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Julio
Cortázar Había empezado a leer la novela
unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla
cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la
trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir
una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestion de
aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba
hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de
espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante
posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y
otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su
memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los
protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del
placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo
rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el
terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de
la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer
bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva
de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y
adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la
cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el
amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente
restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias,
no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta,
protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se
entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un
diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes,
y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias
que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo,
dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario
destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores.
A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente
atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una
mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Literatura
.us
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