Julio
Cortázar
(1914-1984)
Casa tomada
(Bestiario, 1951)
Nos gustaba la casa porque aparte
de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más
ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de
nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la
infancia.
Nos habituamos Irene
y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa
podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la
mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a
Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina.
Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer
fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la
casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia.
A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos.
Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió
María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los
cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y
silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la
genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos
moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con
la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los
ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes
de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica
nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba
el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué
tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa
labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas
siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas
y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en
un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla
el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas
horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en
mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas.
Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y
preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939
no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa
que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo
importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede
releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede
repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la
cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con
naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle a
Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida,
todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero
a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza
maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos
plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo
donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme
de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la
biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada,
la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza
puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño,
la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban
los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con
mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba
por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados
las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía
a la parte mas retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta
de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía
girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo
más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba
abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la
impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para
moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca
íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza,
pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires
será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra
cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa
el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las
carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se
suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los
muebles y los pianos.
Lo recordaré
siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles.
Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de
repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el
pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al
codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la
biblioteca. El sonido venia impreciso y sordo, como un volcarse de silla
sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí,
al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía
desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de
que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo;
felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran
cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina,
calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le
dije a Irene:
—Tuve que cerrar
la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Dejó caer el tejido
y me miró con sus graves ojos cansados.
—¿Estás seguro?
Asentí.
—Entonces —dijo
recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate
con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me
acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días
nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada
muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por
ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas,
un par de pantuflas quetanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa
de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos
años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días)
cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
—No está aquí.
Y era una cosa más
de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también
tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose
tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya
estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la
cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió
esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para
comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto
tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar.
Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de
comida fiambre.
Irene estaba
contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco
perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a
revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar
el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre
reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene
decía:
—Fijate este punto
que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era
yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el
mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a
poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene
soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a
esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la
garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones
que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el
living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa.
Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la
llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo
estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce
metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum
filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la
cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a
hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina
hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en
ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando
tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía
callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos.
Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en
alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo
mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos
le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde
la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en
la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el
sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y
vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos,
notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la
cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al
lado nuestro.
No nos miramos
siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la
puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte
pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y
nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
—Han tomado esta
parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban
hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían
quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
—¿Tuviste tiempo
de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente.
—No, nada.
Estábamos con lo
puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio.
Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el
reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la
cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la
calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada
y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se
le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa
tomada.
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