Julio
Cortázar
(1914-1984)
La puerta condenada
(Final del juego, 1956)
A Petrone le gustó el hotel
Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel
sombrío, tranquilo, casi desierto. Un conocido del momento se lo
recomendó cuando cruzaba el río en el vapor de la carrera, diciéndole
que estaba en la zona céntrica de Montevideo. Petrone aceptó una
habitación con baño en el segundo piso, que daba directamente a la sala
de recepción. Por el tablero de llaves en la portería supo que había
poca gente en el hotel; las llaves estaban unidas a unos pesados discos de
bronce con el número de habitación, inocente recurso de la gerancia para
impedir que los clientes se las echaran al bolsillo.
El ascensor dejaba
frente a la recepción, donde había un mostrador con los diarios del día
y el tablero telefónico. Le bastaba caminar unos metros para llegar a la
habitación. El agua salía hirviendo, y eso compensaba la falta de sol y
de aire. En la habitación había una pequeña ventana que daba a la
azotea del cine contiguo; a veces una paloma se paseaba por ahí. El
cuarto de baño tenía una ventana más grande, que se habría tristemente
a un muro y a un lejano pedazo de cielo, casi inútil. Los muebles eran
buenos, había cajones y estantes de sobra. Y muchas perchas, cosa rara.
El gerente resultó
ser un hombre alto y flaco, completamente calvo. Usaba anteojos con
armazón de oro y hablaba con la voz fuerte y sonora de los uruguayos. Le
dijo a Petrone que el segundo piso era muy tranquilo, y que en la única
habitación contigua a la suya vivía una señora sola, empleada en alguna
parte, que volvía al hotel a la caída de la noche. Petrone la encontró
al día siguiente en el ascensor. Se dio cuenta de que era ella por el
número de la llave que tenía en la palma de la mano, como si ofreciera
una enorme moneda de oro. El portero tomó la llave y la de Petrone para
colgarlas en el tablero, y se quedó hablando con la mujer sobre unas
cartas. Petrone tuvo tiempo de ver que era todavía joven, insignificante,
y que se vestía mal como todas las orientales.
El contrato con los
fabricantes de mosaicos llevaría más o menos una semana. Por la tarde
Petrone acomodó la ropa en el armario, ordenó sus papeles en la mesa, y
después de bañarse salió a recorrer el centro mientras se hacía hora
de ir al escritorio de los socios. El día se pasó en conversaciones,
cortadas por un copetín en Pocitos y una cena en casa del socio
principal. Cuando lo dejaron en el hotel era más de la una. Cansado, se
acostó y se durmió en seguida. Al despertarse eran casi las nueve, y en
esos primeros minutos en que todavía quedan las sobres de la noche y del
sueño, pensó que en algún momento lo había fastidiado el llanto de una
criatura.
Antes de salir charló con el empleado que atendía la recepción y que
hablaba con acentyo alemásn. Mientras se informaba sobre líneas de
ómnibus y nombres de calles, miraba distraído la enorme sala en cuyo
extremo estaban la puerta de su ahbitación y la de la señora sola. Entre
las dos puertas había un pedastal con una nefasta réplica de la Venus de
Milo. Otra puerta, en la pared lateral daba a una salida con los
infaltables sillones y revistas. Cuando el empleado y Petrone callaban el
silencio del hotel parecía coagularse, caer como cenizas sobre los
muebles y las baldosas. El ascensor resultaba casi estrepitoso, y lo mismo
el ruido de las hojas de un diario o el raspar de un fósforo.
Las conferencias
terminaron al caer la noche y Petrone dio una vuelta por 18 de Julio antes
de entrar a cenar en uno de los bodegones de la plaza Independencia. Todo
iba bien, y quizá pudiera volverse a Buenos Aires antes de lo que
pensaba. Compró un diario argentino, un atado de cigarrillos negros, y
caminó despacio hasta el hotel. En el cine de al lado daban dos
películas que ya había visto, y en realidad no tenía ganas de ir a
ninguna parte. El gerente lo saludó al pasar y le preguntó si necesitaba
más ropa de cama. Charlaron un momento, fumando un pitillo, y se
despidieron.
Antes de acostarse
Petrone puso en orden los papeles que había usado durante el día, y
leyó el diario sin mucho interés. El silencio del hotel era casi
excesivo, y el ruido de uno que otro tranvía que bajaba por la calle
Soriano no hacía más que pausarlo, fortalecerlo para un nuevo intervalo.
Sin inquietud pero con alguna impaciencia, tiró el diario al canasto y se
desvistió mientras se miraba distraído en el espejo del armario. Era un
armario ya viejo, y lo habían adosado a una puerta que daba a la
habitación contigua. A Petrone lo sorprendió descubrir la puerta que se
le había escapado en su primera inspección del cuarto. Al principio
había supuesto que el edificio estaba destinado a hotel pero ahora se
daba cuenta de que pasaba lo que en tantos hoteles modestos, instalados en
antiguas casas de escritorios o de familia. Pensándolo bien, en casi
todos los hoteles que había conocido en su vida —y eran muchos— las
habitaciones tenían alguna puerta condenada, a veces a la vista pero casi
siempre con un ropero, una mesa o un perchero delante, que como en este
caso les daba una cierta ambigüedad, un avergonzado deseo de disimular su
existencia como una mujer que cree taparse poníendose las manos en el
vientre o los senos. La puerta estaba ahí, de todos modos, sobresaliendo
del nivel del armario. Alguna vez la gente había entrado y salido por
ella, golpeándola, entornándola, dándole una vida que todavía estaba
presente en su madera tan distinta de las paredes. Petrone imaginó que
del otro lado habría también un ropero y que la señora de la
habitación pensaría lo mismo de la puerta.
No estaba cansado
pero se durmió con gusto. Llevaría tres o cuatro horas cuando lo
despertó una sensación de incomodidad, como si algo ya hubiera ocurrido,
algo molesto e irritante. Encendió el velador, vio que eran las dos y
media, y apagó otra vez. Entonces oyó en la pieza de al lado el llanto
de un niño.
En el primer momento
no se dio bien cuenta. Su primer movimiento fue de satisfacción; entonces
era cierrto que la noche antes un chico no lo había dejado descansar.
Todo explicado, era más fácil volver a dormirse. Pero después pensó en
lo otro y se sentó lentamente en la cama, sin encender la luz,
escuchando. No se engañaba, el llanto venía de la pieza de al lado. El
sonido se oía a través de la puerta condenada, se localizaba en ese
sector de la habitación al que correspondían los pies de la cama. Pero
no podía ser que en la pieza de al lado hubiera un niño; el gerente
había dicho claramente que la señora vivía sola, que pasaba casi todo
el día en su empleo. Por un segundo se le ocurrió a Petrone que tal vez
esa noche estuviera cuidando al niño de alguna parienta o amiga. Pensó
en la noche anterior. Ahora estaba seguro de que ya había oído el
llanto, porque no era un llanto fácil de confundir, más bien una serie
irregular de gemidos muy débiles, de hipos quejosos seguidos de un
lloriqueo momentáneo, todo ello inconsistente, mínimo, como si el niño
estuviera muy enfermo. Debía ser una criatura de pocos meses aunque no
llorara con la estridencia y los repentinos cloqueos y ahogos de un
recién nacido. Petrone imaginó a un niño — un varón, no sabía por
qué— débil y enfermo, de cara consumida y movimientos apagados. Eso
se quejaba en la noche, llorando pudoroso, sin llamar demasiado la
atención. De no estar allí la puerta condenada, el llanto no hubiera
vencido las fuertes espaldas de la pared, nadie hubiera sabido que en la
pieza de al lado estaba llorando un niño.
Por la mañana
Petrone lo pensó un rato mientras tomaba el desayuno y fumaba un
cigarrillo. Dormir mal no le convenía para su trabajo del día. Dos veces
se había despertado en plena noche, y las dos veces a causa del llanto.
La segunda vez fue peor, porque a más del llanto se oía la voz de la
mujer que trataba de calmar al niño. La voz era muy baja pero tenía un
tono ansioso que le daba una calidad teatral, un susurro que atravesaba la
puerta con tanta fuerza como si hablara a gritos. El niño cedía por
momentos al arrullo, a las instancias; después volvía a empezar con un
leve quejido entrecortado, una inconsolable congoja. Y de nuevo la mujer
murmuraba palabras incomprensibles, el encantamiento de la madre para
acallar al hijo atormentado por su cuerpo o su alma, por estar vivo o
amenazado de muerte.
«Todo es muy
bonito, pero el gerente me macaneó» pensaba Petrone al salir de su
cuarto. Lo fastidiaba la mentira y no lo disimuló. El gerente se quedó
mirándolo.
—¿Un chico?
Usted se habrá confundido. No hay chicos pequeños en este piso. Al lado
de su pieza vive una señora sola, creo que ya se lo dije.
Petrone vaciló
antes de hablar. O el otro mentía estúpidamente, o la acústica del
hotel le jugaba una mala pasada. El gerente lo estaba mirando un poco de
soslayo, como si a su vez lo irritara la protesta. «A lo mejor me cree
tímido y que ando buscando un pretexto para mandarme mudar», pensó. Era
difícil, vagamente absurdo insistir frente a una negativa tan rotunda. Se
encogió de hombros y pidió el diario.
—Habré soñado
—dijo, molesto por tener que decir eso, o cualquier otra cosa.
El cabaret era de un
aburrimiento mortal y sus dos anfitriones no parecían demasiado
entusiastas, de modo que a Petrone le resultó fácil alegar el cansancio
del día y hacerse llevar al hotel. Quedaron en firmar los contratos al
otro día por la tarde; el negocio estaba prácticamente terminado.
El silencio en la
recepción del hotel era tan grande que Petrone se descubrió a sí mismo
andando en puntillas. Le habían dejado un diario de la tarde al lado de
la cama; había también una carta de Buenos Aires. Reconoció la letra de
su mujer.
Antes de acostarse
estuvo mirando el armario y la parte sobresaliente de la puerta. Tal vez
si pusiera sus dos valijas sobre el armario, bloqueando la puerta, los
ruidos de la pieza de al lado disminuirían. Como siempre a esa hora, no
se oía nada. El hotel dormía las cosas y las gentes dormían. Pero a
Petrone, ya malhumorado, se le ocurrió que era al revés y que todo
estaba despierto, anhelosamente despierto en el centro del silencio. Su
ansiedad inconfesada debía estarse comunicando a la casa, a las gentes de
la casa, prestándoles una calidad de acecho, de vigilancia agazapada.
Montones de pavadas.
Casi no lo tomó en
serio cuando el llanto del niño lo trajo de vuelta a las tres de la
mañana. Sentándose en la cama se preguntó si lo mejor sería llamar al
sereno para tener un testigo de que en esa pieza no se podía dormir. El
niño lloraba tan débilmente que por momentos no se lo escuchaba, aunque
Petrone sentía que el llanto estaba ahí, continuo, y que no tardaría en
crecer otra vez. Pasaban diez o veinte lentísimos segundos; entonces
llegaba un hipo breve, un quejido apenas perceptible que se prolongaba
dulcemente hasta quebrarse en el verdadero llanto.
Encendiendo un
cigarrillo, se preguntó si no debería dar unos golpes discretos en la
pared para que la mujer hiciera callar al chico. Recién cuando los pensó
a los dos, a la mujer y al chico, se dio cuenta de que no creía en ellos,
de que absurdamente no creía que el gerente le hubiera mentido. Ahora se
oía la voz de la mujer, tapando por completo el llanto del niño con su
arrebatado —aunque tan discreto— consuelo. La mujer estaba arrullando
al niño, consolándolo, y Petrone se la imaginó sentada al pie de la
cama, moviendo la cuna del niño o teniéndolo en brazos. Pero por más
que lo quisiera no conseguía imaginar al niño, como si la afirmación
del hotelero fuese más cierta que esa realidad que estaba escuchando.
Poco a poco, a medida que pasaba el tiempo y los débiles quejidos se
alternaban o crecían entre los murmullos de consuelo, Petrone empezó a
sospechar que aquello era una farsa, un juego ridículo y monstruoso que
no alcanzaba a explicarse. Pensó en viejos relatos de mujeres sin hijos,
organizando en secreto un culto de muñecas, una inventada maternidad a
escondidas, mil veces peor que los mimos a perros o gatos o sobrinos. La
mujer estaba imitando el llanto de su hijo frustrado, consolando al aire
entre sus manos vacías, tal vez con la cara mojada de lágrimas porque el
llanto que fingía era a la vez su verdadero llanto, su grotesco dolor en
la soledad de una pieza de hotel, protegida por la indiferencia y por la
madrugada.
Encendiendo el
velador, incapaz de volver a dormirse, Petrone se preguntó qué iba a
hacer. Su malhumor era maligno, se contagiaba de ese ambiente donde de
repente todo se le antojaba trucado, hueco, falso: el silencio, el llanto,
el arrullo, lo único real de esa hora entre noche y día y que lo
engañaba con su mentira insoportable. Golpear en la pared le pareció
demasiado poco. No estaba completamente despierto aunque le hubiera sido
imposible dormirse; sin saber bien cómo, se encontró moviendo poco a
poco el armario hasta dejar al descubierto la puerta polvorienta y sucia.
En pijama y descalzo, se pegó a ella como un ciempiés, y acercando la
boca a las tablas de pino empezó a imitar en falsete, imperceptiblemente,
un quejido como el que venía del otro lado. Subió de tono, gimió,
sollozó. Del otro lado se hizo un silencio que habría de durar toda la
noche; pero en el instante que lo precedió, Petrone pudo oír que la
mujer corría por la habitación con un chicotear de pantuflas, lanzando
un grito seco e instantáneo, un comienzo de alarido que se cortó de
golpe como una cuerda tensa.
Cuando pasó por el
mostrador de la gerencia eran más de las diez. Entre sueños, después de
las ocho, había oído la voz del empleado y la de una mujer. Alguien
había andado en la pieza de al lado moviendo cosas. Vio un baúl y dos
grandes valijas cerca del ascensor. El gerente tenía un aire que a
Petrone se le antojó de desconcierto.
—¿Durmió bien
anoche? —le preguntó con el tono profesional que apenas disimulaba la
indiferencia.
Petrone se encogió
de hombros. No quería insistir, cuando apenas le quedaba por pasar otra
noche en el hotel.
—De todas maneras
ahora va a estar más tranquilo — dijo el gerente, mirando las valijas—.La
señora se nos va a mediodía.
Esperaba un
comentario, y Petrone lo ayudó con los ojos.
—Llevaba aquí mucho tiempo, y se va así de golpe. Nunca se sabe con
las mujeres.
—No —dijo
Petrone—. Nunca se sabe.
En la calle se
sintió mareado, con un mareo que no era físico. Tragando un café amargo
empezó a darle vueltas al asunto, olvidándose del negocio, indiferente
al espléndido sol. Él tenía la culpa de que esa mujer se fuera del
hotel, enloquecida de miedo, de vergüenza o de rabia. Llevaba aquí
mucho tiempo...Era una enferma, tal vez, pero inofensiva. No era ella
sino él quien hubiera debido irse del Cervantes. Tenía el deber de
hablarle, de excusarse y pedirle que se quedara, jurándole discreción.
Dio unos pasos de vuelta y a mitad del camino se paró. Tenía miedo de
hacer un papelón, de que la mujer reaccionara de alguna manera
insospechada. Ya era hora de encontrarse con los dos socios y no quería
tenerlos esperando. Bueno, que se embromara. No era más que una
histérica, ya encontraría otro hotel donde cuidar a su hijo imaginario.
Pero a la noche
volvió a sentirse mal, y el silencio de la habitación le pareció
todavía más espeso. Al entrar al hotel no había podido dejar de ver el
tablero de las llaves, donde faltaba ya la de la pieza de al lado. Cambió
unas palabras con el empleado, que esperaba bostezando la hora de irse, y
entró en su pieza con poca esperanza de poder dormir. Tenía los diarios
de la tarde y una novela policial. Se entretuvo arreglando sus valijas,
ordenado sus papeles. Hacía calor, y abrió de par en par la pequeña
ventana. La cama estaba bien tendida, pero la encontró incómoda y dura.
Por fin tenía todo el silencio necesario para dormir a pierna suelta, y
le pesaba. Dando vueltas y vueltas, se sintió como vencido por ese
silencio que había reclamado con astucia y que le devolvían entero y
vengativo. Irónicamente pensó que extrañaba el llanto del niño, que
esa calma perfecta no le bastaba para dormir y todavía menos para estar
despierto. Extrañaba el llanto del niño, y cuando mucho más tarde lo
oyó, débil pero inconfundible a través de la puerta condenada, por
encima del miedo, por encima de la fuga en plena noche supo que estaba
bien y que la mujer no había mentido, no se había mentido al arrullar al
niño, al querer que el niño se callara para que ellos pudieran dormirse.
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