Elena Garro
(Puebla, México, 1916 - Cuernavaca, 1998)

El zapaterito de Guanajuato
La semana de colores
(Xalapa: Universidad Veracruzana, Ficción, #58, 1964, 217 págs.)

      Iba yo bajando la avenida, llevaba a Faustino de la mano, mi nietecito no decía nada, aunque yo bien veía que los tres días de girar por la ciudad, sin alimento y sin cobijo, lo habían amedrentado. «Sin dinero, sin familia y sin amigos, ¿qué será de nosotros?», me iba yo diciendo, mientras veía las casas y las ventanas que me miraban pasar. Nunca fui pedigüeño y la vergüenza del hambre me hacía caminar sin ver por dónde pisaba. La ciudad es hosca por desconocida y todas sus calles, que son muchas, son ajenas a la tristeza de un fuereño. «¿Qué será de nosotros sin un alma que nos mire?». Iba yo oyendo los pasitos encarrerados de Faustino, sin verlo, para no mirarle el hambre… «De seguro lleva la boca bien seca. Sufriendo se enseña el hombre…» así iba yo diciéndome, cuando la vi por primera vez. Estaba dentro de un coche nuevo, encaramada en el asiento, bien abrazada al hombre que la tenía tomada por la cintura. De él sólo vi el pelo negro asomando sobre un hombro de ella, y los brazos que la sostenían. Me dije: «¡Caray, aquí se besan en mitad de la calle y en plena luz del sol!». Me llamó la atención su cintura delgadita adentro de su vestido blanco. La puerta del coche estaba abierta, y le vi las piernas tan desnudas como los brazos. Faustino también los vio. Y los dos vimos cuando ella levantó una mano y le dio una bofetada en mitad de los besos que se daban. Él, ofendido, echó la cabeza para atrás y ya no vi nada. No podía yo quedarme a mirar. «¡Viejo curioso!», me hubieran dicho, y con sobrada razón. Faustino y yo seguimos bajando la avenida. «¡Qué genio tan vivo!», me dije y ahora me digo: «¡Ojalá que Dios le detenga la mano, para que no acabe mal!». De repente el coche nuevo pasó zumbando junto a nosotros. Vimos cómo adentro iban forcejeando: él para detenerla, ella con la portezuela abierta. El coche iba zigzagueando, como si fuera borracho. «¡Sea por Dios, con tal de que no les salga al paso un poste!»… Faustino y yo seguimos bajando la avenida a la que no le veíamos fin. La mentada avenida era como todas las calles de la ciudad de México: cerrada por paredes y por casas, sin desembocadura al campo. La luz por allá es muy blanca y sin verdura, y a esas horas del mediodía, con los ojos sin sueño, los pies andados y el estómago limpio, cansa. En mis ochenta y dos años ya he visto mucho, pero nada tan desamparado como los mediodías de la nombrada ciudad de México. Faustino iba espantado. Así me lo dijo ella cuando nos habló. Porque de repente la vimos venir andando de cara a nosotros. Su traje blanco relumbraba al sol. Parecía muy acalorada. Abrió tamaños ojos y se nos quedó mirando.
       —No son de aquí, ¿verdad?
       Nos vio fuereños, por los pantalones de manta, los huaraches y los sombreros ardidos de sol.
       —No, niña.
       Se quedó piensa y piensa; ella todo lo piensa mucho aunque parezca que no.
       —¿En dónde paran?
       —En ninguna parte, niña.
       Era feo mendigarle y los dos preferimos bajar los ojos. Nos dio vergüenza la desdicha.
       —¿Ya comieron?
       Preguntó de frente y sin rodeos. ¿Para qué mentirle, si se nos veía el hambre? Se me nublaron los ojos, la vejez no sirve para atajar a las lágrimas cuando quieren correr.
       —No, niña. Ni mi nietecito ni yo hemos probado alimento, en los tres días que llevamos girando por estas dichosas calles.
       Le dije todo por el niño. El orgullo hay que hacerlo a un lado cuando hay criaturas.
       —¿Tres días?
       Nos miró como si dijéramos mentiras y luego se puso a mirar los coches que en esa avenida nunca dejan de pasar.
       —¡Hay mucha hambre, niña! Mucha hambre. No sólo nosotros la padecemos, en mi pueblo todos andamos en la misma desgracia. Por eso venimos del campo a buscar consuelo en la ciudad.
       —¡Estos bandidos del gobierno!…
       Se enojó como las yeguas y dio patadas en el suelo.
       —Vengan.
       No me avergonzó su caridad. La hacía con enojo, como si ella tuviera la culpa de mi triste situación. La frescura de su casa nos consoló de la sequía de la calle. Sus sirvientas se pusieron a reír cuando nos vieron. Luego detuvieron la risa y se quedaron serias. Una de ellas se acercó a la señora Blanquita.
       —Señora, ya van tres veces que llama, una después de la otra. Seguidito, seguidito.
       La señora Blanquita se puso roja de mohína y apoyó la cara sobre la mano para no pensar. Todos nos callamos.
       —Si llama otra vez díganle que no he llegado… o que me morí…
       Sus sirvientas y ella se quedaron muy tristes. Faustino y yo hicimos como si no hubiéramos oído nada y como si no estuviéramos allí. Las sirvientas nos llevaron a un cuarto para reposarnos, mientras nos preparaban la comida.
       —¡Cuánta molestia! —decía yo.
       —No se mortifique, señor, estamos impuestas, así es la señora Blanquita.
       Y así es. Por la tarde me quedé en la cocina platicando con ellas. Les conté de Guanajuato y de las tristezas que pasábamos: quería pagarles la cortesía del hospedaje y de la risa. Al oscurecer entró a la cocina la señora Blanquita. Estaba bien triste. Ocupó una sillita y se fumó dos cigarros, sin decir una palabra.
       —Vete a ver al Chino, para ver si nos fía algo para la cena —dijo de repente.
       Nunca pensé que una casa tan bien puesta y una señora tan bien vestida, no tuviera ni un centavo para cenar. ¡Parecía tan rica!
       —El dinero se va como agua. Es maldito, ¿verdad?
       Muy verdad que era maldito. Y así se lo contesté a la señora Blanquita.
       —¿Hay mucha hambre en su tierra?
       —Sí, niña, mucha.
       Preguntando, preguntando, me hizo contarle mi vida, mis pesares, y la razón de mi viaje a la mentada ciudad de México. Soy de oficio zapatero, le dije, pero a causa de la pobreza ya nadie compra zapatos en Guanajuato. Por eso junté unos centavos, que le pedí al agiotista, y me puse a hacer algunos pares, para venir a venderlos a la ciudad de México, en donde todavía la gente rica lleva zapatos. Salieron muy bonitos, con hebillas de plata y tacones altos. Por allá somos mineros, y nos gusta tanto el oro como la plata. En otros tiempos todo fue de oro; los palacios, los peines, los altares y en algunas casas hasta los barrotes de las ventanas fueron de oro. Pero, ya digo, eso fue en otros tiempos. Ahora somos pobres, por eso vine hasta aquí a traer mis zapatos. Rosa, mi hija mayor, los envolvió en papel de seda, y me prestó a su hijo Faustino, para que me acompañara en el viaje. Mi hija Gertrudis nos preparó la comida y nos hizo el itacate. Y la mañana de un jueves nos pusimos en camino. A las tres de la mañana agarramos la carretera y caminamos hasta el mediodía. A esa hora hallamos albergue en la casa de un carbonero, que nos ofreció su compasión, su agua fresca y también su fuego para calentar las tortillas. Con él también hicimos noche. Nos fuimos de madrugada. Al despedirnos nos deseó la buena compañía de Dios y nos dijo que en el viaje de regreso nos recogería otra vez. En nueve días que duró el viaje, lo hicimos a buen paso, hallamos consuelo en la gente de bien, que nos compadecía. A mí, a causa de mis ochenta y dos años. Y a Faustino, mi nietecito, por sus ocho añitos tan tiernos. Cuando entramos en la ciudad de México, nos fuimos derechos a la Villa de Guadalupe, para dar gracias. Hicimos noche en los portales de la Villa, junto con otros peregrinos, que también venían en busca de consuelo para su hambre y sus pesares. Allí platicando, platicando, un señor me informó que en cualquier mercado me comprarían los zapatos.
       —¡Qué bonitos! —me dijo cuando se los enseñé. Yo no me di bien cuenta de que los miró con codicia, sino hasta el otro día, cuando amanecí sin ellos. Faustino me dijo:
       —Vamos a buscarlo, abuelo, al fin que no andará lejos.
       Y así fue: nos pusimos busca y busca y busca sin hallarlo. El señor no era muy alto, llevaba una chamarra de cuero, tenía el pelo muy negro y se reía bonito. Pero no dimos con él. Andábamos en su busca, sin un centavo, y sin poder volver a Guanajuato, cuando la hallamos a usted, señora Blanquita.
       La señora Blanquita nos miró compadecida.
       —¿Y cuánto valían sus zapatos?
       —Algo así como unos cien o quinientos pesos. Nunca lo supe de cierto, porque como le dije, no llegué a venderlos.
       —¡Uy, qué bicoca!
       Y la señora Blanquita se echó a reír. Hay que decir que ella no es de medias tintas, o se ríe mucho, o está bien enojada.
       —Quinientos pesos… yo se los doy y le pago su boleto de autobús para que regrese a Guanajuato.
       Mucho se lo agradecí. Le di mi nombre junto con las gracias: Loreto Rosales, para servirla. Y mi nieto, Faustino Duque, su servidor. Regresó la sirvienta que se llama Josefina, y que es frondosa y de buen parecer.
       —El Chino dijo que ya es mucho lo que nos fía, y no quiso darme ni un pedacito de queso.
       —¡Se asará en los infiernos!
       Y la señora Blanquita salió de la cocina, diciendo palabras gruesas, ella que es tan delgadita. Esa noche cenamos café negro y tortillas duras con sal. Pero no nos afligimos, porque como nos dijo la propia señora Blanquita, todos estábamos al amparo de la Divina Providencia. Apenas acabamos de cenar, apagaron las luces de la sala y cerraron las cortinas de las ventanas que daban a la calle. También apagaron la luz de la cocina. La señora Blanquita y sus sirvientas se tiraron en el suelo, junto a las ventanas, para espiar la calle, por la rendija de una cortina apenas entreabierta.
       —Allí está, señora Blanquita —dijo Josefina muy quedito.
       —Mire, seño, está mirando para acá, patrullando la casa…
       —Desgraciado, voy a llamar a la policía —dijo la señora.
       —Sí, señora, péguele un susto antes de que nos mate.
       Estuvimos espiando el peligro hasta quién sabe qué horas, porque Faustino y yo nos retiramos a dormir. Casi no dormí pensando en el enemigo que acechaba a la señora Blanquita. Oí las horas: las doce, la una de la madrugada y ellas allí seguían, espiando los pasos del malhechor, para estar prevenidas. Menos mal que la señora Blanquita parecía muy arredrada. Lo mismo que Josefina y que Panchita. Con ese pensamiento me dormí.
       —¿Ya desayunó, don Loretito? —me preguntó la señora en la mañana.
       —Ya, niña.
       —Hoy le doy su dinero, para que vuelva a Guanajuato…
       Y los días empezaron a correr y yo cada vez estaba más avergonzado. La señora Blanquita no tenía ni un centavo, y yo no podía hacer nada por ella, ni siquiera irme, porque la hubiera ofendido.
       —¡Déjeme ir, señora Blanquita!
       —¡Está loco, don Loretito!
       Se reía, ponía música y bailaba. No se acongojaba por nada. Nunca salía, estaba muy amenazada. Por las noches espiaba la calle con sus criadas.
       —¡Estamos enchiqueradas!
       —Sólo Dios nos puede ayudar.
       En el día Josefina iba a pedir fiado. Antes de salir se asomaba a los balcones.
       —Voy en una carrera antes de que llegue y me agarre.
       Y volvía enseguida con las compras fiadas. Mientras preparaba la sopa de fideos y las quesadillas de flor de calabaza, cantaba. Tenía bonita voz la tal Josefina. Panchita también cantaba mientras tendía las camas y limpiaba los espejos. La señora Blanquita, tantito bailaba y tantito bordaba. Yo me hallé bien y ya no pedía irme. ¿Qué más quería? Tenía buen trato y buena compañía. A mi nieto lo dejaban jugar con el radio. De la ciudad ya ni me acordaba. Algún día la Divina Providencia nos recordaría y nos mandaría el dinero que necesitábamos. Entonces, con todo el dolor de mi corazón, yo me regresaría a Guanajuato. Y digo con todo el dolor porque me había engreído con esas tres mujeres: es difícil hallarlas tan reidoras. Así pensaba yo, y así se me pasaban los días. Fue una tarde, cuando ya empezaba a pardear, cuando llamaron a la puerta. Desde mi cuarto alcancé a oír la voz de Josefina.
       —Perdone, señor, pero no puedo agarrar el paquetito…
       —¿Por qué no? —era tamaño vozarrón de hombre.
       Oí que Josefina cerró la puerta de golpe.
       —¡Señora Blanquita, dejaron esto! —gritó Josefina apesadumbrada.
       —¡Estúpida! ¿Por qué lo agarraste?
       Oí que deshacían el paquetito.
       —¿Ves?, ¿ves? ¡Mira!, ¡mira!
       No me atreví a asomar la cabeza para ver qué habían traído. Josefina entró muy disgustada.
       —La van a matar… la van a matar…
       Al rato vi que Faustino estaba jugando con dos muñequitas rotas. Las dos estaban vestidas de novia y los vestidos blancos estaban hechos jirones, las mechitas güeras casi arrancadas.
       —¿Dónde las encontraste, muchacho?
       —Ahí estaban, en el suelo.
       Pedimos unas agujas y un poco de hilo y nos pusimos a componerlas. En eso estábamos cuando volvieron a llamar a la puerta. Me puse en guardia, para algo había yo de servir a pesar de mis ochenta y dos años.
       —¿La quiere matar? —gritó Josefina.
       —¡Para que floree su tumba! —oí el mismo vozarrón de hombre.
       —¡Señora!… Señora Blanquita.
       También yo salí a ver: allí estaban, regadas en el suelo, quién sabe cuántas rosas rojas.
       —¡Las aventó, señora, cuando yo no las quise agarrar!
       —Flores en el suelo de mi casa, ¡qué mal agüero!, ¡qué mal agüero! —gritó la señora Blanquita.
       Bien roja de mohína las empezó a levantar, abrió la ventana y las tiró a la calle. Josefina la ayudó. En cambio Panchita agarró una docena y la escondió en uno de los baños.
       —Venga a ver, don Loretito.
       La señora me llevó al balcón. Ya había oscurecido y las flores con la luz de los faroles, brillaban como confeti. Lástima que los coches les pasaran por encima. Nos metimos cuando vimos que todas estaban machucadas. Al rato volvieron a llamar a la puerta, pero esta vez eran golpes muy recios, como si quisieran echarla abajo. Me pareció que le daban de patadas o de cachazos de pistola.
       —¡Yo abro, Josefina!
       Vimos pasar a la señora Blanquita, como una centella. Iba embravecida.
       Luego ya no oímos nada. Con precaución salimos del cuarto, en el suelo del salón había otro tanto de rosas rojas, y la puerta de la calle estaba completamente abierta.
       —¡Se la llevó! —gritó Josefina.
       —Sí, se la llevó —repitió Faustino.
       Los cuatro nos vimos muy espantados. Sólo Dios sabía a dónde y si algún día la devolvería. Apenas íbamos a decir algo, cuando la señora Blanquita se nos apareció de nuevo. Venía bien revolcada, con el pelo lacio sobre la cara y su vestido blanco, roto.
       —¡Me echó el coche encima!… Dame un tequila…
       La señora se dejó caer en una silla de seda. Tenía las rodillas raspadas. Josefina le limpió la sangre de las piernas, le arregló el pelo y le pasó un pañuelo por la cara. Panchita nos dio a todos un buen fajo de tequila.
       —Ande don Loretito, para el susto.
       Con la señora Blanquita va uno de sobresalto en sobresalto. Se bebió su tequila de un trago, se repuso, se levantó y se fue al teléfono.
       —Haga el favor de venir a la esquina de mi casa. A ver si tiene valor de decírmelo en mi cara… Lo espero en diez minutos.
       Al rato entró a la cocina bien girita. Llevaba otro vestido. Nos sonrió, pero yo vi que estaba bien enojada. Buscó y buscó entre los cuchillos y luego escogió un martillo. Se lo puso bajo el brazo, con la cabeza para arriba, el palo pegado al cuerpo y lo sostuvo con el brazo. Parecía que iba desarmada. ¡Es ladina, y sabe muy bien lo que hace!
       —Ahorita vengo.
       Nos tiró un beso con la mano libre y se fue. Las muchachas se me quedaron mirando: «Viejo tarugo, ¿para qué sirve?». Les leí el pensamiento.
       —Voy a seguir sus pasos… nunca se sabe…
       Salí a la calle, que no había pisado en muchos días. De noche había tantos automóviles como al mediodía, y sus faroles la llenaban de reflejos. A causa de ellos, no atinaba yo a ver por dónde andaba la señora Blanquita. De repente la vi en la acera de enfrente. Junto a ella estaba un hombrón muy alto. Parecía que no se hablaban, nada más se miraban: midiéndose. Me metí entre los coches, y con mucha cautela, me acerqué.
       —¡Sígame!
       —Aquí no —gritó la señora.
       El hombrón se volvió para todas partes, buscando.
       —Debe tener usted a sus indios guardándola —dijo temeroso.
       —Sígame.
       La señora se echó a andar y el hombre la fue siguiendo, mirando, mirando para todas partes, desconfiado. A mí no me vio. ¿Quién se fija en mí? ¡Nadie! Nadie sabe ver a un pobre. Además yo sé caminar sin que me miren. Me lo enseñaron de chiquito. Nos fuimos metiendo por unas calles con jardines y sin gentes. ¡Muy oscuras! Yo me escurría entre los árboles y los pocos postes de luz. También me arrimaba a las puertas y a las rejas. La señora Blanquita iba muy adelante, caminando sin volver la cabeza, con los brazos pegados al cuerpo, escondiendo el arma, bien derechita. Dio vuelta a la izquierda y él la siguió. Yo me arrimé a la esquina y miré. Él me daba la espalda. Ella se le fue acercando.
       —A solas, repítame lo que dijo.
       —¿Lo que dije?… ¿qué dije? —preguntó el hombre asustado.
       —¡Repítame lo que me dijo!
       —Eres mala. Muy mala…
       Y el hombre dio la vuelta después de dar su queja. Apenas le dio la espalda, la señora Blanquita sacó el martillo, lo levantó, agarrándolo con las dos manos y le dio un golpe seco sobre la nuca. La cabeza del martillo brincó sobre la acera y se fue rebotando hasta media calle. ¡Así de recio fue el golpe! El hombre dio unos pasos bamboleándose. A la luz de los faroles le vi los ojos en blanco. Luego, como borracho se fue a media calle y a tientas buscó la cabeza del martillo, la agarró y alcanzó a tirarla adentro de un jardín. Después se dejó caer al suelo y se cogió la cabeza entre las manos. La señora Blanquita se acercó a rematarlo con el palo del martillo. Pero el hombre se lo arrebató de un manotazo y lo tiró adentro del jardín.
       —¡Traidora!… Das por la espalda…
       Estaba enojada de haber dejado vivo a su enemigo. Era valiente, porque el enemigo era bien fornido, le sacaba la cabeza y pesaba el doble que ella. Allí sentado, le vi tamañas manos y tamañas espaldas. La señora lo miró un rato y luego agarró el camino de su casa. El hombre se levantó para seguirla. Pasaron muy cerquita de mí, sin verme. Yo los seguí. «Mientras ella lleve la ventaja, yo no meto las manos. Es bien bragada y defensa no necesita», me iba yo diciendo, cuando llegamos a la última callecita, la que desemboca en su avenida. Allí ella se detuvo, pensando, ¡adivinar en qué! Cerca de la esquina había un estanquillo abierto.
       —¡Cómpreme unos cigarros! —ordenó.
       Me acordé que desde la mañana no fumaba, porque el Chino no había querido fiarle sus Monte Carlo.
       —Sí, mi amor…
       Oí que contestaba su enemigo. Y con cautela, se paró en la puerta del estanquillo, para cuidar la bocacalle y que ella no ganara la avenida. Le estaba cerrando el paso. Ella lo miró y reculó muy despacito, muy despacito. Cuando el enemigo entró a pagar los cigarros, la señora Blanquita miró para todas partes, buscando salida en la callecita oscura, pero no tenía más remedio que pasar frente a la puerta del estanquillo. Miró para el cielo y se halló con las ramas del fresno. Sin pensarlo, se trepó al árbol como un gato y desapareció en lo oscuro del follaje. El hombre salió con los cigarros en la mano y no la vio. Pero no se desanimó: alerta, fue calle arriba, mirando para todas partes, escudriñando los jardines, las rejas, las salientes de las casas. Luego, calle abajo. Luego otra vez calle arriba, buscando; luego otra vez calle abajo. Yo me senté en el borde de la acera, me bajé el sombrero y me hice el que dormía, mientras lo miraba: calle arriba, calle abajo. El árbol de la señora Blanquita estaba muy quietecito. Y el hombre seguía calle arriba, calle abajo, mirando para todos lados. «¡Condenado, sabe que no ha salido de estos andurriales y le anda cerrando el paso!». Pasó más de una hora. Cerraron el estanquillo y el hombre seguía calle arriba, calle abajo. De seguro la señora Blanquita lo miraba y por eso no se movía.
       —¡Écheme un cigarro! —gritó de pronto desde las ramas del fresno. Siempre he dicho que tanto el hombre como la mujer siempre se venden por sus vicios.
       —¿Dónde, Blanca, dónde? —preguntó el hombre dando vueltas como trompo.
       —Acá arriba.
       —¿Dónde?
       —¡En el fresno!
       El enemigo se agarró al tronco del árbol y le dio tanta risa, que a mí también me la contagió. Se reía tanto, que trabajo le costó tirarle los cigarros, porque ella no quiso bajarse.
       —¡Lárguese, para que pueda volver a mi casa!
       —¡Quiero verle la carita!
       —No se puede. Sólo mis amigos pueden verla.
       —¿Cuánto vale su carita? ¡La compro!
       —¡Quinientos pesos!
       —¿Los mismos que me pediste?
       —¡Los mismos! Se los debo al zapaterito de Guanajuato.
       Se me quitó la risa. El zapaterito de Guanajuato era yo, Loreto Rosales. Me agaché bien. No quería que nadie me viera la cara. Me dio vergüenza que yo, Loreto Rosales, pusiera a una señora en el trance de matar a martillazos al mal hombre que le negaba ¡quinientos pesos!
       —¿En dónde está su zapaterito, para dárselos?
       —En un lugar secreto y usted no lo verá.
       En verdad no debía verme. Me fui hasta la esquina bien agachado. Pasé frente al estanquillo, que tenía las puertas cerradas. Di la vuelta, llegué a la avenida y gané la casa. Entré y agarré a Faustino y luego tomé el camino de regreso a Guanajuato. Hice once días, porque no hallaba la salida de la mentada ciudad de México. Me fui hasta sin despedirme, porque hay veces en que no despedirse es de más cortesía. En los once días de andada, me reconfortaba pensar que yéndome, libraba a la señora Blanquita de la cárcel. Hace ya siete días que llegué a mi casa. Pero no estoy tranquilo. Anoche soñé a la señora Blanquita, parada en el Hemiciclo a Juárez, buscándome. Tal vez me necesite. Por eso de buena hora agarré el camino de regreso a México. A buen paso, Faustino y yo llegaremos en nueve días, y allá veremos qué es menester que hagamos por ella. Al fin que mientras ella lleve la ventaja, yo no meteré las manos… Aunque con la señora Blanquita, nunca se sabe, nunca se sabe…




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