Félix Pita Rodríguez
(Cubano, 1909-1990)


La recompensa
Tobías
(La Habana: Editorial Lex, 1955, 140 pp.)



      Los ojos de Marta se clavaron en el cuerpecito arrugado y empequeñecido por la fiebre. ¿Dónde estaría aquella bolita que corría por dentro y era el mal? Nicolasa había vuelto a ponerle en el costado la mano grande y obscura, como quemada.
      —Cuando el mal se encarama por encima se en la enjundia de las costillas, ya una no tiene fuerzas para atajarlo, Marta. Eso es lo que pasa.
      —¿Y ya le va por ahí?
      —Tócale aquí y lo sentirás.
      —¿Dónde?
      —Aquí, por el filo de las costillas. Es como una bolita que se mueve.
      —Yo no la siento. Pero debe ser la ignorancia, Nicolasa.
      —Eso debe ser.
      Volvió a apoyar el índice, levantándolo un poco para que la uña sucia no se le hundiera en la piel de la niña, pero la bolita del mal se deslizaba, negándosele.
      —No, no la siento.
      —No importa. Ahí está subiendo. Se agarra a las costillas para llergar al corazón.
      —¿Eso quiere decir que se va a morir?
      —Pudiera ser... A veces se para antes de llegar y se hace un grano empuja la piel y revienta. Pero a veces... Si me hubieras llamado un poco antes.
      —Yo no podía saber.
      —Claro, claro.
      Nicolasa se incorporó, separándose del catre, y Marta sintió que se quedaba sola. Los pensamientos de diez días con sus noches le atravesa­ron los labios en un susurro desesperado.
      —Si Martica se muere. Francisco no va a comprender.
      Lo dijo caminando hacia la puerta abierta. Un pedazo de la ciénaga estaba al otro lado, con su color triste, angustiador. El pensamiento de Marta resbalaba por los lodazales, corría. Francisco estaba allá, en la islita, después de pasar el mar. Estaba allá, pensando en Martica y quería que viviera. No iba a comprender aquello de la bolita que subía para llegar al corazón. La negra Nicolasa se apoyó en el marco de la puerta torcida.
      —Tal vez si la llevaras a La Habana, Marta.
      —¿A dónde?
      —A La Habana. A veces los médicos pueden.
      —Pero La Habana está muy lejos, Nicolasa.
      Lo dijo de un modo que Nicolasa comprendió. La tierra enferma de la ciénega no terminaba nunca. Y La Habana estaba al otro lado de ese nunca, que era como el otro lado del mundo.
      Es verdad. cuesta mucho.
      Nicolasa sacudió la cabeza como un árbol al que ya no le queda ninguna hoja que dejar caer.
      —Francisco no podrá comprender, Nicolasa.
      —Ni Francisco ni nadie, Marta. Eso no es cosa de Dios.
      Los ojos de Marta se escaparon otra vez por la ciénega enorme. Allí estaba el mar, donde las nubes parecían bajar un poco. Y al otro lado, pero hacía falta un barco para llegar, la islita y la prisión.
      —Cuando Francisco cumpla y venga, la buscará. Yo lo conozco. Y una carta no le bastará para comprender.
      —¿Cuánto le falta, Marta?
      —Ocho años, como los que tiene Martica ahora. Es mucho tiempo. Nico­lasa.
      —Mucho tiempo.
      La negra Nicolasa se quedó mirando por encima de los fangales intermi­nables de la ciénaga, como si quisiera ver a Francisco al otro lado.
      —A los que se portan bien les perdonan un tiempo, Marta.
      Quería consolarla con aquello, pero ella sabía que de nada podía servir, porque Martica estaba a su espalda, con la bolita del mal subiendo, su biendo.
      —Por mucho que le perdonen, Nicolasa.
      —No desesperes. Lo último que se pierde es la esperanza.
      —Pero cuando se pierde...
      Martica gimió en el camastro y Marta se volvió con su miedo que no era el de siempre. Nicolasa lo vio como se ve la luz del sol.
      —No tengas miedo. Si eso pasa, no será hoy.
      La muerte estaba allí otra vez. Se había retirado un instante, pero volvía por la ciénaga, desde muy lejos, desde su extraña casa de tinieblas.
      —Yo me cambiaría por ella a causa de Francisco.
      No sabía decir hasta qué punto Francisco quería a su hija.
      Nicolasa quiso aliviar.
      —Si eso pasa, Francisco sabrá cerrar los ojos y aguantar.
      —No, Nicolasa. Otras cosas, pudiera ser, pero llegar y no ver a Martica, eso es distinto.
      —Sabrá. Marta.
      No respondió. Un pulgar ancho y sucio había encontrado el consuelo de un desgarrón en el vestido y giraba allá dentro.
      —Te vas a romper el vestido. No te pongas nerviosa.
      —¿Eh. .. ? Sí. . . No sé lo que hago.
      —Me doy cuenta, Marta.
      Nicolasa quería consolar. Marta estaba junto a ella, como ella perdida en el fangal enorme de la ciénaga, como ella pequeña y chupada por la soledad. También Cleofé, su marido, era carbonero. También ella sabía que cada sol viene más triste que el otro. Y eso va pesando sobre el corazón.
      —Si la pudieras llevar a La Habana, Marta.
      —Pero ¿cómo? ¿No ves?
      Su mano fue hacia el interior del bohío y toda la tristeza obscura del catre de Martica, de las sillas rotas, de la alacena claveteada, de la tierra dura del piso, del tinajón, de la mesa coja estaba en su gesto desfallecido. Nicolasa no miró.
      —Yo decía si pudieras.
      —Si pudiera... Pero La Habana.
      —Es verdad.
      La ciénaga se iba, se iba por el horizonte. El mar estaba al otro lado, y la islita, con su prisión como una semilla en el medio, estaba al otro lado. Y La Habana estaba al otro lado.
      —Ten paciencia, Marta.
      —Yo quisiera.
      Nicolasa sacó de la faltriquera un tabaco pequeño y aplastado. Estaba buscando una palabra de consuelo en aquel mar espeso que la circundaba y sacó el tabaco para ayudarse. Lo encendió apretando los labios.
      —Yo no sé, pero la vida.
      Quería decir la vieja, la eterna angustia que estaba ya con el primer hombre en la caverna obscura. Pero no pudo.
      —Uno nace para morir, Marta.
      —Sí, pero morir cuando se está al final, es claro... Lo que no puede comprenderse es esto.
      Señaló por encima de su hombro, con el índice curvado, hacia atrás, hacia la bolita del mal en el cuerpecito nuevo de Martica.
      —Cuando se murió mi madre, me dolió, porque siempre duele, pero com­prendí en seguida. Pero esto, a los ocho años...
      La voz se le quebraba, subiendo y bajando, como si el aliento que llena las palabras faltase por momentos.
      —Y luego Francisco. Para él, allá encerrado, Martica es como el sol, más que el sol.
      —Dios nos ayuda a soportar.
      Por la vereda, allí delante, afilado en un relieve extraño sobre el rojo quemado de la ciénaga, un jinete aparecía y desaparecía. La tarde era tan quieta en su luz, que el humo del tabaco quedaba tras él en nubes fijas, que prolongaban la vida en el vacío tan singular del mundo. La voz vibró contra los últimos rayos del sol.
      —¡Adiós, Marta! ¿Cómo están por acá?
      —Como Dios quiere, Servando.
      La voz de Marta se rompió en el esfuerzo por alcanzar al jinete, que ya traspasaba los mangles, perdiéndose.
      —Allá va Servando —la voz de Nicolasa parecía añorar cualquier cosa lejana—. Allá va Servando: ése tuvo suerte.
      Había tal vez un poco de reproche y otro poco de dolor, porque aquella muerte que aguardaba en el bohío el momento de caminar el mínimo es­pacio que mediaba entre las costillas de Martica y su pequeño corazón, le hacía sentir a todo el mundo como deudor.
      —¡Sí, Servando tuvo suerte! Por encontrar entre los mangles a un fugado del presidio le dieron más dinero del que había visto junto en su vida.
      —Es verdad.
      —Claro que yono sé... Poner el puente para que los rurales agarren al que va huyendo...
      Nicolasa apagó el tabaco contra el paral y lo insertó con movimiento brusco tras la oreja.
      —Bueno, Marta, tengo que aprovechar el poco claro que queda. Llovió en vuelta de casa y hay un fangal. Si te parece que Martica va mal, date un salto y búscame.
      —Está bien.
      Nicolasa se alejaba ya con su paso triste sobre el fondo de la vereda.
      Cuando dio la espalda a la ciénaga y sus ojos tropezaron de nuevo con la tristeza obscura del catre de Martica, sintió la soledad.
      —¿Cómo estás,mi niña?
      Un silbido resbaladizo y pobre le respondió. La niña peleaba con la muer­te. Pero Marta estaba tan sola, tan indefensa, que no podía medir su dolor. El tinajón vacío le agarró el pensamiento.
      —¡Válgame Dios, no hay agua! Y la tarde acabándose.
      Quiso haberse equivocado y se acercó para mirar al fondo del tinajón. Un pedacito de luz del tamaño de una moneda brillaba en la oquedad.
      —Tengo que ir. Menos mal que el mar está tranquilo.
      Cuando se sentó en el bote crujiente y sus manos comenzaron a impulsar los remos, el agua le hizo bien. Muchas veces, sin saberlo, el mar le había hecho bien así. Empujó con el pie el barrilito para que no lo sacudiera el vaivén. El manantial estaba a dos kilómetros, muy cerca de la costa. Eso hacía al agua salobre. Pero no había otra. Remaba.
      Remaba, pero no se alejaba del bohío, no podía alejarse del catre donde Martica peleaba con la muerte. Veía a Francisco de pie junto al vacío inexplicable. Y se veía tratando de justificar. “Francisco, yo no quería. Nicolasa vino. El corazón se me partía. Yo pensaba en ti más que en mí misma. Más que en ella que se estaba muriendo. Pero no podía hacer na­da. La bolita del mar iba subiendo. Nicolasa dijo que en La Habana tal vez. Pero piensa, ¡en La Habana! Yo trataba de hacer que el mal esperara hasta que tú llegaras, pero no pudo ser”.
      La ciénaga cruzaba a su derecha, en una línea irregular de mangles te­rrosos, de tierras requemadas, solitarias. El bote avanzaba, pero Marta pa­recía no estar en él. El barrilito vacío se movió y el pie de Marta lo llevó a su sitio sin que mediara el pensamiento. Estaba cruzando, frente a la ensenada, ya para llegar al manantial, cuando vio al hombre.
      —Es un preso.
      La voz le resonó dentro, como doliendo.
      La silueta azul había saltado entre los mangles, desapareciendo en seguida. Pero ella le había visto. Aquella ropa bastaba verla una vez para no olvidarla nunca. Miró sin dejar de remar. Entre el rojo triste del man­glar lo vio (le nuevo deslizándose.
      “¡Pobre! Si los de la rural le están siguiendo, debe ser duro para él. Si se le ocurriera meterse por el manglar hacia el arroyo, a lo mejor podía esconderse en las cuevas. Allí se metió el Hurón y la rural le perdió el rastro. ¡Ojalá que lo hiciera!”
      I.a ensenada quedó atrás. Un cordel más abajo estaba ya el manantial. El barrilito volvió a moverse, oprimiéndole un pie.
      “'Francisco me dice que cuando salga, ya Martica será una mujer. Y que eso va a ser muy extraño para él. Yo no sé lo que voy a decirle. ¡Ojalá que al preso se le ocurra meterse por el manglar y encuentre las cuevas! ¿Y si la bolita se parara, como dijo Nicolasa, y se hiciera un grano para reventar? No quiero pensar en eso. Además, Nicolasa lo dijo para consolar.”
      La mano derecha se inmovilizó y la izquierda impulsó el remo para ga­nar la orilla. El bote crujió acostando. Marta iba a levantar el harrilito, cuando vio a los soldados. Desde lejos le hablaron.
      —¡Eh. tú! ¿No has visto a nadie por acá? ¿A un preso?
      Iba a responder, cuando la voz de Nicolasa le llegó otra vez desde la puerta del bohío: “Allá va Servando... Ese tuvo suerte. Por encontrar en­tre los mangles a un fugado del presidio le dieron más dinero del que ha­bía visto junto en su vida”.
      —¿Estás sorda?
      —¿Eh... ? Sí, sí. Ya estaba oyendo: ¿Qué decía?
      —Que si no has visto a un preso por aquí. Uno que se fugó.
      La voz de Nicolasa volvía, volvía. “Ese tuvo suerte. Por encontrar a un preso en el manglar”... Francisco se metía ahora entre el rural y ella, como si estuviera parado en la roca, con su ropa azul, igual a la del que se arrastraba por el fango de la ciénaga. “Quiero salir de aquí para ver a Martica. Cuando eso pase, ella será una mujer y me va a resultar extraño, pero vivo pensándolo.” El rural se cruzaba el correaje, esperando. “Por en­contrar a un preso en el manglar y decirlo, le dieron a Servando más di­nero del que viera junto en su vida.” Volvía la voz de Nicolasa como de otro mundo. “Si la llevaras a La Habana, tal vez.” La bolita del mal iba subiendo y Francisco no podría comprender.. . Marta dejó los remos y cargó el harrilito para saltar a la orilla cenagosa. El rural estaba esperan­do. Marta veía al hombre arrastrándose y veía el catre sucio con Martica en el medio, y oía la voz de Nicolasa. “Si la llevaras a La Habana, tal vez.” La mirada subió despacio por la piedra que hacía pedestal al soldado. A Servando le habían dado más dinero del que viera junto en su vida. Y Francisco no iba a comprender.
      —¿Es verdad que al que lo dice le dan dinero?
      La voz fría del rural le rayó encima, como una lluvia.
      —Es verdad. La recompensa. Si lo sabes, te conviene hablar.
      Marta sintió igual que aquella vez en el bautizo de Martica, cuando se había bebido cuatro copas de moscatel: un frío que le subía desde muy adentro del estómago y una repugnancia angustiosa. El soldado esperaba, tan extraño así, en la altura de la roca. Marta dejó el barril sobre el fango.
      —Vayan por la orilla, y cuando lleguen a la ensenada, den, la vuelta. Está allí, en medio del manglar.
      Al regreso, los remos le pesaban como si tuvieran piedras en las puntas. A sus pies, el barrilito, lleno hasta los bordes, se balanceaba, pesado, reflejando las primeras estrellas.
      “Ya deben estar buscándolo entre los mangles. Él tratará de arrastrarse para que no lo vean. Pero no podrá hacer nada, porque ellos saben y van rodeándolo. No le diré nada a Francisco. Nadie tiene por qué saberlo. ¿Cuándo me darán el dinero? El rural dijo que en seguida. Tengo que ha­cerle una bata a Martica para llevarla a La Habana. Con el percal que me dio Severa le saldrá bonita... Le puedo poner el entredós que le quité a mi túnica. ¿Me sobrará dinero para llevarla al presidio cuando la cure el médico? Tengo que ahorrar para que alcance. Francisco va a estar loco de alegría. ¿Ya lo habrán encontrado? Tal vez, como está obscureciendo pueda burlar a los rurales. No. El manglar es chiquito y ya lo rodearon, seguro. Me darán el dinero. ¡Pobre! ¡Ojalá que se entregue y no lo maten!"
      Los remos le pesaban como si tuvieran piedras en las puntas. Fue acostando, porque llegaba. La cumbrera del bohío salía entre dos árboles. ¿Se habría dormido Martica? En aquel momento cruzó el cielo el restallar seco de tres disparos. Las manos se le pusieron frías sobre los remos.
                                                            *
      Le estaba dando el cocimiento a Martica, cuando sintió el chapoteo de los caballos en la vereda. En la noche de la ciénaga, los ruidos son siempre como de otro mundo. Pero Marta supo en seguida que eran los rurales. Descolgó el quinqué para llevar la luz afuera. Desde la puerta los vio en­trando por el trillo, enormes en la mentira de las sombras. El tercero, lo vio en seguida, traía al hombre cruzado en la montura, colgando en dos pedazos, a un lado y otro. La voz que la había hablado desde la piedra, allá junto al manantial, le llegó de nuevo.
      —Lo agarramos. Estaba metido en el manglar, pero le dimos la vuelta, y cuando salió para huir, tuvimos que tirarle. Ya es muy tarde. Vamos a pasar la noche aquí.
      Ya estaban desmontando y cargaban al muerto entre dos. Cuando entraron en la zona de luz triste del quinqué, Marta vio la cara de piedra de Francisco. Tenía los ojos abiertos, fijos, desolados, y la boca torcida y enlodada. Desde el catre, entre las sombras, llegó el llanto pequeñito de Martica.



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