Julio
Cortázar
(1914-1984)
Los venenos
(Final del juego, 1956)
El sábado tío Carlos llegó a
mediodía con la máquina de matar hormigas. El día antes había dicho en
la mesa que iba a traerla, y mi hermana y yo esperábamos la máquina
imaginando que era enorme, que era terrible. Conocíamos bien las hormigas
de Bánfield, las hormigas negras que se van comiendo todo, hacen los
hormigueros en la tierra, en los zócalos, o en ese pedazo misterioso
donde una casa se hunde en el suelo, allí hacen agujeros disimulados pero
no pueden esconder su fila negra que va y viene trayendo pedacitos de
hojas, y los pedacitos de hojas eran las plantas del jardín, por eso
mamá y tío Carlos se habían decidido a comprar la máquina para acabar
con las hormigas.
Me acuerdo que mi
hermana vio venir a tío Carlos por la calle Rodríguez Peña, desde lejos
lo vio venir en el tílbury de la estación, y entró corriendo por el
callejón del costado gritando que tío Carlos traía la máquina. Yo
estaba en los ligustros que daban a lo de Lila, hablando con Lila por el
alambrado, contándole que por la tarde íbamos a probar la máquina, y
Lila estaba interesada pero no mucho, porque a las chicas no les importan
las máquinas y no les importan las hormigas, solamente le llamaba la
atención que la máquina echaba humo y que eso iba a matar todas las
hormigas de casa.
Al oír a mi hermana
le dije a Lila que tenía que ir a ayudar a bajar la máquina, y corrí
por el callejón con el grito de guerra de Sitting Bull, corriendo de una
manera que había inventado en ese tiempo y que era correr sin doblar las
rodillas, como pateando una pelota. Cansaba poco y era como un vuelo,
aunque nunca como el sueño de volar que yo siempre tenía entonces, y que
era recoger las piernas del suelo, y con apenas un movimiento de cintura
volar a veinte centímetros del suelo, de una manera que no se puede
contar por lo linda, volar por calles largas, subiendo a veces un poco y
otra vez al ras del suelo, con una sensación tan clara de estar
despierto, aparte que en ese sueño la contra era que yo siempre soñaba
que estaba despierto, que volaba de verdad, que antes lo había soñado
pero esta vez iba de veras, y cuando me despertaba era como caerme al
suelo, tan triste salir andando o corriendo pero siempre pesado, vuelta
abajo a cada salto. Lo único un poco parecido era esta manera de correr
que había inventado, con las zapatillas de goma Keds Champion con puntera
daba la impresión del sueño, claro que no se podía comparar.
Mamá y abuelita ya
estaban en la puerta hablando con tío Carlos y el cochero. Me arrimé
despacio porque a veces me gustaba hacerme esperar, y con mi hermana
miramos el bulto envuelto en papel madera y atado con mucho hilo sisal,
que el cochero y tío Carlos bajaban a la vereda. Lo primero que pensé
fue que era una parte de la máquina, pero en seguida vi que era la
máquina completa, y me pareció tan chica que se me vino el alma a los
pies. Lo mejor fue al entrarla, porque ayudando a tío Carlos me di cuenta
que la máquina pesaba mucho, y el peso me devolvió confianza. Yo mismo
le saqué los piolines y el papel, porque mamá y tío Carlos tenían que
abrir un paquete chico donde venía la lata del veneno, y de entrada ya
nos anunciaron que eso no se tocaba y que más de cuatro habían muerto
retorciéndose por tocar la lata. Mi hermana se fue a un rincón porque se
le había acabado el interés por todo y un poco también por miedo, pero
yo la miré a mamá y nos reímos, y todo aquel discurso era por mí
hermana, a mí me iban a dejar manejar la máquina con veneno y todo.
No era linda, quiero
decir que no era una máquina máquina, por lo menos con una rueda que da
vueltas o un pito que echa un chorro de vapor. Parecía una estufa de
fierro negro, con tres patas combadas, una puerta para el fuego, otra para
el veneno y de arriba salía un tubo de metal flexible (como el cuerpo de
los gusanos) donde después se enchufaba otro tubo de goma con un pico. A
la hora del almuerzo mamá nos leyó el manual de instrucciones, y cada
vez que llegaba a las partes del veneno todos la mirábamos a mi hermana,
y abuelita le volvió a decir que en Flores tres niños habían muerto por
tocar una lata. Ya habíamos visto la calavera en la tapa, y tío Carlos
buscó una cuchara vieja y dijo que ésa sería para el veneno y que las
cosas de la máquina las guardarían en el estante de arriba del cuarto de
las herramientas. Afuera hacía calor porque empezaba enero, y la sandía
estaba helada, con las semillas negras que me hacían pensar en las
hormigas.
Después de la
siesta, la de los grandes porque mi hermana leía el Billiken y yo
clasificaba las estampillas en el patio cerrado, fuimos al jardín y tío
Carlos puso la máquina en la rotonda de las hamacas donde siempre salían
hormigueros. Abuelita preparó brasas de carbón para cargar la hornalla,
y yo hice un barro lindísimo en una batea vieja, revolviendo con la
cuchara de albañil. Mamá y mi hermana se sentaron en las sillas de paja
para ver, y Lila miraba entre el ligustro hasta que le gritamos que
viniera y dijo que la madre no la dejaba pero que lo mismo veía. Del otro
lado del jardín ya se estaban asomando las de Negri, que eran unos casos
y por eso no nos tratábamos. Les decían la Chola, la Ela y la Cufina,
pobres. Eran buenas pero pavas, y no se podía jugar con ellas. Abuelita
les tenía lástima pero mamá no las invitaba nunca a casa porque se
armaban líos con mi hermana y conmigo. Las tres querían mandar la parada
pero no sabían ni rayuela ni bolita ni vigilante y ladrón ni el barco
hundido, y lo único que sabían era reírse como sonsas y hablar de tanta
cosa que yo no sé a quién le podía interesar. El padre era concejal y
tenían Orpington leonadas. Nosotros criábamos Rhode Island que es mejor
ponedora.
La máquina parecía
más grande por lo negra que se la veía entre el verde del jardín y los
frutales. Tío Carlos la cargó de brasas, y mientras tomaba calor eligió
un hormiguero y le puso el pico del tubo; yo eché barro alrededor y lo
apisoné pero no muy fuerte, para impedir el desmoronamiento de las
galerías como decía el manual. Entonces mi tío abrió la puerta para el
veneno y trajo la lata y la cuchara. El veneno era violeta, un color
precioso, y había que echar una cucharada grande y cerrar en seguida la
puerta. Apenas la habíamos echado se oyó como un bufido y la máquina
empezó a trabajar. Era estupendo, todo alrededor del pico salía un humo
blanco, y había que echar más barro y aplastarlo con las manos.
"Van a morir todas", dijo mi tío que estaba muy contento con el
funcionamiento de la máquina, y yo me puse al lado de él con las manos
llenas de barro hasta los codos, y se veía que era un trabajo para que lo
hicieran los hombres.
—¿Cuánto tiempo
hay que fumigar cada hormiguero? —preguntó mamá.
—Por lo menos
media hora —dijo tío Carlos—. Algunos son larguísimos, más de lo
que se cree.
Yo entendí que
quería decir dos o tres metros, porque había tantos hormigueros en casa
que no podía ser que fueran demasiado largos. Pero justo en ese momento
oímos que la Cufina empezaba a chillar con esa voz que tenía que la
escuchaban desde la estación, y toda la familia Negri vino al jardín
diciendo que de un cantero de lechuga salía humo. Al principio yo no lo
quería creer pero era cierto, porque en el mismo momento Lila me avisó
desde los ligustros que en su casa también salía humo al lado de un
duraznero, y tío Carlos se quedó pensando y después fue hasta el
alambrado de los Negri y le pidió a la Chola que era la menos haragana
que echara barro donde salía el humo, y yo salté a lo de Lila y taponé
el hormiguero. Ahora salía humo en otras partes de casa, en el gallinero,
más atrás de la puerta blanca, y al pie de la pared del costado. Mamá y
mi hermana ayudaban a poner barro, era formidable pensar que por debajo de
la tierra había tanto humo buscando salir, y que entre ese humo las
hormigas estaban rabiando y retorciéndose como los tres niños de Flores.
Esa tarde trabajamos
hasta la noche, y a mi hermana la mandaron a preguntar si en la casa de
otros vecinos salía humo. Cuando apenas quedaba luz la máquina se
apagó, y al sacar el pico del hormiguero yo cavé un poco con la cuchara
de albañil y toda la cueva estaba llena de hormigas muertas y tenía un
color violeta que olía a azufre. Eché barro encima como en los
entierros, y calculé que habrían muerto unas cinco mil hormigas por lo
menos. Ya todos se habían ido adentro porque era hora de bañarse y
tender la mesa, pero tío Carlos y yo nos quedamos a repasar la máquina y
a guardarla. Le pregunté si podía llevar las cosas al cuarto de las
herramientas y dijo que sí. Por las dudas me enjuagué las manos después
de tocar la lata y la cuchara, y eso que la cuchara la habíamos limpiado
antes.
Al otro día fue
domingo y vino mi tía Rosa con mis primos, y fue un día en que jugamos
todo el tiempo al vigilante y ladrón con mi hermana y con Lila que tenía
permiso de la madre. A la noche tía Rosa le dijo a mamá si mi primo Hugo
podía quedarse a pasar toda la semana en Bánfield porque estaba un poco
débil de la pleuresía y necesitaba sol. Mamá dijo que sí, y todos
estábamos contentos. A Hugo le hicieron una cama en mi pieza, y el lunes
fue la sirvienta a traer su ropa para la semana. Nos bañábamos juntos y
Hugo sabía más cuentos que yo, pero no saltaba tan lejos. Se veía que
era de Buenos Aires, con la ropa venían dos libros de Salgari y uno de
botánica, porque tenía que preparar el ingreso a primer año. Dentro del
libro venía una pluma de pavorreal, la primera que yo veía, y él la
usaba como señalador. Era verde con un ojo violeta y azul, toda salpicada
de oro. Mi hermana se la pidió pero Hugo le dijo que no porque se la
había regalado la madre. Ni siquiera se la dejó tocar, pero a mí sí
porque me tenía confianza y yo la agarraba del canuto.
Los primeros días,
como tío Carlos trabajaba en la oficina no volvimos a encender la
máquina, aunque yo le había dicho a mamá que si ella quería yo la
podía hacer andar. Mamá dijo que mejor esperáramos al sábado, que
total no había muchos almácigos esa semana y que no se veían tantas
hormigas como antes.
—Hay unas cinco
mil menos —le dije yo, y ella se reía pero me dio la razón. Casi mejor
que no me dejara encender la máquina, así Hugo no se metía, porque era
de esos que todo lo saben y abren las puertas para mirar adentro. Sobre
todo con el veneno mejor que no me ayudara.
A la siesta nos
mandaban quedarnos quietos, porque tenían miedo de la insolación. Mí
hermana desde que Hugo jugaba conmigo venía todo el tiempo con nosotros,
y siempre quería jugar de compañera con Hugo. A las bolitas yo les
ganaba a los dos, pero al balero Hugo no sé cómo se las sabía todas y
me ganaba. Mi hermana lo elogiaba todo el tiempo y yo me daba cuenta que
lo buscaba para novio, era cosa de decírselo a mamá para que le plantara
un par de bifes, solamente que no se me ocurría cómo decírselo a mamá,
total no hacían nada malo. Hugo se reía de ella pero disimulando, y yo
en esos momentos lo hubiera abrazado, pero era siempre cuando estábamos
jugando y había que ganar o perder pero nada de abrazos.
La siesta duraba de
dos a cinco, y era la mejor hora para estar tranquilos y hacer lo que uno
quería. Con Hugo revisábamos las estampillas y yo le daba las repetidas,
le enseñaba a clasificarlas por países, y él pensaba al otro año tener
una colección como la mía pero solamente de América. Se iba a perder
las de Camerún que son con animales, pero él decía que así las
colecciones son más importantes. Mi hermana le daba la razón y eso que
no sabía si una estampilla estaba del derecho o del revés, pero era para
llevarme la contra. En cambio Lila que venía a eso de las tres, saltando
por los ligustros, estaba de mi parte y le gustaban las estampillas de
Europa. Una vez yo le había dado a Lila un sobre con todas estampillas
diferentes, y ella siempre me lo recordaba y decía que el padre le iba a
ayudar en la colección pero que la madre pensaba que eso no era para
chicas y tenía microbios, y el sobre estaba guardado en el aparador.
Para que no se
enojaran en casa por el ruido, cuando llegaba Lila nos íbamos al fondo y
nos tirábamos debajo de los frutales. Las de Negri también andaban por
el jardín de ellas, y yo sabía que las tres estaban locas con Hugo y se
hablaban a gritos y siempre por la nariz, y la Cufina sobre todo se la
pasaba preguntando: “¿Y dónde está el costurero con los hilos?” y
la Ela le contestaba no sé qué, entonces se peleaban pero a propósito
para llamar la atención, y menos mal que de ese lado los ligustros eran
tupidos y no se veía mucho. Con Lila nos moríamos de risa al oírlas, y
Hugo se tapaba la nariz y decía: “¿Y dónde está la pavita para el
mate?” Entonces la Chola que era la mayor decía: “¿Vieron chicas
cuántos groseros hay este año?”, y nosotros nos metíamos pasto en la
boca para no reírnos fuerte, porque lo bueno era dejarlas con las ganas y
no seguírsela, así después cuando nos oían jugar a la mancha rabiaban
mucho más y al final se peleaban entre ellas hasta que salía la tía y
las mechoneaba y las tres se iban adentro llorando.
A mí me gustaba
tener de compañera a Lila en los juegos, porque entre hermanos a uno no
le gusta jugar si hay otros, y mi hermana lo buscaba en seguida a Hugo de
compañero. Lila y yo les ganábamos a las bolitas, pero a Hugo le gustaba
más el vigilante y ladrón y la escondida, siempre había que hacerle
caso y jugar a eso, pero también era formidable, solamente que no
podíamos gritar y los juegos así sin gritos no valen tanto. A la
escondida casi siempre me tocaba contar a mi, no sé por qué me
engañaban vuelta a vuelta, y piedra libre uno detrás de otro. A las
cinco salía abuelita y nos retaba porque estábamos sudados y habíamos
tomado demasiado sol, pero nosotros la hacíamos reír y le dábamos
besos, hasta Hugo y Lila que no eran de casa. Yo me fijé en esos días
que abuelita iba siempre a mirar el estante de las herramientas, y me di
cuenta que tenía miedo de que anduviéramos hurgando con las cosas de la
máquina. Pero a nadie se le iba a ocurrir una pavada así, con lo de los
tres niños de Flores y encima la paliza que nos iban a dar.
A ratos me gustaba
quedarme solo, y en esos momentos ni siquiera quería que estuviera Lila.
Sobre toda al caer la tarde, un rato antes que abuelita saliera con su
batón blanco y se pusiera a regar el jardín. A esa hora la tierra ya no
estaba tan caliente, pero las madreselvas olían mucho y también los
canteros de tomates donde había canaletas para el agua y bichos distintos
que en otras partes. Me gustaba tirarme boca abajo y oler la tierra,
sentirla debajo de mí, caliente con su olor a verano tan distinto de
otras veces. Pensaba en muchas cosas, pero sobre todo en las hormigas,
ahora que había visto lo que eran los hormigueros me quedaba pensando en
las galerías que cruzaban por todos lados y que nadie veía. Como las
venas en mis piernas, que apenas se distinguían debajo de la piel, pero
llenas de hormigas y misterios que iban y venían. Si uno comía un poco
de veneno, en realidad venía a ser lo mismo que el humo de la máquina,
el veneno andaba por las venas del cuerpo igual que el humo en la tierra,
no había mucha diferencia.
Después de un rato
me cansaba de estar solo y estudiar los bichos de los tomates. Iba a la
puerta blanca, tomaba impulso y me largaba a la carrera como Buffalo Bill,
y al llegar al cantero de las lechugas lo saltaba limpio y ni tocaba el
borde de gramilla. Con Hugo tirábamos al blanco con la Diana de aire
comprimido, o jugábamos en las hamacas cuando mi hermana o a veces Lila
salían de bañarse y venían a las hamacas con ropa limpia. También Hugo
y yo nos íbamos a bañar, y a última hora salíamos todos a la vereda, o
mi hermana tocaba el piano en la sala y nosotros nos sentábamos en la
balaustrada y veíamos volver a la gente del trabajo hasta que llegaba
tío Carlos y todos lo íbamos a saludar y de paso a ver si traía algún
paquete con hilo rosa o el Billiken. Justamente una de esas veces
al correr a la puerta fue cuando Lila se tropezó en una laja y se
lastimó la rodilla. Pobre Lila, no quería llorar pero le saltaban las
lágrimas y yo pensaba en la madre que era tan severa y le diría machona
y de todo cuando la viera lastimada. Hugo y yo hicimos la sillita de oro y
la llevamos del lado de la puerta blanca mientras mi hermana iba a
escondidas a buscar un trapo y alcohol. Hugo se hacía el comedido y
quería curarla a Lila, lo mismo mi hermana para estar con Hugo, pero yo
los saqué a empujones y le dije a Lila que aguantara nada más que un
segundo, y que si quería cerrara los ojos. Pero ella no quiso y mientras
yo le pasaba el alcohol ella lo miraba fijo a Hugo como para mostrarle lo
valiente que era. Yo le soplé fuerte en la lastimadura y con la venda
quedó muy bien y no le dolía.
—Mejor andate en
seguida a tu casa —le dijo mi hermana—, así tu mamá no se cabrea.
Después que se fue
Lila yo me empecé a aburrir con Hugo y mi hermana que hablaban de
orquestas típicas, y Hugo había visto a De Caro en un cine y silbaba
tangos para que mi hermana los sacara en el piano. Me fui a mi cuarto a
buscar el álbum de las estampillas, y todo el tiempo pensaba que la madre
la iba a retar a Lila y que a lo mejor estaba llorando o que se le iba a
infectar la matadura como pasa tantas veces. Era increíble lo valiente
que había sido Lila con el alcohol, y cómo lo miraba a Hugo sin llorar
ni bajar la vista.
En la mesa de luz
estaba la botánica de Hugo, y asomaba el canuto de la pluma de pavorreal.
Como él me la dejaba mirar la saqué con cuidado y me puse al lado de la
lámpara para verla bien. Yo creo que no había ninguna pluma más linda
que ésa. Parecía las manchas que se hacen en el agua de los charcos,
pero no se podía comparar, era muchísimo más linda, de un verde
brillante como esos bichos que viven en los damascos y tienen dos antenas
largas con una bolita peluda en cada punta. En medio de la parte más
ancha y más verde se abría un ojo azul y violeta, todo salpicado de oro,
algo como no se ha visto nunca. Yo de golpe me daba cuenta por qué se
llamaba pavorreal, y cuanto más la miraba más pensaba en cosas raras,
como en las novelas, y al final la tuve que dejar porque se la hubiera
robado a Hugo y eso no podía ser. A lo mejor Lila estaba pensando en
nosotros, sola en su casa (que era oscura y con sus padres tan severos)
cuando yo me divertía con la pluma y las estampillas. Mejor guardar todo
y pensar en la pobre Lila tan valiente.
Por la noche me
costó dormirme, no sé por qué. Se me había metido en la cabeza que
Lila no estaba bien y que tenía fiebre. Me hubiera gustado pedirle a
mamá que fuera a preguntarle a la madre pero no se podía, primero con
Hugo que se iba a reír, y después que mamá se enojaría si se enteraba
de la lastimadura y que no le habíamos avisado. Me quise dormir tantas
veces pero no podía, y al final pensé que lo mejor era ir por la mañana
a lo de Lila y ver cómo estaba, o llamar por el ligustro. Al final me
dormí pensando en Lila y Buffalo Bill y también en la máquina de las
hormigas, pero sobre todo en Lila.
Al otro día me
levanté antes que nadie y fui a mi jardín, que estaba cerca de las
glicinas. Mi jardín era un cantero nada más que mío, que abuelita me
había dado para que yo hiciese lo que quisiera. Una vez planté alpiste,
después batatas, pero ahora me gustaban las flores y sobre todo mi
jazmín del Cabo, que es el de olor más fuerte sobre todo de noche, y
mamá siempre decía que mi jazmín era el más lindo de la casa. Con la
pala fui cavando despacio alrededor del jazmín, que era lo mejor que yo
tenía, y al final lo saqué con toda la tierra pegada a la raíz. Así
fui a llamarla a Lila que también estaba levantada y no tenía casi nada
en la rodilla.
—¿Hugo se va
mañana? —me preguntó, y le dije que sí, porque tenía que seguir
estudiando en Buenos Aires el ingreso a primer año. Le dije a Lila que le
traía una cosa y ella me preguntó qué era, y entonces por entre el
ligustro le mostré mi jazmín y le dije que se lo regalaba y que si
quería la iba a ayudar a hacerse un jardín para ella sola. Lila dijo que
el jazmín era muy lindo, y le pidió permiso a la madre y yo salté el
ligustro para ayudarla a plantarlo. Elegimos un cantero chico, arrancamos
unos crisantemos medio secos que había, y yo me puse a puntear la tierra,
a darle otra forma al cantero, y después Lila me dijo dónde le gustaba
que estuviera el jazmín, que era en el mismo medio. Yo lo planté,
regamos con la regadera y el jardín quedó muy bien. Ahora yo tenía que
conseguir un poco de gramilla, pero no había apuro. Lila estaba muy
contenta y no le dolía nada la lastimadura. Quería que Hugo y mi hermana
vieran en seguida lo que habíamos hecho, y yo los fui a buscar justo
cuando mamá me llamaba para el café con leche. Las de Negri andaban
peleándose en el jardín, y la Cufina chillaba como siempre. No sé cómo
podían pelearse con una mañana tan linda.
El sábado por la
tarde Hugo se tenía que volver a Buenos Aires y yo dentro de todo me
alegré porque tío Carlos no quería encender la máquina ese día y lo
dejó para el domingo. Mejor que estuviéramos él y yo solamente, no
fuera la mala pata que Hugo se saliera envenenando o cualquier cosa. Esa
tarde lo extrañé un poco porque ya me había acostumbrado a tenerlo en
mi cuarto, y sabía tantos cuentos y aventuras de memoria. Pero peor era
mi hermana que andaba por toda la casa como sonámbula, y cuando mamá le
preguntó qué le pasaba dijo que nada, pero ponía una cara que mamá se
quedó mirándola y al final se fue diciendo que algunas se creían más
grandes de lo que eran y eso que ni sonarse solas sabían. Yo encontraba
que mí hermana se portaba como una estúpida, sobre todo cuando la vi que
con tiza de colores escribía en el pizarrón del patio el nombre de Hugo,
lo borraba y lo escribía de nuevo, siempre con otros colores y otras
letras, mirándome de reojo, y después hizo un corazón con una flecha y
yo me fui para no pegarle un par de bifes o ir a decírselo a mamá. Para
peor esa tarde Lila se había vuelto a su casa temprano, diciendo que la
madre no la dejaba quedarse por culpa de la lastimadura. Hugo le dijo que
a las cinco venían a buscarlo de Buenos Aires, y que por qué no se
quedaba hasta que él se fuera, pero Lila dijo que no podía y se fue
corriendo y sin saludar. Por eso cuando lo vinieron a buscar, Hugo tuvo
que ir a despedirse de Lila y la madre, y después se despidió de
nosotros y se fue muy contento diciendo que volvería al otro fin de
semana. Esa noche yo me sentí un poco solo en mi cuarto, pero por otro
lado era una ventaja sentir que todo era de nuevo mío, y que Podía
apagar la luz cuando me daba la gana.
El domingo al
levantarme oí que mamá hablaba por el alambrado con el señor Negri. Me
acerqué a decir buen día y el señor Negri estaba diciéndole a mamá
que en el cantero de las lechugas donde salía el humo el día que
probamos la máquina, todas las lechugas se estaban marchitando. Mamá le
dijo que era muy raro porque en el prospecto de la máquina decía que el
humo no era dañino para las plantas, y el señor Negri le contestó que
no hay que fiarse de los prospectos, que lo mismo es con los remedios que
cuando uno lee el prospecto se va a curar de todo y después a lo mejor
acaba entre cuatro velas. Mamá le dijo que podía ser que alguna de las
chicas hubiera echado agua de jabón en el cantero sin querer (pero yo me
di cuenta que mamá quería decir a propósito, de chusmas que eran y para
buscar pelea) y entonces el señor Negri dijo que iba a averiguar pero que
en realidad si la máquina mataba las plantas no se veía la ventaja de
tomarse tanto trabajo. Mamá le dijo que no iba a comparar unas lechugas
de mala muerte con el estrago que hacen las hormigas en los jardines, y
que por la tarde la íbamos a encender, y si veían humo que avisaran que
nosotros iríamos a tapar los hormigueros para que ellos no se molestaran.
Abuelita me llamó para tomar el café y no sé qué más se dijeron, pero
yo estaba entusiasmado pensando que otra vez íbamos a combatir las
hormigas, y me pasé la mañana leyendo Raffles aunque no me gustaba tanto
como Buffalo Bill y muchas otras novelas.
A mí hermana se le
había pasado la loca y andaba cantando por toda la casa, en una de esas
le dio por pintar con los lápices de colores y vino adonde yo estaba, y
antes de darme cuenta ya había metido la nariz en lo que yo hacía, y
justo por casualidad yo acababa de escribir mi nombre, que me gustaba
escribirlo en todas partes, y el de Lila que por pura casualidad había
escrito al lado del mío. Cerré el libro pero ella ya había leído y se
puso a reír a carcajadas y me miraba como con lástima, y yo me le fui
encima pero ella chilló y oí que mamá se acercaba, entonces me fui al
jardín con toda la rabia. En el almuerzo ella me estuvo mirando con burla
todo el tiempo, y me hubiera encantado pegarle una patada por abajo de la
mesa, pero era capaz de ponerse a gritar y a la tarde íbamos a encender
la máquina, así que me aguanté y no dije nada. A la hora de la siesta
me trepé al sauce a leer y a pensar, y cuando a las cuatro y media salió
tío Carlos de dormir, cebamos mate y después preparamos la máquina, y
yo hice dos palanganas de barro. Las mujeres estaban adentro y hacía
calor, sobre todo al lado de la máquina que era a carbón, pero el mate
es bueno para eso si se toma amargo y muy caliente.
Habíamos elegido la
parte del fondo del jardín cerca de los gallineros, porque parecía que
las hormigas se estaban refugiando en esa parte y hacían mucho estrago en
los almácigos. Apenas pusimos el pico en el hormiguero más grande
empezó a salir humo por todas partes, y hasta por entre los ladrillos del
piso del gallinero salía. Yo iba de un lado a otro taponando la tierra, y
me gustaba echar el barro encima y aplastarlo con las manos hasta que
dejaba de salir el humo. Tío Carlos se asomó al alambrado de las de
Negri y le preguntó a la Chola, que era la menos sonsa, si no salía humo
en su jardín, y la Cufina armaba gran revuelo y andaba por todas partes
mirando porque a tío Carlos le tenían mucho respeto, pero no salía humo
del lado de ellas. En cambio oí que Lila me llamaba y fui corriendo al
ligustro y la vi que estaba con su vestido de lunares anaranjados que era
el que más me gustaba, y la rodilla vendada. Me gritó que salía humo de
su jardín, el que era solamente suyo, y yo ya estaba saltando el
alambrado con una de las palanganas de barro mientras Lila me decía
afligida que al ir a ver su jardín había oído que hablábamos con las
de Negri y que entonces justo al lado de donde habíamos plantado el
jazmín empezaba a salir humo. Yo estaba arrodillado echando barro con
todas mis fuerzas. Era muy peligroso para el jazmín recién trasplantado
y ahora con el veneno tan cerca, aunque el manual decía que no. Pensé si
no podría cortar la galería de las hormigas unos metros antes del
cantero, pero antes de nada eché el barro y taponé la salida lo mejor
que pude. Lila se había sentado a la sombra con un libro y me miraba
trabajar. Me gustaba que me estuviera mirando, y puse tanto barro que
seguro por ahí no iba a salir más humo. Después me acerqué a
preguntarle dónde había una pala para ver de cortar la galería antes
que llegara al jazmín con todo el veneno. Lila se levantó y fue a buscar
la pala, y como tardaba yo me puse a mirar el libro que era de cuentos con
figuras, y me quedé asombrado al ver que Lila también tenía una pluma
de pavorreal preciosa en el libro, y que nunca me había dicho nada. Tío
Carlos me estaba llamando para que taponara otros agujeros, pero yo me
quedé mirando la pluma que no podía ser la de Hugo pero era tan
idéntica que parecía del mismo pavorreal, verde con el ojo violeta y
azul, y las manchitas de oro. Cuando Lila vino con la pala le pregunté de
dónde había sacado la pluma, y pensaba contarle que Hugo tenía una
idéntica. Casi no me di cuenta de lo que me decía cuando se puso muy
colorada y contestó que Hugo se la había regalado al ir a despedirse.
—Me dijo que en su
casa hay muchas —agregó como disculpándose pero no me miraba, y tío
Carlos me llamó más fuerte del otro lado de los ligustros y yo tiré la
pala que me había dado Lila y me volví al alambrado, aunque Lila me
llamaba y me decía que otra vez estaba saliendo humo en su jardín.
Salté el alambrado y desde casa por entre los ligustros la miré a Lila
que estaba llorando con el libro en la mano y la pluma que asomaba apenas,
y vi que el humo salía ahora al lado mismo del jazmín, todo el veneno
mezclándose con las raíces. Fui hasta la máquina aprovechando que tío
Carlos hablaba de nuevo con las de Negri, abrí la lata del veneno y eché
dos, tres cucharadas llenas en la máquina y la cerré; así el humo
invadía bien los hormigueros y mataba todas las hormigas, no dejaba ni
una hormiga viva en el jardín de casa.
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