José Donoso
(Santiago, Chile, 1924 - Santiago, Chile, 1996)

Santelices (1962)
Originalmente publicado en la Revista de la Universidad de México (No. 11, julio 1962, pp. 13-19)
Los mejores cuentos de José Donoso (Santiago: Zig-Zag, 1966; selección de Luis Domínguez)



       —... porque usted comprenderá pues, Santelices, que si dejáramos que todos los pensionistas hicieran lo mismo que usted, nos quedaríamos en la calle. Sí, sí, ya sé lo que me va a decir y le encuentro toda la razón. ¿ Cómo cree que le íbamos a negar permiso para clavar unos cuantos, si ha vivido con nosotros tres años y me imagino que ya no se irá más?
       Era imposible comprender cómo don Eusebio hablaba tanto si los vencidos músculos de su boca desdentada parecían incapaces de producir otra cosa que débiles borbotones y pucheros. Santelices meditó que si él se dejaba tentar por las facilidades que la Bertita le daba para no usar su plancha de dientes —“Con confianza nomás, Santelices” le decía, o “Póngase cómodo, que aquí no hay niñas bonitas que pretender”—, su propia boca quedaría como la de don Eusebio en poco tiempo.
       —Pero clavar veinticinco es demasiado.
       —Veintitrés ... —corrigió Santelices, trabándose en su lengua.
       —Veinticinco, veintitrés, da lo mismo. Póngase en mi caso. ¿Cómo me dejarían el empapelado de la casa si a todos se les ocurriera clavar veinticinco cuadritos en su pieza? ¿ Se da cuenta? Después nadie querría tomar las piezas. Usted sabe cómo es esta gente de fijada en pequeñeces, exigiendo ... cuando le apuesto que antes de venir a vivir aquí no sabían lo que es un excusado de patente...
       —Claro, pero no eran ni clavos...
       —Clavos, tachuelas, qué sé yo, da lo mismo. Mire esa pared. Y esa otra. No quiero ni pensar en el boche que va a armar la Bertita cuando vea. ¿ Y cuánto me va a costar empapelar de nuevo? Calcule. ¡Un platal! Y con lo sinvergüenzas para cobrar que se han puesto los empapeladores...
       —Pero si el papel estaba malón ya pues...
       —Hágame el favor de decirme, Santelices. ¿Qué le entró de repente por clavar todos esos monos tan feazos en la pared? ¿Y de dónde diablos sacó tantos? Francamente le diré que lo encuentro un poco raro... como cosa de loco. Y usted lo que menos tiene es de loco, pues, Santelices. El otro día nomás comentábamos con la Bertita que si todos los pensionistas que nos llegan fueran como usted, tan tranquilos y ordenados para sus cosas, este negocio sería un gusto en vez del calvario que es...
       —Muy agradecido, pero...
       —No tiene nada que agradecerme. No digo más que la purita verdad. Más que un pensionista usted es un familiar, casi un pariente se podría decir, sobre todo porque es una persona corriente en su trato, sin pretensiones, como uno. Y le voy a decir una cosa en confianza, de hombre a hombre —no la repita por ahí después... mire que la Bertita, usted sabe...
       —Cómo se le ocurre, don Eusebio...
       El viejo bajó la voz.
       —Si los cuadros fueran mujeres en traje de baño, o de ésas con un poquitito de ropa interior de encaje negro que salen en esos calendarios tan bonitos que hay ahora, fíjese que yo lo comprendería. Qué quiere que le diga, lo comprendería. Viejo soy, pero usted me conoce y sabe que soy harto joven de espíritu, alegre y todo. Y no le diría nada a la Bertita. Pero esto .. . sí es muy raro pues, Santelices, no me venga a decir que no...
       —No sé, pero...
       —Y mire cómo dejó el empapelado... mire ese hoyo...
       —Pero don Eusebio, si yo me pienso quedar con la pieza...
       —...y ese otro. La tierra de la pared se está cayendo encima de la sábana que yo mismo le cambié la semana pasada. ¡ Mire, por Dios ! Antes que a mi pobre hijita le dé un ataque cuando vea, yo mismo voy a llamar a un empapelador para pedirle un presupuesto, y cueste lo que cueste, usted va a tener que correr con todos los gastos... Y don Eusebio salió de la habitación, llevándose un puñado de estampas como prueba de la perversidad de su pensionista.

       Santelices estaba atrasado para la oficina.
       Generalmente se ponía los calcetines y las ligas, la camiseta y los calzoncillos, sentado encima de la cama. Cuando hacía mucho frío en la mañana se vestía casi entero sin destaparse, en el calorcito acumulado por las frazadas durante la noche. Faltaban dos minutos para la hora de entrada, que era a las 8:30. Sentado al borde del catre tiritaba sin saber qué hacer. Las ilustraciones y fotografías clavadas en la pared la noche anterior, que fue arrancando apresuradamente durante la retahíla de don Eusebio, se hallaban rajadas, arrugadas, revueltas con los pantalones de su piyama encima (le las sábanas, agrias aún con el olor de su cuerpo.
       Al subir a su dormitorio después de la partida de canasta (le la noche anterior, supo que entonces lo iba a hacer. Esta intención se venía acumulando dentro de él desde tiempo atrás, porque al pasar frente, a una ferretería la semana anterior había comprado un kilo de tachuelas sin saber para qué. Era demasiado difícil dormirse sintiendo que esos largos ojos amarillos, esas patas acolchadas, esos cuerpos suntuosos en el letargo caldeado de otros climas estaban prisioneros, planos en el último cajón de su cómoda. Era como si los hubiera oído dar alaridos desde allí y no pudo resistirse a pesar de que eran cerca de las tres de la mañana.
       Porque anoche, como si la Bertita hubiera adivinado que después de retirarse a su dormitorio él tenía intención de hacer algo de lo cual ella quedaba excluida, prolongó la canasta vuelta tras vuelta hasta una hora increíble. Santelices tenía sueño y protestó que debía ir a trabajar temprano al día siguiente. Más que sueño tenía una avidez por ir allá arriba a su cuarto, como otras noches cuando la Bertita se mostraba menos implacable con la hora, para abrir sus álbumes con recortes y fotografías, sus libros, sus carpetas con estampas, sus sobres llenos de ilustraciones, dibujos, datos y artículos. Como la Bertita sabía que a él la canasta habitual de después de comida, con ella, don Eusebio y un muerto, le gustaba a Santelices con locura, y que jamás abandonaba el juego si había cartas sobre la mesa, era fácil retenerlo prolongando la partida. No jugaban por dinero. Cada uno tenía una bolsita con porotos —unos porotos grandes, muy blancos, como de porcelana— que hacían las veces de dinero. Los sábados sacaban las cuentas. El que iba perdiendo invitaba a los otros dos al cine, a ver la película que ellos eligieran, y ella volvía a guardar las bolsitas.
       Al final de esa noche Santelices estaba casi dormido. Le pesaban las cartas en la mano y los párpados sobre los ojos, hasta que al final, en la mesa del comedor de cielo alto, iluminado por una sola ampolleta lejana, no veía más que una ensalada de piques, tréboles y corazones. A cada vuelta la Bertita lo sacaba de su sopor dándole un codazo.
       —Ya pues, Santelices —le decía—. A usted le toca. La gracia de la canasta es que sea rápida, sobre todo si se juega con un muerto...
       —Esta noche parece que fueran dos los muertos —se rió don Eusebio, soltando una carcajada tan enérgica que la plancha de dientes de Santelices se agitó como un pez rosado dentro del vaso en la mesa que trepidaba.
       —Ya, papá —mandó la Bertita—. Parece que tuviera ocho años en vez de ochenta. No se ría más.
       Al final Santelices revivió un poco, porque clon Eusebio comenzó a inventar reglas nuevas para el juego, que lo favorecían. Al principio las dejó pasar porque estaba demasiado amodorrado para discutir, y su esperanza era que todo terminara pronto. Pero cuando clon Eusebio aseguró descaradamente que en la canasta bien jugada se podía tomar el mazo con carta y comodin antes de bajarse, siempre que la carta fuera un as, la indignación despertó de golpe a Santelices.
       —No es cierto —vociferó, agarrando la mano del viejo, estirada ya para apoderarse del mazo.
       La llenita se atragantó con la granadina que estaba tomando.
       —¿Insinúa que mi papá está haciendo trampa?
       —No se puede ni se puede ni se puede —chillaba Santelices—. Cuando yo veraneaba en las termas de Panimávida, conocí una señora que estuvo en Uruguay...
       —¿Cuándo ha veraneado en termas usted? —le gritó el viejo con la mano todavía prisionera en la de Santelices.
       —Deje a mi papá y por favor no sea farsante —le dijo la Benita—. Usted sabe que no hay nada que me moleste más que la gente mentirosa, ah...
       —Y después dice que yo soy el mentiroso —protestó don Eusebio—. Convídame un trago de granadina, hijita, mira que esta pelea me dio sed de algo dulce...
       —No. Me queda muy poca.
       —Te vas a hinchar. Es mucho tomarse media botella en una noche...
       —No se puede llevar el mazo —insistió Santelices—. No se puede ni se puede, a mí no me hacen leso...
       —¿Quién lo va a estar haciendo leso por unos cuantos porotos? —dijo don Eusebio.
       —¿Y el cine no es nada? Hace cuatro domingos que estoy convidando yo.
       —Bah, el cine, el cine...
       —Esta canasta está una lata —dijo la Bertita—. Nunca me había aburrido tanto. Bueno, terminemos, me dio sueño. Mayoría de votos. ¿Usted qué dice, Santelices? ¿Que se puede o que no se puede tomar el mazo con as y comodín antes de bajarse?
       —Que no se puede.
       —Que no se puede, un voto. Yo voto que se puede. Un voto a favor y uno en contra. Y usted papá, ¿que se puede o que no se puede?
       —Que no se puede —respondió el viejo, distraído porque estaba mirando codiciosamente la botella de granadina.
       La Bertita, indignada con la confusión de su padre, que según ella la dejó en ridículo, revolvió de un manotazo todas las cartas sobre la mesa y se paró. Partió a dormir sin despedirse, dejando que los hombres ordenaran las cartas para guardarlas. Pero no olvidó llevarse las bolsitas con porotos.
       Subiendo la escalera hasta su dormitorio, Santelices iba pensando en que no le quedaban más que escasas cuatro horas de sueño antes de levantarse para ir a la oficina. Por un vidrio roto de la claraboya caía una gota insistente en una palangana. De las piezas del pasadizo oscuro salían los ronquidos de los pensionistas con los que don Eusebio y la Bertita no se mezclaban, concediéndole sólo a él el favor de su intimidad. La forma precisa y helada de la llave en su mano y el minúsculo ruido metálico al meterla en la cerradura lo despertaron un poco. Se puso su piyama. Con el llavero en la mano se dirigió a su cómoda y abrió el último cajón.
       Le bastó volcar los sobres en su cama y extender algunas carpetas para que su cuarto se transformara. Nuevos olores, potentes y animales, vencieron los fatigados olores cotidianos. Se crearon ramas inmóviles, listas para temblar después del salto feroz. En lo más hondo de la vegetación los matorrales crujieron bajo el peso de patas sigilosas y el pasto se agitó con la astucia de los cuerpos que merodeaban. Las efusiones animales dejaron el aire impuro. Y la sombra verde y violeta, y la luz manchada se conmovieron con la peligrosa presencia de la belleza, con la amenaza que acecha desde la gracia y la fuerza.
       Santelices sonrió. Esto la Bertita era incapaz de comprenderlo. Ya no importaban ni la hora ni el sueño ni la oficina: el tiempo había extendido sus límites en un abrazo generoso. Santelices lo sacó todo. Lo extendió encima de su cama, en el suelo, en la mesa, en la cómoda y en el tocador, y contemplándolas con lentitud y regodeo, buscó su kilo de tachuelas. Su colección era la mayor, la más hermosa del mundo. Aunque jamás la mostró ni habló de ella a nadie, le bastaba esta seguridad íntima para sentirse superior, firme, orgulloso frente a los demás que jamás llegarían a sospechar lo que él guardaba en el último cajón de su cómoda.
       Con su primer sueldo de archivero, hacía muchos años, se dio el lujo de comprar una caja de chocolates adornada con una cinta celeste, en cuya tapa figuraba un mimoso cachorro de la especie doméstica jugando con un ovillo de lana. Después de comidos los bombones se resistió a botar la caja porque la encontraba muy bonita y la guardó. La tuvo guardada durante muchos años. A veces recordaba esa sonrisa que no era sonrisa, esa insinuación de peligro en la pata juguetona de uñas apenas descubiertas. Entonces sacaba la caja para mirarla. Con el tiempo la fue sacando más a menudo, hasta sentir que no le bastaba, que lo esencial que lo impulsó a guardarla estaba diluido, casi completamente ausente de ella. Una tarde que hojeaba números atrasados de revistas en una librería de viejo, descubrió un reportaje en colores que mostraba no la especie doméstica, sino otras maravillosamente distintas: las que viven en la selva y matan. Se acordó de su caja de bombones, y al enamorarse de lo que veía, la olvidó. Aquí, en las fotografías sensacionales que contemplaba con la nuca fría de emoción, la proximidad de la amenaza, la crueldad desnuda, parecían acrecentar la belleza, dotarla de eficacia agobiadora, hacerla hervir, llamear, cegar, hasta dejar sus manos transpiradas y sus párpados temblorosos. Compró golosamente la revista. Desde entonces comenzó a recorrer a menudo las librerías buscando algo, algo que prolongara esa emoción, que la ampliara, la multiplicara, y compraba todo lo que podía encontrar. A veces se tentaba con libros carísimos que lo dejaban desbancado durante varios meses. Más de una vez encargó al extranjero monografías en idiomas incomprensibles, pero hojeándolas, acariciándolas, le parecía que adquiría algo, algo más.
       A veces pasaban meses que en su vagar por las librerías no lograba encontrar nada. En la penumbra de su pieza, con sólo el globo azul de su velador encendido, miraba las estampas, buscaba su emoción extraviada entre las ilustraciones, que permanecían perversamente inanimadas, reducidas a papel y tinta de imprenta. Algo en él mismo, también, quedaba inanimado, la avidez de su búsqueda tullía su imaginación, porque el ansia de obtener ese algo justo crecía como una enredadera enceguecedora y paralizante, que no dejaba espacio más que para sí misma.
       Fue una de esas tardes que la Bertita le dijo:
       —Oiga, Santelices, ¿qué le tienen comida la color por ahí que anda tan raro?
       Fue como si le hubiera arrebatado lo poco suyo que le quedaba.
       En la oficina pretextó una enfermedad y se fue al zoológico. Pasó largo rato junto a las jaulas de las fieras. Las moscas zumbaban alrededor de sus fauces y sus excrementos fétidos. Las colas estaban sucias, las pieles raídas y opacas, las jaulas eran desilusionantemente pequeñas. Cuando los cuidadores les echaron trozos de reses con unas horquetas largas, las fieras se lanzaron sobre las piltrafas sanguinolentas, haciendo crujir los huesos, gruñendo, echando una baba caliente al devorarlas. Santelices huyó. Eso era lo que quería pero no era eso. Durante el tiempo que siguió a su visita al zoológico, en sus búsquedas por las librerías, ya no se conformaba con las bellas estampas en que las fieras lucían su sonrisa triangular y su paseo sinuoso corno una satisfactoria insinuación de la muerte. Sediento, buscaba escenas feroces donde la actualidad de las fauces humeantes estuvieran teñidas aún con el ardor de la sangre, o en las que el peso del animal dejara caer toda su brutalidad sobre la víctima espantada. El pecho de Santelices palpitaba junto con la víctima, y para salvarse del pánico pegaba sus ojos al agresor para identificarse con él.
       Anoche había dado libertad a los más hermosos, a los príncipes, a sus preferidos. Los clavó sobre la cabecera de su catre, junto al tocador y al ropero de luna, y permaneció largo rato tendido en la cama con la luz velada, más que mirándolos, sintiéndolos adueñarse de su pieza. Se liberaron rumores peligrosos, que podían no ser más que una pata en un charco, una rama quebrada, o el repentino erguirse de orejas puntiagudas. Acudieron cuerpos de andar perfecto, guiños de ojos - que al oscurecer fulguraban hasta quemar, olores, bocanadas de aire usado en pulmones poderosos, presencias, roces, calor de pieles tendidas sobre la elegancia de músculos precisos, toda una enervante invitación a participar en una vida candente, a exponerse a ser fauce y sangre, víctima y agresor.
       Pero Santelices se quedó dormido.
       Fue menos de una hora más tarde que don Eusebio golpeó su puerta, entrando sin esperar. Al encender la luz explicó que venía a pedirle el favor —que Santelices sin duda concedería dada la intimidad exclusiva que ellos le brindaban— de que se levantara temprano ese día, porque el calentador de agua de uno de los baños estaba malo y sería conveniente descongestionar lo más posible el otro a la hora en que los pensionistas salían para el trabajo. No alcanzó a terminar su explicación porque sus ojos se fijaron de pronto, su boca desdentada quedó abierta, y un segundo después del pasmo comenzó la retahíla, obligando a Santelices que arrancara todo eso de la pared inmediatamente.
       Cuando el viejo salió, Santelices se demoró mucho en vestirse. No le importaba llegar tarde a la oficina ese día; al fin y al cabo en dieciséis años de trabajo jamás lo había hecho. Mientras bajaba en la punta de los pies, se le revolvió el estómago con la certeza de que la Bertita lo oiría salir. Volvió a su cuarto y se cambió los zapatos por otros de suela de goma, y volvió a bajar, más silenciosamente aún. No había luz en su pieza... ¿o sí ? Se deslizó con la mayor suavidad que pudo frente a su puerta, pero oyó el grito esperado:
       —¡Santelices!
       Se detuvo con el sombrero en alto sobre su cabeza calva.
       —¿Me hablaba, Bertita?
       —No se me haga el leso, oiga. Venga para acá.
       Santelices titubeó con la mano en la perilla antes de entrar, examinando dos moscas muertas, secas durante años, presas entre el visillo polvoriento y el vidrio. La Bertita estaba en cama todavía, incorporada en medio de lo que parecía un mar de almohadones gordos en la inmensa marquesa. Sobre la mesa del velador había una caja de polvos volcada, una peineta con pelos enredados, pinches, bigudíes, horquillas. Junto a ella vigilaba don Eusebio, con una escoba en la mano y un trapo amarrado a la cabeza.
       —¿Qué le parece poco lo que hay que hacer que se queda parado ahí como un idiota? —le gritó la Bertita, y el viejo salió a escape a suplir a la sirviente despedida la semana anterior.
       Cuando quedaron solos la Bertita bajó los ojos y comenzó a lloriquear. Las manos le temblaban sobre la colcha de raso azul. El pecho era como una gran comba que inflaba, inflaba. Las lágrimas se revenían en las amplias mejillas recién empolvadas: al ver esto, Santelices comprendió que la Bertita se había compuesto especialmente para esperarlo, y quiso salir de la habitación.
       —¡Santelices! —oyó de nuevo.
       La Bertita lo tenía preso en su mirada ahora seca.
       —Es que...
       —Quiere decirme, mire...
       —Si yo no...
       —... cómo es posible que después de todo lo que yo he hecho por usted...
       Y comenzó a lloriquear de nuevo, diciendo:
       —Todos esos monos mugrientos... usted me odia...
       —Cómo puede decir...
       —Sí, sí, me odia. Y yo que me porté como una madre con usted cuando lo operaron, haciéndole sus comiditas especiales, acompañándolo todo el tiempo para que no se aburriera solo, y acuérdese que le cedí esta pieza, mi propia pieza y mi propia cama, para que estuviera más cómodo y se sanara bien. Usted es el colmo de lo malagradecido...
       Santelices recordó con un escalofrío su convalecencia en el dormitorio de la Bertita, después de su operación de úlcera. Se había imaginado ese mes de reposo en cama con sueldo pagado y suplente en la oficina, como el paraíso mismo. ¡ Todo el tiempo que tendría para examinar con tranquilidad continuada sus álbumes con recortes y fotografías ! ¡ Todo lo que podría llegar a leer sobre sus costumbres, sobre la distribución geográfica de las especies, sobre sus extraños habitats! Pero sin que él pudiera oponerse. la Bertita lo instaló en el piso bajo cuando él estaba todavía demasiado endeble, en su propio dormitorio para tenerlo más a mano, y se pasaba el día entero junto a él ahogándolo con sus cuidados, sin dejarlo solo ni un minuto en todo el día, entreteniéndolo, vigilándolo, viendo en su menor gesto un deseo inexistente, un significado que él no quería darle, un pedido de algo que no necesitaba. Allá arriba, en su propio dormitorio, los ojos brillaron ciegos y los cuerpos perfectos permanecieron planos en el cajón de su cómoda todo el mes entero aguardándolo. Porque la Bertita no le permitió regresar a su habitación hasta quedar enteramente satisfecha de la mejoría completa de Santelices.
       —Pero si yo la aprecio tanto, pues, Bertita...
       —¿Me aprecia, ah? —preguntó, dejando de llorar de pronto mientras agitaba las estampas traídas por don Eusebio—. ¿Ah sí, ah? ¿Y cree que por eso tiene derecho a romper toda la casa como se le antoje? Y estos monos asquerosos... Por eso es que se encerraba en su pieza —ahora sí que lo descubrí y ahora sí que ya no va a poder hacer ninguna de sus cosas raras sin que yo sepa, y esas cosas no pueden pasar en esta casa, porque pobres seremos, pero somos gente decente. ¡Mírenlo nomás, rompiéndole la casa a la gente decente! Usted quiere la breva pelada y en la boca, sí, eso es lo que quiere, igual que todos los hombres, que una la tonta se sacrifique por ellos y después hacen cosas raras y ni le dicen a una... y después la odian.
       —Cómo se le ocurre, Bertita. Si yo la quiero mucho...
       —No venga a hacer risa de mí porque soy una pobre solterona sola, que tengo que aguantar al inservible de mi papá que no es capaz ni de defenderme. Usted lo conoce ahora de viejo, cuando no le quedan muchos años de vida, pero viera cómo era antes, todo lo que nos hizo sufrir, por Dios. Un inconsciente, como todos los hombres, como usted — egoísta. creído, cochino, porque estos monos, mírelos, no me venga con cuentos, son una pura cochinada. Y después jugando canasta con una como un santito, para pasarle gato por liebre... ¡cómo no! Creen que una es lesa. Voy a hacer estucar de nuevo toda su pieza y empapelarla con el papel más caro, y aunque me cueste un millón va a tener que pagar usted. Voy a ir al tiro a ver la mugre que dejó allá arriba y capaz que hasta me resfríe por culpa suya...
       Al ver que el gran cuerpo de la Bertita se alzaba de un salto de entre las sábanas y los cojines, impúdicamente vestido de un camisón semitransparente que le había comprado a una señora de la pensión después de un viajecito, Santelices abrió la puerta y huyó. El olor a pieza encerrada, a polvos, a granadina pegajosa y rosada, a cuerpo flojo de virgen vieja, lo persiguió en la carrera de cuatro cuadras hasta su oficina. Subió los cinco pisos corriendo porque el ascensor estaba descompuesto, entró sin saludar a nadie y se encerró en su oficina pidiendo que por ningún motivo lo molestaran, que no pidieran expedientes hasta el lunes, porque hoy debía revisar. Se paseó entre los anaqueles llenos de papeleríos. En el alféizar de su ventana unas palomas picoteaban algo y de vez en cuando lo miraban. Se sentó en su escritorio y se volvió a parar. Desde la ventana miró el estrecho patio de luz cortado en dos por los rayos oblicuos, las nubes que se arrastraban en el cielo terso de la mañana allá arriba, y la muchacha rubia que jugaba en el fondo del patio, cinco pisos más abajo.
       Esperó toda la mañana, no salió a almorzar y esperó encerrado toda la tarde. Lo miró todo una y otra vez, el cielo, los anaqueles, la muchacha que jugaba con un gato, tratando de no pensar, de alejar el momento de la llegada a su casa para encontrar que ahora no tenía nada...

       Cuando Santelices salió del trabajo esa tarde, se fue a vagar por las calles y alrededor del zoológico, que ya estaba cerrado para el público. Dando una y otra vuelta cerca de las rejas se detenía bruscamente al distinguir entre la turbia multiplicidad de olores, los que le eran conocidos. Desde el encierro de las jaulas nocturnas le llegaban rugidos débiles que se fueron agotando. Pero como no tenía ganas de ver nada ni de oír nada, se fue en cuanto la noche se cerró bruscamente y siguió vagando por las calles. Comió un sandwich con salsa demasiado condimentada que lo hizo pensar en la posibilidad de otra úlcera. Después se metió a un cine rotativo y se quedó dormido en la butaca. Cuando salió, era cerca de la una de la mañana. Con seguridad en la pensión de la Bertita ya no quedaba nadie en pie. Sólo entonces se resolvió a regresar.
       En el pasillo lo acogió un olor a papeles quemados, sobre-impuesto al olor de fritura de todos los viernes —pejerreyes falsos— pero sin lograr borrarlo. Había un silencio muy grande en el caserón, como si nadie, nunca, lo hubiera habitado. Llegó a su cuarto y se puso el piyama de franela a rayas. Durante un rato se dedicó a buscar con desgano sus estampas y recortes, sus álbumes y sobres, por los cajones, debajo de la cama, encima del ropero. Pero le dio frío y se acostó tiritando después de hacer unas buchadas con toda tranquilidad, porque sabía, estaba seguro antes de llegar, que la Bertita lo había destruido todo. Las había quemado. Durante el día en la oficina estuvo pasándoles revista en su mente para despedirse de ellas. ¿Qué más podía hacer? Cualquier protesta o reivindicación era imposible. Al evocar las estampas se veía a sí mismo como un niño muy chico y a la Bertita parada junto a él dando vuelta las páginas de los álbumes, señalándole las ilustraciones sin dejar que las tocara. Su presencia forzada junto al hechizo de las bestias fue aplastando las imágenes evocadas, desangrándolas, dejándolas reducidas al recuerdo de las circunstancias de la compra, al peso de los libros, a la dimensión variada de las fotografías brillantes, a papel, a cartulina, a colores de imprenta. La esencia de las fieras se resistió a acudir. Era como si Santelices hubiera ido quemando mentalmente cada una de las estampas en una llama que después se apagó.
       Tomó la costumbre de levantarse al alba para evitar a la Bertita y a don Eusebio. Regresaba muy tarde a desplomarse agotado en su cama y dejar que un sueño pesante y sin imágenes se apoderara de él. Se alimentaba de sandwich, de maní, de caramelos, de modo que su digestión, siempre tan delicada, se descompuso. En la oficina era el mismo de siempre: cumplidor, decoroso, ordenado. Nadie notó ningún cambio. Como era una temporada de poco trabajo tenía tiempo de sobra para no hacer nada —para sentarse junto a la ventana y mirar el cielo, para darles migas a las palomas que acudían al alféizar, para escudriñar los techos de la ciudad por un costado abierto del patio, o para entretenerse observando a la muchacha rubia que en el fondo del patio de luz, cinco pisos más abajo, parecía estar siempre ocupada en algo: lavando ropa, regando una mata apestada, jugando con el gato o peinando largamente sus cabellos.
       A veces pasaba frente a casas que tenían pegado algún letrero que decía: “Se arriendan piezas con pensión.” Entraba a examinar lo ofrecido figurándose que le sería posible cambiarse de casa. Conversaba un rato con la patrona que quedaba encantada con la respetabilidad tan clara de su posible pensionista, pero Santelices siempre terminaba encontrando algún defecto, la luz del baño, la escalera muy larga, el cielo del dormitorio descascarándose, para pretextar una negativa. Sin embargo no se engañaba: sabía que no era pretexto. Sabía que jamás se iría de la casa de la Bertita. Era demasiado difícil comenzar a fabricar una nueva relación con alguien, con cualquiera que fuese. La idea la dolía. Le causaba una aprensión muy definida. Además, ya tenía edad suficiente como para que fuera lícito prendarse de lo cómodo y pagar un alto precio por ello. Mal que mal, saber que todas las noches podía jugar unas manos de canasta sin sus dientes postizos, estar seguro de que nunca le faltaría un botón a sus camisas, que sus zapatos estarían limpios en la mañana, que se respetaban sus irregularidades estomacales, sus gustos, sus pequeñas manías, era algo tan sólido que sería una tragedia para él abandonarlo.
       Pero todavía no lograba resolverse a regresar a la casa a una hora en que un encuentro lo obligaría a tomar posiciones definidas respecto a sus estampas perdidas. Al fin y al cabo era innegable que había estropeado la pared. Tenían derecho a represalias. Cada vez que se acercaba, sentía algo caliente que hozaba dentro de sus tripas ... estaban quemadas. Pero prefería cualquier cosa antes de un enfrentamiento con la Bertita — no podía extender la mano para pedirle lo que era de él. Ganas de volver, sin embargo, de retomar el canon de su existencia ordenada, no podía decir que le faltaban. Meditaba estas cosas mientras numeraba expedientes o junto a la ventana de su oficina. En la ventana de enfrente habían pintado un letrero nuevo:
LEIVA HERMANOS. ¿Quiénes serían ? Allá abajo, en el fondo del patio de luz, la muchacha cosía. Era una lástima no poder verle la cara, que debía ser de un extraordinario embeleso al jugar con su gata — sabía que era gata porque había tenido cría y ahora eran cinco, tal vez seis los animalitos que circulaban alrededor de la muchacha, y ella les daba leche y les hacía mimos.
       Fue tal vez el embeleso que le procuró el nacimiento de los gatitos que lo hizo olvidar sus temores. Esa tarde se dirigió derecho a su casa después del trabajo como si nada hubiera sucedido, con la intención de que su naturalidad borrara toda exigencia de su parte y anulara todo reproche de parte de la Bertita. Jamás había existido, tenía que implicar, un episodio desagradable entre ellos. Por lo demás, como iba a tener que entregar las armas tarde o temprano, más valía hacerlo ahora, antes que su digestión se resintiera definitivamente y que sus pies reventaran de tanto caminar por las calles.
       Entró a la casa silbando. Se dio cuenta de que al oírlo la Bertita cortaba repentinamente el poderoso chorro de agua del baño para salir en su encuentro. Santelices subió la escalera sin mirarla, y desde el rellano se fijó en ella que lo miraba pasmada desde abajo secándose los brazos con una toalla.
       —Ah, Bertita... —exclamó Santelices—. Buenas tardes...
       Y siguió subiendo sin escuchar lo que la Bertita decía.
       Al llegar a su cuarto se tendió en su cama sonriendo. Resultaba intensamente placentero este cuarto amplio aunque un poco oscuro, esta nueva vida sin siquiera el peligro del papel impreso, sin la atormentadora invitación que desde tantos años atrás él mismo venía extendiéndose día a día, noche a noche, sin participar más que de ecos alejados e inofensivos. Se había adormilado un poco cuando sintió un llamado muy suave en su puerta:
       —¿ Santelices?
       —¿Bertita? Pase nomás...
       Santelices sintió cómo su mano abandonaba bruscamente la perilla al oír su invitación.
       —No, no gracias. No quiero molestarle. Usted tendrá sus cosas que hacer...
       Santelices no respondió para ver qué sucedía. Después de unos segundos la Bertita siguió:
       —... es para decirle que la comida va a estar lista como en un cuarto de hora, así que...
       Hubo una pausa tentativa que Santelices no llenó.
       —...hice de ese guiso de pollo que a usted le gusta tanto...
       —¿Cuál? —preguntó él.
       La mano ansiosa de la Bertita volvió a posarse en la perilla.
       —Ése que vimos juntos ahora tiempo en una revista argentina ¿se acuerda? y que para probarlo lo hice para el día de mi papá...
       —Ah, bueno, en un ratito más bajo...
       —Regio entonces, pero no se apure. En un cuarto de hora...
       Le pareció que la Bertita permanecía junto a la puerta un minuto, no, un segundo más de la cuenta antes de regresar por el pasadizo tarareando algo. Aguardó un rato, se mojó la cara en el lavatorio, botó el agua en el balde floreado, se arregló la corbata y bajó.
       El pollo estaba sabrosísimo. Había que confesar que la Bertita tenía muy buena mano para la cocina cuando se dignaba preparar algo. Pareció marearse con el halago de Santelices:
       —Tiene mano de ángel, Bertita, mano de ángel. Feliz mortal el que pase la vida al lado suyo...
       Se sirvió tres presas.
       Pusieron la radio, el programa Noches de España, que don Eusebio celebró con un entusiasmo sospechosamente excesivo, como obedeciendo a una consigna. La Bertita lo miró severa y cuando el viejo se puso a contar chistes andaluces bastante subidos de color, la Bertita lo interrumpió para proponer una canasta. Todos celebraron la idea como brillantísima y sacaron los naipes. Las partidas de esa noche fueron amenas, risueñas, rápidas. Santelices ganó con facilidad sin que la Bertita ni don Eusebio protestaran.
       —Mire, toque cómo está de llena su bolsita, Santelices. ¿Qué rico, no?
       —¿Me la guarda usted, por favor?
       —Claro, yo se la cuido...
       Al finalizar la semana la bolsita de Santelices estaba repleta y las otras dos escuálidas. Don Eusebio parecía un poco picado de tener que invitar al cine ese domingo y habló poco, enfrascándose en la página hípica del diario hasta que su hija se la arrebató. Santelices eligió la película Volcán de pasiones como homenaje a la Bertita, que durante toda la semana estuvo hablando de las ganas que tenía de verla, porque la misma pensionista que le había vendido la camisa nylon de contrabando le contó que se trataba de una mujer preciosa que parecía mala pero que en el fondo era buena. Tanto mimaron a Santelices esa semana que se sintió con fuerzas para pedirle prestados a don Eusebio sus anteojos de larga vista, los que usaba para ir a las carreras antes de que la Bertita lo redimiera de ese vicio que tantas lágrimas le había costado. Santelices explicó que era para entretenerse mirando por la ventana de su oficina, en esa época de poco trabajo.
       Los anteojos eran, en realidad, para mirar por la ventana. Específicamente para mirar a la muchacha que jugaba en el patio con los gatos todo el día, todos los días.
       Cuando llegó a la oficina se fue derecho a la ventana, pero le costó encontrar el foco preciso. El ansia trababa sus manos y lo hacía pensar que siempre podía haber un foco mejor. Por fin quedó satisfecho. Era una muchacha de unos diecisiete años, de lacios cabellos rubios, delicada, con una fatal cifra de melancolía en el rostro que parecía decir que no pertenecía a nadie ni a nada. Santelices se conmovió. Alrededor de la muchacha jugueteaban los ocho o nueve gatos overos, romanos, rojizos, hijos de la gata enorme que dormía en su falda. Santelices sintió un sobresalto al ver lo grande que era la gata. Examinó el patio con los anteojos.
       Pero ¿no habría otro gato muy grande agazapado en la sombra de la artesa? Y ¿qué eran esas sombras que se movían detrás de las matas? A medida que avanzó la tarde Santelices vio que por encima de la tapia, desde los alféizares, y descolgándose de las ramas de un árbol que antes él no había notado, llegaron al patio varios gatos más, que la muchacha acariciaba sonriente. ¿ Qué sucedía en ese patio cuando era de noche y todas las oficinas del edificio se cerraban? Sabido es que los félidos se tornan traicioneros en la noche, que algo les sucede, que les llena una ferocidad que se aplaca con el día. ¿Permanecía siempre allí la muchacha rodeada de los félidos indolentes?
       Entre los mimos prolongados de su casa, le era fácil olvidar los sobresaltos que le proporcionaba la muchacha. Por lo demás, y éste era su secreto, si las delicadezas de la Bertita para con él llegaban a terminarse, como siempre y detrás de cada una de sus atenciones temía, quedaba siempre el consuelo de esa amistad a la distancia con la muchacha rubia que vivía en el patio de luz. Fue tanta la seguridad que la conciencia de esto le proporcionó, que una noche que supo que había charquicán de comida, Santelices dijo:
       —No me gusta el charquicán, quiero pollo.
       —Pollo dos veces por semana, ni que fuera corredor de la bolsa... mírenlo qué se cree... —respondió la Bertita.
       —Sí, pero tengo ganas de comer pollo.
       La Bertita se enojó:
       —Oiga mire, se le está pasando el tejo de exigente, Santelices, todo porque sabe que nosotros a usted...
       Algo se había ido descubriendo en los ojos de la Bertita, que de nuevo, después de estos meses, quedaron peligrosamente desnudos. Mientras se subía las mangas del delantal floreado no pestañeó ni una vez y después se sirvió un vaso enorme de granadina. Santelices dijo rápido, antes que la mirada extinguiera su osadía:
       —Oiga Bertita, cuénteme una cosa. ¿No se acuerda de unos monitos míos, unos cuadritos que ahora tiempo puse en la pared de mi pieza y después no los pude encontrar? ¿No sabe qué se hicieron?
       A la Bertita casi se le cayó el vaso de la mano. Sus ojos duros se disolvieron al esquivar la mirada de Santelices:
       —Ay, por Dios que friega usted con sus monitos ¿no? Para qué se le ocurre hablar de eso ahora, cuando hace como dos meses? ¿No le da vergüenza de andar preocupado con jueguitos de chiquillo chico? Después de... bueno, de eso, estuve hablando con mi papá y como parece que usted piensa quedarse definitivamente con la pieza...
       Él la venció diciendo:
       —Mm, puede ser...
       Los ojos de la Bertita se fijaron en él y ya no volvieron a abandonarlo:
       —...así que decidimos que no valía la pena volver a empapelar ni cobrarle nada. No se preocupe...br>       —Claro, ustedes siempre tan dijes...
       Esperó que la Bertita esbozara un suspiro de alivio para cortárselo insistiendo:
       —Pero ¿y las estampas?
       —Ay pues, Santelices, por Dios déjese de leseras. Qué sé yo qué habrá hecho con ellas mi papá. Le digo que a él se las di. Claro que... no sé si a usted le va a parecer mal, pero fíjese que yo me quedé con una en colores pensando que a usted no le importaría y la puse en ese marquito de espejo azul que se le quedó a esa pensionista del 8 que se fue. ¿ Quiere pasar a mi pieza a verla? Se ve un amor le diré ¿cómo se llama el animal? entre todas esas hojas tan grandes y esas flores raras. Fíjese que una vez vi una película...
       Santelices salió sin despedirse.
       Esa tarde se quedó en la oficina hasta que todos los demás se fueron. A medida que avanzaba la noche, en el ala de enfrente, una a una, se fueron apagando todas las luces hasta que el edificio de cemento adquirió una resonancia propia, de inmensa caja vacía. Una bocanada de aire cargada de insinuaciones espesas entró por la ventana abierta. Estaban sólo él y la muchacha incauta entre los gatos, cinco pisos más abajo. Las sombras se hundieron, cayendo bloque sobre bloque en el patio exiguo, iluminado por el fulgor de ojos verdes, dorados, rojos, parpadeantes. Santelices apenas divisaba las formas a que pertenecían con la ayuda del anteojo. Los animales eran docenas, que circulaban alrededor de la muchacha: ella no era más que una mancha pálida en medio de todos esos ojos que se encendían al mirarla codiciosos. Santelices le iba a gritar una advertencia inclinado por la ventana, pero enfrente, el vidrio de
LEIVA HERMANOS se encendió de pronto, se abrió con un chirrido, y el desparpajo de una risa vulgar atravesó de parte a parte el silencio del edificio. Santelices buscó su sombrero en la penumbra y se fue.
       Esa noche no llegó a comer a su casa. Al día siguiente, sin embargo, se fue derecho desde la oficina, buscó a la Bertita y le dijo que, como había encontrado otro lugar donde vivir, se pensaba cambiar al mes siguiente y ella podía disponer de la pieza para esa fecha.
       —Pero Santelices ¿por qué? ¿Qué le hemos hecho? —balbuceó.
       —Nada...
       —Entonces, no entiendo...
       —Es que una compañera de oficina, viuda de un oficial, me cede una pieza en su departamento, porque no tiene niños y el departamento es lindo, de lujo, viera qué moderno. Yo sería el único pensionista. Imagínese la comodidad, y sobre todo la señora es tan simpática. Hasta toca guitarra...
       Lívida, la Bertita acezaba como si algo estuviera haciendo presión dentro de ella, llenándola hasta que estalló:
       —Ustedes... siempre se van donde más calienta el sol, malagradecidos. Váyase, váyase si quiere... a mí ¿qué me importa? Malagradecido, después de como le hemos tratado en esta casa. ¿Qué me importa? Usted es un cochino, como todos los hombres, que no les interesa más que una cosa... Cochino, cochino...
       A medida que repetía la palabra comenzó a gemir, a deshacerse, llorando desesperada. Un muro que se había alzado en Santelipensiónmpidió conmoverse. No la odiaba, ni siquiera la quería mal, ni siquiera tenía planes para irse a otra pensión. Pero vio que esto era lo que desde hacía mucho tiempo quería presenciar con sus propios ojos: la Bertita destrozada, llorando sin consuelo por causa suya. Antes que las olas de su propia compasión aumentaran y destruyeran el muro, salió de la pieza. Afuera, ya no le importaba nada, absolutamente nada. Se fue a acostar.
       Se tendió en la cama sin desvestirse. Alguien roncaba en la habitación contigua. En el cuarto del frente despertó un niño y le dijo a su madre que quería pipí. Algunos rezagados entraban a sus habitaciones en la punta de los pies, despertando las viejas tablas dormidas del piso. Contempló los muros donde poco tiempo atrás campearon una noche sus bestias obedientes, destruidas por la Bertita. No le importaba nada porque la selva crecía dentro de él ahora, con sus rugidos y calores, con la efusión de la muerte y de la vida. Pero algo, algo sí le importaba, debía importarle. En el fondo de su imaginación, como en el fondo de un patio muy oscuro, fue apareciendo una mancha pálida que creció aterrada ante la amenaza que venía rondándola. Ella creía que eran sólo gatos, como el de la tapa de su caja de bombones con la cinta celeste. Pero no, él debía gritarle una advertencia para salvarla de ser devorada. No pudo dormir porque sentía la imploración de la muchacha dirigida a él, sólo a él. Se revolvía sobre su cama, vestido, sin lograr que los animales peligrosos quedaran exorcizados por sus esfuerzos. Se levantó, hizo unas buchadas porque tenía la boca amarga y se dispuso a salir. Bajó la escala sin importarle que sus pasos despertaran a la pensión entera. Tenía prisa. Al pasar frente a la pieza de la Bertita se encendió la luz y oyó:
       —¿Santelices?
       Se quedó parado sin responder.
       —¡Santelices! ¿ Adónde va a esta hora, por Diosito santo?
       Después de unos segundos de silencio, respondió:
       —Tengo que salir.
       Al cerrar la puerta oyó un gemido como de animal que rajó la noche:
       —¡Papá!
       Afuera, el aire helado recortó su forma, separándolo en forma definitiva de todas las cosas. A pesar del frío tranquilo, sin viento ni humedad, se sacó el sombrero y sintió el aire acariciar su nuca y su calva, su frente y su cuello, apartándolo, salvándolo de toda preocupación que no fuera por la muchacha que iba a ser devorada.
       Subió los cinco pisos de una carrera. Sin saber cómo, abrió puertas y más puertas hasta llegar a su oficina. En la oscuridad se allegó a la ventana y la abrió de par en par —enorme ventana que descubrió sobre su cabeza toda la oscuridad de un cielo desteñido, en que la luna caliente, roja, de bordes imprecisos como un absceso, parecía que ya iba a estallar sobre las copas de los árboles gigantescos. Ahogó un grito de horror: el patio era un viscoso viveró de fieras desde donde todos los ojos —amarillos, granates, dorados, verdes— lo miraban a él. Se llevó las manos a los oídos para que la marea de rugidos no destruyera sus tímpanos. ¿Dónde estaba la muchacha? Dónde estaba su forma delicada en medio de esa vegetación caliente, de ese aire impuro? Más y más tigres de ojos iluminados saltaban desde la tapia al patio. Los ocelotes, los pumas hambrientos arañaban los jirones de oscuridad entre las hojas violeta. Las onzas destrozaban a los linces, las panteras se trepaban a los árboles que casi casi llegaban a la ventana desde donde Santelices escudriñaba ese patio en busca de la muchacha, que ya no veía. Todo crujía, rugía, trepidaba de insectos enloquecidos por el peligro en el aire venenoso y turbio de la selva. Desde una rama muy cercana un jaguar quiso morder la mano de Santelices, pero sólo se apoderó del anteojo de larga vista. Una pantera enfurecida, de multifacéticos ojos color brasa, rugió frente a su cara.
       Santelices no tenía miedo. Había una necesidad, un imperativo que era como el reencuentro de su valor en un triunfo posible, la definición más rica y ambiciosa, pero la única por ser la más difícil. Las ramas se despejaron allá abajo, en el fondo más lejano. Santelices contuvo la respiración: era ella, sí, ella que le pedía que la rescatara de ese hervidero pavoroso. Animales cuyos nombres ignoraba se arrastraban trepándose por las ramas estremecidas y los pájaros agitaban sus plumajes de maravilla entre los helechos monstruosos. Con las manos empavorecidas espantaba a los bichos calientes de humedad que chocaban contra su rostro. Toda la noche era de ojos fulgurantes, arriba, en el cielo a través de las ramas gigantes que le ahogaban, y allá abajo, en la borrasca de fieras que se destrozaban mutuamente. El aire espeso de la noche iluminada apenas por una luna opaca —¿o era un sol desconocido?— venía cargado de aullidos presos en su densidad. Allá estaba la muchacha esperándolo, tal vez gemía, no podía oír su voz en medio del trueno de alaridos, rugidos, gritos, pero tenía que salvarla. Santelices se trepó al alféizar. Sí, allá abajo estaba. De un grito espantó a una fiera de la rama vecina, y para bajar por ella, dio un salto feroz para alcanzarla.



[Santiago de Chile, 1962]


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