Julio
Cortázar
(1914-1984)
Sobremesa
(Final del juego, 1956)
El
tiempo, un niño que juega
y mueve los peones.
Heráclito, fragmento 59.
Carta
del doctor Federico Moraes.
Buenos
Aires, martes 15 de julio de 1958.
Señor Alberto
Rojas,
Lobos, F.C.N.G.R.
Mi querido amigo:
Como siempre a esta
altura del año, me invade un gran deseo de volver a ver a los viejos
amigos, tan alejados ya por esas mil razones que la vida nos va obligando
a acatar poco a poco. Usted también, creo, es sensible a la amable
melancolía de una sobremesa en la que nos hacemos la ilusión de haber
sido menos usados por el tiempo, como si los recuerdos comunes nos
devolvieran por un rato el verdor perdido.
Naturalmente, cuento
con usted en primerísimo término y le envío estas líneas con
suficiente antelación como para decidirlo a abandonar por unas horas su
finca de Lobos donde el rosedal y la biblioteca tienen para usted más
atractivos que todo Buenos Aires. Anímese, y acepte el doble sacrificio
de subir al tren y soportar los ruidos de la capital. Cenaremos en casa,
como en años anteriores, y estaremos los amigos de siempre, con
excepción de... Pero antes prefiero dejar bien establecida la fecha para
que usted se vaya haciendo a la idea; ya ve que lo conozco y que preparo
estratégicamente el terreno. Digamos, entonces, el...
Carta del doctor Alberto Rojas.
Lobos,
14 de julio de 1958.
Señor
Federico Moraes.
Buenos Aires.
Querido amigo:
Quizá le sorprenda
recibir estas líneas tan pocas horas después de nuestra grata reunión
en su casa, pero un incidente ocurrido durante la velada me ha afectado de
tal manera que me veo precisado a confiarle mi preocupación. Ya sabe que
detesto el teléfono y que tampoco me apasiona escribir, pero tan pronto
pude pensar a solas en lo sucedido me pareció que lo más lógico y hasta
elemental era enviarle esta carta. Para serle franco, si Lobos no
estuviera tan alejado de la capital (un hombre viejo y enfermo mide de
otra manera los kilómetros) creo que hubiera vuelto hoy mismo a Buenos
Aires para conversar con usted de este asunto. En fin, basta de exordios y
vamos a los hechos. Pero antes, querido Federico, gracias otra vez por la
magnifica cena que nos ofreció como solamente usted sabe hacerlo. Tanto
Luis Funes como Barrios y Robirosa coincidieron conmigo en que es usted
una de las delicias del género humano (Barrios dixit) y un
anfitrión insuperable. No le extrañará, pues, que a pesar de lo
acontecido guarde todavía la satisfacción un poco nostálgica de esa
velada que me permitió alternar una vez más con los viejos amigos y
pasar revista a tantos recuerdos que la soledad va limando
inapelablemente.
Lo que voy a
decirle, ¿es realmente una novedad para usted? Mientras le escribo no
puedo dejar de pensar que quizá su condición de dueño de casa lo movió
anoche a disimular la incomodidad que debía haberle producido el
desagradable incidente entre Robirosa y Luis Funes. Por lo que toca a
Barrios, distraído como siempre, no se dio cuenta de nada; saboreaba con
harta fruición su café, atento a las anécdotas y a las bromas, y
siempre pronto a aportar esa gracia criolla que todos le festejamos tanto.
En resumen, Federico, siesta carta no le dice nada de nuevo, mil perdones;
de cualquier manera creo que hago bien en escribírsela.
Ya al llegar a su
casa me di cuenta de que Robirosa, siempre tan cordial con todo el mundo,
se mostraba evasivo cada vez que Funes le dirigía la palabra. Al mismo
tiempo noté que Funes era sensible a esa frialdad y que en varias
ocasiones insistía en hablar con Robirosa como sí quisiera asegurarse de
que su actitud no era el mero producto de una distracción momentánea.
Cuando se cuenta con comensales tan brillantes como Barrios, Funes y
usted, el relativo silencio de los demás pasa inadvertido y no creo que
fuese fácil reparar en que Robirosa sólo aceptaba el diálogo con usted,
con Barrios y conmigo, en las raras ocasiones en que preferí hablar a
escuchar.
Ya en la biblioteca,
nos disponíamos a sentarnos junto al fuego (mientras usted daba algunas
instrucciones a su fiel Ordóñez) cuando Robirosa se apartó del grupo,
fue hacia una de las ventanas y se puso a tamborilear en los cristales. Yo
había cambiado unas frases con Barrios —que se empeña en defender las
abominables experiencias nucleares— y me disponía a ubicarme
confortablemente cerca de la chimenea; en ese momento giré la cabeza sin
ninguna razón especial, y vi que Funes se apartaba a su vez e iba hacia
la ventana donde aún permanecía Robirosa. Ya Barrios había agotado sus
argumentos y miraba distraídamente un número de Esquire, ajeno a lo que
sucedía más allá. Una rareza acústica de su biblioteca me permitid
percibir con una sorprendente claridad las palabras que se decían en voz
baja junto a la ventana. Como me parece seguir oyéndolas, las repetiré
textualmente. Hubo una pregunta de Funes: “¿Se puede saber qué te
pasa, che?”, y la respuesta inmediata de Robirosa: “Andá a saber qué
nombre caritativo te dan en esa embajada. Para mí no hay más que una
manera de llamarte, y no lo quiero hacer en casa ajena.”
Lo insólito del
diálogo, y sobre todo su tono, me confundieron al punto de que me
pareció estar cometiendo una indiscreción y desvié la mirada. En ese
mismo momento usted terminaba de hablar con Ordóñez y lo despedía;
Barrios se refocilaba con un dibujo de Varga. Sin volver a mirar hacia la
ventana, oí la voz de Funes: “Por lo que más quieras te pido que...”,
y la de Robirosa, cortándola como un látigo: “Esto ya no se arregla
con palabras, che.” Usted golpeó amablemente las manos, invitándonos a
sentarnos cerca del fuego, y le quitó la revista a Barrios que se
empeñaba en admirar una página particularmente atractiva. Entre las
bromas y las risas, alcancé todavía a oír que Funes decía: “Por
favor, que Matilde no se entere.” Vi vagamente que Robirosa se encogía
de hombros y le daba la espalda. Usted se había acercado a ellos, y no me
sorprendería que hubiese escuchado el final del diálogo. Entonces
Ordóñez apareció con los cigarros y el coñac, Funes vino a sentarse a
mi lado, y la conversación nos envolvió una vez más y hasta muy tarde.
Mentiría, querido
Federico, si no agregara que el incidente bastó para malograrme el fin
de una velada tan grata. En estos tiempos de amenazas bélicas, fronteras
cerradas y codiciables pozos de petróleo, una acusación semejante
adquiere un peso que no hubiera tenido en épocas más felices; el hecho
de que naciera de un hombre tan estratégicamente situado en las altas
esferas como Robirosa, le da un peso que sería pueril negar, aparte del
matiz de admisión que, lo reconocerá usted, se desprende del silencio y
la súplica del acusado.
En rigor, lo que
pueda haber ocurrido entre nuestros amigos sólo nos concierne
indirectamente. En ese sentido estas líneas suplantan un comentario
verbal que las circunstancias no me permitieron en el momento. Estimo
demasiado a Luis Funes como para no desear haberme equivocado, y pienso
que mi aislamiento y la misantropía que todos ustedes me reprochan
cariñosamente pueden haber contribuido a la fabricación de un
fantasma, de una mala interpretación que dos líneas suyas disiparán tal
vez. Ojalá sea así, ojalá se eche usted a reír y me demuestre, en una
carta que desde ya espero, que los años me dan en canas lo que me quitan
en inteligencia.
Un gran abrazo de su
amigo
Alberto
Rojas.
Buenos
Aires, miércoles 16 de julio de 1958.
Señor Alberto
Rojas.
Querido Rojas:
Si se propuso
asombrarme, alégrese: triunfo completo. Aunque me resisto a creerlo, por
viejo y por escéptico, tengo que admitir sus poderes telepáticos a menos
de atribuir su éxito a una casualidad aun más asombrosa. En fin, soy
buen jugador y me parece justo recompensarlo con la plena admisión de mi
sorpresa y mi desconcierto. Pues sí, amigo mío; su carta me llegó en el
momento exacto en que yo le garabateaba unas líneas, como hago todos los
años, para invitarlo a cenar en casa dentro de un par de semanas.
Empezaba un párrafo cuando se presentó Ordóñez con' un sobre en la
mano; reconocí de inmediato el papel gris que usa usted desde que nos
conocemos, y la coincidencia me hizo soltar la estilográfica como si
fuera un ciempiés. ¡Compañero, a eso le llamo yo hacer blanco a ojos
cerrados!
Pero coincidencia
aparte le confieso que su broma me ha dejado perplejo. Por lo pronto me
maravilla que haya acertado con todos los detalles. Primero, sospechó
que no tardaría en enviarle una invitación para cenar en casa; segundo
(y esto ya me deja estupefacto) dio por sentado que este año no
invitaría a Carlos Frers. ¿Cómo se las arregló para adivinar mis
intenciones? Se me ocurre pensar que alguien del club pudo haberle dicho
que Frers y yo andábamos distanciados después de la cuestión del Pacto
Agrícola, pero por otra parte, usted vive aislado y sin alternar con
nadie... En fin, me inclino ante su genio analítico, si de análisis se
trata. Yo tengo más bien una impresión de brujería, admirablemente
ilustrada por el recibo de su carta en el preciso momento en que me
disponía a escribirle.
De todas maneras,
querido Alberto, su habilísima invención tiene un reverso que me
preocupa. ¿Qué objeto persigue con esa acusación indirecta contra Luis
Funes? Que yo sepa, ustedes han sido siempre muy buenos amigos, aunque la
vida nos vaya llevando a todos por caminos diferentes. Si realmente tiene
algo que reprocharle a Funes, ¿por qué me escribe a mí y no a él? En
último término, ¿por qué no hacer partícipe de su acusación a
Robirosa, dadas las funciones especiales que sus amigos más íntimos
sabemos que desempeña en la Cancillería? En vez de eso ensaya usted una
complicada carambola a tres bandas, cuyo sentido prefiero no indagar por
el momento. Con toda sinceridad le confieso mi desazón frente a una
maniobra que me resisto a creer una mera broma puesto que toca al honor
de uno de nuestros' amigos más queridos. A usted lo he tenido siempre por
hombre íntegro y leal, a quien sus mismas cualidades lo han llevado en
tiempos de corrupción y venalidad a refugiarse en una finca solitaria,
entre libros y flores más puros que nosotros. Y así, aunque me admire e
incluso divierta el juego de casualidades o de aciertos de su carta, cada
vez que la releo me invade un desasosiego en el que la definición misma
de nuestra amistad parece amenazada. Perdóneme la franqueza o si no me
perdona, acláreme el malentendido y liquidemos la cuestión.
Huelga decir que
todo esto no altera en nada mi intención de que nos reunamos en mi casa
el 30 del corriente, tal como se lo anunciaba en una carta que
interrumpió la llegada de la suya. Ya he escrito a Barrios y a Funes, que
andan por las provincias, y Robirosa me ha telefoneado aceptando la
invitación. Como las obras maestras no deben quedar ignoradas, no le
extrañará que le haya hablado a Robirosa de su extraordinaria broma
epistolar. Pocas veces lo he oído reírse con tantas ganas... A mí su
carta me divierte menos que a nuestro amigo, y hasta creo que unas líneas
suyas me quitarían eso que se da en llamar un peso de encima.
Hasta esas líneas,
pues, o hasta que nos veamos en casa.
Muy sinceramente.
Federico
Moraes.
Lobos,
18 de julio de 1958.
Señor
Federico Moraes.
Usted habla de
asombro, de casualidades, de triunfos epistolares. Muchas gracias, pero
los cumplidos que sólo encubren una mixtificación no son los que
prefiero.
Querido amigo:
Si encuentra un
tanto fuerte el término, aplíquese en carne propia el sentido crítico
que tanto lo ha ilustrado en el foro y la política, y reconocerá que la
calificación no es exagerada. O bien, cosa que preferiría, dé por
terminada la broma si de broma se trata. Puedo comprender que usted —y
quizá el resto de los que asistieron a la cena en su casa— traten de
echar tierra sobre algo que alcancé a saber por un azar que deploro
profundamente. También puedo comprender que su vieja amistad con Luis
Funes lo mueva a fingir que mi carta es una pura broma, a la espera de que
yo pesque el hilo y me llame a silencio. Lo que no entiendo es la
necesidad de tantas complicaciones entre gentes como usted y yo. Bastaba
con pedirme que olvidara lo que escuché en su biblioteca; ya deberían
ustedes saber que mi capacidad de olvido es muy grande apenas adquiero la
certidumbre de que puede serle útil a alguien.
En fin, pongamos que
la misantropía agregue su acíbar a estos párrafos; detrás, querido
Federico, está su amigo de siempre. Un tanto desconcertado, eso sí,
porque no alcanzo a entender la razón de que quiera reunirnos
nuevamente. Además, ¿por qué llevar las cosas a un extremo casi
ridículo y referirse a una supuesta invitación, interrumpida al parecer
por la llegada de mi carta? Si no tuviese el hábito de tirar casi todos
los papeles que recibo, me complacería en devolverle adjunta su, esquela
del...
Interrumpí esta
carta para cenar. Por el boletín de la radio acabo de enterarme del
suicidio de Luis Funes. Ahora comprenderá usted, sin necesidad de más
palabras, por qué quisiera no haber sido testigo involuntario de algo
que explica bien claramente una muerte que asombrará a otras personas. No
creo que entre estas últimas figure nuestro amigo Robirosa, a pesar de la
risa que según usted le produjo el contenido de mi carta. Ya ve que a
Robirosa no le faltaban razones para sentirse satisfecho de su labor, y
presumo que hasta debió complacerle que hubiera un testigo presencial
del penúltimo acto de la tragedia. Todos tenemos nuestra vanidad, y
quizá a Robirosa le duele a veces que sus altos servicios a la nación se
cumplan en el más indiferente de los secretos, por lo demás sabe muy
bien que en esta ocasión puede contar con nuestro silencio. ¿Acaso el
suicidio de Funes no le da cumplidamente la razón?
Pero ni usted ni yo
tenemos motivos para compartir hasta ese punto su alegría. Ignoro las
culpas de Funes; en cambio recuerdo al buen amigo, al camarada de otros
tiempos mejores y más felices. Usted sabrá decirle a la pobre Matilde
todo lo que yo, desde mi encierro, que quizá no hubiera debido violar,
siento frente a su desgracia.
Suyo,
Rojas.
Buenos
Aires, lunes 21 de julio de 1988.
Señor Alberto
Rojas.
De mi
consideración:
Recibí su carta del
18 del corriente. Cumplo en avisarle que, en señal de duelo por la muerte
de mi amigo Luis Funes, he decidido cancelar la reunión que había
proyectado para el 30 del corriente.
Lo saluda
atentamente.
Federico
Moraes.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar
