
Cortázar
(1914-1984)
Carta a una señorita en París
(Bestiario, 1951)
Andrée, yo no quería venirme a
vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos,
más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya
hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la
música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del
violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un
ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una
reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español,
del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este
preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de
una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de
plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y
tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun
aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que
una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una
tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí
simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este
lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale
por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant,
como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al
mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado
de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones
de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con
el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los
dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar
la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase
por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué
vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece
tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a
París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos
un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre
la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa
donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a
causa de los conejitos, me parece justo enteraría; y porque me gusta
escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves
pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas
maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no
llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y
correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera
sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera
más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que
vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y
segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había
explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a
ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un
conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho
igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno
acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo
reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón
para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que
avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que
voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza
abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como
una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre
en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo
sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento,
es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un
conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo
en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el
conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra
mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del
hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces
yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco
conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que
a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve
un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo
dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de
tantos que compran sus conejos en las granjas.
Entre el primero y
segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su
casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era
extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar
mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba
seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte.
Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos.
Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo
ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un
momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de
Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta
venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin
preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me
cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y
las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas
del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan
terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo
invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo,
por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubera sido preferible
matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo
uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún
a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas
rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos,
ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de
veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente
encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos,
el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después
tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.
Me decidí, con
todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su
casa: cuatro —quizá, con suerte, tres— cucharadas de alcohol en el
hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente
a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe
luego mejor, dicen, aun—que yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol,
luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)
Al cruzar el tercer
piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para
ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una
tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el
bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo.
Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos
importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un click final,
y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a Lavanda,
en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la
fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi
valija—ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas
explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pudee me
encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el
pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los
otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el
más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me
volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no
jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.
Comprendí que no
podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos
días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el
bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa,
las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí
dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada
sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una
tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y
me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha
puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el
cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.
De día duermen. Hay
diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche
diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada
obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara
debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve
todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo
estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago
ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la
atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el
armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos
transcurre ya la noche y el descanso.)
Su día principia a
esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un
menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches —sí,
me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches—
y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario
condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir,
lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que
ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas
que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y
correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente
desde el sofá, con un libro inútil en la mano —yo que quería leerme
todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene
usted en el anaquel más bajo—; y se comen el trébol.
Son diez. Casi todos
blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres
soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no
tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están
contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas
livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra,
mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos —un
poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los
dioses—, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno,
en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio,
siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde
andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y
la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo
resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es
culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me
alteró también por dentro —no es nominalismo, no es magia, solamente
que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran
brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha—. Así,
Andrée, o de otro modo, pero siempre así.
Le escribo de noche.
Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día
duermen ¡ Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes,
máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz,
qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se
inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o
Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no,
invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones
atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo,
entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente
la vaina esperanza de que no sea verdad.
Hago lo que puedo
para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel
más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé
cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana
lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte,
toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una
casa inglesa —usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores
cementos— y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez
con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de
lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos
hosco; además usted habrá advertido —en su infancia, quizá— que se
puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las
patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la
mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a
cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la
limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto
algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve
decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero
yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones.
Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer
sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol,
hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de
sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis
respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para
qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre
teléfonos y entrevistas.
Andrée, querida
Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días
contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada,
solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y
naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y
caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese
muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus
movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por
miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en
camisón —porque Sara ha de ser así, con camisón— y entonces...
Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de
todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos
del primero y el segundo piso.
Interrumpí esta
carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí
en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el
día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted
el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy.
Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente
fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado
del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo
escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En
su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo,
pero no, no ahora — En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa
dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que
me quedan.
Basta ya, he escrito
esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo
insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido
que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di
vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o
saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes —no por hambre,
tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del
escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde
del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y
también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en
círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no
creo que griten los conejos.
He querido en vano
sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela
roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se
levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca
de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de
los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa
inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí,
del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba
bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden
construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce,
Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría
soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos
más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros
sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos
salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados
con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los
primeros colegiales.
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