Julio
Cortázar
(1914-1984)
La barca o Nueva visita a Venecia
(Alguien que anda por ahí, 1977)
Desde joven me tentó la idea de reescribir textos literarios que me habían conmovido pero cuya factura me parecía inferior a sus posibilidades internas; creo que algunos relatos de Horacio Quiroga llevaron esa tentación a un límite que se resolvió, como era preferible, en silencio y abandono. Lo que hubiera tratado de hacer por amor sólo podía recibirse como insolente pedantería; acepté lamentar a solas que ciertos textos me parecieran por debajo de lo que algo en ellos y en mí había reclamado inútilmente.
El azar y un paquete de viejos papeles me dan hoy una apertura análoga sobre ese deseo no realizado, pero en este caso la tentación es legítima puesto que se trata de un texto mío, un largo relato titulado La barca. En la última página del borrador encuentro esta nota: «¡Qué malo! Lo escribí en Venecia en 1954; lo releo diez años después, y me gusta, y es tan malo».
El texto y la acotación estaban olvidados; doce años más se sumaron a los diez primeros, y al releer ahora estas páginas coincido con mi nota, sólo que quisiera saber mejor por qué el relato me parecía y me parece malo, y por qué me gustaba y me gusta.
Lo que sigue es una tentativa de mostrarme a mí mismo que el texto de La barca está mal escrito porque es falso, porque pasa al lado de una verdad que entonces no fui capaz de aprehender y que ahora me resulta evidente. Reescribirlo sería fatigoso y, de alguna manera poco clara, desleal, casi como si fuese el relato de otro autor y yo cayera en la pedantería que señalé al comienzo. Puedo en cambio dejarlo tal como nació, y mostrar al mismo tiempo lo que ahora alcanzo a ver en él. Es entonces que Dora entra en escena.
Si Dora hubiera pensado en Pirandello, desde un principio hubiera venido a buscar al autor para reprocharle su ignorancia o su persistente hipocresía. Pero soy yo quien va ahora hacia ella para que finalmente ponga las cartas boca arriba. Dora no puede saber quién es el autor del relato, y sus críticas se dirigen solamente a lo que en éste sucede visto desde adentro, allí donde ella existe; pero que ese suceder sea un texto y ella un personaje de su escritura no cambian en nada su derecho igualmente textual a rebelarse frente a una crónica que juzga insuficiente o insidiosa.
Así, la voz de Dora interrumpe hoy de tanto en tanto el texto original que, aparte de correcciones depuro detalle y la eliminación de breves pasajes repetitivos, es el mismo que escribí a mano en la Pensione dei Dogi en 1954. El lector encontrará en él todo lo que me parece malo como escritura y a Dora malo como contenido, y que quizá, una vez más, sea el efecto recíproco de una misma causa.
El turismo juega con sus adeptos, los inserta en una temporalidad engañosa, hace que en Francia salgan de un bolsillo las monedas inglesas sobrantes, que en Holanda se busque vanamente un sabor que sólo da Poitiers. Para Valentina el pequeño bar romano de la via Quattro Fontane se reducía a Adriano, al sabor de una copa de martini pegajoso y la cara de Adriano que le había pedido disculpas por empujarla contra el mostrador. Casi no se acordaba si Dora estaba con ella esa mañana, seguramente sí porque Roma la estaban «haciendo» juntas, organizando una camaradería empezada tontamente como tantas en Cook y American Express.
Claro que yo estaba. Desde el comienzo se finge no verme, reducirme a comparsa a veces cómoda y a veces afligente.
De todos modos aquel bar cerca de piazza Barberini era Adriano, otro viajero, otro desocupado circulando como circula todo turista en las ciudades, fantasma entre hombres que van y vienen del trabajo, tienen familias, hablan un mismo idioma y saben lo que está ocurriendo en ese momento y no en la arqueología de la Guía Azul.
De Adriano se borraban en seguida los ojos, el pelo, la ropa; sólo quedaba la boca grande y sensible, los labios que temblaban un poco después de haber hablado, mientras escuchaba. «Escucha con la boca», había pensado Valentina cuando del primer diálogo nació una invitación a beber el famoso cóctel del bar, que Adriano recomendaba y que Beppo, agitándolo en un cabrilleo de cromos, proclamaba la joya de Roma, el Tirreno metido en una copa con todos sus tritones y sus hipocampos. Ese día Dora y Valentina encontraron simpático a Adriano; no parecía turista (él se consideraba un viajero y acentuaba sonriendo el distingo) y el diálogo de mediodía fue un encanto más de Roma en abril. Dora lo olvidó enseguida.
Hm.
no parecía turista (él se consideraba un viajero y acentuaba sonriendo el distingo) y el diálogo de mediodía fue un encanto más de Roma en abril. Dora lo olvidó en seguida
Falso. Distinguir entre savoir faire y tilinguería. Nadie como yo (o Valentina, claro) podía olvidar así nomás a alguien como Adriano; pero me sucede que soy inteligente y desde el vamos sentí que mi largo de onda no era el suyo. Hablo de amistad, no de otra cosa porque en eso ni siquiera se podía hablar de ondas. Y puesto que no quedaba nada posible, ¿para qué perder el tiempo?
ocupadísima en visitar el Laterano, San Clemente, todo en una tarde porque se iban dos días después, Cook acababa de venderles un complicado itinerario; por su lado Valentina encontró el pretexto de unas compras para volver a la mañana siguiente al bar de Beppo. Cuando vio a Adriano, que vivía en un hotel vecino, ninguno de los dos fingió sorpresa. Adriano se iba a Florencia una semana después y discutieron itinerarios, cambio, hoteles, guías. Valentina creía en los pullmans pero Adriano era pro-tren; fueron a debatir el problema a una trattoria de la Suburra donde se comía pescado en un ambiente pintoresco para los que sólo iban una vez.
De las guías pasaron a los informes personales, Adriano supo del divorcio de Valentina en Montevideo y ella de su vida familiar en un mundo cercano a Osorno. Compararon impresiones de Londres, París, Nápoles. Valentina miró una y otra vez la boca de Adriano, la miraba al desnudo en ese momento en que el tenedor lleva la comida a los labios que se apartan para recibirla, cuando no se debe mirar. Y él lo sabía y apretaba en la boca el trozo de pulpo frito como si fuera una lengua de mujer, como si ya estuviera besando a Valentina.
Falso por omisión: Valentina no miraba así a Adriano, sino a toda persona que la atraía; conmigo lo había hecho apenas nos conocimos en el mostrador de American Express, y sé que me pregunté si no sería como yo; esa manera de clavarme los ojos siempre un poco dilatados… Casi enseguida supe que no, personalmente no me hubiera molestado intimar con ella como parte de la no man’s land del viaje, pero cuando decidimos compartir el hotel yo sabía que había otra cosa, que esa mirada venía de algo que podía ser miedo o necesidad de olvido. Palabras exageradas a esa altura de simples risas, shampoo y felicidad turística; pero después… En todo caso Adriano debió tomar como un cumplido lo que también hubiera recibido un barman amable o una vendedora de carteras. Dicho de paso, también hay ahí un plagio avant la lettre de una famosa escena de Tom Jones en el cine.
La besó esa tarde, en su hotel de la via Nazionale, después que Valentina telefoneó a Dora para decirle que no iría con ella a las termas de Caracalla.
¡Malgastar así una llamada!
Adriano había hecho subir vino helado, y en su habitación había revistas inglesas y un ventanal contra el cielo del oeste. Sólo la cama les resultó incómoda por demasiado angosta, pero los hombres como Adriano hacen caso siempre el amor en camas estrechas, y Valentina tenía demasiados malos recuerdos del lecho matrimonial para no alegrarse del cambio.
Si Dora sospechaba algo, lo calló.
Falso: ya lo sabía. Exacto: que me callé.
Valentina le elijo aquella noche que se había encontrado casualmente con Adriano, y que tal vez dieran de nuevo con él en Florencia; cuando tres días después lo vieron salir de Orsanmichele, Dora pareció la más contenta de los tres.
En casos así hay que hacerse la estúpida para que no la tomen a una por estúpida.
Adriano había encontrado inesperadamente exasperante la separación. De pronto comprendía que le faltaba Valentina, que no le había bastado la promesa del reencuentro, de las horas que pasarían juntos. Sentía celos de Dora, los disimulaba apenas mientras ella —más fea, más vulgar— le repetía cosas aplicadamente leídas en la guía del Touring Club Italiano.
Nunca he usado las guías del Touring Club Italiano porque me resultaban incomprensibles: la Michelin en francés me basta de sobra.Passons sur le reste.
Cuando se encontraron en el hotel de Adriano, al atardecer, Valentina midió la diferencia entre esa cita y la primera en Roma; ahora las precauciones estaban tomadas, la cama era perfecta y, sobre una mesa curiosamente incrustada, la esperaba una cajita envuelta en papel azul y dentro un admirable camafeo florentino que ella —mucho más tarde, cuando bebían sentados junto a la ventana— prendió en su pecho con el gesto fácil, casi familiar del que gira una llave en la cerradura cotidiana.
No puedo saber cuáles eran los gestos de Valentina en ese momento, pero en todo caso nunca pudieron ser fáciles: todo en ella era nudo, eslabón y látigo. De noche, desde mi cama la miraba dar vueltas antes de acostarse, tomando y dejando una y otra vez un frasco de perfume, un tubo de pastillas, yendo a la ventana como si escuchara ruidos insólitos: o más tarde, mientras dormía, esa manera de sollozar en mitad de un sueño, despertándome bruscamente, llevándome a pasarme a su cama, ofrecerle un vaso de agua, acariciarle la frente hasta que volvía a dormirse más calmada. Y sus desafíos esa primera noche en Roma cuando vino a sentarse a mi lado, vos no me conocés, Dora, no tenés idea de lo que me anda por dentro, este vacío lleno de espejos mostrándome una calle de Punta del Este, un niño que llora porque no estoy ahí. ¿Fáciles, sus gestos? A mí, por lo menos, me habían mostrado desde el principio que nada tenía que esperar de ella en un plano afectivo, aparte de la camaradería. Me cuesta imaginar que Adriano, por masculinamente ciego que estuviera, no alcanzara a sospechar que Valentina estaba besando la nada en su boca, que antes y después del amor Valentina seguiría llorando en sueños.
Hasta entonces no se había enamorado de sus amantes; algo en él lo llevaba a tomarlas demasiado pronto como para crear el aura, la necesaria zona de misterio y de deseo, para organizar la cacería mental que alguna vez podría llamarse amor. Con Valentina había sido igual, pero en los días de separación, en esos últimos atardeceres de Roma y el viaje a Florencia, algo diferente había estallado en Adriano. Sin sorpresa, sin humildad, casi sin maravilla, la vio surgir en la penumbra dorada de Orsanmichele, brotando del tabernáculo de Orcagna como si una de las innumerables figurillas de piedra se desgajara del monumento para venir a su encuentro. Quizá sólo entonces comprendió que estaba enamorándose de ella. O quizá después, en el hotel, cuando Valentina había llorado abrazada a él, sin darle razones, dejándose ir como una niña que se abandona a una necesidad largamente contenida y encuentra un alivio mezclado con vergüenza, con reprobación.
En lo inmediato y exterior Valentina lloraba por lo precario del encuentro. Adriano seguiría su camino unos días más tarde; no volverían a encontrarse porque el episodio entraba en un vulgar calendario de vacaciones, un marco de hoteles y cócteles y frases rituales. Sólo los cuerpos saldrían saciados, como siempre, por un rato tendrían la plenitud del perro que termina de mascar y se tira al sol con un gruñido de contento. En sí el encuentro era perfecto, cuerpos hechos para apretarse, enlazarse, retardar o provocar la delicia. Pero cuando miraba a Adriano sentado al borde de la cama (y él la miraba con su boca de labios gruesos) Valentina sentía que el rito acababa de cumplirse sin un contenido real, que los instrumentos de la pasión estaban huecos, que el espíritu no los habitaba. Todo eso le había sido llevadero e incluso favorable en otros lances de la hora, y sin embargo esta vez hubiera querido retener a Adriano, demorar el momento de vestirse y salir, esos gestos que de alguna manera anunciaban ya una despedida.
Aquí se ha querido decir algo sin decirlo, sin entender más que un rumor incierto. También a mí Valentina me había mirado así mientras nos bañábamos y vestíamos en Roma, antes de Adriano: también yo había sentido que esas rupturas en lo continuo le hacían daño, la tiraban hacia el futuro. La primera vez cometí el error de insinuarlo, de acercarme y acariciarle el pelo y proponerle que hiciéramos subir bebidas y nos quedáramos mirando el atardecer desde la ventana. Su respuesta fue seca, no había venido desde el Uruguay para vivir en un hotel. Pensé simplemente que seguía desconfiando de mí, que atribuía un sentido preciso a ese esbozo de caricia, así como yo había entendido mal su primera mirada en la agencia de viajes. Valentina miraba, sin saber exactamente por qué; éramos los otros quienes cedíamos a ese interrogar oscuro que tenía algo de acoso, pero un acoso que no nos concernía.
Dora los esperaba en uno de los cafés de la Signoria, acababa de descubrir a Donatello y lo explicó con demasiado énfasis, como si su entusiasmo le sirviera de manta de viaje y la ayudara a disimular alguna irritación.
—Claro que iremos a ver las estatuas —dijo Valentina—, pero esta tarde no podíamos entrar en los museos, demasiado sol para ir a los museos.
—No van a estar tanto tiempo aquí como para sacrificar todo eso al sol.
Adriano hizo un gesto vago, esperó las palabras de Valentina. Le era difícil saber lo que representaba Dora para Valentina, si el viaje de las dos estaba ya definido y no admitiría cambios. Dora volvía a Donatello, multiplicaba las inútiles referencias que se hacen en ausencia de las obras; Valentina miraba la torre de la Signoria, buscaba mecánicamente los cigarrillos.
Creo que sucedió exactamente así, y que por primera vez Adriano sufrió de veras, temió que yo representara el viaje sagrado, la cultura como deber, las reservas de trenes y de hoteles. Pero si alguien le hubiera preguntado por la otra solución posible, sólo hubiera podido pensar en algo parecido junto a Valentina, sin un término preciso.
Al otro día fueron a los Uffizi. Como hurtándose a la necesidad de una decisión, Valentina se aferraba obstinadamente a la presencia de Dora para no dejar resquicios a Adriano. Sólo en un momento fugaz, cuando Dora se había retrasado mirando un retrato, él pudo hablarle de cerca.
—¿Vendrás esta tarde?
—Sí —dijo Valentina sin mirarlo—, a las cuatro.
—Te quiero tanto —murmuró Adriano, rozándole el hombro con dedos casi tímidos—. Valentina, te quiero tanto.
Entraba un grupo de turistas norteamericanos precedidos por la voz nasal del guía. Los separaron sus caras vacuamente ávidas, falsamente interesadas en la pintura que olvidarían una hora después entre spaghetti y vino de los Castelli Romani. También venía Dora hojeando su guía, perdida porque no le coincidían los números del catálogo con los cuadros colgados.
A propósito, por supuesto. Dejarlos hablar, citarse, hartarse. No él, eso ya lo sabía, pero ella. Tampoco hartarse, más bien volver al perpetuo impulso de la fuga que quizá la devolvería a mi manera de acompañarla sin hostigamiento, a esperar simplemente a su lado aunque no sirviera de nada.
—Te quiero tanto —repetía esa tarde Adriano inclinándose sobre Valentina que descansaba boca arriba—. Tú lo sientes, ¿verdad? No está en las palabras, no tiene nada que ver con decirlo, con buscarle nombres. Dime que lo sientes, que no te lo explicas pero que lo sientes ahora que…
Hundió la cara entre sus senos, besándola largamente como si bebiera la fiebre que latía en la piel de Valentina, que le acariciaba el pelo con un gesto lejano, distraído.
¿D’Annunzio vivió en Venecia, no? A menos que fueran los dialoguistas de Hollywood…
—Sí, me quieres —dijo ella—. Pero es como si tú también tuvieras miedo de algo, no de quererme pero… No miedo, quizá, más bien ansiedad. Te preocupa lo que va a venir ahora.
—No sé lo que va a venir, no tengo la menor idea. ¿Cómo tenerle miedo a tanto vacío? Mi miedo eres tú, es un miedo concreto, aquí y ahora. No me quieres como yo a ti, Valentina, o me quieres de otra manera, limitada o contenida vaya a saber por qué razones.
Valentina lo escuchaba cerrando los ojos. Despacio, coincidiendo con lo que él acababa de decir, entreveía algo detrás, algo que al principio no era sino un hueco, una inquietud. Se sentía demasiado dichosa en ese momento para tolerar que la menor falla se inmiscuyera en esa hora perfecta y pura en la que ambos se habían amado sin otro pensamiento que el de no querer pensar. Pero tampoco podía impedirse entender las palabras de Adriano. Medía de pronto la fragilidad de esa situación turística bajo un techo prestado, entre sábanas ajenas, amenazados por guías ferroviarias, itinerarios que llevaban a vidas diferentes, a razones desconocidas y probablemente antagónicas como siempre.
—No me quieres como yo a ti —repitió Adriano, rencoroso—. Te sirvo, te sirvo como un cuchillo o un camarero, nada más.
—Por favor —dijo Valentina—. Je t’en prie.
Tan difícil darse cuenta de por qué ya no eran felices a tan pocos momentos de algo que había sido como la felicidad.
—Sé muy bien que tendré que volver —dijo Valentina sin retirar los dedos de la cara ansiosa de Adriano—. Mi hijo, mi trabajo, tantas obligaciones. Mi hijo es muy pequeño, muy indefenso.
—También yo tengo que volver —dijo Adriano desviando los ojos—. También yo tengo mi trabajo, mil cosas.
—Ya ves.
—No, no veo. ¿Cómo quieres que vea? Si me obligas a considerar esto como un episodio de viaje, le quitas todo, lo aplastas como a un insecto. Te quiero, Valentina. Querer es más que recordar o prepararse a recordar.
—No es a mí a quien tienes que decírselo. No, no es a mí. Tengo miedo del tiempo, el tiempo es la muerte, su horrible disfraz. ¿No te das cuenta de que nos amamos contra el tiempo, que al tiempo hay que negarlo?
—Sí —dijo Adriano, dejándose caer de espaldas junto a ella—, y ocurre que tú te vas pasado mañana a Bologna, y yo un día después a Lucca.
—Cállate.
—¿Por qué? Tu tiempo es el de Cook, aunque pretendas llenarlo de metafísica. El mío en cambio lo decide mi capricho, mi placer, los horarios de trenes que prefiero o rechazo.
—Ya lo ves —murmuró Valentina—. Ya ves que tenemos que rendirnos a las evidencias. ¿Qué más queda?
—Venir conmigo. Deja tu famosa excursión, deja a Dora que habla de lo que no sabe. Vámonos juntos.
Alude a mis entusiasmos pictóricos, no vamos a discutir si tiene razón. En todo caso los dos se hablan con sendos espejos por delante, un perfecto diálogo de best-seller para llenar dos páginas con nada en particular. Que si, que no, que el tiempo… Todo era tan claro para mí. Valentina piuma al vento, la neura y la depre y doble dosis de valium por la noche, el viejo, viejo cuadro de nuestra joven época. Una apuesta conmigo mismo (en este momento, me acuerdo bien): de dos males. Valentina elegiría el menor, yo. Conmigo ningún problema (si me elegía); al final del viaje adiós querida, fue tan dulce y tan bello, adiós, adiós. En cambio Adriano… Las dos habíamos sentido lo mismo: con la boca de Adriano no se jugaba. Esos labios… (Pensar que ella les permitía que conocieran cada rincón de su piel: hay cosas que me rebasan, claro que es cuestión de libido, we know we know we know.
Y sin embargo era más fácil besarlo, ceder a su fuerza, resbalar blandamente bajo la ola del cuerpo que la ceñía; era más fácil entregarse que negarle ese asentimiento que él, perdido otra vez en el placer, olvidaba ya.
Valentina fue la primera en levantarse. El agua de la ducha la azotó largamente. Poniéndose una bata de baño, volvió a la habitación donde Adriano seguía en la cama, a medias incorporado y sonriéndole como desde un sarcófago etrusco, fumando despacio.
—Quiero ver cómo anochece desde el balcón.
A orillas del Arno, el hotel recibía las últimas luces. Aún no se habían encendido las lámparas en el Ponte Vecchio, y el río era una cinta de color violeta con franjas más claras, sobrevolado por pequeños murciélagos que cazaban insectos invisibles; más arriba chirriaban las tijeras de las golondrinas. Valentina se tendió en la mecedora, respiró un aire ya fresco. La ganaba una fatiga dulce, hubiera podido dormirse; quizá durmió unos instantes. Pero en ese interregno de abandono seguía pensando en Adriano y el tiempo, las palabras monótonas volvían como estribillos de una canción tonta, el tiempo es la muerte, un disfraz de la muerte, el tiempo es la muerte. Miraba el cielo, las golondrinas que jugaban sus límpidos juegos, chirriando brevemente como si trizaran la loza azul profundo del crepúsculo. Y también Adriano era la muerte.
Curioso. De golpe se toca fondo a partir de tanta falsa premisa. Tal vez sea siempre así (pensarlo otro día, en otros contextos). Asombra que seres tan alejados de su propia verdad (Valentina más que Adriano, es cierto) acierten por momentos; claro que no se dan cuenta y es mejor así, lo que sigue lo prueba. (Quiero decir que es mejor para mí, bien mirado).
Se enderezó, rígida. También Adriano era la muerte. ¿Ella había pensado eso? También Adriano era la muerte. No tenía el menor sentido, había mezclado palabras como en un refrán infantil, y resultaba ese absurdo. Volvió a tenderse, relajándose, y miró otra vez las golondrinas. Quizá no fuera tan absurdo; de todos modos haber pensado eso valía tan sólo como una metáfora puesto que renunciar a Adriano mataría algo en ella, la arrancaría de una parte momentánea de sí misma, la dejaría a solas con una Valentina diferente, Valentina sin Adriano, sin el amor de Adriano, si era amor ese balbuceo de tan pocos días, si en ella misma era amor esa entrega furiosa a un cuerpo que la anegaba y la devolvía como exhausta al abandono del atardecer. Entonces sí, entonces visto así Adriano era la muerte. Todo lo que se posee es la muerte porque anuncia la desposesión, organiza el vacío a venir. Refranes infantiles, mantantiru liru la, pero ella no podía renunciar a su itinerario, quedarse con Adriano. Cómplice de la muerte, entonces, lo dejaría irse a Lucca nada más que porque era inevitable a corto o largo plazo, allá a lo lejos Buenos Aires y su hijo eran como las golondrinas sobre el Arno, chirriando débilmente, reclamando en el anochecer que crecía como un vino negro.
—Me quedaré —murmuró Valentina—. Lo quiero, lo quiero. Me quedaré y me lo llevaré un día conmigo.
Sabía bien que no iba a ser así, que Adriano no cambiaría su vida por ella, Osorno por Buenos Aires.
¿Cómo podía saberlo? Todo apunta en la dirección contraria: es Valentina la que jamás cambiará Buenos Aires por Osorno, su instalada vida, sus rutinas rioplatenses. En el fondo no creo que ella pensara eso que le hacen pensar, también es cierto que la cobardía tiende a proyectar en otros la propia responsabilidad, etcétera.
Se sintió como suspendida en el aire, casi ajena a su cuerpo, tan sólo miedo y algo como congoja. Veía una bandada de golondrinas que se había arracimado sobre el centro del río, volando en grandes círculos. Una de las golondrinas se apartó de las otras, perdiendo altura, acercándose. Cuando parecía que iba a remontarse otra vez, algo falló en la máquina maravillosa. Como un turbio pedazo de plomo, girando sobre sí misma, se precipitó diagonalmente y golpeó con un golpe opaco a los pies de Valentina en el balcón.
Adriano oyó el grito y vino corriendo. Valentina se tapaba la cara y temblaba horriblemente, refugiada en el otro extremo del balcón. Adriano vio la golondrina muerta y la empujó con el pie. La golondrina cayó a la calle.
—Ven, entra —dijo él, tomando por los hombros a Valentina—. No es nada, ya pasó. Te asustaste, pobre querida.
Valentina callaba, pero cuando él le apartó las manos y le vio la cara, tuvo miedo. No hacía más que copiar el miedo de ella, quizá el miedo final de la golondrina desplomándose fulminada en un aire que de pronto, esquivo y cruel, había dejado de sostenerla.
A Dora le gustaba charlar antes de dormir, y pasó media hora con noticias sobre Fiésole y el piazzale Michelangelo. Valentina la escuchaba como de lejos, perdida en un rumor interno que no podía confundir con una meditación. La golondrina estaba muerta, había muerto en pleno vuelo. Un anuncio, una intimación. Como si en un semisueño extrañamente lúcido, Adriano y la golondrina empezaran a confundirse en ella, resolviéndose en un deseo casi feroz de fuga, de arrancamiento. No se sentía culpable de nada pero sentía la culpa en sí, la golondrina como una culpa golpeando sordamente a sus pies.
En pocas palabras le dijo a Dora que iba a cambiar de planes, que seguiría directamente a Venecia.
—Me encontrarás allá de todos modos. No hago más que adelantarme unos días, de verdad prefiero estar sola unos días.
Dora no pareció demasiado sorprendida. Lástima que Valentina se perdiera Ravenna, Ferrara. De todos modos comprendía que prefiriera irse directamente y sola a Venecia; mejor ver bien una ciudad que mal dos o tres… Valentina ya no la escuchaba, perdida en su fuga mental, en la carrera que debía alejarla del presente, de un balcón sobre el Arno.
Aquí casi siempre se acierta partiendo del error, es irónico y divertido. Acepto eso de que no estaba demasiado sorprendida y que cumplí con el lip service necesario para tranquilizar a Valentina. Lo que no se sabe es que mi falta de sorpresa tenía otras fuentes, la voz y la cara de Valentina contándome el episodio del balcón, tan desproporcionado a menos de sentirlo como ella lo sentía, un anuncio fuera de toda lógica y por eso irresistible. Y también una deliciosa, cruel sospecha de que Valentina estaba confundiendo las razones, de su miedo, confundiéndome con Adriano. Su cortés distancia esa noche, su veloz manera de asearse y acostarse sin darme la menor oportunidad de compartir el espejo del baño, los ritos de la ducha, le temps d’un sein nu entre deux chemises. Adriano, sí, digamos que sí, que Adriano. ¿Pero por qué esa manera de acostarse dándome la espalda, tapándose la cara con un brazo para sugerirme que apagara la luz lo antes posible, que la dejara dormir sin más palabras, sin siquiera un leve beso de buenas noches entre amigas de viaje?
En el tren lo pensó mejor, pero el miedo seguía. ¿De qué estaba escapando? No era fácil aceptar las soluciones de la prudencia, elogiarse por haber roto el lazo a tiempo. Quedaba el enigma del miedo como si Adriano, el pobre Adriano, fuera el diablo, como si la tentación de enamorarse de veras de él fuese el balcón abierto sobre el vacío, la invitación al salto irrestañable.
Vagamente pensó Valentina que estaba huyendo de sí misma más que de Adriano. Hasta la prontitud con que se le había entregado en Roma probaba su resistencia a toda seriedad, a todo recomienzo fundamental. Lo fundamental había quedado al otro lado del mar, hecho trizas para siempre, y ahora era el tiempo de la aventura sin amarras, como ya otras antes y durante el viaje, la aceptación de circunstancias sin análisis moral ni lógico, la compañía episódica de Dora como resultado de un mostrador en una agencia de viajes, Adriano en otro mostrador, el tiempo de un cóctel o una ciudad, momentos y placeres tan borrosos como el moblaje de las piezas de los hoteles que se van dejando atrás.
Compañía episódica, sí. Pero quiero creer que hay más que eso en una referencia que por lo menos me equipara a Adriano como dos lados de un triángulo en el que el tercero es un mostrador.
Y sin embargo, Adriano en Florencia había avanzado hacia ella con el reclamo del poseedor, ya no el amante fugitivo de Roma; peor, exigiendo reciprocidad, esperándola y urgiéndola. Quizá el miedo nacía de eso, no era más que un sucio y mezquino miedo a las complicaciones mundanas, Buenos Aires/Osorno, la gente, los hijos, la realidad instalándose tan diferente en el calendario de la vida compartida. Y quizá no: detrás, siempre, otra cosa, inapresable como una golondrina al vuelo. Algo que de pronto hubiera podido precipitarse sobre ella, un cuerpo muerto golpeándola.
Hum. ¿Por qué le iba mal con los hombres? Mientras piensa como se la hace pensar, hay como la imagen de algo acorralado, sitiado: la verdad profunda, cercada por las mentiras de un conformismo irrenunciable. Pobrecita, pobrecita.
Los primeros días en Venecia fueron grises y casi fríos, pero al tercero estalló el sol desde temprano y el calor vino enseguida, derramándose con los turistas que salían entusiastas de los hoteles y llenaban la piazza San Marco y la Mercería en un alegre desorden de colores y de lenguas.
A Valentina le agradó dejarse llevar por la cadenciosa serpiente que remontaba la Mercería rumbo al Rialto. Cada recodo, el puente dei Baretieri, San Salvatore, el oscuro recinto postal de la Fondamenta dei Tedeschi, la recibían con esa calma impersonal de Venecia para con sus turistas, tan diferente de la convulsa expectativa de Nápoles o el ancho darse de los panoramas de Roma. Recogida, siempre secreta, Venecia jugaba una vez más a hurtar su verdadero rostro, sonriendo impersonalmente a la espera de que en el día y la hora propicios su voluntad de mostrarse de verdad al buen viajero lo recompensaran de su fidelidad. Desde el Rialto miró Valentina los fastos del Canal Grande, y se asombró de la distancia inesperada entre ella y ese lujo de aguas y de góndolas. Penetró en las callejuelas que de campo en campo la llevaban a iglesias y museos, salió a los muelles desde donde podían enfrentarse las fachadas de los grandes palacios corroídos por un tiempo plomizo y verde. Todo lo veía, todo lo admiraba, sabiendo sin embargo que sus reacciones eran convencionales y casi forzadas, como el elogio repetido a las fotos que nos van mostrando en los álbumes de familia. Algo —sangre, ansiedad, o tan sólo ganas de vivir— parecía haber quedado atrás. Valentina odió de pronto el recuerdo de Adriano, le repugnó la petulancia de Adriano que había cometido la falta de enamorarse de ella. Su ausencia lo hacía aún más odioso porque su falta era de las que sólo se castigan o se perdonan en persona. Venecia
La opción ya tomada, se hace pensar como se quiere a Valentina, pero otras opciones son posibles si se tiene en cuenta que ella optó por irse sola a Venecia. Términos exagerados como odio y repugnancia, ¿se aplican en verdad a Adriano? Un mero cambio de prisma, y no es en Adriano que piensa Valentina mientras vaga por Venecia. Por eso mi amable infidencia florentina era necesaria, había que seguir proyectando a Adriano en el centro de una acción que acaso así, acaso hacia el final del viaje, me devolviera a ese comienzo en el que yo había esperado como todavía era capaz de esperar.
se le daba como un admirable escenario sin los actores, sin la savia de la participación. Mejor así, pero también mucho peor; andar por las callejuelas, demorarse en los pequeños puentes que cubren como un párpado el sueño de los canales, empezaba a parecer una pesadilla. Despertar, despertarse por cualquier medio, pero Valentina sentía que sólo algo que se pareciera a un látigo podría despertarla. Aceptó la oferta de un gondolero que le proponía llevarla hasta San Marco a través de los canales interiores; sentada en el viejo sillón de cojines rojos sintió cómo Venecia empezaba a moverse delicadamente, a pasar por ella que la miraba como un ojo fijo, clavado obstinadamente en sí mismo.
—Ca d’Oro —dijo el gondolero rompiendo un largo silencio, y con la mano le mostró la fachada del palacio. Después, entráñelo por el rio di San Felice, la góndola se sumió en un laberinto oscuro y silencioso, oliente a moho. Valentina admiraba como todo turista la impecable destreza del remero, su manera de calcular las curvas y sortear los obstáculos. Lo sentía a sus espaldas, invisible pero vivo, hundiendo el remo casi sin ruido, cambiando a veces una breve frase en dialecto con alguien de la orilla. Casi no lo había mirado al subir, le pareció como la mayoría de los gondoleros, alto y esbelto, ceñido el cuerpo por los angostos pantalones negros, la chaqueta vagamente española, el sombrero de paja amarilla con una cinta roja. Más bien recordaba su voz, dulce pero sin bajeza, ofreciendo: Gondola, signorina, gondola, gondola. Ella había aceptado el precio y el itinerario, distraídamente, pero ahora cuando el hombre le llamó la atención sobre el Ca d’Oro y tuvo que volverse para verlo, notó la fuerza de sus rasgos, la nariz casi imperiosa y los ojos pequeños y astutos; mezcla de soberbia y de cálculo, también presente en el vigor sin exageración del torso y la relativa pequeñez de la cabeza, con algo de víbora en el entronque del cuello, quizá en los movimientos impuestos por el remar cadencioso.
Mirando otra vez hacia proa, Valentina vio venir un pequeño puente. Ya antes se había dicho que sería delicioso el instante de pasar por debajo de los puentes, perdiéndose un momento en su concavidad rezumante de moho, imaginando a los viandantes en lo alto, pero ahora vio venir el puente con una vaga angustia como si fuera la tapa gigantesca de un arcón que iba a cerrarse sobre ella. Se obligó a guardar los ojos abiertos en el breve tránsito, pero sufrió, y cuando la angosta raja de cielo brillante surgió nuevamente sobre ella, hizo un confuso gesto de agradecimiento. El gondolero le estaba señalando otro palacio, de esos que sólo aceptan dejarse ver desde los canales interiores y que los transeúntes no sospechan puesto que sólo ven las puertas de servicio, iguales a tantas otras. A Valentina le hubiera gustado comentar, interesarse por la simple información que le iba dando el gondolero; de pronto necesitaba estar cerca de alguien vivo y ajeno a la vez, mezclarse en un diálogo que la alejara de esa ausencia, de esa nada que le viciaba el día y las cosas. Enderezándose, fue a sentarse en un ligero travesano situado más a proa. La góndola osciló por un momento
Si la «ausencia» era Adriano, no encuentro proporción entre la conducta precedente de Valentina y esta angst que le arruina un paseo en góndola, por lo demás nada barato. Nunca sabré cómo habían sido sus noches venecianas en el hotel, la habitación sin palabras ni recuentos de jornada; tal vez la ausencia de Adriano ganaba peso en Valentina, pero una vez más como la máscara de otra distancia, de otra carencia que ella no quería o no podía mirar cara a cara. (Wishful thinking, acaso; pero ¿y la celebérrima intuición femenina? La noche en que tomamos al mismo tiempo un pote de crema y mi mano se apoyó en la suya, y nos miramos… ¿Por qué no completé la caricia que el azar empezaba? De alguna manera todo quedó como suspendido en el aire, entre nosotras, y los paseos en góndola son, es sabido, exhumadores de semisueños, de nostalgias y de recuentos arrepentidos).
pero el remero no pareció asombrarse de la conducta de su pasajera. Y cuando ella le preguntó sonriendo qué había dicho, él repitió sus informes con más detalle, satisfecho del interés que despertaba.
—¿Qué hay del otro lado de la isla? —quiso saber Valentina en su italiano elemental.
—¿Del otro lado, signorina? ¿En la Fundamenta Nuove?
—Si se llama así… Quiero decir al otro lado, donde no van los turistas.
—Sí, la Fundamenta Nuove —dijo el gondolero, que remaba ahora muy lentamente—. Bueno, de ahí salen los barcos para Burano y para Torcello.
—Todavía no he ido a esas islas.
—Es muy interesante, signorina. Las fábricas de puntillas. Pero este lado no es tan interesante, porque la Fundamenta Nuove…
—Me gusta conocer lugares que no sean turísticos —dijo Valentina repitiendo aplicadamente el deseo de todos los turistas—. ¿Qué más hay en la Fundamenta Nuove?
—En frente está el cementerio —dijo el gondolero—. No es interesante.
—¿En una isla?
—Sí, frente a la Fondamenta Nuove. Mire, signorina, ecco Santi Giovanni e Paolo. Bella chiesa, bellissima… Ecco il Colleone, capolavoro dal Verrocchio…
«Turista», pensó Valentina. «Ellos y nosotros, unos para explicar y otros para creer que entendemos. En fin, miremos tu iglesia, miremos tu monumento, molto interessante, vero…».
Cuánto artificio barato, después de todo. Se hace hablar y pensar a Valentina cuando se trata de tonterías; lo otro, silencio o atribuciones casi siempre dirigidas en la mala dirección. ¿Por qué no escuchamos lo que Valentina pudo murmurar antes de dormirse, por qué no sabemos más de su cuerpo en la soledad, de su mirada al abrir la ventana del hotel cada mañana?
La góndola atracó en la Riva degli Schiavoni, a la altura de la piazzetta colmada de paseantes. Valentina tenía hambre y se aburría por adelantado pensando que iba a comer sola. El gondolero la ayudó a desembarcar, recibió con una sonrisa brillante el pago y la propina.
—Si la signorina quisiera pasear de nuevo, yo estoy siempre allí —señalaba un atracadero distante, marcado por cuatro pértigas con farolillos—. Me llamo Dino —agregó, tocándose la cinta del sombrero.
—Gracias —dijo Valentina. Iba a alejarse, a hundirse en la marea humana entre gritos y fotografías. Ahí quedaría a sus espaldas el único ser viviente con el que había cambiado unas palabras.
—Dino.
—¿Signorina?
—Dino… ¿dónde se puede comer bien?
El gondolero rió francamente, pero miraba a Valentina como si comprendiera al mismo tiempo que la pregunta no era una estupidez de turista.
—¿La signorina conoce los ristoranti sobre el Canal? —preguntó un poco al azar, tanteando.
—Sí —dijo Valentina que no los conocía—. Quiero decir un lugar tranquilo, sin mucha gente.
—¿Sin mucha gente… como la signorina? —dijo brutalmente el hombre.
Valentina le sonrió, divertida. Dino no era tonto, por lo menos.
—Sin turistas, sí. Un lugar como…
«Allí donde comen tú y tus amigos», pensaba, pero no lo dijo. Sintió que el hombre apoyaba los dedos en su codo, sonriendo, y la invitaba a subir a la góndola. Se dejó llevar, casi intimidada, pero la sombra del aburrimiento se borró de golpe como arrastrada por el gesto de Dino al clavar la pala del remo en el fondo de la laguna e impulsar la góndola con un limpio gesto en el que apenas se advertía el esfuerzo.
Imposible recordar la ruta. Habían pasado bajo el Ponte dei Sospiri, pero después todo era confuso. Valentina cerraba a ratos los ojos y se dejaba llevar por otras vagas imágenes que desfilaban paralelamente a lo que renunciaba a ver. El sol de mediodía alzaba en los canales un vapor maloliente, y todo se repetía, los gritos a la distancia, las señales convenidas en los recodos. Había poca gente en las calles y los puentes de esa zona, Venecia ya estaba almorzando. Dino remaba con fuerza y acabó metiendo la góndola en un canal angosto y recto, al fondo del cual se entreveía el gris verdoso de la laguna. Valentina se elijo que allá debía estar la Fondamenta Nuove, la orilla opuesta, el lugar que no era interesante. Iba a volverse y preguntar cuando sintió que la barca se detenía junto a unos peldaños musgosos. Dino silbó largamente, y una ventana en el segundo piso se abrió sin ruido.
—Es mi hermana —dijo—. Vivimos aquí. ¿Quiere comer con nosotros, signorina?
La aceptación de Valentina se adelantó a su sorpresa, a su casi irritación. El desparpajo del hombre era de los que no admitían términos medios; Valentina podía haberse negado con la misma fuerza con que acababa de aceptar. Dino la ayudó a subir los peldaños y la dejó esperando mientras amarraba la góndola. Ella lo oía canturrear en dialecto, con una voz un poco sorda. Sintió una presencia a su espalda y se volvió; una mujer de edad indefinible, mal vestida de rosa viejo, se asomaba a la puerta. Dino le dijo unas rápidas frases ininteligibles.
—La signorina es muy gentil —agregó en toscano—. Hazla pasar, Rosa.
Y ella va a entrar, claro. Cualquier cosa con tal de seguir escapando, de seguir mintiéndose. Life, lie, ¿no era un personaje de O’Neill que mostraba cómo la vida y la mentira están apenas separadas por una sola, inocente letra?
Comieron en una habitación de techo bajo, lo que sorprendió a Valentina ya habituada a los grandes espacios italianos. En la mesa de madera negra había lugar para seis personas. Dino, que se había cambiado de camisa sin borrar con eso el olor a transpiración, se sentaba frente a Valentina. Rosa estaba a su izquierda. A la derecha el gato favorito, que los ayudó con su digna belleza a romper el hielo del primer momento. Había pasta asciutta, un gran frasco de vino, y pescado. Valentina lo encontró todo excelente, y estaba casi contenta de lo que su amortiguada reflexión seguía considerando una locura.
—La signorina tiene buen apetito —dijo Rosa, que casi no hablaba—. Coma un poco de queso.
—Si, gracias.
Dino comía ávidamente, mirando más al plato que a Valentina, pero ella tuvo la impresión de que la observaba de alguna manera, sin hacerle preguntas; ni siquiera había preguntado por su nacionalidad, al revés de casi todos los italianos. A la larga, pensó Valentina, una situación tan absurda tiene que estallar. ¿Qué se dirían cuando el último bocado fuera consumido? Ese momento terrible de una sobremesa entre desconocidos. Acarició al gato, le dio a probar un trocito de queso. Dino reía ahora, su gato no comía más que pescado.
—¿Hace mucho que es gondolero? —preguntó Valentina, buscando una salida.
—Cinco años, signorina.
—¿Le gusta?
—Non si sta male.
—De todos modos no parece un trabajo tan duro.
—No… ése no.
«Entonces se ocupa de otras cosas», pensó ella. Rosa le servía vino otra vez, y aunque se negaba a beber más, los hermanos insistieron sonriendo y llenaron las copas. «El gato no bebe», dijo Dino mirándola en los ojos por primera vez en mucho rato. Los tres rieron.
Rosa salió y volvió con un plato de frutillas. Después Dino aceptó un Camel y dijo que el tabaco italiano era malo. Fumaba echado hacia atrás, entornando los ojos; el sudor le corría por el cuello tenso, bronceado.
—¿Queda muy lejos de aquí mi hotel? —preguntó Valentina—. No quiero seguir molestándolos.
«En realidad yo debería pagar este almuerzo», pensaba, debatiendo el problema y sin saber cómo resolverlo. Nombró su hotel, y Dino dijo que la llevaría. Hacía un momento que Rosa no estaba en el comedor. El gato, tendido en un rincón, se adormecía en el calor de la siesta. Olía a canal, a casa vieja.
—Bueno, ustedes han sido tan amables… —dijo Valentina, corriendo la tosca silla y levantándose—. Lástima que no sé decirlo en buen italiano… De todos modos usted me comprende.
—Oh, claro —dijo Dino sin moverse.
—Me gustaría saludar a su hermana, y…
—Oh, Rosa. Ya se habrá ido. Siempre se va a esta hora.
Valentina recordó el breve diálogo incomprensible, a mitad del almuerzo. Era la única vez que habían hablado en dialecto, y Dino le había pedido disculpas. Sin saber por qué pensó que la partida de Rosa nacía de ese diálogo, y sintió un poco de miedo y también de vergüenza por tener miedo.
Dino se levantó a su vez. Recién entonces vio ella lo alto que era. Los ojillos miraban hacia la puerta, la única puerta. La puerta daba a un dormitorio (los hermanos se habían disculpado al hacerla pasar por ahí camino del comedor). Valentina levantó su sombrero de paja y el bolso. «Tiene un hermoso pelo», pensó sin palabras. Se sentía intranquila y a la vez segura, ocupada. Era mejor que el amargo hueco de toda aquella mañana; ahora había algo, enfrentaba confiadamente a alguien.
—Lo siento mucho —dijo—, me hubiera gustado saludar a su hermana. Gracias por todo.
Tendió la mano, y él la estrechó sin apretar, soltándola enseguida. Valentina sintió que la vaga inquietud se disipaba ante el gesto rústico, lleno de timidez. Avanzó hacia la puerta, seguida por Dino. Entró en la otra habitación, distinguiendo apenas los muebles en la penumbra. ¿No estaba a la derecha la puerta de salida al pasillo? Oyó a su espalda que Dino acababa de cerrar la puerta del comedor. Ahora la habitación parecía mucho más oscura. Con un gesto involuntario se volvió para esperar que él se adelantara. Una vaharada de sudor la envolvió un segundo antes de que los brazos de Dino la apretaran brutalmente. Cerró los ojos, resistiéndose apenas. De haber podido lo hubiera matado en el acto, golpeándolo hasta hundirle la cara, deshacerle la boca que la besaba en la garganta mientras una mano corría por su cuerpo contraído. Trató de soltarse, y cayó bruscamente hacia atrás, en la sombra de una cama. Dino se dejó resbalar sobre ella, trabándole las piernas, besándola en plena boca con labios húmedos de vino. Valentina volvió a cerrar los ojos. «Si por lo menos se hubiera bañado», pensó, dejando de resistir. Dino la mantuvo todavía un momento prisionera, como asombrado de ese abandono. Después, murmurando y besándola, se incorporó sobre ella y buscó con dedos torpes el cierre de la blusa.
Perfecto, Valentina. Como lo enseña la sagesse anglosajona que ha evitado así muchas muertes por estrangulación, lo único que cabía en esa circunstancia era el inteligente relax and enjoy it.
A las cuatro, con el sol todavía alto, la góndola atracó frente a San Marco. Como la primera vez, Dino ofreció el antebrazo para que Valentina se apoyara, y se mantuvo como a la espera, mirándola en los ojos.
—Arrivederci —dijo Valentina, y echó a andar.
—Esta noche estaré ahí —dijo Dino señalando el atracadero—. A las diez.
Valentina fue directamente al hotel y reclamó un baño caliente. Nada podía ser más importante que eso, quitarse el olor de Dino, la contaminación de ese sudor, de esa saliva que la manchaban. Con un quejido de placer resbaló en la bañera humeante, y por largo rato fue incapaz de tender la mano hacia la pastilla de jabón verde. Después, aplicadamente, al ritmo de su pensamiento que volvía poco a poco, empezó a lavarse.
El recuerdo no era penoso. Todo lo que había tenido de sórdido como preparación parecía borrarse frente a la cosa misma. La habían engañado, atraído a una trampa estúpida, pero era demasiado inteligente para no comprender que ella misma había tejido la red. En esa confusa maraña de recuerdos le repugnaba sobre todo Rosa, la figura evasiva de la cómplice que ahora, a la luz de lo ocurrido, resultaba difícil creerla hermana de Dino. Su esclava, mejor, su amante complaciente por necesidad, para conservarlo todavía un poco.
Se estiró en el baño, dolorida. Dino se había conducido como lo que era, reclamando rabiosamente su placer sin consideraciones de ninguna especie. La había poseído como un animal, una y otra vez, exigiéndole torpezas que no hubieran sido tales si él hubiera tenido el mínimo de gentileza. Y Valentina no lo lamentaba, ni lamentaba el olor a viejo de la cama revuelta, el jadeo de perro de Dino, la vaga tentativa de reconciliación posterior (porque Dino tenía miedo, medía ya las posibles consecuencias de su atropello a una extranjera). En realidad no lamentaba nada que no fuera la falta de gracia de la aventura. Y quizá ni eso lamentaba, la brutalidad había estado ahí como el ajo en los guisos populares, el requisito indispensable y sabroso.
La divertía, un poco histéricamente
Pero no, ninguna histeria. Sólo yo podía ver aquí la expresión de Valentina la noche en que le conté la historia de mi condiscípula Nancy en Marruecos, una situación equivalente pero mucho más torpe, con su violador islámicamente defraudado al enterarse de que Nancy estaba en pleno periodo menstrual, y obligándola a bofetadas y latigazos a cederle la otra vía. (No encontré lo que buscaba al contárselo, pero le vi unos ojos como de loba, apenas un instante antes de rechazar el tema y buscar como siempre el pretexto del cansancio y el sueño). Acaso si Adriano hubiera procedido como Dino, sin el ajo y el sudor, hábil y bello. Acaso si yo, en vez de dejarla irse al sueño…
pensar que Dino, mientras con manos absurdamente torpes trataba de ayudarla a vestirse, había pretendido ternuras de amante, demasiado grotescas para que él mismo creyera en ellas. La cita, por ejemplo, al despedirla en San Marco, era ridícula. Imaginarse que ella podía volver a su casa, entregársele a sangre fría… No le causaba la menor inquietud, estaba segura de que Dino era un individuo excelente a su manera, que no había sumado el robo a la violación, lo cual hubiera sido fácil, y hasta admitía en lo sucedido un tono más normal, más lógico que en su encuentro con Adriano.
¿Ves, Dora, ves, estúpida?
Lo terrible era darse cuenta hasta qué punto Dino estaba lejos de ella, sin la menor posibilidad de comunicación. Con el último gesto del placer empezaba el silencio, la turbación, la comedia ridícula. Era una ventaja, al fin y al cabo, de Dino no necesitaba huir como de Adriano. Ningún peligro de enamorarse; ni siquiera él se enamoraría, por supuesto. ¡Qué libertad! Con toda su mugre, la aventura no la disgustaba, sobre todo después de haberse jabonado.
A la hora de cenar llegó Dora de Padua, bullente de noticias sobre Giotto y Altichiero. Encontró que Valentina estaba muy bien, y dijo que Adriano había hablado vagamente de renunciar a su viaje a Lucca, pero que después lo había perdido de vista. «Yo diría que se ha enamorado de ti», soltó al pasar, con su risa de soslayo. Le encantaba Venecia, de la que aún no había visto nada, y se jactaba de deducir las maravillas de la ciudad por la sola conducta de los camareros y los fachini. «Tan fino todo, tan fino», repetía saboreando sus camarones.
Con perdón de la palabra, en mi puta vida he dicho una frase semejante. ¿Qué clase de ignorada venganza habita esto? O bien (si, empiezo a adivinarlo, a creerlo) todo nace de un subconsciente que también ha hecho nacer a Valentina, que desconociéndola en la superficie y equivocándose todo el tiempo sobre sus conductas y sus razones, acierta sin saberlo en las aguas profundas, allí donde Valentina no ha olvidado Roma, el mostrador de la agencia, la aceptación de compartir un cuarto y un viaje. En esos relámpagos que nacen como peces abisales para asomar un segundo sobre las aguas, yo soy deliberadamente deformada y ofendida, me vuelvo lo que me hacen decir.
Se habló de Venice by night, pero Dora estaba rendida por las bellas artes y se fue al hotel después de dos vueltas a la plaza. Valentina cumplió el ritual de beber un oporto en el Florian, y esperó a que fueran las diez. Mezclada con la gente que comía helados y sacaba fotos con flash, atisbo el embarcadero. Había sólo dos góndolas de ese lado, con los faroles encendidos. Dino estaba en el muelle, junto a una pértiga. Esperaba.
«Realmente cree que voy a ir», pensó casi sorprendida. Un matrimonio con aire inglés se acercaba al gondolero. Valentina vio que se quitaba el sombrero y ofrecía la góndola. Los otros se embarcaron casi enseguida; el farolillo temblaba en la noche de la laguna.
Vagamente inquieta, Valentina se volvió al hotel.
La luz de la mañana la lavó de los malos sueños pero sin quitarle la sensación como de náusea, la opresión en la boca del estómago. Dora la esperaba en el salón para desayunar, y Valentina se servía té cuando un camarero vino a la mesa.
—Afuera está el gondolero de la signorina.
—¿Gondolero? No he pedido ninguna góndola.
—El hombre dio las señas de la signorina.
Dora la miraba curiosa, y Valentina se sintió bruscamente desnuda. Hizo un esfuerzo para beber un trago de té, y se levantó después de dudar un momento. Divertida, Dora encontró que sería gracioso mirar la escena desde la ventana. Vio al gondolero, a Valentina que le iba al encuentro, el saludo cortado pero decidido del hombre. Valentina le hablaba casi sin gestos, pero le vio alzar una mano como rogando —claro que no podía ser— algo que el otro se negaba a otorgar. Después fue él quien habló moviendo los brazos a la italiana. Valentina parecía esperar que se fuera, pero el otro insistía, y Dora se quedó el tiempo suficiente para ver cómo Valentina miraba por fin su reloj pulsera y hacía un gesto de asentimiento.
—Me había olvidado completamente —explicó al volver—, pero un gondolero no olvida a sus clientes. ¿No vas a salir, tú?
—Sí, claro —dijo Dora—. ¿Todos son tan buenos mozos como los que se ven en el cine?
—Todos, naturalmente —dijo Valentina sin sonreír. La osadía de Dino la había dejado tan estupefacta que le costaba sobreponerse. Por un momento la inquietó la idea de que Dora le propondría sumarse al paseo; tan lógico y tan Dora. «Pero ésa sería precisamente la solución», se dijo. «Por bruto que sea no va a animarse a hacer un escándalo. Es un histérico, se ve, pero no tonto».
Dora no dijo nada, aunque le sonreía con una amabilidad que a Valentina le pareció vagamente repugnante. Sin saber bien por qué, no le propuso tomar juntas la góndola. Era extraordinario cómo en esas semanas las cosas importantes las hacía todas sin saber por qué.
Tu parles, ma fille. Lo que parecía increíble se coaguló en simple evidencia apenas me dejaron fuera del paseíto. Claro que eso no podía tener importancia, apenas un paréntesis de consuelo barato y enérgico sin el menor riesgo futuro. Pero era la recurrencia a bajo nivel de la misma comprobación: Adriano o un gondolero, y yo una vez más la outsider. Todo eso valía otra taza de té y preguntarse si no quedaba todavía algo por hacer para perfeccionar la pequeña relojería que ya había puesto en marcha —oh, con toda inocencia— antes de irme de Florencia.
Dino la condujo por el Canal Grande hasta más allá del Rialto, eligiendo amablemente el recorrido más extenso. A la altura del palacio Valmarana entraron por el rio dei Santi Apostoli y Valentina, mirando obstinada hacia adelante, vio venir otra vez, uno tras otro, los pequeños puentes negros hormigueantes. Le costaba convencerse de que estaba de nuevo en esa góndola, apoyando la espalda en el vetusto almohadón rojo. Un hilo de agua corría por el fondo; agua del canal, agua de Venecia. Los famosos carnavales. El Dogo se casaba con el mar. Los famosos palacios y carnavales de Venecia. Vine a buscarla porque usted no fue a buscarme anoche. Quiero llevarla en la góndola. El Dogo se casaba con el mar. Con una frescura perfecta. Frescura. Y ahora la estaba llevando en la góndola, lanzando de vez en cuando un grito entre melancólico y huraño antes de enfilar un canal interior. A lo lejos, todavía muy lejos, Valentina atisbo la franja abierta y verde. Otra vez la Fondamenta Nuove. Era previsible, los cuatro peldaños mohosos, reconocía el sitio. Ahora él iba a silbar y Rosa se asomaría a la ventana.
Lírico y obvio. Faltan los papeles de Aspern, el barón Corvo y Tadzio, el bello Tadzio y la peste. Falta también una cierta llamada telefónica a un hotel cerca del teatro La Fenice, aunque no es culpa de nadie (quiero decir la ausencia del detalle, no la llamada telefónica).
Pero Dino arrimaba la góndola en silencio y esperaba. Valentina se volvió por primera vez desde que embarcara y lo miró. Dino sonreía hermosamente. Tenía unos estupendos dientes, que con un poco de dentífrico hubieran quedado perfectos.
«Estoy perdida», pensó Valentina, y saltó al primer escalón sin apoyarse en el antebrazo que él le tendía.
¿Lo pensó de verdad? Habría que tener cuidado con las metáforas, las figuras elocutivas o como se llamen. También eso viene de abajo; si yo lo hubiera sabido en ese momento, tal vez no hubiera… Pero tampoco a mí me estaba dado entrar en el más allá del tiempo.
Cuando bajó a cenar, Dora la esperaba con la noticia de que (aunque no estaba del todo segura) había visto a Adriano entre los turistas de la Piazza.
—Muy de lejos, en una de las recovas, sabes. Pienso que era él por ese traje claro un poco ajustado. A lo mejor llegó esta tarde… Persiguiéndote, supongo.
—Oh, vamos.
—¿Por qué no? Éste no era su itinerario.
—Tampoco estás segura de que sea él —dijo hostilmente Valentina. La noticia no le había chocado demasiado, pero echaba a andar la maquinaria lamentable de las ideas. «Otra vez eso», pensó. «Otra vez». Se lo encontraría, era seguro, en Venecia se vive como dentro de una botella, todo el mundo termina por reconocerse en la piazza o en el Rialto. Huir de nuevo, pero por qué. Estaba harta de huir de la nada, de no saber de qué huía y si realmente estaba huyendo o hacía lo que las palomas ahí al alcance de sus ojos, las palomas fingían hurtarse al asalto envanecido de los machos y al fin consentían blandamente, en un plomizo rebullir de plumas.
—Tomemos el café en el Florian —propuso Dora—. A lo mejor lo encontramos, es tan buen muchacho.
Lo vieron casi enseguida, estaba de espaldas a la plaza bajo los arcos de la recova, abstraído en la contemplación de unos horrendos cristales de Murano. Cuando el saludo de Dora lo hizo volverse, su sorpresa era tan mínima, tan civil, que Valentina se sintió aliviada. Nada de teatro, por lo menos. Adriano saludó a Dora con su cortesía distante, y estrechó la mano de Valentina.
—Vaya, entonces es cierto que el mundo es pequeño. Nadie escapa a la Guía Azul, un día u otro.
—Nosotras no, por lo menos.
—Ni a los helados de Venecia. ¿Puedo invitarlas?
Casi enseguida Dora hizo el gasto de la conversación. Tenía en su haber dos o tres ciudades más que ellos, y naturalmente buscaba arrollarlos con el catálogo de todo lo que se habían perdido. Valentina hubiera querido que sus temas no se acabaran nunca o que Adriano se decidiera por fin a mirarla de lleno, a hacerle el peor de los reproches, los ojos que se clavan en la cara con algo que siempre es más que una acusación o un reproche. Pero él comía aplicadamente su helado o fumaba con la cabeza un poco inclinada —su bella cabeza sudamericana—, atento a cada palabra de Dora. Sólo Valentina podía medir el ligero temblor de los dedos que apretaban el cigarrillo.
Yo también, mi querida, yo también. Y no me gustaba nada porque esa calma escondía algo que hasta ahora no me había parecido tan violento, ese resorte tenso como a la espera del gatillo que lo liberaría. Tan diferente de su tono casi glacial y matter of fact en el teléfono. Por el momento yo quedaba fuera del juego, nada podía hacer para que las cosas ocurrieran como las había esperado. Prevenir a Valentina… Pero era mostrarle todo, volver a la Roma de esas noches en que ella había resbalado, alejándose, dejándome libre la ducha y el jabón, acostándose de espaldas a mí, murmurando que tenía tanto sueño, que ya estaba medio dormida.
La charla se hizo circular, vino el cotejo de museos y de pequeños infortunios turísticos, más helados y tabaco. Se habló de recorrer juntos la ciudad a la mañana siguiente.
—Quizá —dijo Adriano— molestaremos a Valentina que prefiere andar sola.
—¿Por qué me incluye a mí? —rió Dora—. Valentina y yo nos entendemos a fuerza de no entendernos. Ella no comparte su góndola con nadie, y yo tengo unos canalitos que son solamente míos. Haga la prueba de entenderse así con ella.
—Siempre se puede hacer una prueba —dijo Adriano—. En fin, de todas maneras pasaré por el hotel a las diez y media, y ustedes ya habrán decidido o decidirán.
Cuando subían (tenían habitaciones en el mismo piso), Valentina apoyó una mano en el brazo de Dora.
Fue la última vez que me tocaste. Así, como siempre, apenas.
—Quiero pedirte un favor.
—Claro.
—Déjame salir sola con Adriano mañana por la mañana. Será la única vez.
Dora buscaba la llave que había dejado caer en el fondo del bolso. Le llevó tiempo encontrarla.
—Sería largo de explicar ahora —agregó Valentina—, pero me harás un favor.
—Sí, por supuesto —dijo Dora abriendo su puerta—. Tampoco a él quieres compartirlo.
—¿Tampoco a él? Si piensas…
—Oh, no es más que una broma. Que duermas bien.
Ahora ya no importa, pero cuando cerré la puerta me hubiera clavado las uñas en plena cara. No, ahora ya no impona; pero si Valentina hubiera atado cabos… Ese «tampoco a él» era la punta del ovillo; ella no se dio cuenta del todo, lo dejó escapar en la confusión en que estaba viviendo. Mejor para mi, desde luego, pero quizá… En fin, realmente ahora ya no importa; a veces basta con el valium.
Valentina lo esperó en el lobby y a Adriano no se le ocurrió siquiera preguntar por la ausencia de Dora; como en Florencia o Roma, no parecía demasiado sensible a su presencia. Caminaron por la calle Orsolo, mirando apenas el pequeño lago interior donde dormían las góndolas por la noche, y tomaron en dirección del Rialto. Valentina iba un poco adelante, vestida de claro. No habían cambiado más que dos o tres frases rituales pero al entrar en una calleja (ya estaban perdidos, ninguno de los dos miraba su mapa), Adriano se adelantó y la tomó del brazo.
—Es demasiado cruel, sabes. Hay algo de canalla en lo que has hecho.
—Sí, ya lo sé. Yo empleo palabras peores.
—Irte así, mezquinamente. Sólo porque una golondrina se muere en el balcón. Histéricamente.
—Reconoce —dijo Valentina— que la razón, si es ésa, era poética.
—Valentina…
—Ah, basta —dijo ella—. Vayamos a un sitio tranquilo y hablemos de una vez.
—Vamos a mi hotel.
—No, a tu hotel no.
—A un café, entonces.
—Están llenos de turistas, lo sabes. Un sitio tranquilo, que no sea interesante… —vaciló porque la frase le traía un nombre—. Vamos a la Fundamenta Nuove.
—¿Qué es eso?
—La otra orilla, al norte. ¿Tienes un plano? Por aquí, eso es. Vamos.
Más allá del teatro Malibrán, callejas sin comercios, con hileras de puertas siempre cerradas, algún niño mal vestido jugando en los umbrales, llegaron a la calle del Fumo y vieron ya muy cerca el brillo de la laguna. Se desembocaba bruscamente, saliendo de la penumbra gris, a una costanera deslumbrante de sol, poblada de obreros y vendedores ambulantes. Algunos cafés de mal aspecto se adherían como lapas a las casillas flotantes de donde salían los vaporettos a Burano y al cementerio. Valentina había visto enseguida el cementerio, se acordaba de la explicación de Dino. La pequeña isla, su paralelogramo rodeado hasta donde alcanzaba a verse por una muralla rojiza. Las copas de los árboles funerarios sobresalían como un festón oscuro. Se veía con toda claridad el muelle de desembarco, pero en ese momento la isla parecía no contener más que a los muertos; ni una barca, nadie en los peldaños de mármol del muelle. Y todo ardía secamente bajo el sol de las once.
Indecisa, Valentina echó a andar hacia la derecha. Adriano la seguía hoscamente, casi sin mirar a su alrededor. Cruzaron un puente bajo el cual uno de los canales interiores comunicaba con la laguna. El calor se hacía sentir, sus moscas invisibles en la cara. Venía otro puente de piedra blanca, y Valentina se detuvo en lo alto del arco, apoyándose en el pretil, mirando hacia el interior de la ciudad. Si en algún lugar había que hablar, que fuera ese tan neutro, tan poco interesante, con el cementerio a la espalda y el canal que penetraba profundamente en Venecia, separando orillas sin gracia, casi desiertas.
—Me fui —dijo Valentina— porque eso no tenía sentido. Déjame hablar. Me fui porque de todas maneras uno de los dos tenía que irse, y tú estás dificultando las cosas, sabiendo de sobra que uno de los dos tenía que irse. ¿Qué diferencia hay, que no sea de tiempo? Una semana antes o después…
—Para ti no hay diferencia —dijo Adriano—. Para ti es exactamente lo mismo.
—Si te pudiera explicar… Pero nos vamos a quedar en las palabras. ¿Por qué me seguiste? ¿Qué sentido tiene esto?
Si hizo esas preguntas, me queda por lo menos el saber que no me imaginó mezclada con la presencia de Adriano en Venecia. Detrás, claro, la amargura de siempre: esa tendencia a ignorarme, a ni siquiera sospechar que había una tercera mano mezclando las cartas.
—Ya sé que no tiene ningún sentido —dijo Adriano—. Es así, nada más.
—No debiste venir.
—Y tú no debiste irte así, abandonándome como…
—No uses las grandes palabras, por favor. ¿Cómo puedes llamar abandono a algo que no era más que lo normal al fin y al cabo? La vuelta a lo normal, si prefieres.
—Todo es tan normal para ti —dijo él rabiosamente. Le temblaban los labios, y apretó las manos en el pretil como para calmarse con el contacto blanco e indiferente de la piedra.
Valentina miraba el fondo del canal, viendo avanzar una góndola más grande que las comunes, todavía imprecisa a la distancia. Temía encontrar los ojos de Adriano y su único deseo era que él se marchara, que la cubriera de insultos si era necesario y después se marchara. Pero Adriano seguía ahí en la perfecta voluptuosidad de su sufrimiento, prolongando lo que habían creído una explicación y no pasaba de dos monólogos.
—Es absurdo —murmuró al fin Valentina, sin dejar de mirar la góndola que se acercaba poco a poco—. ¿Por qué tengo que ser como tú? ¿No estaba bien claro que no quería verte más?
—En el fondo me quieres —dijo grotescamente Adriano—. No puede ser que no me quieras.
—¿Por qué no puede ser?
—Porque eres distinta a tantas otras. No te entregaste como una cualquiera, como una histérica que no sabe qué hacer en un viaje.
—Tú supones que yo me entregué, pero yo podría decir que fuiste tú quien se entregó. Las viejas ideas sobre las mujeres, cuando…
Etcétera.
Pero no ganamos nada con esto, Adriano, todo es tan inútil. O me dejas sola hoy mismo, ahora mismo, o yo me voy de Venecia.
—Te seguiré —dijo él, casi con petulancia.
—Nos pondremos en ridículo los dos. ¿No sería mejor que…?
Cada palabra de ese hablar sin sentido se le volvía penosa hasta la náusea. Fachada de diálogo, mano de pintura bajo la cual se estancaba algo inútil y corrompido como las aguas del canal. A mitad de la pregunta Valentina empezaba a darse cuenta de que la góndola era distinta de las otras. Más ancha, como una barcaza, con cuatro remeros de pie sobre los travesanos donde algo parecía alzarse como un catafalco negro y dorado. Pero era un catafalco, y los remeros estaban de negro, sin los alegres sombreros de paja. La barca había llegado hasta el muelle junto al cual corría un edificio pesado y mortecino. Había un embarcadero frente a algo que parecía una capilla. «El hospital», pensó. «La capilla del hospital». Salía gente, un hombre llevando coronas de flores que arrojó distraídamente a la barca de la muerte. Otros aparecían ya con el ataúd, y empezó la maniobra del embarque. El mismo Adriano parecía absorbido por el claro horror de eso que estaba ocurriendo bajo el sol de la mañana, en la Venecia que no era interesante, adonde no debían ir los turistas. Valentina lo oyó murmurar algo, o quizá era como un sollozo contenido. Pero no podía apartar los ojos de la barca, de los cuatro remeros que esperaban con los remos clavados para que los otros pudieran meter el féretro en el nicho de cortinas negras. En la proa se veía un bulto brillante en vez del adorno dentado y familiar de las góndolas. Parecía un enorme búho de plata, un mascarón con algo de vivo, pero cuando la góndola avanzó por el canal (la familia del muerto estaba en el muelle, y dos muchachos sostenían a una anciana) se vio que el búho era una esfera y una cruz plateadas, lo único claro y brillante en toda la barca. Avanzaba hacia ellos, iba a pasar bajo el puente, exactamente bajo sus pies. Hubiera bastado un salto para caer sobre la proa, sobre el ataúd. El puente parecía moverse ligeramente hacia la barca («¿Entonces no vendrás conmigo?») tan fijamente miraba Valentina la góndola que los remeros movían lentamente.
—No, no iré. Déjame sola, déjame en paz.
No podía decir otra cosa entre tantas que hubiera podido decir o callar, ahora que sentía el temblor del brazo de Adriano contra el suyo, lo escuchaba repetir la pregunta y respirar con esfuerzo, como si jadeara. Pero tampoco podía mirar otra cosa que la barca cada vez más cerca del puente. Iba a pasar bajo el puente, casi contra ellos, saldría por el otro lado a la laguna abierta y cruzaría como un lento pez negro hasta la isla de los muertos, llevando otro ataúd, amontonando otro muerto en el pueblo silencioso detrás de las murallas rojas.
Casi no la sorprendió ver que uno de los remeros era Dino,
¿Habrá sido cierto, no se está abusando de un azar demasiado gratuito? Imposible saberlo ya, como también imposible saber por qué Adriano no le reprochaba su aventura barata. Pienso que lo hizo, que ese diálogo de puras nadas que subtiende la escena no fue el real, el que nacía de otros hechos y llevaba a algo que sin él parece inconcebible por extremo, por horrible. Vaya a saber, quizá él calló lo que sabía para no delatarme: sí, ¿pero qué importancia iba a tener su relación si casi enseguida…? Valentina, Valentina, Valentina, la delicia de que me lo reprocharas, de que me insultaras, de que estuvieras aquí injuriándome, de que fueras tú gritándome, el consuelo de volver a verte. Valentina de sentir tus bofetadas, tu saliva en mi cara… (Un comprimido entero, esta vez. Ahora mismo, m’hijita).
el más alto, en la popa, y que Dino la había visto y había visto a Adriano a su lado, y que había dejado de remar para mirarla, alzando hacia ella los ojillos astutos llenos de interrogación y probablemente («No insistas, por favor») de rabia celosa. La góndola estaba a pocos metros, se veía cada clavo de cabeza plateada, cada flor, y los modestos herrajes del ataúd («Me haces daño, déjame»). Sintió en el codo la presión insoportable de los dedos de Adriano, y cerró por un segundo los ojos pensando que iba a golpearla. La barca pareció huir bajo sus pies, y la cara de Dino (asombrada, sobre todo, era cómico pensar que el pobre imbécil también se había hecho ilusiones) resbaló vertiginosamente, se perdió bajo el puente. «Ahí voy yo», alcanzó a decirse Valentina, ahí iba ella en ese ataúd, más allá de Dino, más allá de esa mano que le apretaba brutalmente el brazo. Sintió que Adriano hacía un movimiento como para sacar algo, quizá los cigarrillos con el gesto del que busca ganar tiempo, prolongarlo a toda costa. Los cigarrillos o lo que fuera, qué importaba ya si ella iba embarcada en la góndola negra, camino de su isla sin miedo, aceptando por fin la golondrina.
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