José Donoso
(Santiago, Chile, 1924 - Santiago, Chile, 1996)
El charleston (1960)
El charleston (Santiago: Nascimento, 1960);
re-impreso en la Revista de la Universidad de México (No. 9, mayo 1965, pgs. 22-25);
Los mejores cuentos de José Donoso (Santiago: Zig-Zag, 1966; selección de Luis Domínguez)
A veces pienso que la vida sería harto triste si uno no tuviera amigos con quienes divertirse y tomar juntos unos buenos tragos de vino de vez en cuando.
Pero en la vida suceden cosas muy raras, que nadie puede comprender. Hace poco tiempo pasé un par de semanas sin querer juntarme con Jaime ni con Memo, que son mis amigos, y sin que ellos quisieran juntarse conmigo ni entre ellos. No sé por qué. Son cosas que no tienen explicación. Pasé esos días muy amargado. Ni siquiera tenía ganas de poner la radio para escuchar el campeonato sudamericano de fútbol, y cuando en la pieza del lado, mis hermanos menores armaban una gritadera cada vez que se marcaba un tanto, a mí no me daba frío ni calor, nada más que porque no estaba con Memo y con Jaime y no podíamos celebrar con unos buenos vasos de vino tinto.
Pasamos trece días sin vernos, casi dos semanas. Lo curioso es que no peleamos ni discutimos, ni nos pusimos de acuerdo para no vernos. No teníamos ganas de estar juntos, nada más. Y parecía cosa de brujos, porque como vivimos en la misma cuadra, siempre nos estamos encontrando aunque no nos busquemos, pero durante esos días fue como si la tierra nos hubiera tragado. Con tocar el timbre en la casa de cualquiera de los otros, hubiera bastado para encontrarnos y deshacer ese silencio que nos separaba. Pero eso es lo más raro de todo: a pesar de que teníamos ganas de estar juntos —yo pensaba en mis amigos todo el tiempo, hasta en el trabajo—, no nos buscamos, porque era como si tuviéramos miedo... o repugnancia.
Bueno, como dije, Jaime, Memo y yo somos muy amigos. Nos conocemos desde chicos porque siempre hemos vivido en la misma cuadra. Pero yo conozco a muchas personas desde chico y no por eso somos amigos, por lo menos no como soy amigo de Jaime y Memo. Porque estoy convencido de que la amistad es algo más serio, más, ¿cómo dijera yo ?... más espiritual que pararse a hablar en la calle con algún conocido. Por ejemplo, creo que es necesario tener las mismas aficiones. Como el fútbol, en el caso de nosotros tres. Yo no sé si alguien ha pensado en lo bueno que es el fútbol para hacer amigos — uno va a las partidas juntos, compra las revistas en que salen los jugadores, discute y tiene tema para muchas semanas. En realidad, llena la vida. A veces, cuando conozco a algún tipo que no le interesan las partidas, que no conoce a los jugadores y no sabe cómo van los equipos, bueno, se me ocurre que está medio tuerto o algo así. Es como un marciano, un tipo distinto que no habla el mismo idioma y no se entusiasma con las mismas cosas, y bueno, si alguien es capaz de no entusiasmarse con una partida de fútbol, es capaz de no entusiasmarse ni siquiera con una mujer desnuda, digo yo.
A propósito de mujeres, diré que Memo no piensa en otra cosa, quizás porque tiene tan buena suerte. Claro que no se puede negar que es un tipo bien parecido, delgado, blanco, con el pelo negro bien engominado, siempre anda elegante, porque tiene un hermano que es cortador de una sastrería de lujo, y Memo le firma letras. Además, creo que su profesión tiene algo que ver con su éxito: es vendedor de los productos de belleza "Ondina", champú, colonias, jabones perfumados, cremas y todos esos menjurges con que las mujeres se aliñan. Eso las atrae. Él es el que nos arrastra a Jaime y a mí a los bailes, de esos que dan en las escuelas y en los clubes deportivos, con guirnaldas de luces de colores y las chiquillas que van con la mamá o una tía o un hermano. Pero a Jaime y a mí no nos gustan esos bailes y vamos más que nada por acompañar a Memo. ¿ Cómo nos van a gustar? No niego que se puede hacer amistad con chiquillas harto simpáticas..., pero ¿Y? ¿Y? ¿ Qué más? Nada. Mucho ruido y pocas nueces. Para la amistad están los amigos hombres, digo yo. Y para lo demás, Jaime y yo preferimos ir a los callejones de vez en cuando. Es más fácil. Uno llega, pide unas poncheras, se arregla con una de las mujeres y, al grano, nada de cuentos. Después, uno queda de lo más cansado. Por último, creo que hasta sale más barato, porque para conseguirse una chiquilla decente se necesitan tantos convites a ver películas, a tomar algo en la tarde, a pasear el día domingo, a un baile el sábado, que uno se arruina sin darse cuenta. No es que ninguno de los tres andemos mal de plata. No somos ricos —cada uno vive con su familia y tiene que dar para la casa—, pero no nos podemos quejar, todos tenemos trabajo bueno y seguro. Como dije, Memo es vendedor de productos de belleza, y aunque el sector que a él le toca es el peor de todos, cree que lo van a cambiar a uno mejor. Jaime es empleado del Ministerio de Obras Públicas, y todos saben que puestos como ése son los mejores porque tienen muchas regalías y, aunque el sueldo no es nada del otro mundo, hay un buen futuro. Yo soy el que siempre ando peor de plata, porque como hace poco que egresé del Pedagógico, todavía no tengo horario completo en los dos colegios donde enseño. Pero a pesar de ser el que siempre ando con menos plata, Jaime y Memo me respetan porque al fin y al cabo tengo más instrucción que ellos.
Jaime es el menos fachoso de los tres y a veces se me ocurre que le importa más de lo que parece. Es chiquito y bien negro, con el pelo bien calzado en la frente y un bigote que aunque no es muy abundante, se lo cuida más que una niña de sus ojos. Es igual a sus hermanos, que son nueve. Como tiene tanta admiración por Memo, se engomina y se acicala igual que él, y con la poca ropa que tiene anda siempre tan arreglado que llega a dar risa verlo muy tieso con la cabeza en alto y con la mano en el bolsillo. Yo soy rubio y un poco gordo, porque soy nieto de yugoeslavos por parte de mi madre, y tengo la misma edad que Memo y Jaime, 23 años.
Pero lo que a los tres más nos une es la afición por el vino. No, no vayan a creer que somos borrachos y viciosos, los viciosos toman solos y no son alegres. Nosotros no sabemos si nos gusta conversar para tomar vino, o tomar vino para conversar. Pero desde que teníamos quince años, cuando andábamos con los bolsillos pelados y sin tener ni para ir a galería a ver una película, economizábamos para comprar un litrito y tomarlo escondidos por ahí. Después comenzamos a ir a los bares y a todas esas partes, siempre los tres juntos.
Por mucho que se diga lo contrario, no hay nada que se pueda comparar con el vino. En primer lugar, no hace mal para la salud como los tragos fuertes. A nosotros no nos gusta el vino tanto por la soltura y felicidad que da, cuando uno se siente como si se hubiera sacado el millón y como si alguna artista de biógrafo estuviera enamorada de uno, sino porque... cómo decirlo... bueno, porque uno hace toda la vida alrededor del vino. Todo lo que vale la pena en el mundo, la risa y los amigos y las mujeres y comer cosas buenas y el fútbol, es mejor todavía si está bien coloradito con vino tinto. En realidad, con Jaime y Memo, casi más que de mujeres y de fútbol, hablamos del vino, de las leseras que uno hace cuando toma demasiado y de lo bien que lo pasa. En cada borrachera hay algo divertido de que uno se puede acordar después, y cada vez que las comenta, uno se vuelve a reír, y nunca se repiten demasiadas veces:
—... pero no eran mejores que esos litritos que tomamos cuando fuimos a esa quinta de diversiones que queda en el camino... ¿para dónde es donde queda?
—¿Tú dices esa vez que fuimos para el Dieciocho?
—¡No, para el Dieciocho fuimos en un grupo grande, en el camión de Chinchulín. Yo te digo esa vez en el verano cuando fuimos en micro los tres solos. Éste empezó temprano y con el calor y el estómago vacío, el vino se le fue a la cabeza, y se quiso montar a la hija del concesionario...
—No me acuerdo —dice Jaime, haciéndose el inocente.
—¿Cómo era?
—Una jovencita, harto fea y sudada que estaba, peor. Pero ya no sabías ni cómo te llamabas, y la convidaste para los yuyos. Resultó que el hermano, que era carabinero en el retén de al lado, llegó a almorzar. Nosotros estábamos más asustados, porque llegó preguntando por la hermana! Así que en la mesa, con el hermano carabinero, nosotros métele que te mete cañazos de vino para taparte... y cuando volvieron los dos estaban con la ropa sucia, llena de pasto, pero por suerte nosotros ya teníamos bien mareado al hermano carabinero y no se dio cuenta de nada...
Nos reímos un buen rato acordándonos de todo, y de cómo, después, tratamos de hacer perro muerto, pero no nos resultó porque la hija del concesionario estaba picada con el revolcón y se dio cuenta de las intenciones que teníamos. Más tarde, otro se acordaba:
—Pero la vez que he visto peor al Memo fue cuando nos quisimos robar a la Lucy de la casa de la Haydée. Cierto que llegamos harto puestones, fue para tu cumpleaños, Memo, y tu tía te había mandado de regalo una damajuana de chicha de Curtiduría, dulcecita, y la tomamos de una sentada... Y después de comida nos fuimos a celebrar a la casa de la Haydée, que no nos quería dejar entrar porque estaba llena de clientes, pero nosotros, ni cortos ni perezosos, nos subimos por una ventana y cuando la Lucy nos vio...
Y así seguimos, hasta que no damos más.
Sí, así es la cosa. Sus cañas de tinto en la mesa de bar, su sandwich de lomo caliente para no tomar con el estómago vacío, sus buenos cigarrillos, los amigos dispuestos a pasar un rato agradable... y vamos habla que habla, toma que toma, y no se sienten pasar las horas hasta que son las dos, las tres, las cuatro de la mañana.
Como digo, no sé cómo fui capaz de pasar esas dos semanas sin probar ni un trago y cómo resistí sin juntarme con Jaime y con Memo. Era como si tuviera miedo de verlos, como si el vino se me fuera a pegar en la garganta. Pero lo más curioso de todo es que en esos días yo me acordaba todo el tiempo de un tipo que vimos esa última noche que salimos juntos, y cada vez que me acordaba de él, me daba una especie de miedo, de asco, no sé cómo explicar...
Muchas veces los tres salimos juntos después de comida para ir a ver alguna película. Como esa noche los tres andábamos con plata, elegimos una película recién estrenada, en el centro que tenía algo muy especial, porque en vez de ser una sola la artista principal, eran tres las preciosuras: Laureen Bacall, Marilyn Monroe y Jane Rusell. Y las tres vestidas con unas hojitas de parra por aquí, y otras hojitas por allá, y unos cuantos flecos para emborrachar la perdiz, bailaban ese baile de locos que se llama charlestón. Bueno, el hecho es que después de la función los tres caminamos Alameda abajo hacia la casa, caleteando de bar en bar, conversando y conversando, porque a nosotros nunca nos falta tema. Esa noche hablamos de la película que acabábamos de ver, repartiéndonos a las artistas, una para cada uno. Después de mucho discutir, por fin nos pusimos de acuerdo: Memo, que le gusta hacerse el aristocrático y dice que las viejitas son mejores porque son más cariñosas, eligió a la Laureen Bacall. Yo, como soy tirando a rubio, me quedé con la Marilyn Monroe; y Jaime, que siempre ha preferido la cantidad a la calidad, quizás porque es tan chico, escogió a la Jane Rusell. Quedamos muy contentos porque aunque nos costó bastante ponernos de acuerdo, no nos hicimos mala sangre, como a veces nos pasa en cuestión de mujeres...
Y a cada rato Memo decía:
—¡Puchas! ¡Qué daría yo para que la Laureen me enseñara a bailar el charlestón!
Entramos en un bar, tomamos una vuelta de tinto, salimos, caminamos unas cuadras y después entramos en otro bar, hasta
que caleteando y caleteando, al llegar a la altura de Avenida España, aunque nadie hubiera podido decir que estábamos borrachos, era mejor no hablar del grado de alcoholización a que habíamos llegado. En todo caso, era una de esas borracheras suavecitas, tranquilas, de día de semana.
El tonto de Memo tenía pegada la melodía del charlestón. La tarareaba entre frase y frase que decía, pero como tiene pésimo oído, era poco lo que podía cantar, y menos bailar, aunque lo
intentaba. Nosotros, Jaime y yo, comenzábamos a tener sueño porque ya era tarde, pero dejamos que Memo, que estaba como embrujado con el famoso charlestón nos hiciera entrar al último bar de la noche.
—Después —dijo abriendo la puerta para que pasáramos— yo los convido en taxi.
Esto nos convenció y entramos con paso resuelto. Era un boliche igual a cientos de boliches que hay en todos los barrios.
Angosto, largo hacia el fondo, a un costado el mesón con la
máquina de café express y los grifos para la cerveza blanca y la cerveza negra. Unas diez mesas, sillas pintadas verde con
sus asientos de totora deshechos por debajo, y en el medio del negocio, un tocadiscos lleno de luces y de vidrios de colores, de esos que hay que echarles fichas y apretarles un botón para que toquen.
Como ya era bastante tarde, no quedaban más que dos o tres parroquianos. Nos sentamos y pedimos una vuelta de vino de
la casa. El mozo, que parecía que se iba a caer de dolor a los pies, hizo el pedido al dueño, que después de entregarle unas fichas para el tocadiscos a un gordo que estaba parado junto al mesón, nos sirvió tres vasos de vino bien colorado, de ese que se conoce de lejos que es áspero como lija.
El gordo se fue a sentar a una mesa que estaba casi pegada al tocadiscos. Era uno de esos gordos azorochados, con su
cara de contento unida al cuerpo por un rollo de grasa y nada más. Estaba bastante borracho, y a pesar de que era invierno v nosotros preferimos no sacarnos los abrigos por el trío que hacía en el local, él estaba sudando, y aunque se había abierto el cuello de la camisa, resoplaba como si le costara respirar. Me fijé, que, borroneadas por la carne de la cara, sus facciones eran finitas, la nariz, la boca, las cejas bien dibujadas, demostrando que había nacido para flaco, pero que a costa de pasarlo bien en la vida, a costa de comer y tomar y reírse, se había transformado en esta pelota de grasa, adquiriendo además esa sonrisa que ya no podía abandonar.
De pronto nos pareció que el gordo se derrumbaba encima de la mesa, pero nos dimos cuenta que se había inclinado para alargar el brazo y meter una ficha en la ranura del tocadiscos. Tenía una pila de fichas al lado de la botella, y nosotros nos miramos contentos porque nos gusta la música, sobre todo si es gratis. Dispuestos a escuchar, pedimos otra vuelta del tinto de la casa, que estaba áspero pero especial para quitar el frío. El gordo se sirvió un vaso y antes que comenzara la música, se lo echó al cuerpo. Luego se sirvió otro vaso, y como la mano le temblaba, lo hizo rebasar. Limpió el vino derramado con la palma de la mano, se limpió una mano con otra, y después se limpió las dos en el pantalón. Quedó hecho una porquería. ¡Estaba borracho de veras el gordito!
Cayó el disco, raspó la aguja, y sonaron las primeras notas.
—¡Charlestón! —exclamó Memo al instante, electrizado al reconocer la melodía, y miró al gordito como felicitándolo por la elección tan acertada.
Los tres lo miramos, y se nos cortó la respiración con el asombro.
Sentado en su silla de totora, con los ojitos brillosos como fijos en un punto que parecía flotar delante de su nariz el gordito bamboleaba de lado a lado su cuerpo enorme, siguiendo el ritmo del baile, y diciendo mientras lo hacía:
-Bailando el charlestón, charles-tón, charlestón!
Nosotros nos miramos y movimos las sillas para ver el espectáculo de frente. Esto pareció darle más ánimo, porque era un verdadero terremoto sentado en la pobre silla de totora, agitando todo el cuerpo, y también la cara congestionada con los ojos semicerrados, y las manos, que eran chicas, con los dedos cortos y puntudos como las manos de los santos de yeso.
-Bailando el charles-tón, charles-tón, charles-tón...
Era tanto el entusiasmo del gordito que nosotros comenzamos a llevarle el compás con los pies y palmoteando. El local entero parecía estar en movimiento, y las botellas alineadas en repisas detrás del mesón, y los vasos recién lavados, tintineaban al vibrar con la fuerza del gordo, que se movía como un poseído.
—Charlestón, charles-tón, charles-tón... —cantamos también nosotros.
Las mesas, las sillas, la luz fluorescente que parpadeaba, todo parecía seguir al gordo loco en su baile sentado. Tenía la cara como un tomate de colorada, y la transpiración le hacía brillar la frente y el cogote. La música terminó. Sacando un pañuelo del bolsillo, se enjugó rápidamente la cara, como si no estuviera dispuesto a perder el tiempo, y después de echarse otro vaso de vino bien lleno al gaznate, nos dijo con voz entrecortada por el cansancio:
—¿ Les gustó el charlestón? ¡ Ésta sí que es música! Cuando yo era flaco la bailaba hay que ver de bien... patada para allá... patada para acá... un, dos, tres... ta, ta, ta, tah, tah, tah...
Se inclinó hacia el tocadiscos, echó otra ficha, y el charlestón comenzó de nuevo. Los demás parroquianos, que no eran más que dos, se acercaron a la mesa del gordo, cada cual con su vaso en la mano, y palmoteando le llevaban el compás. No parecían estar alegres, sino que como eso era lo único que estaba pasando en el momento, había que verlo tomar a pesar del frío y del sueño. El mozo bajó la cortina metálica de la puerta, y junto con el dueño, que abandonó sus cuentas en la caja, también se unieron al grupo en torno al gordo, que moviéndose ahora con velocidad acelerada, bailaba con las manos, con todo el cuerpo, con los pies, con la cara. Mientras lo hacía indicó al mozo que le cambiara la botella vacía por una llena. El mozo le obedeció, sirviéndole un vaso que el gordo se empinó mientras se zarandeaba, derramando la mitad.
¡Había un olor a vino!
Memo se levantó y acercándose al gordo le dijo:
—Oiga caballero, ¿por qué no me enseña el charlestón, que tengo tantas ganas de aprender a bailarlo?
Sin detener su ritmo desenfrenado, el gordito movió la cabeza diciendo que no. Cuando el disco concluyó, mientras ponía otra ficha en la ranura, el gordo dijo, después de empinar otro vaso entero:
—No... me tienen prohibido bailar porque me hace mal...
Sin embargo, cuando la música volvió a comenzar —el charlestón de nuevo—, el gordo, como enviciado, no pudo resistir la tentación. Presa de un impulso más poderoso que su voluntad se levantó acezando, y con los ojos medio cerrados, como si estuviera en trance, enlazó a Memo con su brazo pesado para enseñarle a bailar. Memo se dejó, pero el gordito lo soltó después de un par de pasos, y solo, comenzó a bailar el charlestón entre las sillas y las mesas, que nosotros retiramos para hacerle más espacio. Era tan liviano, bailaba con tanta gracia con tanta maestría, siguiendo todos los recovecos del compás, que nos quedamos boquiabiertos. Parecía un milagro que esos pies tan chiquitos que se cruzaban, zapateaban, volvían a cruzarse y a descruzarse con tanta agilidad, pudieran sostener la masa enorme de ese cuerpo en movimiento. Todos, incluso el dueño y el mozo, palmoteábamos para entusiasmarlo más, contagiándonos también con su ritmo. Hacia el final del disco el gordo no parecía hacer caso de la música ni el compás, y como un instrumento descompuesto que se independiza de todas las leyes, comenzó a bailar en forma desenfrenada, vertiginosa, agitándose y moviéndose como un loco descontrolado. El disco cesó:
En ese momento mismo, el gordo se desplomó en el suelo.
—¡Está hecho un saco de vino! —exclamó Jaime, pero lo dijo suavemente, como si tuviera miedo.
La cosa no era para la risa.
En efecto, el gordito había caído corno un saco. Pero nos dimos cuenta inmediatamente de que no estaba tumbado ahí, entre las patas verdes de las sillas y las mesas, como uno de tantos borrachos que uno ha visto caerse. El gordito estaba enfermo, enfermo muy grave. Se quejaba mucho y se revolcaba. De repente vomitó un líquido oscuro, vino o sangre, no sé porque no quise mirar, y después pareció debilitarse quedándose más tranquilo, pero más muerto. Trataban de reanimarlo mientras él se quejaba y se quejaba como un niño, pero me di cuenta de que algo se había roto dentro de ese cuerpo inmenso, dejándolo inconsciente, inconsciente no como un borracho, sino como un cadáver.
Bueno. Me saltaré los detalles desagradables.
Llegó la Asistencia Pública, el médico movió la cabeza, no dijo nada y se lo llevaron. Debe de haber estado pesado porque a los enfermeros les costó mucho ponerlo en la camilla y sacarlo. Nunca más he sabido de él, no sé si se moriría o no, pero puede ser que se haya muerto porque era horrible oír sus quejidos tendido ahí en el suelo del bar, viéndolo revolcarse, con la cara grande y redonda desfigurada por el dolor.
Cerraron el local y nosotros tres nos fuimos caminando, sin decir una palabra. Me acordé que Memo había dicho que nos iba a convidar en taxi y al ver que no cumplía su palabra me dio una rabia tremenda contra él por mentiroso y por poco cumplidor. Hacía mucho frío y un poco de viento, y eso me dio más rabia. Tuve ganas de gritarle unas cuantas verdades ahí mismo y seguir caminando solo, pero me callé porque me dio pena, como miedo, seguir sin que nadie me acompañara por esa calle donde ya no había más que los perros hambrientos buscando piltrafas en los tarros basureros volcados. Yo miraba cada rato hacia atrás porque me parecía oír el ruido de un tranvía rezagado que podríamos tomar para llegar más rápido a la casa, pero el ruido era lejos, en alguna calle distante. El idiota de Jaime estaba con hipo y eso me puso más nervioso. Cuando llegamos a la cuadra donde vivimos ni siquiera nos miramos para despedirnos. Quizás ellos también me odiaban en ese momento.
El recuerdo del gordito me quedó bailando adentro de la cabeza durante todos esos días en que no me junté con Jaime y con Memo. Pasar frente a un bar me daba asco, como si el vino, todo el vino del mundo, tuviera el mismo olor repugnante que llenaba el bar esa noche cuando los enfermeros vestidos de blanco como ángeles se llevaron al pobre gordito después que estuvo tan alegre. Pero a pesar de acordarme de mis amigos todo el tiempo, echándolos de menos y sintiéndome sin vida por no estar con ellos, no quise buscarlos porque se me ocurría, vaya uno a saber por qué, que fueron ellos los que tuvieron la culpa de todo lo que pasó esa noche. Y todo el miedo que yo sentía al pensar en el gordito —porque sentía miedo, no tengo por qué negarlo—, iba a ser mucho peor si volvía a juntarme con ellos, porque juntos íbamos a comenzar a tomar vino de nuevo, y yo no quería.
Cada tarde que pasaba sin que nos viéramos, parecía alejar más y más no sé qué peligro, pero también alejaba todo lo que hacía que valiera la pena estar vivo. Por fin, dos o tres tardes, yo salí alrededor de las ocho para comprarle un pequén a la viejita que se estaciona con su brasero en la esquina. Pero era para hacerme el tonto y ver si me encontraba con Jaime o Memo. Hasta que por último, una tarde, nos encontramos. Hacía trece días desde la última vez, yo llevaba la cuenta. Compramos pequenes, los comimos parados en la esquina, y como si nos hubiéramos visto el día antes, nos pusimos de acuerdo para ir a ver una película esa noche.
Cuando salió la función ninguno de los tres tenía ganas de hablar. Yo sé lo que nos pasaba. Era que estar juntos y ver una película sin ir después a tomarse unos vasos de vino significaba que algo en nuestra amistad se había echado a perder. En ese silencio, tal como la noche aquella, el miedo que nos separaba podía transformarse en odio, deshaciendo nuestra amistad para siempre.
Camino a la casa, pasamos frente a un bar, pero no dijimos nada ni nos miramos. Yo iba con las manos muy apretadas en los bolsillos del abrigo, y en Memo y en Jaime adiviné igual tensión. Seguimos caminando en silencio, pasamos frente a otro bar, y nada, como si no existiera. Antes de llegar a la cuadra donde los tres vivimos hay otro bar más, el último. Yo sabía que si no pasaba algo que nos detuviera, que nos obligara a entrar, de esa noche en adelante los tres íbamos a comenzar a vernos cada vez menos, hasta quizás ya ni siquiera saludarnos en la calle. No podía ser. El bar quedaba unos pasos más adelante. Yo tenía que detenerme y hacerlos entrar.
Pero al llegar a la puerta del bar los tres nos detuvimos al mismo tiempo. Miré a Jaime y a Memo, y me di cuenta que ellos también habían pensado lo que pensé yo. Y cuando los tres, parados ahí, largamos la risa al mismo tiempo, supimos que el peligro estaba vencido, Jaime dijo:
—¿Matemos el chuncho, cabros?
Abrimos la puerta y entramos.
—¿De qué va a ser? —dijo Memo riéndose.
Creo que hicimos bien. Somos demasiado jóvenes para cuidarnos tanto. Después, cuando seamos viejos y la presión nos suba, como al gordito que bailaba el charlestón, entonces será el momento de cuidarnos. Ahora no.
Y pedimos tres botellas de vino tinto, del mejor, del más caro.
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