Elena Garro
(Puebla, México, 1916 - Cuernavaca, 1998)
Una mujer sin cocina
Andamos huyendo, Lola
(México, D.F.: Joaquín Mortiz, 1980, 264 págs.)
Era un veintiocho de junio y la tarde aplastaba a la ciudad con su aire sofocante; la inminencia del calor terrible como un incendio seco y sin llamas, amenazaba a Lelinca, sensible a los vapores hirvientes que escapaban de los automóviles y de las fachadas de las casas. No tenía ningún lugar adonde ir, nadie la conocía y ella no conocía a nadie. Había aprendido a ser fantasma recorriendo avenidas y cuartos amueblados. Vagamente recordaba que alguna vez había existido. Recordaba con precisión a sus padres y trataba de alcanzarlos y llegar a los jardines en donde jugaba y en los que existían fuentes alborozadas, jacarandas tendidas como sombrillas moradas y tulipanes rojos.
Por las noches la cocina brillaba con el fogón encendido y las criadas movían platos, abrían alacenas olorosas a frijol, a maíz, a chocolate y al milagro de «los peces y de los panes», como les contaba Tefa mientras calentaba las tortillas. Ellas, sentadas a la mesa enorme, escuchaban sus relatos de hechos históricos, y las vísperas de las fiestas contemplaban ansiosas los trajes de estreno.
Sí, eran trajes nuevos para recibir a los reyes magos, al Niño Dios, al cura Hidalgo, al general Zaragoza, a la Virgen de la Covadonga, a Aquiles Serdán y a la Virgen de Guadalupe. Su traje preferido era el traje color verde agua que le regaló su tío Boni para la Nochebuena. Ahora lo había extraviado y era necesario encontrarlo para ponérselo al día siguiente: veintinueve de junio, fecha de San Pedro y San Pablo. «¡Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia!», había dicho Jesús mirando a Pedro. ¡Pobre Pedro, era una piedra! Siempre sintió pena por él, aunque le daba escalofríos que hubiera negado a Jesucristo tres veces, antes de que cantara el gallo. Ese gallo era distinto a todos los gallos del mundo: estaba destinado a anunciar la traición de Pedro que tenía miedo aquella noche terrible.
«Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?», le preguntó Jesús a Pablo en un camino polvoriento. Saulo, ante la luz que se levantó en la orilla del sendero, se espantó y vio a Jesús hecho de reflejos y con la cara muy afligida. Así se lo contó su padre muchas veces y ante el misterio del polvo, del camino y de las palabras de reproche de Jesús, ella se quedó anonadada. También en su familia había otro Saulo que no era centurión romano sino general villista: Saulo Navarro, y era muy alto y muy rubio y combatió hasta morir a los veintiséis años por el Apóstol Madero. La bandera de su Brigada Independencia estaba en el castillo de Chapultepec, en el que antes vivió la emperatriz Carlota. Su fotografía colgaba en la habitación de su madre, muy elegante y muy afeitado. Saulo era el preferido de su abuelo, que hablaba de él con voz pausada y con luces verdes en los ojos que iluminaban sus barbas blancas: «¡Abate Dios a los humildes, mis hijos se murieron para que subieran “éstos”!», exclamaba sentado en una banca del jardín de su tía Amalia.
—Tú te pareces a él, Leona, eres rebelde como lo fue Saulo —agregaba su abuelo y le acariciaba la cabeza.
Sí, su abuelo la llamaba «Leona», y a ella le gustaba parecerse a Saulo, el centurión villista, y pasaba largo rato contemplando su fotografía y la perfección de su uniforme de general norteño. Sabía que lo hirieron en Torreón y que eso no impidió que combatiera en Zacatecas… Ahora, en la ciudad amenazada por los grandes calores, recordó su hermoso rostro y su cuerpo alto, hecho para morir muy joven. ¡Muy joven! Su recuerdo la hizo olvidar que debía encontrar su traje verde agua para ir a la iglesia al día siguiente a visitar a los dos santos altos y de barba blanca como su abuelo. Uno, Pablo, se parecía mucho a su tío Saulo el día que murió a los veintiséis años. Iba a serle muy difícil encontrar el traje verde agua, pues se había perdido y no encontraba su casa.
—No salgan a la calle sin permiso, la calle está llena de peligros —les repetía su madre, pero ella y Evita desobedecieron.
—Si alguien se te acerca en la calle y te ofrece un globo o dulces, ¡corre! —le advirtieron sus padres muchas veces, pero ella los desobedeció y ahora andaba perdida.
Recordó aquel domingo en la avenida Jalisco. Iba caminando con su hermana Evita por en medio de la calzada sembrada de árboles, en donde paseaban las señoras de cabellos cortos acompañadas de perritos blancos llamados Lulús. En su casa las criadas cantaban:
Las pelonas de Orizaba
cuando al novio ven pasar
mamacita voy a misa
y se van a vacilar…
Evita y ella se habían ido a «vacilar». Les gustaba que nadie las entendiera y hablaban un idioma desconocido para todos, salvo para ellas. De esa manera podían admirar los trajes de las señoras o reír de los otros niños que jugaban con aros y lloraban cuando caían y se raspaban las rodillas. Ese domingo Lelinca llevaba su bolsa de canicas en la mano. Eva llevaba la suya y ambas eran ricas. Las dos pasaban muchas horas descifrando los colores, las manchas como océanos pequeños y multicolores y las rayas oscuras como las de los tigres que encerraban aquellas esferas pequeñas, que rodaban por la tierra buscándose las unas a las otras. «¡Chiras!», exclamaba Evita con orgullo. Eva jugaba demasiado bien. ¡Tenía el golpe maestro! Como lo tenía Leonardo en su Gioconda colgada en el estudio de su padre o Goya con sus tristes fusilamientos y el hombre de la camisa amarilla que buscaba salida del cuadro o Blake con su ángel con una azucena en la mano, casi borrado, que estaba encima de su cama, colocado por su padre para que velara por ella de noche. Sí, Eva era como esos personajes importantes que figuraban en las conversaciones de la mesa y que colgaban de los muros de su casa: «¡Tenía el golpe maestro!».
Las canicas hacían un ruido armonioso: ¡clic!, ¡clic!, ¡clic! Y la mañana fresca, recién barrida por la lluvia nocturna que había hermoseado la avenida y los árboles parecía una calzada nueva y sin estrenar. Pasaron frente a la casa del general Obregón. ¡Era un hombre importante y enemigo de su abuelo y de su tío Saulo! Su casa tenía columnas blancas, pero a ellas les gustaba más la casa de Turquesa, con sus terrazas de color rosado, sus rejas negras y sus pavos reales que gritaban con voces agudas por las tardes. Les gustaba mirar a aquellos pavos de crestas pequeñas y multicolores y colas gigantescas dibujadas con pinceles mojados en oro. Eran los mil ojos de Buda. También ellos, como Leonardo, Goya o Blake tenían ¡el golpe maestro! Desde la terraza la mamá de Turquesa las llamaba:
—¡Vengan, güeritas, pasen a ver a los pavos reales!
La señora estaba en bata, siempre en bata, algunas veces rosa con encajes color crema y otras veces azul con encajes blancos. Turquesa estaba en su jardín muy aburrida. Les intrigaba su pelo negro y sus mejillas rosadas; era tímida y tenía dos nanas de mandiles blancos. Ellas huían cuando las invitaban a pasar a ver a los pavos reales, pues era peligroso hablar con los desconocidos o con las desconocidas que les ofrecían globos, dulces o pavos reales. Ese domingo bañado por la lluvia nocturna, la mamá de Turquesa no estaba en la terraza y delante de las columnas blancas de la casa del general Obregón tampoco había nadie.
De pronto sintieron que alguien las seguía y Eva se lo dijo en su idioma secreto: «Viene atrás de nosotras. No te vuelvas». Ella, Lelinca, se volvió. Sí, detrás de ellas venía un hombre de traje negro, muy alto, muy temible, que le obsequió una sonrisa. «Te dije que no lo vieras. ¡Pero eres tan curiosa, que te acusaré con mi papá!», le dijo Eva con mucho enfado. Lelinca no contestó pues el hombre le paralizó la lengua y no pudo decirle a su hermana que estaba aterrada. «¡Vamos más de prisa!», ordenó Evita haciendo sonar a sus canicas para que su ruido ahuyentara al hombre vestido de negro. Apretaron el paso y el hombre las alcanzó. Su mano gordezuela cayó sobre el hombro de Lelinca.
—Niña linda, ¿quieres un globo? —le preguntó con voz aflautada.
Lelinca se paralizó. Evita levantó la vista y se encontró con los ojos azules del hombre vestido de negro.
—No, señor. No queremos un globo —dijo riendo.
—¿Quieren dulces? Yo quiero mucho a las niñas rubias. Parecen huerfanitas de cuento.
Lelinca escapó de la mano pequeña y gordezuela del hombre y echó a correr seguida de Eva. «¡Huerfanitas!», pensaron asustadas por la palabra. No había nada más triste en el mundo que ser huérfanas y cuando Antonio el mozo las amenazaba con quedarse huérfanas si eran malas, las dos se echaban a llorar y se portaban muy bien. El hombre vestido de negro volvió a alcanzarlas.
—¿No quieren venir conmigo a Chapultepec? Las llevaré a dar una vuelta en lancha…
Se echaron a correr y el hombre corrió tras ellas hasta alcanzarlas y detenerlas con sus manos gordezuelas.
—¡Vengan! ¡Vengan!, pasearemos en una lancha y llevaremos globos, dulces y pasteles. Luego las traigo a su casa.
Lelinca vio que Eva estaba tan blanca como un papel y que temblaba. Entonces, se dio cuenta de que la avenida Jalisco estaba abandonada: no había nadie. Las señoras que paseaban a sus perritos Lulús, se habían metido a sus casas. Los jinetes que iban a correr al Bosque de Chapultepec ya habían llegado a su destino y las puertas y las ventanas de las casas estaban cerradas. ¡No había nadie! El mundo se había quedado vacío. «¿Adónde se fue toda la gente?», se preguntaron con las lenguas frías de miedo. Sólo quedaba el hombre vestido de negro que las miraba inclinado sobre ellas y sonreía con una sonrisa que nunca habían visto. Lelinca quiso encontrar a alguien o algo y miró al suelo para escapar de la mirada del hombre vestido de negro. Sus ojos encontraron grava roja y algunas hojas pisoteadas por los cascos de los caballos de los jinetes. Las bancas estaban vacías. En el mundo no quedaba nadie, ni una hormiga, ni un caballo, ni un perro, sólo el hombre vestido de negro que las sujetaba por los hombros.
En su casa su padre estaría bebiendo café muy caliente, como a él le gustaba, y su madre estaría leyendo a Mutt y Jeff. Le gustaban mucho esos dos amigos que salían dibujados y en colores en el periódico de los domingos. Siempre les sucedían aventuras. Ellas por desobedientes se habían quedado en un mundo vacío. «La desobediencia siempre es castigada», recordó. Nunca pudo imaginar que el castigo fuera tan tremendo y ante aquella soledad se quedó sorda. Eva le dijo algo que no pudo escuchar. La vio que se echaba a correr y ella la siguió en la carrera. Sus pasos atronadores llegaron hasta el cielo cuando pasaron frente a la iglesia blanca de la Sagrada Familia. En la carrera repitió: Sa-gra-da Fa-mi-lia y vio que sus padres y su casa se convertían en un puntito, cuando escuchó la carrera del hombre vestido de negro que corría tras ellas. «¡Corre!… ¡Corre!», le ordenaba Evita y siguieron corriendo hasta el parque Orizaba, en donde tampoco había nadie. La fuente silenciosa estaba quieta, sin niños y sin nanas, y ellas continuaron corriendo… Lelinca se preguntó cuánto habían corrido. La iglesia estaba cerrada hacía ya tiempo, por eso no entraron y tuvieron que seguir corriendo. La culpa la tenían los generales enemigos de su abuelo: Calles y Obregón, que cerraron las iglesias. ¿Cuánto habían corrido? No pudo saberlo, pues ahora continuaba corriendo sola para escapar del hombre vestido de negro y estaba muy cansada. Además hacía calor y la ciudad había cambiado ¡tanto! que era una ciudad desconocida y en donde nadie la conocía, sólo el hombre vestido de negro.
Caminó despacio, pues ya no le quedaba aire. Pasaron muchas gentes cerca de ella, pero no podía preguntarles dónde estaba su casa. ¡Se había perdido! Pasó frente a una panadería de entrada estrecha y mostrador con tapa de mármol y recordó a una prima gorda que en el Colegio Teresiano era siempre la primera, hasta que Evita le quitó la Banda Azul de Honor, porque sabía más que ella. Su prima Anapurna se disgustó tanto, que al salir a la calle se dio un tope con el tronco de un árbol y se rompió la nariz, de la que salió un gran chorro de sangre.
—¿Ya ves? ¡Eso te pasa por envidiosa! —le dijeron las ayas.
Anapurna no dijo nada y de su nariz continuaron brotando dos mocos incontenibles de sangre, que mancharon con enormes dibujos rojos su uniforme blanco. Enfadada, miró con sus dientes de conejo a sus dos primas. Evita caminaba muy contenta con su Banda Azul de Honor cruzada sobre el pecho. Lelinca sabía que Anapurna continuaba enojada, pues aquella noche escuchó decir a su tío Boni: «Se encontró con el árbol que castiga a la envidia y la envidia no se cura». Desde esa tarde, todos supieron que Anapurna estaba muy enferma. Al oscurecer y mientras Evita lucía la Banda Azul de Honor, su tía, la madre de Anapurna, no tocó el piano. Siempre lo tocaba y sus notas melancólicas volaban sobre las tapias cubiertas de heliotropos y llegaban hasta la casa de Lelinca, en donde el huele de noche empezaba a abrir sus flores misteriosas y a esparcir su aroma intenso hasta invadir de sueño a las habitaciones. Entonces, también se dormían las golondrinas que en lo alto del enorme portón de su casa habían formado un nido con bolitas negras de lodo.
Volverán las oscuras golondrinas
de tu balcón sus nidos a colgar
pero aquellas que aprendieron
nuestros nombres, ésas, ¡no volverán!…
les decía su padre mirando el nido donde vivían las visitadoras golondrinas que se habían instalado en su casa.
Ahora, ella debía volver a su casa. Un calendario sin dibujos de colores, hecho solamente de hojas enormes y amarillentas marcaba: veintiocho de junio… «Mañana es veintinueve. Día de San Pedro y San Pablo», se repitió y supo que era muy urgente llegar a su casa, saludar a sus padres y buscar su traje verde agua. Lelinca no había olvidado los nombres de los que vivían en aquella casa, no era como las golondrinas, que se instalaban y luego se iban para no volver. Se preguntó cómo habría llegado Evita después de esa terrible carrera y también se preguntó por qué el hombre vestido de negro les había ofrecido dulces, globos y un paseo en lancha por el bosque de Chapultepec. «Ese hombre es muy peligroso», se dijo y caminó despacio, haciéndose la disimulada, porque sabía que el hombre andaba en su busca. Por eso se escondía en cualquier lugar y su nombre, Lelinca, la asustaba. «Habrá muchas Lelincas en el mundo, pero sólo una Lelinca que soy yo y a la que busca el hombre vestido de negro», se confesó aterrada. Volvió a pensar en Anapurna, iría a su casa y le pediría un bizcocho, pues el olor de la panadería le dio apetito.
Recordó a Anapurna de pie en la puerta de su casa, vecina de la suya, con las piernas rojizas, de rodillas gordas y un lazo enorme prendido sobre la cabeza. El lazo en forma de mariposa era azul, como la banda de honor que le había quitado Evita. Anapurna tenía dos globos rojos en la mano y estaba quieta, como si se preparara a que le tomaran una fotografía. Su traje era de organdí y sus zapatos eran de charol negro. Anapurna la miró con sus dientes de conejo y sus ojos con un pliegue en la esquina, como los ojos de los chinos que lavaban la ropa. Evita y ella le mostraron sus canicas y Anapurna se negó a admirarlas. Estaba orgullosa de su lazo azul y enorme prendido en la cabeza. Cada domingo llevaba un lazo de color diferente, a veces rosa, a veces verde o blanco. Ese domingo lo llevaba azul. Evita la miró burlona, Lelinca sabía que su padre le había regalado a su hermana una monedita de oro y con ella se compraron dulces y canicas.
La Madre Superiora del Colegio Teresiano estaba muy risueña. Se llamaba Sor Dolores y siempre estaba adentro de la Dirección. Ella, Lelinca, nunca había podido entrar en ese salón, lo veía desde afuera, de pie, en el patio de baldosas blancas, en donde crecían naranjos recortados y redondos que daban naranjas verdaderas. En el patio había columnas blancas y un olor muy suave a azahares. Narcisa, su nana, era de Toluca, y le contó que los azahares eran las flores de las novias de los hombres y de «las esposas de Cristo». Se lo dijo en la cocina, mientras echaba tortillas y ella escuchaba sus palabras maravillosas. Desde el patio embaldosado de blanco, Lelinca miraba la puerta abierta que llevaba a aquel salón encerado y en penumbra y, desde allí, divisaba a la otra puerta abierta al fondo del salón encerado y donde estaba siempre Sor Dolores con su hermosa cofia y envuelta en perfumes de cirios hechos de miel de abeja, según le explicaron.
Lelinca nunca había entrado allí, porque después de dos años de ir al colegio, apenas había aprendido las letras, por eso se resignaba a atisbar desde el patio el misterio de la madre superiora. La tarde en que Anapurna se rompió la nariz contra el tronco del árbol que castiga a la envidia, Evita entró al santuario de Sor Dolores.
—¡Quiero entrar yo también! —le dijo Lelinca.
Evita la cogió de la mano y entraron juntas al salón encerado. Junto a un muro estaba el Sagrado Corazón de Jesús, en medio de un paisaje inmenso de cirios ardiendo. Era un mar de llamas que parpadeaban desparramando el perfume juntado por las trabajadoras abejas, que sacaban la esencia de las rosas, de los jacintos, de los heliotropos, de los nardos, de los claveles, de los azahares, de las violetas y luego, con mucho gusto y fina voluntad, se lo llevaban a Sor Dolores para que ardiera en el salón encerado. Le hubiera gustado ser abeja afanosa para darles gusto a sus padres. «Tú eres como la cigarra, sólo te gusta cantar. ¿Y cuando llegue el invierno qué vas a hacer?», le preguntaban muy preocupados. Lelinca guardaba silencio, recordaba las palabras de su padre: «Dios provee». Pero su padre la miraba con los bosques minúsculos que había adentro de sus ojos y su madre cortaba con los dientes el hilo del bordado, pensando en que ya era hora de ir a leer su libro y dejarse de preocupaciones y de cigarras y de hormigas. «¿Por qué estará bordando o leyendo en vez de hacer arroz con leche?», se preguntaba Lelinca.
Evita y ella disputaban por el cazo en el que su madre hacía el arroz con leche. «Será para la que se porte mejor», decía su madre, mientras ellas esperaban sentadas en la cocina, el lugar donde sucedía lo maravilloso, a que el postre terminara de hacerse para buscar las cascarillas de limón parecidas a serpientitas verdes y que les gustaban más que la canela.
—¡Vaya tontería! En casa hay arroz con leche todos los días —comentaba Anapurna sonriendo con sus dientes de conejo.
Evita y ella miraban el hociquito de Anapurna y pensaban que debía gustarle mucho la lechuga, pero ignoraban sus gustos, pues Anapurna con su nombre imponente era un grave misterio y de lo único que estaban seguras era de que Anapurna amaba a la Banda Azul de Honor por sobre todas las cosas… Seguramente ese veintiocho de junio habría arroz con leche en la casa de Anapurna. ¿Cómo asegurarse de eso? La última vez que estuvo en su casa, Anapurna ofreció darle un postre de natillas si lavaba los trastos acumulados en su cocina. Lelinca aceptó no tanto por las natillas sino porque le gustaban mucho las cocinas. En ellas sucedía lo mejor del mundo: los postres, los hechos históricos, las hadas, los enanos y las brujas que salían de las bocas de las criadas. Era curioso que las criadas siempre le daban la espalda, hablaban sin mirarla, mientras producían rabanitos, lechuga, orégano y chalupitas. Sus trenzas negras se mecían al compás de sus palabras misteriosas. Lelinca columpiaba los pies en la silla de tule y esperaba a los dragones, a los nahuales, a las cenizas y a las lenguas de fuego, anuncio del fin del mundo. Las criadas eran adivinas y pitonisas y estaban en su casa para avisar de los peligros y que ésta no cayera en el pozo de todos ignorado. Eran muy amables y de espaldas le enseñaban el camino de las rosas que conducían al infierno y el camino de las espinas que llevaba al cielo. Lo sabían todo, porque estaban allí desde mucho antes de la llegada de los españoles. ¡Por eso Lelinca las obedecía! A veces, cuando se portaba mal, de sus labios brotaban palabras terribles: «¡Por respondona se te va a secar la lengua!». Y Lelinca procuraba guardar un silencio absoluto.
—¿Te comió la lengua un gato o estás tramando alguna trastada? —le decía su padre.
Ella no sabía si hablar y arriesgarse a tener la lengua seca o continuar en silencio. Ahora no sabía si buscar la casa de Anapurna o no buscarla. Lo de menos eran las pilas de platos sucios y el cambio del arroz con leche por las natillas. Lo malo era que la cocina de Anapurna no era una cocina. Estaba deshabitada y más bien parecía un cuarto de baño sin jabones perfumados y sin sales, ya que los mosaicos blancos estaban engrasados. Lo verdaderamente terrible era que Anapurna le había confiado, mostrando sus dientes de conejo, que era prima hermana del hombre vestido de negro. Lelinca lo ignoraba y Anapurna la miró con sus ojos de chino de lavandería y le dijo:
—Mira, mira lo que me regaló mi primo hermano, el señor vestido de negro —y le mostró un rincón donde guardaba muchos globos rojos desinflados, que más bien parecían bolsitas viejas y empolvadas.
No iría. Era más prudente no acercarse a la casa de Anapurna, que continuaba enfadada con ella y con Evita por la Banda Azul de Honor. Caminaría por las avenidas llenas de ruidos de automóviles, para que ni Anapurna ni su primo hermano, el enlutado, escucharan sus pasos y con algo de suerte encontraría su propia casa y entonces, con palabras alegres, contaría sus aventuras y sus padres se reirían contentos al verla y escucharla. Su traje verde agua debía de estar colgado en el armario y aunque no había cultos, porque a los generales Calles y Obregón les disgustaba Jesucristo y la misa, se pondría su traje verde agua para festejar a San Pedro y a San Pablo y recordar a su tío Saulo Navarro, el más guapo de los centuriones villistas, según lo tenía comprobado en las fotografías. También su abuelo exclamaría: «¡Abate Dios a los humildes, hasta que apareció la Leona!». Y ella de un zarpazo cogería su traje verde agua.
De pronto apagaron las tiendas y sólo quedaron árboles escasos en las calles y ella, Lelinca, todavía no encontraba su casa. El calor había marchitado sus cabellos y los guardias la observaban con recelo. Estuvo segura de que no le dirían nada al señor vestido de negro, pero era más prudente alejarse. ¿Adónde? Se le cerraban los ojos de sueño. «¿Por qué habré desobedecido ese domingo?», se preguntó en medio de la ciudad aplastada por el calor, pero no lloró pues era inútil, además ni siquiera tenía pañuelo. Se encontró frente a dos viejos, él, flaco, con una calva verdosa, y ella, gorda, con la frente estrecha y las manos tan rojas que se diría que se las bañaba en sangre. La pareja le llegaba al hombro, pero no eran enanos.
—Íbamos a cerrar el portón —le dijeron con voces severas y levantaron los ojos para mostrar su indignación.
Lelinca miró a sus bienhechores y supo que ambos estaban enfadados por su retraso, pues ella dormía en el quinto piso y ellos no podían cerrar la puerta hasta su llegada. No sólo estaban enfadados, sino coléricos, que era mucho peor. La calva en forma de huevo de Pascual echaba chispas verdes y la frente de Atanasia se había juntado con las cejas negras. Sus voces estentóreas le indicaron que andaba lejísimos de su casa y quiso decírselos, pero sus bienhechores no escuchaban razones, se limitaban a contemplarla con una ira roja que crecía como una marea.
—¡Me cago en Dios! —gritó Pascual.
—Esperando, esperando a que le dé la gana llegar —comentó Atanasia.
—¡Hala! ¡Quítese los zapatos, ya sabe que no puede hacer ruido en la escalera! —gritó Pascual agitando el puño amenazador muy cerca del rostro de Lelinca.
—¿Nadie preguntó por mí? —dijo ella en voz baja, con la esperanza de que sus padres la hubieran encontrado y la llevaran a su casa y con miedo de que el señor vestido de negro y Anapurna hubieran encontrado su escondite.
—¡Vamos! ¡Ahora resulta que la busca la policía! —contestó Atanasia echándose a reír.
—¡Le dije que suba! —ordenó Pascual.
No eran amables y sus voces parecían la de Anapurna. «Deben de ser sus primos hermanos, ha tenido tantos maridos…», se dijo Lelinca asustada y les dio las «buenas noches».
Los cinco pisos eran en realidad demasiados pisos. Lelinca calculó que eran quinientos y empezó a subir con calma, para no fatigarse antes de llegar a su destino. «Vístete despacio que estoy de prisa», decía su padre. Por eso ella subía despacio porque tenía mucha prisa en llegar. Las escaleras estaban absolutamente oscuras y los escalones se diluían como sombras, se diría que se habían vuelto líquidos. A medida que subía, las sombras se volvían más y más densas y el silencio se convertía en un silencio en el que nunca se había producido un ruido. Era extraño, pero Lelinca no tenía miedo. Mientras más subía, el hombre vestido de negro que le ofreció globos y paseos en lancha en el bosque de Chapultepec, se quedaba más abajo, buscándola en la cocina parecida a un baño, acompañado de Anapurna, que también la buscaba con sus ojillos de chino de lavandería. Era natural que estuvieran juntos y que conversaran, ella los escuchó de improviso: «No hagas caso, que daremos con ella aunque se meta debajo de la tierra», le decía Anapurna a su primo hermano, el señor vestido de negro. Las voces se cortaron y volvió el silencio pacificador. La oscuridad era muy fresca, se diría que estaba hecha de granizos negros. En la escalera había sucedido una tempestad de sombras y ella pudo respirar el aire delicioso, desprovisto de cualquier olor. Siguió subiendo y se quedó triste al recordar que no tenía cocina y pensó en La cocina de los ángeles. Le gustaba el título, pero le disgustaba el cuadro. La cocina de los ángeles no podía ser como la habían pintado. Faltaban muchas cosas como Tefa, Narcisa, la vainilla de la que surgen hermosísimas mujeres y duendes pequeños, y sobraban sombras. De pronto se encontró frente a la puerta y supo que algo muy grave sucedía. Era tan grave, que antes de empujar la puerta perdió la memoria y su mente quedó en blanco. Se sintió aliviada al saber que había olvidado todo y con solemnidad empujó la puerta y entró en la habitación prohibida. Se encontró en una habitación cuadrada, vacía. Sus muros eran tan blancos como los telones blancos que ponen los fotógrafos cuando encienden los reflectores para tomar el retrato para el pasaporte. Lelinca se encontró en el mismo centro del cuarto, frente a un muro blanquísimo y de pronto, de pie, formando un grupo familiar, enlutado y elegante, se halló frente a sus cuatro tías que la miraban con fijeza. Las cuatro estaban de pie, de frente, inmóviles, con trajes complicados y peinados perfectos. Fijó la vista en el hermoso rostro de su tía Consuelo y volvió a descubrir sus enormes ojos aterciopelados, el óvalo pálido y de pómulos altos, sus cabellos negros y lisos partidos por una raya en medio y recogidos en la nuca. Su tía Consuelo la miraba y leía en ella todos los libros que ambas habían leído juntas. Recordó que era su madrina, pues ella misma le dijo: «Te llevé a la pila bautismal». Miró entonces a su tía Lidia de cabellos miel, tan parecida a una Greta Garbo de luto, muy delgada y muy alta, con la nariz de aletas exquisitas y párpados sonámbulos que también estaban fijos en los ojos de Lelinca, contándole todas las películas que vieron juntas en el cine Regis. Lo que el viento se llevó, le dijeron los ojos de su tía Lidia. Se encontró, después, frente a su tía Amalia, su piel de piñón, su boca delicada hecha con pincel y los ojos dibujados con tinta sepia que la miraban con severidad, como si le recordaran su vanidad en la piscina azul de su casa en la que se bañaba con sus primas. La frente amplia de su tía Amalia encerraba jardines misteriosos y advertencias severas: «No subas tan alto en el columpio, no eres invencible». Por último, se enfrentó con su tía Margarita. Llevaba el cabello ligeramente ahuecado y recogido en la nuca. Su tía Margarita tenía los pómulos quietos y los ojos tranquilos. La miraba con cierto reproche, como la miraba cuando no terminaba las rosas del bordado que le dejaba de tarea. «Entre tú y tu primo Poncho no fueron capaces de terminar la rosa y fueron a tirar piedras». Lelinca pensó que era una antigua fotografía de familia tamaño natural, pero algo le dijo que estaba equivocada: las sedas negras y los encajes negros de sus tías brillaban sobre el muro blanco, así como brillaron los matices de sus hermosos cutis blanquísimos o piñones. Se dio cuenta de que eran muy hermosas y no dijo nada. También ellas guardaron un silencio terrible. Fue entonces cuando entró su madre, caminando muy despacio hasta colocarse, en el centro de la fotografía, que no era una fotografía. Su madre no estaba de luto. Traía un traje de color miel pálida y los cabellos rubios recogidos en una trenza que caía sobre su espalda. La frente era tan tersa y tan pálida como un campo de nardos. Se colocó sin ruido y sin palabras entre sus cuatro hermanas y la miró con ojos llenos de un reproche infinito, mientras que los ojos de sus tías se volvieron severos. Lelinca no pudo decir nada. Su madre la miró durante mucho tiempo y ella no recordaba nada, sólo sabía que estaba frente a ella y frente a sus cuatro hermanas. Después de muchos años, su madre avanzó un poco, giró frente a ella y se dirigió hacia la izquierda, esparciendo una enorme tristeza, antes de abandonar la habitación blanca, mientras que sus cuatro tías continuaron mirándola. Le pareció normal que su madre hubiera atravesado la pared blanca, pero una vez que se fue, Lelinca sintió que alguien le clavó una espada en la garganta. No pudo gritar de dolor y sólo vio cómo sus cuatro tías se desvanecían con velocidad y las cuatro a un tiempo. Quedó sola en la habitación cuadrada, presa de aquel dolor terrible y cayó fulminada. ¡Mamá!, gritó con una fuerza que nunca hubiera imaginado y corrió al muro por el cual su madre se había ido, lo cruzó sin dificultad y se encontró en la vieja cocina de su casa. Le llegaron los olores familiares a vainilla, a orégano, a chocolate y a carbones encendidos y vio la lumbre y el fogón y a Tefa, con sus trenzas negras meciéndose sobre sus espaldas al tiempo que le hablaba.
—¡Son más de las cinco de la tarde y hasta ahora llegas! ¿Sabes que tus padres estaban muy enojados?
Lelinca movió las manos para ayudarse a explicarle a Tefa lo que le sucedió aquel domingo.
—Tus padres han llorado mucho por tu culpa. Eres ingrata, eres mala, eres desobediente, sembraste la desdicha en tu familia…
La voz de Tefa trajo a Evita, que la miró con reproche durante un largo rato.
—¡Traidora! ¡Traidora! Me dejaste sola en la carrera. ¿Adónde fuiste? —le dijo a gritos.
—Me perdí y te anduve buscando. Me encontré con Anapurna…
Evita se rió, siempre le daba risa el nombre de Anapurna y los lazos de colores que le ponían los domingos sobre la cabeza. «Se encontró con Anapurna…», y se sentó a escuchar en una silla de tule, quería saber todas sus aventuras, pero Lelinca no pudo decir nada, porque sólo le había sucedido correr y quería escuchar la voz de su hermana, que de pronto olvidó la comicidad de la cara, los lazos y el nombre de ¡Anapurna! para ponerse seria y triste.
—No hemos comido. Te hemos estado esperando —dijo, y columpió los pies.
Lelinca guardó silencio, recordó a su madre y a sus tías y también recordó su traje verde agua, al que buscaría inmediatamente, pues ya estaba casi terminando el día de San Pedro y San Pablo, si es que no se equivocaba.
—Sí, hoy es San Pedro y San Pablo. ¿Sabes que San Pedro tiene las llaves de la Gloria?… parece que has olvidado todo —dijo Evita mirándola con curiosidad.
En efecto, Lelinca había olvidado que San Pedro es el portero del cielo y estuvo segura de que Evita la acusaría de hereje y de que San Pedro no le abriría a ella las gloriosas Puertas de la Gloria.
—¡No! A ti no te las va a abrir porque hoy se las abrió a mi mamá y tú no viniste —le dijo Evita, que todavía le leía el pensamiento.
—¡No es verdad! ¡Hoy no le abrió las Puertas de la Gloria a mi mamá! —gritó Lelinca aterrada.
—¡Cómo de que no se las abrió hoy, ingrata! —le contestó Tefa de espaldas.
—¡Confiesa! ¡Confiesa que creíste que te iban a dar globos y un paseo en lancha y por eso nos dejaste! —exigió Evita.
—¡No confieso lo que no es verdad! ¿Dónde está mi mamá?
—En la Gloria —sentenció Tefa.
Lelinca no lloró. Permaneció quieta sentada junto al viejo fogón en donde ardían los carbones, perfumando la cocina de bosques y resinas incendiadas. Su humo tenue produjo que de los ojos de Evita brotaran dos lágrimas minúsculas. Lelinca siguió quieta, bajó la vista y se encontró con su faldita negra. ¿También ella estaba de luto como sus tías? ¡Sí, también! Y también lo estaba Tefa y también Evita.
—Sólo quedamos nosotras tres —dijo Evita.
Lelinca la miró con atención: su hermana tenía el rostro arrugado y sus cabellos rubios estaban casi blancos; entonces, confundida, no supo si era Evita o era ella misma, pues notó que tampoco sus pies alcanzaban el suelo y que llevaba calcetines negros.
—¡Tefa!… ¡Tefa!… —gritó.
Tefa dio la vuelta y enseñó su rostro de india vieja, tan vieja que estaba surcado por arrugas profundas.
—No llores, niña, no llores —dijo y se enjugó una lágrima muy triste.
Lelinca contempló los carbones encendidos y vio que los muros de la cocina se achicaron. Se estrecharon tanto, que sólo quedó lugar para una brasa de carbón encendida que brillaba en medio de la oscuridad más completa.
—No llores, niña, no llores. Vamos a cortar ramas de pirú, te haré una limpia y luego trataremos de irnos con todos —le aseguró la voz de Tefa.
El carbón encendido se movió de lugar y Lelinca supo que estaba en la mano de Tefa y que la criada no permitiría que se apagara hasta que le hubiera hecho la limpia con las ramas de pirú.
—Desobedeciste a tus padres. Te fuiste corriendo ese domingo. Anduviste en parajes lejanos, abandonada de tus padres y contaminada por extraños, por eso me quedé yo a esperarte en la cocina. Así se lo prometí a tu santa madre, cuando iba a despuntar el día de San Pedro y San Pablo. Pensaste sólo en vanidades… Primero iremos al Camposanto, para que les rindas cuentas a tus padres, que durante tantos años te estuvieron esperando y derramaron lágrimas de pena. Después, iremos a buscar las ramas de pirú y luego, limpia, llamaremos humildemente a las Puertas de Oro y Plata de la Gloria. Si no te permiten entrar, volveremos aquí, a esta cocina oscura, en donde te expliqué los dos caminos, el de las rosas y el de las espinas y que tú no quisiste escuchar y sembraste la desdicha en tu familia…
Dijo la voz de Tefa, que va guiando a Lelinca entre las sombras…
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar