José Donoso
(Santiago, Chile, 1924 - Santiago, Chile, 1996)

El mocho (1997)
(Madrid: Alfaguara, 1997)


Para Ágata


Ultimo gesto del narrador full-time

      El Mocho, la última novela que José Donoso entregó a sus editores, tiene su origen en un viaje que el escritor hizo, a comienzos de los años 80, a la zona minera de Lota. Alternada a lo largo de los años con otros proyectos, su escritura avanzó en tramos irregulares, dispersos pero recurrentes, hasta que en 1996, ya muy débil, el novelista dio por concluido el libro. Es un relato en que el mundo de los mineros del carbón funciona como un fondo sobre el cual Donoso proyecta sus antiguas, alucinadas obsesiones: los vasos comunicantes, clandestinos, perversos e inevitables, entre la aristocracia y la marginalidad, por ejemplo, o bien las genealogías ambiguas, la identidad voluble, el disfraz, la obligada simulación.
       Donoso era lo que podríamos llamar «un escritor a tiempo completo»: su existencia se veía totalmente permeada por la literatura, o más concretamente por el acto mismo de la escritura, y hablar con él, conocerlo, recorrer las habitaciones de su casa, era ponerse en contacto con lo que fue una opción existencial inequívoca, apasionada. También la construcción de una identidad: algo así como labrar para sí mismo la más genuina máscara.
       Pero el novelista a tiempo completo es a la vez amo y esclavo de su escritura. En los últimos tiempos, cuando la enfermedad lo debilitaba día a día, resultaba conmovedor verlo empeñado hasta el final en continuar su trabajo, a pesar de que no podía tener la energía de antes. Donoso subía, a veces muy penosamente, hasta su estudio del tercer piso, para teclear allí siempre una línea más, otro ángulo en ese espejo oblicuo e irónico de la realidad que constituye su obra. Es este empecinamiento en seguir navegando sobre las páginas, escena a escena, diálogo a diálogo, mientras su cuerpo parecía varado en la inmovilidad y el mundo real transcurría ante sus ojos, lo que nos hace reconocer en Donoso a una suerte de héroe solitario. No en vano circuló muchas veces entre sus amigos la idea de que era esta voluntad de escribir lo que lo mantenía vivo más allá de sus fuerzas.
       Su dedicación absorbente a la escritura lo impulsaba además a examinar los mecanismos íntimos del oficio, los engranajes más o menos inconscientes, a menudo irracionales en apariencia, que desencadenan una ficción literaria a partir de la experiencia —física o mental, o ambas—: Donoso escribe y a veces, al escribir, está preguntándose qué, cómo y por qué escribe.
       Es a veces, porque sólo en algunos casos el diálogo interno acerca de cómo se articulan la imaginación, los dedos y la página en blanco quedaba explicitado como un aspecto más del relato. Pensemos en Taratuta, o en Conjeturas sobre la memoria de mi tribu, donde la pluralidad de versiones posibles para una determinada intriga es parte orgánica de la narración.
       La curiosidad por la gestación «doméstica» de una ficción literaria no es, por cierto, exclusividad suya, ni ha sido Donoso el primer escritor en utilizar esas vacilaciones, esos avances, retrocesos y reformulaciones de un mismo suceso, como elementos estéticos, expresivos, de una narración. Pero sin duda es un rasgo que le dio, sobre todo en los últimos años —cuando dirigía su célebre taller de narrativa en la mansarda que le servía de estudio—, una marca particular a su trabajo creativo: es como si hubiera tenido una conciencia activa de los artificios —y por lo tanto de la relatividad, aun dentro del texto— involucrados en la creación de una novela.
       ¿Cómo operó esta actitud en la elaboración de El Mocho, novela en que se entrecruzan y encadenan las historias de diversos personajes, y donde los sucesivos legos de un convento —los mochos, categoría ínfima entre los religiosos— están emparentados no sólo por lazos de sangre más bien indirectos o difusos, sino por su irrefrenable tendencia a la degradación, la fatalidad o el delirio? Ciertas ambivalencias, cierta fantasmagórica sensación de duplicidad, por ejemplo, en la percepción del transcurso del tiempo en relación a la secuencia de los hechos narrados, o en lo que puede leerse, en algunos pasajes, como inexplicados cambios de óptica, ¿qué señalan a fin de cuentas? Ultimo guiño de la máscara o gestos vertiginosos del juego final: tal vez el único que pudiera saberlo con verdadera certeza sea Chiriboga, el ubicuo, pero (irónicamente) él es, como Donoso, inencontrable.

Marcelo Maturana, Editor.
Santiago de Chile, marzo de 1997


Primera parte:
El Chambeque


1

      Fue metiendo la ropa vieja de su padre en una caja que encontró en el basural: pantalones rajados, calcetines huachos, una camiseta tiznada, un gorro de lana, junto a sus documentos de identidad y la foto donde abrazaba a la Elba en la plaza de Lebu, tomada poco antes de que él naciera. Se veía rellenita con él adentro, calentita, no vacía. Blanqueó la caja: ¿para qué pintarla negra si era su recuerdo no más lo que iban a enterrar? Y con azarcón escribió en la tapa y en el rótulo, con una cruz, Antonio Alvayay Medina, que era el nombre de su padre.
       Que le dijeran al chiquillo que ya estaba bueno, renegaba don Iván alzándose sobre su codo en la cama. Toño me irrita, lloriquea tanto, anda escarbando por todos los rincones a ver si encuentra más cosas que meter en su maldita caja. Todo esto era un ardid, un juego de la Elba. Ella se lo metió en la cabeza, contándole que bastan el nombre del finado, su retrato y un poco de ropa que haya estado cerca de su cuerpo y conserve sus olores, para sepultar a alguien. Lo decían los pescadores de antes cuando alguien naufragaba en alta mar y no se podía rescatar su cuerpo. Antonio no era pescador, alegaba don Iván, las flemas de su tos rabiosa desdibujando sus palabras y tumbándolo en el jergón.
       El niño piensa, mientras busca más cosas que echar en su caja insaciable, que quedar sepultado en el fondo del Pique Grande con los otros cinco barreteros muertos no es lo mismo que quedar sepultado con su nombre y una crucecita de madera en un lugar definido. No busques más, Toño. Pero buscas y buscas porque tienes terror de que tu pensamiento no alcance a tocar a tu padre, a mi marido, en las tinieblas de la mina. Igual a los hijos de los pescadores que no podían encontrar el cuerpo del padre desaparecido en el mar, tan hondo y tan incierto y de noche tan oscuro como la mina. Después de que el estallido destruyó quién sabe cuántos kilómetros de galerías, me di cuenta de que los rumbos de la mina habían confundido el pensamiento de Toño. Giraba y giraba, y mareado no sabía qué dirección tomar. Entonces recordé esta pequeña ceremonia de mi niñez para que Toñito no siga tan perdido. A mí me irrita igual que al abuelo su insistencia quejumbrosa en que tiene pena porque no habrá sepultura para su padre, como si eso fuera lo esencial, lo único importante. Se me ocurrió que darle esta otra sepultura, la de juguete, la de mentira, le servirá por lo menos para pensar a su padre en un sitio fijo —así le dije para consolarlo— y para sentirse igual que la gente normal. Antonio siempre insistía: nos salió llorón y fantasioso este chiquillo, qué le vamos a hacer, no servirá para trabajar en nada cuando sea grande, ni en la pesca, ni en la mina, ni para tumbar árboles y definir la línea del tren. Pero cuando alguien suba las lomas de Chivilingo que miran hacia la bahía de Arauco por encima del pinar, verá las tumbas polvorientas con sus cercos de palitos blancos o malva en los cerros pelados, y cuando lea el letrero que pintó Toño y vuelva a bajar al pueblo, podrá decirle cuando se encuentre con él:
       —Oye, vi la tumba donde pusieron a tu papá, Toñito…
       ¿Se quedará tranquilo con eso?
       Fue idea mía sepultarlo en ese cementerio, aunque era minero. Le dije al niño: tu papá no se va a quedar solo en ese lugar de pescadores, pues el recuerdo de tu otro abuelo (mi padre pescador y creyente que hablaba de milagros y de San Pedro, no como este abuelo malo que no sabe más que predicar huelgas y rebeldías) está allá en Chivilingo, porque no se encontró su cuerpo. A veces jugaba a la brisca con tu papá sobre un cajón volcado encima de las conchas delante de la puerta de la casa en la caleta. Pero fue Toño el que dijo, como si fuera comunista: ¿por qué no va a ser una buena manera de sepultar también a los desaparecidos en otras desgracias, como los que perdieron la vida debajo de toneladas de escoria en el derrumbe de una mina?
       El abuelo agarró su idea y la proyectó:
       —¿Sólo tu padre? ¿Sólo los barreteros? ¿Por qué no enterrar así también a todos los desaparecidos, a los que se llevaron los generales para matarlos sin dejar huellas y tirarlos al mar o en fosas que nadie sabe dónde están?
       Envuelto en su manta junto a la romana donde pesamos el carbón que traen los chinchorreros, el abuelo quedó apagado como un cadáver, pero al que le hubieran dejado los ojos encendidos. Dormitó un cuarto de hora antes de despertar vociferando que le alcanzaran la libreta de anotar el carboncillo, no se lo fueran a robar; que le sirvieran un plato de caldillo de jurel bien caliente porque tenía los huesos azules de frío, a pesar de la fiebre, aquí en su choza del Chambeque, demasiado cerca del mar y de los árboles del Pabellón. Al sentarlo en la cama para ponerle el plato delante mientras su boca harapienta, de barba y dientes amarillentos, sorbía la sopa, su mano alucinada acarició mis nalgas. Y yo dejé que su mano de muerto se consolara un instante en mi vida. Pero fue un instante. Después me aparté con el mismo gesto de fastidio de siempre.
       No pude hacer callar al abuelo cuando me devolvieron al niño del Hogar. ¡Cállate, chiquillo de mierda! ¡No chilles más! Nos habíamos librado de tus mañas consiguiéndote plaza en el Hogar, en la ciudad, lejos de aquí, y ahora vienes a llorar por la tontería de que Antonio no va a tener un funeral como Dios manda. ¡Lloriqueando por lo del sepelio! ¡Como si eso fuera lo más importante que tuviéramos que afrontar!
       El niño ve a su abuelo solo, febril, débil, perdido en sus propios sueños, y le contesta: si no hay cuerpo, no puede haber funeral. ¡Que lo entierren junto a mi otro abuelo, para que su alma no se quede rondándonos, confundida con las almas de los vivos! Y cuando oyó lo de todos los desaparecidos, ni Toño ni yo respiramos, porque fue igual que si el abuelo se hubiera quedado pensando con tal potencia que nosotros, fuera de su cabeza, oíamos crepitar la hoguera de adentro.
       Afuera de la puerta entornada de la choza, la Elba revuelve el caldo de jurel sobre unas brasas en la arena, cerca del tumulto de las olas al final del día. Escucha los retazos del sombrío delirio del viejo: avanza el desfile con las cajas… ¿Cuántos desaparecidos en el pueblo? ¿Cincuenta, sesenta… cien…? Y cien madres y cien hijos y cien amigos marchando para protestar frente a la puerta de la Empresa… el ataúd de Antonio a la cabeza…
       Lleva la escopeta de cazar, Elba, me mandó el abuelo, aunque esté mohosa. Y mandó a Toño a que corriera hasta el pueblo para llamar a esos chiquillones. ¿Cómo se llaman? Tú los conoces, el padre era clandestino en mi sindicato. Que lleven palas y chuzos, díles que yo les mando que vayan a los cerros de Chivilingo a hacer hoyos para las tumbas. Y mientras el puelche soplaba y hacía lamentarse a los pinos de la Empresa, los chiquillones cumplieron las órdenes del abuelo. Él convocaba entretanto a sus incondicionales, los pocos que lo recordaban de tiempos mejores, para exponer sus planes, surgidos de las lamentaciones de su nuera y de su nieto.
       —Raro les salió el chiquillo —comentaron luego los mineros al dispersarse—. Claro que el viejo siempre ha sido harto raro él también…


2

       El abuelo está demasiado enfermo para darse cuenta de que mi madre y yo salimos de la choza llevando la caja. Lo veo agotado, como si en estos días lo hubiera dicho todo, gritándonos, amenazándonos, todos nos vamos a morir, ustedes también. Una muerte como la de Antonio en el derrumbe del Pique Grande es un destino que no descarta ningún minero, así es que no se vayan con el cajón de Antonio a Chivilingo; esperen a que se organice el desfile, con Antonio a la cabeza para que su muerte no haya sido en vano.
       No le hicimos caso. No está nunca completamente despierto, ni sano. Casi no se puede mover de su cama porque tiene los pulmones podridos por sesenta años de trabajo y tabaquismo, arropado como un muerto en su manta pesada de humedad y áspera de arena. Ya no le quedan fuerzas para organizar nada, aunque en el pueblo se está hablando de una romería hereje. Pero la mayor parte de la gente no se acuerda de sus actuaciones, o jamás ha oído hablar de él: los comunistas de ahora son distintos a los de antes. Ya no gritan. Ya no hablan golpeado.
       No quiero esperar, abuelo; quiero que en el Juicio Final, en el que usted no cree, mi papá aparezca conmigo de la mano para desmentir los rumores de que él me mandó al Hogar porque nadie en la casa me soporta. No, abuelo, no vamos a esperar ningún desfile: que sea mío no más este funeral, un juego en que mi mamá consintió como en otro de mis caprichos. No quiero que sea más que un juego.


* * *

      Esperan un crepúsculo cerrado por nubes para que los proteja desde antes del anochecer, y así la gente del pueblo no identifique sus sombras. Dan una vuelta por la periferia del pueblo, abigarrado pese al cielo sucio y al tizne del carboncillo ya secular, y descienden otra vez, más allá de la casa de la Bambina, pasado la caleta donde la Elba nació, para tomar la línea recta del tren que se dirige hacia el sur por el borde de la playa. La Elba prefiere esta ruta más larga porque ya no le quedan fuerzas para enfrentar la hostilidad de las mujeres si cruza el pueblo… aunque la tarea cotidiana de sobrevivir las haya aplacado, y el odio con que la atacaron irreflexivamente en el primer momento —¡como si yo no hubiera perdido a nadie!, piensa la Elba— se esté transformando en un perdón borroso, también irracional.
       No se mueve el aire. Un barco traza el horizonte del mar, a esta hora tan clemente. La Elba espera a llegar al roquerío de la playa de Chivilingo para empezar el ascenso a través del pinar. Me duele todo el cuerpo donde me pegaron, Toñito; mira, tengo los brazos negros de moretones debajo del chal. Al principio creí que las mujeres me buscaban para compartir mi pena: mis amigas, mis vecinas de toda la vida. Pero cuando me descubrieron encogida en la sombra, vieron mi culpa escrita tan nítida en mi cara que eso les dio derecho a azotarme, a tirarme piedras, primero una, después otras, después todas, y a castigarme con sus puños. Me arrancaron de la oscuridad arrastrándome de la ropa, del pelo; pude desprenderme y huir por la rampa que se cimbra. Ellas venían corriendo detrás de mí, con sus chales volando: criminal, tú los mataste, tú los mataste a todos, puta de mierda… Eso me decían, aunque todas saben que jamás fui más que de Antonio. Persiguiéndome enloquecidas, hambrientas, listas para descuartizarme. Huyo por las escalerillas de fierro, gateo hasta las bateas de lavar carbón, perdida en las pasarelas y los pasadizos y la maquinaria ensordecedora que no se detiene ni de día ni de noche, chimeneas negras, fierros, codos enhollinados, montañas del mineral negro que demasiado bien conozco, y la pesadilla de las cintas sin fin que lo transportan y lo vuelcan: voy a caer con el carbón volcado que me engullirá. ¡Que la Elba pague todas estas muertes! ¡Ella rompió la principal ley de la mina y bajó adonde ninguna mujer puede bajar sin producir un desastre! Me persiguen aullando por pasadizos menos tenebrosos que otros pasadizos que conozco, el trarilonco de plata de una mapuche patipelada tintineando, matarme porque yo maté, aunque no haya matado a nadie, ni quise matar, no puedo, no pude…



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