José Donoso
(Santiago, Chile, 1924 - Santiago, Chile, 1996)
Coronación (1957)
(Santiago: Nascimento, 1957)
Para CARMEN ORREGO MONTES
PRIMERA PARTE
El Regalo
1
Rosario mantuvo la puerta de par en par mientras el muchacho apoyaba la bicicleta en los peldaños que subían desde el jardín hasta la cocina, y lo dejó entrar con el canasto repleto de tarros, paquetes de tallarines, verduras y botellas. Dando un bufido, depositó su carga sobre el mármol de la mesa. Y al verlo quedarse con los ojos fijos en el vapor de la cacerola después de vaciar el canasto pausadamente, Rosario adivinó que algo le sucedía, que tal vez quisiera pedirle un favor o hacerle una confidencia, ya que había desaparecido su habitual atolondramiento de pequeño coleóptero oscuro y movedizo. Entre todos los muchachos que repartían las provisiones del Emporio Fornino, la cocinera, de ordinario seca y agria, siempre prefirió a éste, por ser el único que se mostraba consciente del vínculo que la unía al Emporio. A pesar de su larga viudez, nada halagaba tanto a Rosario como que se la considerara unida aún a tan prestigiosa institución, ya que Fructuoso Arenas había sido empleado de Fornino antes de casarse con ella y pasar a ser jardinero de misiá Elisa Grey de Ábalos.
—¿Qué le pasa, Ángel?
Ángel recorrió la cocina enorme con la vista ensombrecida, paseándola lentamente por el escuadrón de frascos y ollas en orden perfecto sobre las repisas. Respondió:
—Es que don Segundo me agarró ley…
—Es que usted es tan revoltoso, pues Ángel…
—Si no, señora Rosario, si los otros cabros la revuelven igual que yo no más. Es que me agarró ley. Y nada más porque soy amigo del Mario, usted lo conoce, ese cabro alto que tiene reloj con pulsera de oro.
—Ah, sí, es harto diablo ese Mario, a mí no me gusta. Parece que no le tuviera nadita de consideración a una. ¿Y Segundo por qué no le tiene ley? Está más mañoso…
—Bueno, es que el otro día lo pillaron que se quedó con un paquete que la vieja del 213 no había cobrado. Yo le dije al Mario que no se lo robara, a mí no me gustan esas cuestiones, pero lo pillaron, y don Segundo lo quiere echar por ladrón… y parece que me quiere echar a mí también, porque soy amigo del Mario.
La voz de Ángel se fue apagando hasta no ser más que un susurro desalentado. De pronto miró a Rosario, parpadeó como si quisiera llorar, y dijo:
—Y usted que es tan considerada allá en el Emporio, ¿por qué no le echa una habladita a don Segundo? No sé qué le voy a decir a mi vieja si me echan de la pega…
Rosario no tuvo que pensarlo dos veces para decir resueltamente:
—Claro. A mí me tiene que hacer caso no más Segundo. El puesto que le dieron cuando entró a Fornino se lo debe a mi Fructuoso, así que…
Ángel se animó entero. Con un gesto de la cabeza volcó hacia atrás el mechón de pelo negro que le había caído sobre la frente. Acordaron que dentro de dos días debía venir para saber el resultado de la entrevista con don Segundo; el muchacho se despidió, y bajando los escalones con un brinco tomó su bicicleta. La condujo por los senderos del jardín, y al pasar cerca de la desvencijada poltrona de mimbre en que reposaba don Andrés Ábalos, nieto de la dueña de casa, Ángel le hizo una discreta venia antes de abrir la verja y partir pedaleando calle abajo.
A pesar de que hacía más de un cuarto de hora que don Andrés estaba sentado allí, en la sombra verde del tilo, no podía resolverse a abrir el periódico plegado encima de sus rodillas. La necesidad de responder al saludo del muchacho por lo menos con una inclinación de cabeza rescató al caballero de caer en la modorra completa, y entonces, para despabilarse, estiró sus brazos y sus largas piernas enfundadas en los pulcros pantalones grises que convenían a un hombre de sus años y situación. Su garganta emitió un sonido, un runruneo casi, como si todo su ser crujiera de placentera somnolencia. Debilísimos impulsos de desdoblar esas páginas nuevas, fragantes a tinta de imprenta, rozaron su voluntad, pero gustoso los dejó desviarse y no lo hizo. Culpa, sin duda, de aquel vaso de vino que no pudo resistirse a beber después del postre. ¡Pero los postres de Rosario eran tan exquisitos y de tan liviano aspecto que era fácil dejarse engañar y devorar plato tras plato! Entonces, claro, resultaba imposible prescindir de un buen vaso de vino para rematar, y durante la hora siguiente hasta el esfuerzo más trivial se hacía impensable. Por suerte que allí, descansando en la isla de esa sombra fragante y poblada de ruidos levísimos, de vuelos de insectos, de crujidos casi imperceptibles de hojas frescas y tallos tiernos, nada lo llamaba a hacer esfuerzos. Era suficiente mantener abierto apenas un resquicio de sus sentidos para inundarse entero de la complacencia brindada por la atmósfera, por la luz que al caer navegando entre las ramas encendía medallones en el brillo espléndido de sus zapatos negros, y por la tibieza justa de esa hora en el jardín apacible de la casa de su abuela.
Era verdad que tanto la casa como sus habitantes estaban viejos y rodeados de olvido, pero quizás gracias a ese vaso de vino o a la generosa hora del sol sobre la fachada, a don Andrés le fue fácil desechar pensamientos melancólicos. La casa donde misiá Elisa Grey de Ábalos vivía con sus dos ancianas criadas, Lourdes y Rosario, era un chalet adornado con balcones, perillas y escalinatas, en medio de un vasto jardín húmedo con dos palmeras, una a cada lado de la entrada. Además de los dos pisos, arriba había otro piso oculto por mansardas confitadas con un sinfín de torrecitas almenadas y recortes de madera. La casa tenía un defecto: estaba orientada con tan poco acierto que la fachada recibía luz escasas horas porque el sol aparecía detrás de ella en la mañana, y en la tarde la sombra del cerro vecino caía temprano. En otra época era costumbre pintar la fachada todos los años cerca del dieciocho de septiembre, como asimismo los rosales, de blanco abajo y rojos en la punta. Pero rosales ya no iban quedando y todo envejecía muy descuidado. Dos o tres gatos se asoleaban junto a la urna de mampostería, al pie de las gradas, pero afilarse las garras en el agave que contenía era imposible ya, porque la planta estaba seca desde hacía mucho tiempo, seca o podrida o apolillada. Era frecuente ver que las gallinas invadían el jardín, cloqueando y picoteando por los senderos de conchuela y por los bordes del boj enano que antes, cuando Fructuoso vivía, se hallaban tan esmeradamente recortados. Pero Fructuoso había muerto unos buenos quince años atrás, y tal vez por deferencia a su viuda jamás se llegó a tomar otro jardinero. ¡Qué se iba a hacer! Los años pasaban y ya no valía la pena preocuparse. Misiá Elisita no salía de su alcoba desde el decenio anterior, levantándose de su lecho rarísima vez; ni siquiera para su santo y su cumpleaños, las únicas ocasiones en que recibía visitas. Ahora acudía muy poca gente a verla, aun para esas solemnidades. En realidad, fuera del doctor Gros, médico de cabecera de la nonagenaria, y de inesperadas ancianas de camafeo y bastón, las únicas personas que entraban a la casa eran los muchachos del Emporio Fornino que repartían las provisiones en bicicleta.
Don Andrés se dijo que debía hacer un esfuerzo para reaccionar y abrir el periódico. Sólo logró llegar a pasarse las manos por la calva y cruzarlas sobre la pequeña panza que sus años sedentarios venían ciñendo a su cintura. Era frecuente que Lourdes tratara de consolarlo por la mala distribución de los kilos aumentados, asegurándole:
—Pero don Andresito, si la gordura es parte de la hermosura.
El caballero miraba el ruedo desmesurado de la minúscula sirvienta y no se convencía.
Su holgadísima situación financiera, que jamás le exigió otra cosa que firmar vagos papelorios de vez en cuando, lo había redimido de la necesidad de trabajar, mientras que su temperamento tranquilo y libresco lo había salvado de toda vicisitud sórdida, con un despliegue igualmente escaso de esfuerzo. Sin contar esa discreta abundancia en el vientre, que delataba su incapacidad de moderarse ante las seducciones ofrecidas por la buena mesa, los cincuenta y tantos años fueron deferentes con su físico. Su rostro encumbrado en la cima del cuello, nervudo aún bajo un poco de pellejo suelto, había conservado perfiles firmes, la nariz corva, el mentón noblemente dibujado, y detrás de las gafas sus ojos de un azul ya descolorido nunca brillaban muy lejos de la sonrisa. Si bien poseía escasos agrados en la vida, éstos, por ser elegidos con la libertad proporcionada por su situación y su temperamento, eran considerables: leer historia de Francia, hacer más y más preciosa su colección de bastones, mantenerse informado acerca de los advenedizos que movían la política interna del momento, a quienes comentaba incansablemente en el Club de la Unión con los pocos y —¡ay, no podía negarlo!— aburridísimos amigos que le iban quedando.
Don Andrés no recordaba la casa de su abuela sin Lourdes y Rosario. Sin embargo, una intimidad mayor y más afectuosa lo unía a Lourdes, porque la cocinera, a pesar de sus postres magistrales, siempre se le antojó un alquimista de alma refractaria a todo lo que no fuera sondear comprometedores secretos en el laboratorio de su inmaculada cocina. Además, como era Rosario quien pedía las provisiones semanales al Emporio Fornino, ese vínculo con el mundo exterior y con su pasado conyugal cimentaba en ella, cada día más, un convencimiento de su propia importancia que llevaba escrito en la tiesura de su labio superior y en la agresividad de su bigote de virago.
Como las relaciones de Lourdes con el mundo exterior siempre habían sido casi nulas, y el papel que desempeñaba en la casa, además de liviano, incierto, sus intereses se volcaron por completo hacia la familia Ábalos. Era ducha en parentescos, en fechas de nacimiento, en quién se casó con quién, cuándo y dónde y por qué. Como no era raro que a menudo resultara difícil para don Andrés mantener un grado mínimo de ecuanimidad en sus relaciones con su abuela, pasaba gran porción de esa tarde a la semana que destinaba a visitarla, charlando con Lourdes. Ésta, íntima y celadora, no perdía ocasión para amonestarlo por no casarse y, sobre todo, por la vida licenciosa que un soltero de su fortuna e independencia sin duda llevaba. Andrés se sonrojaba cada vez —se había sonrojado durante años—, sin poder más que protestar:
—¡Estás loca, mujer! ¡Cómo se te puede ocurrir!
Pero Lourdes movía la cabeza melancólicamente, sin creerle ni una palabra.
Lourdes se tomaba un mes de vacaciones todos los veranos, y lo pasaba en casa de su cuñado, que era inquilino en un fundo de la zona viñera. Pero como sus cuarenta o más años al servicio de misiá Elisita la habían habituado a la vida de la capital —aunque jamás salía de la casa—, generalmente se impacientaba por volver a la regalada vida santiaguina, porque el campo la agotaba con el trabajo en que, pese a las protestas de sus parientes, insistía en tomar parte, y con la estrechez de la casa mísera. Resultado, su mes de vacaciones nunca duraba más de quince o veinte días.
Así, días antes, había llegado un telegrama de la criada anunciando su regreso para esa tarde. Con el fin de darle la bienvenida, don Andrés acudió a casa de su abuela no obstante haber pasado otra tarde allí esa misma semana. El caballero miró su reloj. Faltaban cinco minutos a lo sumo para que Lourdes llegara, tomando en cuenta el tiempo que el taxi tardaría desde la estación.
Suspiró con alivio. Lourdes estaría de vuelta pronto, y con ella, según lo anunciado en su carta, la cuidadora para misiá Elisita. Era corriente que las cuidadoras de la anciana duraran poco a su servicio: todas partían humilladas después de corto tiempo, furiosas con las crueles sorpresas reservadas por un paciente de tan inofensiva apariencia. Precisamente una semana antes de que Lourdes saliera de vacaciones, la mujer que estaba a cargo de la enferma había abandonado su empleo al cabo de sólo dos meses. Esta crisis dio un objetivo cabal a las vacaciones de la atribulada sirvienta: el de cobrar a su cuñado la palabra empeñada por su mujer en su lecho de muerte —regalarle a Estela, la menor de sus hijas—. Ahora que Estela tenía diecisiete años, Lourdes se sabía con pleno derecho a hacer de ella su salvación en un momento de tan dura crisis. Sólo cuando esta muchacha llegara, misiá Elisita dejaría de ser una persona temible. Por lo menos por un tiempo, hasta que, desesperada como todas las demás, la joven partiera dejando que la suerte de su abuela cayera sobre sus hombros, que ya estaban comenzando a cansarse.
Sin embargo, don Andrés Ábalos no podía negarse que esa única tarde a la semana que pasaba junto a la enferma en el caserón húmedo era de importancia para él, le aportaba algo, algo distinto y tal vez de un orden superior a la trama usual de su vida. Era… bueno, era como si agradeciera a este único pariente que le iba quedando el serle causa de ansiedad verdadera, el hacerlo sentir y sufrir más allá de toda lógica, porque la anciana representaba el lazo más absurdo y precario con la realidad emocional de la existencia. Él ya no tenía otros lazos. Además, no osaría confesarse completamente solo hasta que la señora falleciera. Era su virtud que la larguísima enfermedad de misiá Elisita le enseñara más que nada a contemplar ese día, sin duda muy cercano, con un grado ínfimo de zozobra.
En el momento en que don Andrés por fin se había dispuesto a abrir el periódico para ahuyentar ese atisbo de pensamiento desagradable, un taxi se detuvo en la calle y Lourdes bajó acompañada de una muchacha que no podía ser otra que Estela. Entraron en el jardín cargadas de atados, ramos de flores, canastos, paquetes.
—¡Qué buena moza vienes, mujer! —exclamó el caballero cuando se acercaron—. ¡Qué colores! ¡Pareces de quince!
—¡Ay, don Andresito! Me duele el lomo de tanto andar sentada todo el día. Una ya no está para estos trotes…
Las mujeres depositaron su equipaje en el suelo. Estela se hallaba detenida detrás de su tía, casi como si quisiera ocultarse. Eran las cinco de la tarde. Extendiéndose por el jardín, la sombra del cerro ya las iba a alcanzar.
—Ven… —dijo Lourdes a su sobrina—. Voy a presentarte a don Andrés.
Estela saludó apenas, seria, sin levantar la vista de sus grandes zapatos nuevos. Lo llamó «patrón». ¡Patrón! Era el colmo en esta época y en un país civilizado, reflexionó él, a quien sus amigos en el Club consideraban quizás demasiado democrático, lo que no dejaba de enorgullecerlo.
El aspecto de la muchacha le pareció notablemente poco agraciado. Observándola con más detenimiento, sin embargo, don Andrés concluyó que no tenía derecho a esperar otra cosa de una campesinita. Pero era fuerte y bien formada, con un curioso color cobrizo opaco y cálido esparcido sin matices sobre los labios gruesos, sobre los pómulos levemente alzados, sobre los párpados gachos que ocultaban ranuras húmedas y oblicuas bajo el espesor de las pestañas, sobre las manos toscas. Don Andrés observó que sólo el dorso de la mano era cobrizo como el resto de la piel; la palma era unos tonos más clara, un poco rosada, como… como si estuviera más desnuda que el resto de la piel de la muchacha. Un escalofrío de desagrado recorrió a don Andrés. En fin, el aspecto de la pobre sirvientita ganaría bastante con el delantal blanco de uniforme, y a su modo quizás llegara a verse bonitilla.
—¿Sabes leer?
—Sí, patrón…
—Si es de lo más buena la rural que hay allá en el campo —replicó Lourdes, sonriendo hasta que sus ojillos quedaron convertidos en dos puntitos de satisfacción detrás de los lentes que se resbalaban por su exigua nariz.
El caballero hizo las preguntas de rigor para demostrar tanto a Estela como a sí mismo que, si bien era patrón, era humano y estaba vivamente interesado por el bienestar de los que de él dependían. ¿Estaría contenta en Santiago? ¿Llegaría a acostumbrarse a la vida de la ciudad? ¿No extrañaría a su familia, a sus amigos? Hizo votos para que el tiempo que pasara cuidando a la enferma le resultara grato y fuera prolongado. Cuando le dijo la cifra de su sueldo, las facciones de la muchacha no se alteraron, pero en alguna parte de ese rostro hermético había ahora una sonrisa.
—Llévatela y anda a instalarla —dijo don Andrés.
Y Lourdes, seguida por su sobrina cargada con canastos y envoltorios, partió rumbo a la puerta de la cocina.
Suspirando, don Andrés abrió el periódico. Era un alivio estar por fin seguro de haber encontrado a la persona indicada para que se hiciera cargo de su abuela. Alguien a quien no iba a ser necesario explicar nada de lo trágico de la situación, porque eso sólo la confundiría. En esta muchacha adivinaba esa capacidad de aceptación muda de los campesinos, esa entrega a cualquier circunstancia, por dura que fuera. Y por eso no sufriría como las demás cuidadoras. Estela era un ser demasiado primitivo, su sensibilidad completamente sin forma. En cambio, aprovecharía incontables ventajas, ya que lo tenía todo por aprender. Sí, era la persona justa, única, mejor que la docena de cuidadoras de las más variadas especies, incluso monjas, que en vano había probado durante los últimos años.
Sólo Lourdes y Rosario eran capaces de soportar a misiá Elisita, aunque rara vez se aventuraban al cuarto de la enferma en sus momentos malos. Por lo demás, casi no se las podía considerar sirvientas, puesto que el abuelo Ramón les había dejado generosas herencias a condición de acompañar a su viuda hasta que muriera. Condición innecesaria, porque ambas mujeres se hubieran quedado con misiá Elisita aun sin legados. Éste era su mundo, este cadáver de una familia y de su historia.
Quizás la presencia de la juventud cerca de su abuela lograra paliar la angustia de la nonagenaria, ese odio insistente, esa potencia endemoniada que la hacía escupir insultos canallescos y procaces a cuanta persona se le acercaba. Afortunadamente la pobre no era así todo el tiempo. Había ciclos de horas, de días, hasta de semanas, en que la exaltación desequilibrada se alternaba con la paz.
¡Pero esta paz era un mendrugo cuando Andrés recordaba a su abuela en otros tiempos! ¡Tan armoniosa entonces, tan diestra y callada! Toda la casa había respirado serenidad en aquella época, lo que ella tocaba iba adquiriendo orden y sentido. ¡Y había sido tan hermosa! Su sangre sajona se acusaba en el colorido claro de su tez y sus cabellos, en la finura quizás excesiva de sus facciones, y en ese algo como de ave de corral que, a pesar de su innegable belleza, llegó a acusarse con los años, hasta que la senectud barrió toda individuación de su rostro, dejando sólo la osamenta de una nariz soberbia y cierta fijeza insistente en sus ojos de loca.
El mal que la aquejaba se había venido insinuando desde hacía tantos, tantos años, que el recuerdo de una abuela perfecta pertenecía sólo a la primera juventud de Andrés. Fue precisamente en aquel banco de mampostería, ahora en ruinas, donde él, muchacho de diecisiete años entonces, percibió por primera vez un síntoma de la dolencia que había de terminar con su claridad.
Andrés recordaba esa primavera como una de las más dadivosas. Parecía posible palpar la luz que caía sobre el césped en racimos verdes a través de los tilos y las acacias. El abuelo Ramón, grueso y colorado, terminaba de alistar el trípode de la máquina fotográfica cerca de la maraña de arbustos recién florecidos, deseando aprovechar la hora de sol antes de que la sombra del cerro se desplomara, con el fin de fotografiar a su mujer. Tenía el abuelo bigotes retorcidos como el manubrio de una bicicleta, y vestía chaqueta de alpaca y canotier. Andrés se había partido el cabello al medio con todo esmero y Lourdes le había colocado una rosa amarilla en el ojal.
—Listo… —exclamó don Ramón—. Corre a decirle a la Elisa que la estamos esperando.
El abuelo tenía prendida en la voz, de ordinario majestuosa como correspondía a un jurisconsulto y parlamentario eminente, una llamita de entusiasmo, porque la fotografía era su pasión más reciente. Se ponía y se quitaba los quevedos que colgaban de una cinta, se metía debajo del manto negro de la máquina, le estiraba y le recogía la trompa como de acordeón, todo asesorado por Andrés, que por fin se encaminó a la galería donde su abuela aguardaba balanceándose en su mecedora de Viena, en medio de una selva de helechos, palmeras enanas, begonias y toneles llenos de matas de bambú. Sonriendo al ver a su nieto, la señora enarboló la sombrilla y preguntó:
—¿Están listos? ¿Vamos?
Así como la pasión del abuelo era retratar, la de la abuela era servirle de modelo, de manera que cuando el caballero anunciaba sesión de fotografía, su mujer se pasaba la tarde ensayando vestidos, cada cual más suntuoso, para elegir el que diera más realce a su hermosura. Con los años, su vanidad se estaba volviendo pueril.
El abuelo los aguardaba cerca de la máquina, abanicándose con el canotier. La dama tomó asiento en el banco de troncos simulados, esparciendo en torno suyo la amplitud de su vestido color malva al curvar el talle para apoyar las manos en la empuñadura de la sombrilla cerrada.
—El perfil, Elisa, sí, así está bien. Pero que el ala del sombrero no te vaya a dar sombra en la cara. Sí, así, ahora… —exclamó don Ramón. Se caló los quevedos. Quitándose el canotier, se lo entregó a Andrés en el momento de meter la cabeza bajo el manto de la máquina—. No te muevas, mi hijita… ¡Clic! Ya está.
Irguiéndose, pidió su sombrero a Andrés porque nada temía tanto como tostarse la calva. Mientras cambiaba la placa, comentó:
—Ésta debe haber salido buena. La luz está justa y esa tenida me gusta mucho. La voy a hacer desarrollar y la semana próxima la veremos en el taxifot. Lástima que se te haya ocurrido ponerte ese sombrero. ¿Qué le pasa? No sé qué le encuentro de raro… como si fuera muy chico o le faltara la mitad de las plumas.
Al escuchar la última frase, la señora se puso de pie bruscamente, el rostro contraído, y corrió hacia la casa. Andrés la siguió hasta la galería donde se había dejado caer en la mecedora, tirando su sombrilla al suelo.
—¿Qué le pasa, abuelita? ¿Que no se siente bien?
La dama exhaló un suspiro y se cubrió los ojos con las manos.
—¿Quiere que le vaya a buscar un remedio?
—No, hijo, gracias. Anda… anda a ayudar a Ramón.
—No, algo le pasa a usted…
El silencio breve fue pesado. Luego, fijando a Andrés en el centro de su mirada azul, exclamó:
—Lo único que les interesa es mortificarme. No sé qué sacan…
Parecía estar hablando sola. Sus ojos rebasaron una fijeza abstracta.
—¿Mortificarla? —preguntó Andrés, extrañadísimo.
—¿Crees que Ramón no está de acuerdo con esas sinvergüenzas? Yo sé muy bien. No vayas a creer que a mí se me escapan las cosas.
—¿Pero qué sinvergüenzas, abuelita?
—¡Ah, tú también estás de acuerdo con ellas, entonces! Jamás lo hubiera esperado de ti. Ni tus pobres padres, que en paz descansen, te hubieran querido más de lo que te he querido yo. ¡Sinvergüenza tú también! No sé por qué todos han cambiado tanto conmigo ahora último, especialmente Ramón. ¿Qué le he hecho? Se lo perdonaría todo, todo. Pero la crueldad de insistir sobre el asunto de las plumas, eso sí que no…
—¿Plumas? ¿Qué plumas? ¿Qué le pasa, abuelita? Usted está loca…
Misiá Elisita se puso de pie impetuosamente. Clavando a Andrés con una mirada de odio, exclamó:
—¡Canalla! ¿Tú también?
Y entró a la casa dando un portazo.
Andrés corrió donde su abuelo para relatarle lo sucedido. El caballero guardó el aparejo fotográfico en cajas de latón pintadas de negro por dentro. Dijo a su nieto que no le diera importancia, que no se descompusiera por tan poca cosa. Se trataba sólo de los sentimentalismos de cierta edad, cuando las mujeres ven que no pueden seguir siendo… bueno, jóvenes y bellas. Esto producía escenas de sobra, por cualquier motivo, por nada, pero pasaban pronto. Lo más turbador, en realidad, era que Elisa después no recordaba nada de lo que había supuesto y dicho, hasta que tras semanas o meses de tranquilidad volvía a hacer escenas.
—¿Y el asunto de las plumas?
Don Ramón, atusándose los bigotes pensativamente, condujo a su nieto hasta un banco donde se sentaron a la sombra que el cerro había dejado caer.
—No hace mucho tiempo que a tu abuela se le ocurrió que Lourdes y Rosario, que son unos ángeles las pobres, le robaban las plumas lloronas de sus sombreros franceses para adornar los suyos cuando salen de paseo. Tú las has visto, ¡como si se pusieran otra cosa que manto cuando salen…!
Andrés no daba crédito a lo que oía. Don Ramón le explicó que había investigado todo el asunto, cuidando por supuesto de no herir los sentimientos de las criadas. Logró convencerse de que eran sólo fantasías de su mujer. Y eso no era todo. Poco a poco se le había ido ocurriendo a Elisa que ambas mujeres llevaban una vida de escandalosa inmoralidad, inventando detalles y escenas que demostraban la corrupción de sus sirvientas. Una tarde terminó por insultarlas, llamándolas prostitutas y ladronas. Sólo sus buenos oficios de abogado hicieron amainar la tempestad de llanto de las pobres. Pero Elisa insistía en que le robaban, plumas sobre todo. ¡Y él, sin pensarlo, había aludido a las famosas plumas! Era frecuente, además, que su mujer perdiera toda clase de objetos, objetos sin valor ni importancia, peinetas, guantes, pañuelos, y culpaba a Lourdes y Rosario de todos los «robos». Afortunadamente, estas cosas ocurrían sólo de tarde en tarde…
La explicación del abuelo sobresaltó a Andrés; él nada había notado, pero se propuso observar. No fue necesario que lo hiciera con mucho cuidado, sin embargo, porque durante el año que siguió, aquello que se había mantenido oculto por un tiempo bajo superficies armoniosas estalló con violencia. Ya no existía paz en la casa. Las escenas fueron haciéndose cada vez más frecuentes y más vergonzosas. El vocabulario de misiá Elisa Grey de Ábalos, que hasta entonces había aludido a las más comunes necesidades fisiológicas del ser humano en francés y como por casualidad, se tornó procaz, virulento, desesperado. Su marido se hacía cruces preguntándose dónde y cómo su mujer podía haber aprendido tales palabras. Lo peor era que se trataba no sólo de su vocabulario. Cuanto su imaginación tocaba se iba convirtiendo en suciedad, acusando a todo el mundo de amoralidad repugnante, de los más descabellados excesos sexuales. Era como si una nube de inmundicia hubiera invadido el campo de visión de misiá Elisita, una nube que ahogara el crecimiento recto de las cosas, que las oscureciera privándolas del derecho a luz, a aire, envenenando las raíces de todo lo simple y lo cotidiano, destruyendo. Y como Lourdes y Rosario eran quienes vivían en mayor contacto con ella, volcaba toda su ponzoña sobre las sirvientas, persistiendo en decir, además de otras cosas, que le robaban todo lo que tenía. Casi moría de angustia cuando notaba la falta de una de esas horquillas de carey con que sujetaba su moño rubio, que se iba poniendo día a día más y más blanco.
En un comienzo, a cada borrasca las criadas amenazaban con irse. Pero la palabra diestra de don Ramón, que tantas cosas allanaba poniéndolas en orden, las retenía. Lourdes y Rosario supieron agradecer tanto al abuelo como al nieto que se arriesgaran por defenderlas, porque al hacerlo las escenas y los escándalos eran aun peores; la señora acusaba a don Ramón y a Andrés de tener más afecto por las sirvientas que por ella.
Pasados los diez años, la enfermedad de misiá Elisita fue adquiriendo caracteres de gravedad. La casa, que en otro tiempo estuvo llena de voces tranquilas, de pasos que apenas se oían por las alfombras espesas de las salas, de puertas cerradas calladamente, resonó con los gritos de misiá Elisita —como las sirvientas nunca dejaron de llamarla— y sus discusiones exaltadas con todos, más que nadie con su marido. En sus palabras más insignificantes descubría una voluntad de herirla y de humillarla, celándolo día y noche.
En una ocasión Andrés escuchó con horror que su abuela tachaba a su marido de estar arrepentido de haberse casado con ella, de mirarla en menos porque era hija de extranjeros, ignorando que pertenecía a una familia mucho más aristocrática y refinada que los Ábalos, a una estirpe relacionada con toda la nobleza europea.
—Es espantoso este asunto suyo de la nobleza —confiaba don Ramón a su nieto—. Lo más insoportable de todo, porque es lo más ridículo. Lo curioso es que hasta ahora nunca se había hablado de eso; debe ser algún resentimiento que ha tenido guardado toda su vida y que sólo ahora, cuando su autocontrol se ha hecho defectuoso, sale a la luz. ¡Por qué le habrá dado esta manía tan absurda de los apellidos y de la nobleza! Su padre era un comerciante inglés bastante rico de Valparaíso, un caballero muy digno y respetado, hombre de club muy conocido. Pero jamás se habló de pergaminos. Y aunque se hubiera hablado, ésas son cosas de vieja. Cuando yo me casé con ella fue lo más natural del mundo, nadie hizo el menor comentario adverso, nadie la miró en menos ni pensó que yo me casaba mal, como ahora dice la Elisa que fue la opinión de todos. ¡Y esto de decir todo el día que está emparentada con reyes y duques y príncipes, y qué sé yo cuánta cosa más! Y de leer en esas revistas europeas a las que me ha hecho suscribirla todo lo que se refiere a las familias coronadas… No, es demasiado absurdo. Ya no hace más que hablar de esas estupideces. Me tiene loco a mí también…
—¿Está completamente loca mi abuelita?
—Arteriosclerosis cerebral, dicen los médicos; le dio muy temprano. Y aunque ahora es más una persona maniática que loca, se irá poniendo cada vez peor… y todo lo que durante años ha mantenido guardado por miedo o inseguridad o vergüenza, al debilitarse la esclusa de su conciencia irrumpe en su vida, llenándola de presencias fantasmales.
La retórica parlamentaria de don Ramón siempre había impresionado a Andrés, como si la claridad de su cerebro apuntalara un mundo incapaz de desplomarse. Pero con los años el nieto pudo comprobar que esa claridad de su abuelo no era indestructible, resultando tan frágil ante la locura de su esposa, que tuvo que ceder. Don Ramón Ábalos, antes tan digno de carácter y de vida, tan agudo de entendimiento, se fue deteriorando. Se volvió irascible y desconfiado, pasando casi todo el tiempo en el Club, lo que producía escenas y escándalos horrorosos. Llegó a cuidar poco de su persona y nada de su profesión. Lo curioso fue que cuando Lourdes y Rosario supieron que don Ramón tenía una querida, cambiaron su conducta hacia él. Apenas le dirigían la palabra. Lo acusaban en secreto de ser la causa de la enfermedad de la pobre misiá Elisita.
En fin, don Ramón murió cuando su mujer tenía casi setenta años. En el último tiempo el caballero no fue más que una sombra que estallaba por cualquier motivo, que no llegaba a su casa por semanas enteras, y que, cuando llegaba, se escondía detrás de algún libro, que ni siquiera leía, colocado en el atril del sillón Chesterfield de su biblioteca.
El estado mental de la viuda de don Ramón Ábalos era tan poco notorio para los que vivían alejados de su intimidad, que los médicos no se opusieron a que partiera de viaje a Europa por un tiempo, con la condición de que llevara una dama de compañía. Ésta regresó a Chile furiosa después de pocos meses de viaje, dejando que misiá Elisita siguiera sola.
Andrés echó mano de este interludio para independizarse. Era imposible seguir viviendo en casa de su abuela, tenía derecho a una vida propia, de hombre, a buscar ambientes nuevos, amistades. Tomó un departamento de soltero que llenó con sus libros, su colección de bastones y su vida tranquila. Al regreso de su abuela hubo violentas querellas respecto a ese paso, que ella consideró egoísta, pero a pesar de encontrarse en varias ocasiones a punto de ceder, Andrés logró derrotar una compasión que hubiera terminado por destruirlo.
El estado de misiá Elisita empeoró con los años. Ya no gritaba, es cierto. En cambio escupía insultos silbantes, acusaciones monstruosas a todos, aun a las sombras que se deslizaban por las paredes de su alcoba, de la cual ya no salía a la vuelta del decenio, viéndose obligada a guardar cama casi permanentemente.
A veces, algún muchacho del Emporio Fornino que entraba con su bicicleta divisaba entre los visillos de una ventana del segundo piso el rostro blanco de la nonagenaria, que miraba la luz, que miraba el aire. No veía el tiempo transcurrido, ni que los pájaros estaban quietos como ovillos de acero entre el follaje frondoso de los árboles que ella misma había hecho plantar en su jardín, más de medio siglo antes.
2
Ella, Rosario Candia viuda de Arenas, era la única persona capaz de arreglar el asunto. No iba a permitir que ese sinvergüenza de Segundo, que le debía su puesto en el Emporio a Fructuoso, despidiera injustamente al pobre Ángel con el único propósito de hacer sentir su autoridad. A ella no le contaban cuentos, a los Fornino, al fin y al cabo, los había conocido naranjos, cuando el almacén era un despacho como el de cualquier esquina y don Narciso chismorreaba en una jerigonza ininteligible, de igual a igual, con todas las sirvientas del barrio, mientras su señora ahuyentaba a los gatos que en verano tenían la costumbre de dormitar sobre el frescor del montón de lechugas. Ahora que uno de los nietos de don Narciso había modernizado el local, transformando el Emporio en una institución comercial de prestigio e importancia, Segundo, claro, se sentía con derecho a mirar en menos a todo el mundo. Por eso quería despedir a Ángel, sí, sí, a ella no la engañaba. Iba a ponerle las peras a cuarto y le tendría que hacer caso. Era verdad que hacía mucho tiempo que ningún Fornino le daba la mano a Rosario al verla llegar de compras, porque en el Emporio ahora sólo Segundo sabía quién era. Pero que Segundo García no se engañara, ella no le tenía miedo…
Rosario no había salido de la casa desde la partida de Lourdes, casi un mes atrás, así es que ya estaba notando necesidad de hacer una escapadita al Emporio. Se sacó su delantal y tomó un bolsón, por si acaso. Ella siempre contemplaba el por si acaso de las cosas, no como Lourdes, a la que cualquier eventualidad encontraba desprevenida. ¡Así le había ido en la vida a la pobre!
Muy alta y cuadrada de hombros, la cocinera caminaba con paso marcial rumbo a la plazuela que era necesario atravesar antes de llegar al Emporio. Varias personas la saludaron, los mayores con respeto, los niños con algo de miedo. Y no era para menos. Su rostro era caballuno, surcado, oscuro como vieja madera sin barnizar, y la única concesión que hacía al ornato de su persona era la espiral del moño apretado en la nuca.
En otros tiempos, estando Rosario y Fructuoso recién casados, Segundo solía ir a comer a la casa de los Ábalos invitado por el jardinero y su mujer. A menudo permanecían hasta pasadas las doce de la noche en la cocina tibia, olorosa de especias y guisos y misteriosas tisanas aromáticas, acompañados por Lourdes, comentando los acontecimientos del Emporio y todo lo que sucedía en casa de los Fornino y de los Ábalos. A pesar de que rara vez iba allí, Lourdes comenzó a interesarse por todo lo del Emporio, preguntando tanto detalle acerca del precio de la mercadería y de la parentela de los almaceneros, que pronto fue claro que estaba dispuesta a casarse con Segundo. Pero como ambos eran tímidos, jamás llegó a hablarse del asunto. Rosario sabía que Segundo no se atrevía a hablarle a Lourdes porque era un cochino, como decía misiá Elisita que eran todos los hombres. No tardó en ser claro que las intenciones más serias de Segundo no consultaban la presencia de Lourdes, y después de la viudez de Rosario la única relación que se mantuvo con él era el llamado por teléfono, una vez a la semana, para encargar las provisiones.
Rosario iba atravesando la plazuela cuando, detrás de unos arbustos, muy tranquilos en un banco, sorprendió a Ángel y a Mario comiendo uvas que sacaban de un cucurucho de papel de diario. Mario, que era fornido y de largos miembros, tenía las piernas estiradas y los brazos en el respaldo del banco, como si no conociera la menor preocupación. Su cabello era un jopo castaño suelto sobre la frente.
—Nos echaron, señora Rosario, nos echaron… —exclamó Mario al verla.
—¿Y qué están haciendo aquí?
Ángel, cabizbajo, tenía el ceño fruncido.
—¿Cómo voy a llegar a la casa así? La vieja no pudo salir a lavar esta semana… y ando planchado…
—¿Qué importa, hombre, qué importa? —dijo Mario—. Aquí se lo ha llevado este… este gallina toda la mañana, y no se quiere mover. Y yo por no correrme le digo que vamos a pescarnos un cortecito por ahí, para llenarnos el buche que sea… Ya, no seái leso… vámosle…
Mientras hablaba, el sol hacía reír sus ojos castaños.
—Déjelo pensar, oiga, no sea revoltoso —mandó Rosario—. Usted en vez de ayudar lo molesta. Usted es el ladrón y por culpa suya lo echaron a él…
Al oírla, Mario se incorporó y el sol huyó de sus ojos.
—¿Yo? ¿Yo, ladrón?
Rosario iba a reprenderlo, pero, atemorizado y vivo, Ángel interrumpió:
—Váyase, señora Rosario, váyase por favor…
—No, no se vaya nada, mejor —dijo Mario—. ¿Qué hai estado contando de mí por ahí, mierda?
Ángel permaneció mudo.
—¿Qué hai estado contando de mí? —repitió Mario. Las sombras del fondo de sus ojos se hicieron agudas, amenazadoras.
—Nada… —respondió Ángel débilmente.
—Que usted es un ladrón, así es que tenga cuidado —terció Rosario.
Mario dio a Ángel un manotazo furioso que casi lo botó del banco.
—¿Yo? ¿Yo, ladrón? ¡Desgraciado de mierda! ¿Quién fue el que no devolvió el paquete que iba de más en el pedido del 213, ah? ¿Ah? Contesta… ¿Quién fue el que me lo dio a mí para que lo escondiera, y a mí, por no desteñir, me pillaron, ah? ¿Ah? ¡Contesta…!
Se había puesto de pie. Tenía los hombros cuadrados y las caderas chicas, firmes. En el momento en que iba a agarrar a Ángel para pegarle, Rosario tomó a Mario de la chomba para impedírselo.
—Oiga, oiga, mire, no le pegue, no sea cobarde, mire que es más chico que usted…
Mario zamarreaba a Ángel.
—¿Así que yo soy ladrón, ah? ¿Ah? A mí me pescaron pero el ladrón sois vos, sí, vos, yo no he sido nunca ladrón. Déjeme tranquilo, señora —dijo a Rosario, que le había dado un golpe con su bolsón—. Déjeme, si no le voy a hacer nada a este maricón. Ladrón no he sido nunca, nunca, vos sois el ladrón, vos no más. Párate, mejor, si no querís que te saque la mugre por bocón, ya, ándate, ligerito… Ya, andando…
Ángel se puso de pie. Metiéndose las manos en los bolsillos, se alejó rápidamente, como si quisiera huir pero no se atreviera a emprender la carrera. Mario, hostil aún, se quedó vigilándolo hasta que desapareció detrás de una esquina. Se sentó en el banco. Parecía haber olvidado la presencia de Rosario junto a él, y musitó entre dientes mientras daba vueltas y vueltas el reloj de oro en su muñeca:
—Culpa mía… Diciendo cosas de uno por ahí, cuando lo único que tiene el pobre es la fama…
Rosario lo miró sorprendida, como si lo viera por primera vez.
—Eso… eso es lo mismito que decía mi pobre Fructuoso…
¡Tan mal que había interpretado a Mario, que era un chiquillo de lo más bueno, cumplido y todo, y que tenía las mismas ideas que su Fructuoso! ¡Así es que el tal Ángel no era más que un mosquita muerta! Los desengaños que se llevaba una… de puro buena le pasaba. Tenía que ir sin tardanza donde Segundo para explicarle la verdad de las cosas. Lo obligaría a tomar de nuevo a este pobre chiquillo, aunque tuviera que sacar a don Narciso de la tumba. Mario murmuraba:
—¡… y yo que no le conté nada a don Segundo y por no ser poco hombre fui a perder mi pega! ¡A ver si otro no se corría! Es más llorón el Ángel, se lo pasa quejándose no más. ¡Como si él fuera el único que tiene cosas! ¡Uno también tiene sus cuestiones, pero no se lo lleva quejándose! Y yo que lo convidaba al teatro cuando no tenía plata… Yo tampoco tenía, ah, pero un cabro amigo de allá del barrio, que es acomodador de la galería del Baquedano, me deja entrar…
Hablaba vorazmente, como si quisiera botar todo su veneno. A medida que iba hablando, su furia pareció agotarse, hasta que terminó en la misma actitud lacia, indolente, en que Rosario lo había encontrado, la luz comenzando a bailar de nuevo en el fondo de sus ojos amarillentos.
—Oiga, Mario, yo voy a contarle la verdad a Segundo, al tiro. Es amigo mío y en el Emporio siempre me hacen caso. Vaya mañana en la tarde a la casa y le tengo contesta…
Sin despedirse, Rosario partió repleta de su proyecto. Mario la miró alejarse mientras picoteaba los restos de uva. De pronto, como si recordara algo, la luz huyó de nuevo de sus ojos. Dijo en voz baja:
—¡Qué te van a estar haciendo caso a vos, vieja de mierda!
Una nube desolada tiñó su rostro.
—Ladrón… —se dijo.
Al oírse pronunciar esas sílabas apretó los ojos, los apretó hasta que sus facciones jóvenes quedaron convertidas en un mapa de arrugas, como si con eso quisiera borrar el perjuicio causado por la palabra. Después relajó sus músculos, quedando con la misma expresión vacía y la actitud indolente de un rato antes.
Mario erró toda la tarde por las aceras y los parques. Si algo pasaba, no sabía qué exactamente, toda la tensión que estaba manteniendo a raya para alejar el desaliento completo y el llanto se quebraría. Cuando el frío de la noche otoñal bajó hasta las calles y el hambre comenzó a quemarle el estómago, se dirigió a su casa.
La Dora, mujer de su hermano René, estaba pelando papas. Tenía un pañuelo anudado a la cara. Iba echando una a una las papas dentro de la olla, que tardaba en hervir sobre la llama débil del anafe. Mario retiró el montón de trapos multicolores listados, escoceses, a cuadros, colocó sobre ellos el conejo a medio recubrir de percala a lunares verdes, y se sentó a la mesa para hojear una revista ilustrada.
—Me duele más este diente de porquería… —murmuró la Dora.
—¿Qué te pasa?
—Es que se me estaba soltando y para que no me doliera le di un buen tirón y me lo saqué. Y como hace frío aquí y me lo paso al lado del fuego y después salgo al aire para llamar a los chiquillos…
No era raro que hiciera frío en la pieza. Los dos cuartos que René ocupaba al fondo del pasadizo estrecho y oscuro —con la Dora, sus dos chiquillos y Mario— eran de madera mal ajustada. La Dora los había empapelado con diarios viejos, pero los chiquillos pronto descubrieron el entretenimiento de rajarlos con la uña o con un peso justamente en las hendijas, y como la puerta no cerraba bien, el aire circulaba libremente. Además, el piso era en parte de tierra y la construcción estaba adosada a un muro desnudo, de ladrillos y cemento.
—Hace frío y ese anafe de mierda no da nada de calor —murmuró Mario. Sin levantar los ojos de la revista, enrolló su chalina alrededor de su pescuezo—. A ti no más se te ocurre sacarte el diente con este frío. Ya no te quedan más que los dos de adelante.
—Y las dos muelas de abajo. ¿Qué importa uno menos?
Mario recordó que cuando la Dora se juntó con René tenía tan lindos dientes que él, un mocoso, se había enamorado de tal manera de ella que no era raro que llorara de vergüenza si los dejaban solos en la misma pieza. De eso hacía ya muchos años, y la mujer de René, ahora, era un espectro. El escaso pelo grasiento le colgaba tieso detrás de las orejas. Su cara era como si alguien hubiera abandonado un trapo lacio encima de alambres torcidos en la forma de sus facciones de antes y el trapo se hubiera quedado allí, un remedo colgante de su antigua cara.
—¡Y tan relindos dientes que tenía yo de chiquilla! ¡Y tantos! Si parecía que tuviera más que todas las otras cabras de la fábrica. Como mi pobre mamacita, que tuvo toda su dentadura hasta que Dios se la llevó…
Ya había comenzado a hablar la Dora. Cuando hablaba, nadie era capaz de detenerla. Mario la miró de reojo y después trató de concentrarse en su revista. Sólo esas historietas y chistes lograrían hacerlo olvidar su tensión; si escuchaba a la Dora, su desaliento por haber perdido el trabajo y por haber sido acusado de ladrón iba a estallar.
—¡Tan rebién que cantaba en la guitarra mi mamacita! Por eso es que yo aprendí. Pero ahora hace más tiempo que no canto… Al René antes le gustaba, pero ahora no. De todas las casas del barrio mandaban llamar a mi mamacita para que cantara en los bautismos y en los casamientos, y a nosotras nos llevaba y nos servíamos de todito. Era gorda mi mamá, bien gordita, como yo antes, y cuando cantaba se le ponían bien colorados los cachetes y se reía para lucir sus dientes. Por eso es que nosotras éramos tan queridas en el barrio; las chiquillas de la cantora, nos decían. Y cuando mi mamacita entonaba, le brillaba la tapadura de oro que tenía aquí, entremedio de los dos dientes de adelante. Cuando yo era cabrita bien chica, lo que más quería era parecerme a ella, y como por ahí decían que tenía la misma boca que ella, con un palito no más me lo llevaba escarbando entremedio de los dos dientes de adelante para que se me picaran y me pusieran una tapadurita de oro…
—¡Córtala, mierda! ¡Ya está bueno! ¡No hablís más como loca! ¿Que no vis que estoy leyendo? —gritó Mario.
Con la mano buscó el conejo cubierto de percala a lunares verdes que la Dora estaba haciendo para vender. Sus dedos lo apretaron como para estrangularlo.
—Deja ese conejo… deja mi conejo, te digo, cabro de porquería. Mírame…
Mario apartó la vista del rostro de la Dora. La paseó por los demás juguetes sin terminar que había en la pieza: un burro a cuadros rojos, a horcajadas en la cabecera del catre de hierro, un pollito amarillo rodeado de un papel limpio, entre los tarros de comestibles de la repisa, y luego la volvió a la revista. La Dora se había acercado a él.
—¡Mírame, te digo! —aulló la mujer—. A ver, mierda. ¿Por quién estoy así, ah? ¿Por causa de quién estoy así para que me vengai a hacer callar vos, mocoso desgraciado, ah? Mírame… —volvió a gritar, arrancándose el pañuelo de la cara y aproximándola a la de Mario. Abrió la boca inmensa. Mario cerró los ojos para borrarlo todo, para borrar esa cavidad donde aún sangraba el diente mal extraído—. ¿No fue por criarte a vos? ¿Ah? ¿Y por tener más chiquillos, qué sé yo para qué? Ah, muy rebién lo íbamos a pasar, dijo el René cuando nos juntamos, íbamos a vivir aquí por mientras no más, hasta que le entregaran la casita que le tenían prometida. ¿Quién se la tenía prometida? ¿Sus amigos del billar y de la compraventa donde dice que trabaja? ¡Cómo no! ¡Corriendo le iba a creer yo ahora! Y yo la tonta que tenía mi buena pega de fabricana fui a dejarlo que me engatusara. ¡Cómo no que le iban a dar casa! ¿Quién? ¿La caja de previsión de los ladrones pelusas?
Mario sepultó la cabeza en sus brazos cruzados sobre la mesa. No podía soportar que dijeran que René era ladrón… era como si el peor de los peligros se estuviera aproximando. Apretó los ojos para ver estrellas, puntitos, círculos, conejos a cuadros verdes, pollitos a listas coloradas, para no pensar en lo que la Dora estaba gritando.
La Dora calló pronto. Siempre se callaba pronto. Se limpió las manos en el delantal, se sentó en un cajón de azúcar vacío junto a un envoltorio lleno de animalitos trozados, orejas, patas, colas, cuerpos sin cabeza, y comenzó a ordenar los miembros sueltos y a limpiarlos. Después de un rato, Mario dijo:
—Oye. Me echaron de la pega. No le digai nada al René, mira que me mata a patadas…
La Dora movió la cabeza tristemente:
—Bueno, cabro. ¿Y por qué te echaron?
—Cosas de don Segundo no más. Está más mañoso ese viejo…
La Dora estaba sentada detrás de Mario. No vio que en lugar de leer el muchacho tenía los ojos apretados. Los apretaba y en vez de colores y estrellas veía la palabra ladrón, ladrón, ladrón, que se encendía y flotaba. La Dora volvió a amarrarse la cara con el pañuelo. Las dos puntas tiesas encima de la cabeza la hacían parecer una caricatura del conejo que estaba revistiendo de percala con lunares verdes.
Mario preguntó de pronto:
—Oye, ¿será cierto que el René es ladrón?
Hizo la pregunta muy despacio, como si temiera oírla. Era la primera vez que se atrevía a hacerla, aunque en el barrio varias veces se había visto obligado a pelear para defender la reputación de su hermano. No porque quisiera o admirara a René. Pero defendiéndolo con sus puños, golpeando y haciéndose golpear, era como si se castigara, como si él mismo se defendiera, no tanto de la mala fama sino de un peligro, de voces vagas y malignas, de un frío que lo quisiera envolver para hacerle imposible la existencia en el plano en que la conocía y la aceptaba.
La Dora dijo:
—¡Y yo qué voy a saber! A mí no me cuenta nada, vos soi testigo, casi no me habla. A veces guarda cuestiones aquí, en la maleta debajo del catre, ésa que usaba cuando era falte. Pero no me deja verlas. Dice que las compra por ahí para revenderlas…
Afuera, en el angosto pasadizo completamente oscuro, los chiquillos de las vecinas armaron un griterío de los demonios jugando con un perro que ladraba sin cesar. Mario observó a la Dora que cosía canturreando por lo bajo. Cosía con entusiasmo y destreza, como inspirada, como si en esa actividad de hacer juguetes de trapo para vender fuera a encontrar una solución maravillosa para todos los problemas de su vida. Concluyó de recubrir el animalito con su pelaje de lunares verdes. Eligió dos botones idénticos en una caja de lata, y con unas cuantas puntadas certeras los pegó a modo de ojos, justo donde debían estar. Lo alejó para admirarlo. Era el mejor conejo que había hecho. Mario le preguntó repentinamente:
—Oye. Tú lo querís al René, ¿no es cierto?
La Dora se puso de pie. Se dirigió al anafe para revolver la sopa. Después, en silencio, peló una cebolla. Iba tirando las cáscaras en la tierra, junto a las cáscaras de las papas. Sólo cuando tapó la comida, respondió:
—Claro.
Los juegos de los chiquillos, afuera, cesaron. Salió un tropel bullicioso a la calle, el perro ladrando detrás, ladrando, ladrando, ladrando, hasta que el ruido y los ladridos se perdieron en la distancia. Entonces todo quedó en silencio.
—Claro… —repitió la Dora en voz más baja.
Mario tuvo frío en la nuca. Se envolvió con la chalina una vez más.
—Si tuviera un poquito de plata, un poquitito no más, algo podría hacer. Pero el sinvergüenza del René se anda gastando lo poco que gana qué sabe una cómo, qué sé yo con quiénes. Si tuviera un poquito de plata, si me diera algo siquiera, no nada más que para porotos y para pan, sé que yo le volvería a gustar. ¿Crees que es muy divertido dormir en la misma cama con un gallo que ni te mira, que pasa diciéndote que estai flaca, que tenís olor a cebolla, que no tenís dientes? Y yo qué voy a hacerle, no tengo ni una tira que ponerme. Me compraría uno de esos chalcitos largos que se usan ahora, uno colorado, con hartos flecos. Y me pondría los dientes. Estoy segura que si me pusiera los dientes yo le gustaría al René otra vez, segura, segura. ¡Pero así cómo me va a estar queriendo el otro, si parezco espantapájaros! Qué le costaría darme un poco de plata cada mes. La señora de la panadería tiene una prima que estudia en la Escuela Dental y dice que me haría el trabajo. Antes creía que estos monos de trapo me iban a dar algo, pero ahora no tengo ni tiempo para hacerlos de lo mal que me siento… como floja, no sé cómo… parece que me estoy poniendo vieja. ¡Pero a las otras sí que les dará plata, eso sí, y andará convidando tragos por ahí para que lo crean macanudo…!
Tomó aliento. Con el aire que entró a sus pulmones pareció adquirir bríos para enfurecerse de nuevo:
—¡Lo voy a obligar que me ponga los dientes! ¡Lo voy a obligar! En la calle Sierra Bella vi la plancha de un abogado… Lo voy a obligar que me ponga toditos los dientes, todos…
—¿No te podís quedar callada? —aulló Mario.
Y levantándose dio un portazo para salir de la pieza a llorar en el largo pasadizo helado.
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