Rosario Ferré
(Ponce, Puerto Rico, 28 de septiembre de 1938 - San Juan, 18 de febrero de 2016)


Cuando las mujeres quieren a los hombres
Originalmente publicado en la revista Zona Carga y Descarga, 7 (1974), págs. 1-7;
Papeles de Pandora
(México: Editorial Joaquín Mortiz, 1976, 207 págs.)



la puta que yo conozco
no es de la china ni del japón,
porque la puta viene de ponce
viene del barrio de san antón.

—plena de san anión

“conocemos sólo en parte y profetizarnos sólo en parte, pero cuando llegue lo perfecto desaparecerá lo parcial. Ahora vemos por un espejo y oscuramente, mas entonces veremos cara a cara”.

—Son Pablo, primera epístola a los corintios, XIII, 12, conocida también como epístola del amor.

      Fue cuando tú te moriste, Ambrosio, y nos dejaste a cada una la mitad de toda tu herencia, que empezó todo este desbarajuste, este escándalo girando por todas partes como un aro de hierro, restrellando tu buen nombre contra las paredes del pueblo, esta confusión afueteada y abollada que tú bamboleabas por gusto, empujándonos a las dos cuesta abajo a la vez. Cualquiera diría que hiciste lo que hiciste a propósito, por el placer de vernos prenderte cuatro velas y ponértelas por los rincones para ver quién ganaba, o al menos eso pensábamos entonces, antes de que intuyéramos tus verdaderas intenciones, la habilidad con que nos habías estado manipulando para que nos fuéramos fundiendo, para que nos fuéramos difuminando una sobre la otra como una foto vieja colocada amorosamente debajo de su negativo, como ese otro rostro desconsolado que llevamos dentro y que un día de golpe se nos cala en la cara, cuando nos paramos frente a un espejo que alguien descolgó de la pared.
       Al fin y al cabo no ha de parecer tan extraño todo esto, es casi necesario que sucediera como sucedió. Nosotras, tu querida y tu mujer, siempre hemos sabido que debajo de cada dama de sociedad se oculta una prostituta. Se les nota en la manera lenta que tienen de cruzar una pierna sobre la otra, rozándose los muslos con la seda de la entrepierna. Se les nota en la manera en que se aburren de los hombres, no saben lo que es estar como nosotras, cabreadas para toda la vida por el mismo nada más. Se les nota en la manera en que van saltando de hombreen hombre sobre las patas de sus pestañas, ocultando enjambres de luces verdes y azules en el fondo de sus vaginas. Porque nosotras siempre hemos sabido que cada prostituta es una dama en potencia, anegada en la nostalgia de una casa blanca como una paloma que nunca tendrá, de esa casa con balcón de ánforas plateadas y guirnaldas de frutas de yeso colgando sobre las puertas, anegada en esa nostalgia del sonido que hace la losa cuando manos invisibles ponen la mesa. Porque nosotras, Isabel Luberza e Isabel la Negra, en nuestra pasión por ti, Ambrosio, desde el comienzo de los siglos, nos habíamos estado acercando, nos habíamos estado santificando la una a la otra sin darnos cuenta, purificándonos de todo aquello que nos definía, a una como prostituta y a otra como dama de sociedad. De manera que al final, cuando una de nosotras le ganó a la otra, fue nuestro más sublime acto de amor.
       Tú fuiste el culpable, Ambrosio, de que no se supiera hasta hoy cuál era cuál entre las dos, Isabel Luberza recogiendo dinero para restaurar los leones de yeso de la plaza que habían dejado de echar agua de colores por la boca, o Isabel la Negra, preparando su cuerpo para recibir el semen de los niños ricos, de los hijos de los patrones amigos tuyos que entraban todas las noches en mi casucha alicaídos y apocados, arrastrando las ganas como pichones moribundos con mal de quilla, desfallecidos de hambre frente al banquete de mi cuerpo; Isabel Luberza la Dama Auxiliar de la Cruz Roja o Elizabeth the Black, la presidenta de los Young Lords, afirmando desde su tribuna que ella era la prueba en cuerpo y sangre de que no existía diferencia entre los de Puerto Rico y los de Nueva York puesto que en su carne todos se habían unido; Isabel Luberza recogiendo fondos para la Ciudad del Niño, Ciudad del Silencio, Ciudad Modelo, ataviada de Fernando Pena con largos guantes de cabritilla blanca y estola de silver mink o Isabel la Negrera, la explotadora de las nenitas dominicanas desembarcadas de contrabando por las playas de Guayanilla; Isabel Luberza la dama popular, la compañera de Ruth Fernández el alma de Puerto Rico hecha canción en las campañas políticas, o Isabel la Negra, el alma de Puerto Rico hecha mampriora, la Reina de San Antón, La Chocha de Chichamba, la puta más artillera del Barrio de la Cantera, la cuera de Cuatro Calles, la chinga de Singapur, la chula de Machuelo Abajo, la ramera más puyúa de todo el Coto Laurel; Isabel Luberza la que criaba encima del techo de su casa pichones de paloma en latas de galleta La Sultana para hacerle caldos a todos los enfermos del pueblo, o Isabel la Negra, de quien jamás se pudo decir que daba lo mismo porque no era ni chicha ni limonada; Isabel Luberza la bizcochera, la tejedora de frisitas y botines de perlé color de nube, la bordadora de trutrú alrededor de los cuellitos de las cotitas de hilo más finas, de esas que le encargaban las Antiguas Alumnas del Sagrado Corazón para sus bebés; Isabel la Rumba Macumba Candombe Bámbula; Isabel la Tembandumba de la Quimbamba, contoneando su carne de guingambó por la encendida calle antillana, sus tetas de toronja rebanadas sobre el pecho; Isabel Segunda la reina de España, patrona de la calle más aristocrática de Ponce; Isabel la Caballera Negra, la única en quien fuera conferido jamás el honor de pertenecer a la orden del Santo Prepucio de Cristo; Isabel la hermana de San Luis Rey de Francia, patrona del pueblo de Santa Isabel, adormecido desde hace siglos debajo de Las Tetas azules de Doña Juana; Isabel Luberza la Católica, la pintora de los más exquisitos detentes del Sagrado Corazón, goteando por el costado las tres únicas gotas de rubí divino capaces de detener a Satanás; Isabel Luberza la santa de las Oblatas, llevando una bandeja servida con sus dos tetas rosadas; Isabel Luberza la Virgen del Dedo, sacando piadosamente el pulgar por un huequito bordado en su manto; Isabel la Negra, la única novia de Brincaicógelo Maruca, la única que besó sus pies deformes y se los lavó con su llanto, la única que bailó junto a los niños al son de su pregón Hersheybarskissesmilkyways, por las calles ardientes de Ponce; Isabel la Perla Negra del Sur, la Reina de Saba, the Queen of Chiva, la Chivas Rigal, la Tongolele, la Salomé, girando su vientre de giroscopio en círculos de bengala dentro de los ojos de los hombres, meneando para ellos, desde tiempos inmemoriales, su crica multitudinaria y su culo monumental, descalabrando por todas las paredes, por todas las calles, esta confusión entre ella y ella, o entre ella y yo, o entre yo y yo, porque mientras más pasa el tiempo, de tanto que la he amado, de tanto que la he odiado, más difícil se me hace contar esta historia y menos puedo diferenciar entre las dos.

       Tantos años de rabia atarascada en la garganta como un taco mal clavado, Ambrosio, tantos años de pintarme las uñas todas las mañanas acercándome a la ventana del cuarto para ver mejor, de pintármelas siempre con Cherries Jubilee porque era la pintura más roja que había entonces, siempre con Cherries Jubilee mientras pensaba en ella, Ambrosio, en Isabel la Negra, o a la mejor ya había empezado a pensar en mí, en esa otra que había comenzado a nacerme desde adentro como un quiste, porque desde un principio era extraño que yo, Isabel Luberza tu mujer, que tenía el gusto tan refinado, me gustara aquel color tan chillón, berrendo como esos colores que le gustan a los negros. Siguiendo una a una el contorno de las lunas blancas en la base de mis uñas, pasando cuidadosamente los pelitos del pincel por la orillita de mis uñas limadas en almendra, por la orillita de la cutícula que siempre me ardía un poco al contacto con la pintura porque al recortármela siempre se me iba la mano, porque al ver el pellejito indefenso y blando apretado entre las puntas de la tijera me daba siempre un poco de rabia y no podía evitar pensar en ella.
       Sentada en el balcón de esta casa que ahora será de las dos, de Isabel Luberza y de Isabel la Negra, de esta casa que ahora pasará a convenirse en parte de una misma leyenda, la leyenda de la prostituta y de la dama de sociedad. Sentada en el balcón de mi nuevo prostíbulo sin que nadie sospeche, los balaustres de largas ánforas plateadas pintados ahora de shocking pink alineados frente a mí como falos alegres, las guirnaldas de yeso blanco adheridas a la fachada, que le daban a la casa ese aire romántico y demasiado respetable de bizcocho de boda, esa sensación de estar recubierta de un icingagalletado y tieso como la falda de una debutante, pintadas ahora de colores tibios, de verde chartreuse con anaranjado, de lila con amarillo dalia, de esos colores que invitan a los hombres a relajarse, a dejar los brazos deslizárseles por el cuerpo como si navegasen sobre la cubierta de algún trasatlántico blanco. Las paredes de la casa, blancas y polvorientas como alas de garza, pintadas ahora de verde botella, de verde culo de vidrio para que sean transparentes, para que cuando nos paremos tú y yo, Ambrosio, en la sala principal, podamos ver lo que está sucediendo en cada uno de los cuartos, en cada una de las habitaciones donde nos veremos desdoblados en veinte imágenes idénticas, reflejados en los cuerpos de los que alquilarán estas habitaciones para tener en ellas sus orgasmos indiferentes, abstraídos por completo de nuestra presencia, repitiendo en sus cuerpos, una y otra vez hasta el fin de los tiempos, el rito de nuestro amor.
       Sentada en el balcón esperando que entren en esta casa para buscarla y se la lleven, sentada esperando para verla pasar camino de esa sepultura que me tocaba a mí pero que ahora le darán a ella, al cuerpo sagrado de Isabel Luberza, a ese cuerpo del cual nadie había visto jamás hasta hoy la menor astilla de sus nalgas blancas, la más tenue viruta de sus blancos pechos, arrancada ahora de ella esa piel de pudor que había protegido su carne, perdida al fin esa virginidad de madre respetable, de esposa respetable que jamás había pisado un prostíbulo, que jamás había sido impalada en público como lo fui yo tantas veces, que jamás había dejado al descubierto, pasto para los ojos gusaneros de los hombres, otra parte de su cuerpo que los brazos, el cuello, las piernas de la rodilla para abajo. Su cuerpo ahora desnudo y teñido de negro, el sexo cubierto por un pequeño triángulo de amatistas entre las cuales está la que el obispo llevaba en el dedo, los pezones atrapados en nidos de brillantes, gordos y redondos como garbanzos, los pies embutidos en zapatos de escarcha roja, con dos corazones cosidos en las puntas, los tacones chorreando todavía algunas gotas de sangre. Ataviada, en fin, como toda una reina, como hubiese ido ataviada yo si éste hubiese sido mi entierro.
       Esperando para restregarle en la cara, cuando pase bamboleándose debajo de una montaña de flores podridas, su perfume de Fleur de Rocaille que me unté esta mañana en la base de todos los pelos de mi cuerpo, su polvo de Chant D’Aromes con que blanqueé mis pechos y que se escurre ahora silencioso por los pliegues de mi vientre, el cabello una nube de humo alrededor de mi cabeza, las piernas lisas como el sexo nupcial de una sultana. Esperando con su vestido de lamé plateado puesto, cubriéndome de pliegues los hombros, derramándoseme por la espalda como un manto de hielo que brilla furioso a la luz del mediodía, la garganta y las muñecas apretadas por hilos de brillantes exactamente igual que entonces, cuando yo todavía era Isabel Luberza y tú, Ambrosio, todavía estabas vivo, el pueblo entero vaciándose en la casa para asistir a las fiestas y yo de pie junto a ti como un jazmín retoñado adosado al muro, rindiendo mi mano perfumada para que me la besaran, mi pequeña mano de nata que ya comenzaba a ser de ella, de Isabel la Negra, porque desde entonces yo sentía como una marea de sangre que me iba subiendo por la base de las uñas, cuajándome de Cherries Jubilee toda por dentro.

       No fue hasta que Isabel la Negra levantó el aldabón de la casa de Isabel Luberza y tocó tres veces que pensó que tal vez no fuese sensato lo que hacía. Venía a hablar con ella del asunto de la casa que ambas habían heredado. Ambrosio, el hombre con el cual habían convivido las dos cuando eran jóvenes, había muerto hacía ya muchos años, e Isabel la Negra, por consideración a su tocaya, no se había decidido a reclamarle la parte de la casa que le correspondía, si bien había sabido hacer uso productivo de la herencia en efectivo que su amante le había dejado. Había oído decir que Isabel Luberza estaba loca, que desde la muerte de Ambrosio se había encerrado en su casa y no había vuelto a salir jamás, pero esto no pasaba de ser un rumor. Pensaba que habían pasado tantos años desde que habían sido rivales que ya todo resentimiento se habría olvidado, que las necesidades inmediatas facilitarían un diálogo sensato y productivo para ambas. La viuda seguramente estaría necesitada de una renta que le asegurara una vejez tranquila, y que la motivara a venderle su mitad de la casa. Por su parte Isabel la Negra pensaba que eran muchas las razones por las cuales deseaba mudar allí su prostíbulo, algunas de las cuales, ella misma no entendía muy bien. Era indudable que el negocio había tenido tanto éxito que necesitaba ampliarlo, sacarlo del arrabal en el cual se desprestigiaba y hasta daba la impresión de ser un negocio malsano. Pero el ansia de poseer aquella casa, de sentarse detrás de aquel balcón de balaustres plateados, debajo de aquella fachada recargada de canastas de frutas y guirnaldas de flores, respondía a una nostalgia profunda que se le recrudecía con los años, al deseo de sustituir, aunque fuera en su vejez, el recuerdo de aquella visión que había tenido de niña, siempre que pasaba, descalza y en harapos, frente a aquella casa, la visión de un hombre vestido de hilo blanco, de pie en aquel balcón, junto a una mujer rubia, increíblemente bella, vestida con un traje de lamé plateado.
       Era cierto que ahora ella era una self made woman, que había alcanzado en el pueblo un status envidiable, a los ojos de muchas de esas mujeres de sociedad cuyas familias se han arruinado y que ahora sólo les queda él orgullo vacío de sus apellidos pero que no tienen dinero ni para darse su viajecito a Europa al año como yo me doy, ni para comprarse la ropa de última moda que yo siempre compro. Pero aún así, a pesar de la satisfacción de haber sido reconocida su labor social, su importancia fundamental en el desarrollo económico del pueblo en los numerosos nombramientos prestigiosos de los cuales había sido objeto, como presidenta de las cívicas, de las altrusas, de la Junior Chamber of Commerce, sentía que algo le faltaba, que no se quería morir sin haber hecho por lo menos el esfuerzo de realizar aquella quimera, aquel capricho de señorona gorda y rica, de imaginarse a sí misma, joven otra vez, vestida de lamé plateado y sentada en aquel balcón, del brazo de aquel hombre que ella también había amado.
       Cuando Isabel Luberza le abrió la puerta Isabel la Negra sintió que las fuerzas le flaqueron. De tan hermosa que era todavía tuvo que bajar la vista, casi no se atrevió a mirarla. Sentí deseos de besarle los párpados, tiernos como tela de coco nuevo y rasgados a bisel. Pensé en lo mucho que me hubiera gustado lamérselos para sentirlos temblar, transparentes y resbaladizos, sobre las bolas de los ojos. Se había trenzado el pelo alrededor del cuello, tal como Ambrosio me contaba que hacía. El perfume demasiado dulce de Fleur de Rocaille me devolvió a la realidad. Ante todo necesitaba convencerla de que yo buscaba su amistad y su confianza, de que si era necesario estaba dispuesta a admitirla como partner en el negocio. Por un momento, al ver que se me quedaba mirando demasiado fijamente me pregunté si sería loca como decían, si verdaderamente se creería que ella era santa, si viviría en realidad obsesionada, como me decía Ambrosio riendo, por santificarme a mí, sometiendo su cuerpo a toda clase de castigos descabellados que ofrecía en mi nombre. Pero no importa. Si fuera cierto el rumor obraría en mi ventaja, ya que me demuestra cierta simpatía. Luego de mirarme por un momento más abrió la puerta y entré.
       Al entrar en la casa no pude evitar pensar en ti, Ambrosio, en cómo me tuviste encerrada durante tantos años en aquel rancho de tablones con techo de zinc, condenada a pasarme los días sacándole los quesos a los niñitos ricos, a los hijos de tus amigos que tú me traías para que le hagas el favor Isabel, para que le abras esas ganas enlatadas que trae el pobre, coño Isabel, no seas así, tú eres la única que sabes, tú eres la mejor que lo haces, contigo nada más podemos, mordiéndolos a pedacitos de membrillo o de pasta de guayaba, maceteándome los cachetes la frente la boca los ojos con el rodillo de seda para excitarlos, para el sí mijito claro que puedes cómo no vas a poder, déjate ir nada más, como si te deslizaras por una jalda en yagua, por una montaña de lavaza sin parar, orinándomeles encima para que se pudieran venir, para que sus papás pudieran por fin dormir tranquilos porque los hijos que ellos habían parido no les habían salido mariconcitos, no les habían salido santoletitos con el culo astillado de porcelana, porque los hijos que ellos habían parido eran hijos de San Jierro y de Santa Daga pero sólo podían traerlos a donde mí para poder comprobarlo, arrodillándomeles al frente como una sacerdotisa oficiando mi rito sagrado, el pelo encegueciéndome los ojos, bajando Ia cabeza hasta sentir el pene estuchado como un lirio dentro de mi garganta, teniendo cuidado de no apretar demasiado mis piernas podadoras de hombres, un cuidado infinito de no apretar demasiado los labios, la boca devoradora insaciable de pistilos de loto. Pensando que no era por ellos que yo hacía lo que hacía sino por mí, por recoger algo muy antiguo que se me colaba en pequeños ríos agridulces por los surcos detrás de la garganta, para enseñarles que las verdaderas mujeres no son sacos que se dejan impalar contra la cama, que el hombre más macho no es el que enloquece a la mujer sino el que tiene el valor de dejarse enloquecer, enseñándolos a enloquecer conmigo, ocultos en mi prostíbulo, donde nadie sabrá que ellos también se han dejado hacer, que ellos han sido masilla entre mis manos, para que entonces puedan, orondos como gallos, enloquecer a las blanquitas, a esas plastas de flan que deben de ser las niñas ricas, porque no es correcto que a una niña bien se le disloque la pelvis, porque las ñiñas bien tienen vaginas de plata pulida y cuerpos de columnas de alabastro, porque no está bien que las niñas bien se monten encima y galopen por su propio gusto y no por hacerle el gusto a nadie, porque ellos no hubieran podido aprender a hacer nada de esto con las niñas bien porque eso no hubiese estado correcto, ellos no se hubiesen sentido machos, porque el macho es siempre el que tiene que tomar la iniciativa pero alguien tiene que enseñarlos la primera vez y por eso van donde Isabel la Negra, negra como la borra en el fondo de la cafetera, como el fango en el fondo del caño, revolcándose entre los brazos de Isabel la Negra como entre látigos de lodo, porque en los brazos de Isabel la Negra todo está permitido, mijito, no hay nada prohibido, el cuerpo es el único edén sobre la tierra, la única fuente de las delicias, porque conocemos el placer y el placer es lo que nos hace dioses, mijito, y nosotros, aunque seamos mortales, tenemos cuerpos de dioses, porque durante unos instantes les hemos robado su inmortalidad, sólo por unos instantes, mijito, pero eso ya es bastante, por eso ahora ya no nos importa morirnos. Porque aquí, escondido entre los brazos de Isabel la Negra nadie te va a ver, nadie sabrá jamás que tú también tienes debilidades de hombre, que tú también eres débil y puedes estar a la merced de una mujer, porque aquí, mijito, hozando debajo de mi sobaco, metiendo tu lengua dentro de mi vulva sudorosa, dejándote chupar las tetillas mudas y cachetear por las mías que sí pueden alimentar, que sí pueden, si quisieran, darte el sustento, aquí nadie va a saber, aquí a nadie va a importarle que tú fueras un enclenque más, meado y cagado de miedo entre mis brazos, porque yo no soy más que Isabel la Negra, la escoria de la humanidad, y aquí, te lo juro por la Mano Poderosa, mijito, te lo prometo por el Santo Nombre de Jesús que nos está mirando, nadie va a saber jamás que tú también quisiste ser eterno, que tú también quisiste ser un dios.
       Cuando te empezaste a poner viejo, Ambrosio, la suerte se me viró a favor. Sólo podías sentir placer al mirarme acostada con aquellos muchachos que me traías todo el tiempo y empezaste a temer que me vieran a escondidas de tí, que me pagaran más de lo que tú me pagabas, que un día te abandonara definitivamente. Entonces hiciste venir al notario y redactaste un testamento nuevo beneficiando por partes iguales a tu mujer y a mí. Isabel la Negra se quedó mirando las paredes suntuosamente decoradas de la sala y pensó que aquella casa estaba perfecta para su nuevo Dancing Hall. De ahora en adelante nada de foquinato de malamuerte, del mete y saca por diez pesos, los reyes que van y vuelven y nosotras siempre pobres. Porque mientras el Dancing Hall esté en el arrabal, por más maravilloso que sea, nadie me va a querer pagar más de diez pesos la noche. Pero aquí en esta casa y en este vecindario cambiaría la cosa. Alquilaré unas cuantas gebas jóvenes que me ayuden y a cincuenta pesos el fogueo o nacarile del oriente. Se acabaron en esta casa las putas viejas, se acabó la marota seca, los clítoris arrugados como pepitas de china o irritados como vertederos de sal, se acabaron los coitos de coitre en catres de cucarachas, se acabó el tienes hambre alza la pata y lambe, ésta va a ser una casa de sún sún doble nada más. Isabel Luberza se había acercado a Isabel la Negra sin decirle una sola palabra. Había estirado los brazos y le había colocado las puntas de los dedos sobre los cachetes, palpándole la cara como si estuviera ciega. Ahora me toma la cara entre las manos y me la besa, ha comenzado a llorar. Coño, Ambrosio, tenías que tener un corazón de piedra para hacerla sufrir como la hiciste. Ahora me toma las manos y se queda mirándome fijamente las uñas, que llevo siempre esmaltadas de Cherries Jubilee. Noto con sorpresa que sus uñas están esmaltadas del mismo color que las mías.

       Al principio, Ambrosio, yo no podía comprender por qué cuando te me moriste le dejaste a Isabel la Negra la mitad de toda tu herencia, la mitad de esta casa donde tú y yo habíamos sido tan felices. Al otro día del entierro, cuando me di cuenta de que el pueblo entero se había enterado de mi desgracia, de que me estaban pelando pellejo a pellejo, gozándose cada palabra que caía en sus bocas como uva recién pelada e indefensa, caminé por las calles deseando que todos murieran. Fue entonces que todo empezó a cambiar. Isabel la Negra mandó a tumbar el rancho donde tú la ibas a visitar y con tu dinero edificó su Dancing Hall. Entonces yo pensaba en lo que ella había llegado a significar para nosotros, la suma y cifra de todo nuestro amor, y no podía aceptar en lo que se convirtió después.
       Porque bien claro que lo dice San Pablo, Ambrosio, una cosa es el adulterio llevado a cabo con modestia y moderación y otra cosa es el lenocinio público, el estupro de traganíqueles y luces de neón. Bien claro que él lo dice en su Epístola a los Corintios, si una mujer tiene marido infiel por la mujer, que se guarde de cometer mayores pecados al quedar con una prostituta que no con muchas. Y la mujer a su vez, al permanecer sujeta a sus deberes de esposa y madre, mortificada su carne blancadelirio, sus raíces sumergidas en el sufrimiento como a orillas de un plácido lago, que sube y se remonta a los cielos, agradando infinitamente a Nuestro Señor.
       Los primeros años de nuestro matrimonio, cuando me dí cuenta de la relación que existía entre ella y tú, me sentí la más infeliz de las mujeres. De tanto llorar parecía que me hubiesen inyectado coramina en el interior de los párpados, que me temblaban como peces rojos sobre las bolas de los ojos. Cuando entrabas en mi casa y venías de la de ella yo lo sabía inmediatamente. Lo conocía en tu manera de colocarme la mano sobre la nuca, en tu manera lerda de pasarme los ojos por el cuerpo como dos moscas satisfechas. Era entonces que más cuidado tenía que tener con mis refajos de raso y mi ropa interior de encaje francés. Era como si el recuerdo de ella se te montara en la espalda, acosándote con brazos y piernas, golpeándote sin compasión. Yo entonces me tendía en la cama y me dejaba hacer. Pero siempre mantenía los ojos muy abiertos por encima de tus hombros que se doblaban una y otra vez en el esfuerzo para no perderla de vista, para que no se fuera a creer que me le estaba entregando ni por equivocación.
       Decidí entonces ganarte por otros medios, por medio de esa sabiduría antiquísima que había heredado de mi madre y mi madre de su madre. Comencé a colocar diariamente la servilleta dentro del aro de plata junto a tu plato, a echarle gotas de limón al agua de tu copa, a asolear yo misma tu ropa sobre planchas ardientes de zinc. Colocaba sobre tu cama las sábanas todavía tibias de sol bebido, blancas y suaves bajo la palma de la mano como un muro de cal, esparciéndolas siempre al revés para luego doblarlas al derecho y desplegar así, para deleitarte cuando te acostabas, un derroche de rosas y mariposas matizadas, los hilos amorosos del rosa más tenue, de un rosa de azúcar refinada que te recordara la alcurnia de nuestros apellidos, fijándome bien para que los sarmientos de nuestras iniciales quedaran siempre justo debajo del vientre sensible de tu antebrazo, para que te despertaran, con su roce delicioso de gusanillo de seda, la fidelidad sagrada debida a nuestra unión. Pero todo fue inútil. Margaritas arrojadas a los cerdos. Perlas al estercolero.
       Fue así que, a trevés de los años, ella se fue convirtiendo en algo como un mal necesario, un tumor que llevamos en el seno y que vamos recubriendo de nuestra carne más blanda para que no nos moleste. Era cuando nos sentábamos a la mesa que a veces más cerca sentía su presencia. Los platos de porcelana emanaban desde el fondo una paz cremosa, y las gotas de sudor que cubrían las copas de agua helada, suspendidas en el calor como frágiles tetas de hielo, parecía que no se deslizarían nunca costado abajo, como si el frío que las sostenía adheridas al cristal, al igual que nuestra felicidad, fuese a permanecer allí, detenido para simpre. Me ponía entonces a pensar en ella empecinadamente. Deseaba edificar sus facciones en mi imaginación para sentada a mi lado en la mesa, como si de alguna manera ella hiciese posible aquella felicidad que nos unía.
       Me la imaginaba entonces hechizadoramente bella, tan absolutamente negra su piel como la mía era de blanca, el pelo trenzado en una sola trenza, gruesa y tiesa, cayéndole por un lado de la cabeza, cuando yo enredaba la mía, delgado y dúctil como una leontina alrededor de mi cuello. Me imaginaba sus dientes, grandes y fuertes, frotados diariamente con carne de guanábana para blanquearlos, ocultos detrás de sus labios gruesos, reacios a mostrarse si no era en un relámpago de auténtica alegría, y pensaba entonces en los míos, pequeños y transparentes como escamas de peces, asomando sus bordes sobre mis labios en una eterna sonrisa cortés. Me imaginaba sus ojos, blandos y brotados como hicacos, colocados dentro de esa clara amarillenta que rodea siempre los ojos de los negros, y pensaba en los míos, inquietos y duros como canicas de esmeralda, esclavizados día a día, yendo y viniendo, yendo y viniendo, midiendo el nivel de la harina y del azúcar en los tarros de la despensa, contando una y otra vez los cubiertos de plata dentro del cofre del comedor para estar segura de que no faltaba ninguno, calculando la cantidad exacta de comida para que no sobre nada, para poder acostarme tranquila esta noche pensando que he cumplido con mi deber, que te he protegido tu fortuna, que he servido para algo que no fue ser esta mañana el estropajo donde te limpiaste los pies, donde te restregaste el pene bien rápido para tener un orgasmo casi puro, tan limpio como el de una mariposa, tan diferente a los que tienes con ella cuando se revuelcan los dos en el fango del arrabal, un orgasmo fértil, que depositó en mi vientre la semilla sagrada que llevará tu nombre, como debe ser siempre entre un señor y una señora, para poder acostarme esta noche pensando que no soy una muñeca de trapo gris rellena de tapioca, acoplada a la forma de tu cuerpo cuando te acuestas a mi lado en la cama, para poder pensar que he sido tu mujercita querida como debe ser, económica y limpia pero sobre todo un dechado de honestidad, tabernáculo tranquilo de tu pene rosado que yo siempre llevo adentro, un roto cosido y bien apretado con hilo cien para los demás.
       De esta manera habíamos alcanzado, Ambrosio, sin que tú lo supieras, casi una armonía perfecta entre los tres. Yo, que la amaba cada día más y más, comencé a mortificar mi carne, al principio con actos menudos e insignificantes, para hacer que ella regresara al camino del bien. Empecé a dejar la última cucharada de bienmesabe en el plato, a correrme sobre la carne viva un ojal del cinturón, a cerrar la sombrilla cuando salía a pasear por la calle para que la piel se me abrasara al sol. Esa piel que yo siempre he protegido con manga larga y cuello alto para poder exhibirla en los bailes porque es prueba fidedigna de mi pedigree, de que en mi familia somos blancos por los cuatro costados, esa piel de raso de novia, de leche de cal que se me derrama por el escote y por los brazos. Exponiéndome así, por ella, al qué dirán de las gentes, al has visto lo amelcochadi ta que se está poniendo sutanita con la edad, la pobre, dicen que eso requinta, que al que tiene raja siempre le sale al final.
       Con el tiempo, sin embargo, me dí cuenta de que aquellos sacrificios no eran suficientes, que de alguna manera ella se merecía mucho más. Me la imaginaba entonces en el catre contigo, adoptando las posiciones más soeces, dejándose cachondear todo el cuerpo, dejándose chochear por delante y por detrás. De alguna manera gozaba imaginándomela así, hecha todo un caldo de melaza, dejándose hacer de ti esas cosas que una señora bien no se dejaría hacer jamás. Comencé a castigarme entonces duramente, imaginándomela anegada en aquella corrupción pero perdonándola siempre, perdonándola en cada taza de café hirviendo que me bebía para que se me brotara de vejigas la garganta, perdonándola en cada tajo fresco que me daba en las yemas de los dedos al destelar las membranas de la carne y que me curaba lentamente con sal. Pero todo lo echaste a perder, Ambrosio, lo derribaste todo de un solo golpe cuando le dejaste la mitad de tu herencia, el derecho a ser dueña, el día que se le antojara, de la mitad de esta casa.
       No fue hasta que escuché hace un momento el aldabón de la puerta que supe que aún no tenía perdida la partida. Abrí la puerta sabiendo que era ella, sabiendo desde antes lo que había de suceder, pero al verla sentí por un momento que las fuerzas me flaquearon. Era exactamente como yo me la había imaginado. Sentí deseos de besar sus párpados gruesos, semicaídos sobre las pupilas blandas y sin brillo, de hundirle tiernamente las bolas de los ojos para adentro con las yemas de los dedos. Se había soltado la trenza en una melena triunfante de humo que se le abullonaba encima de los hombros y me sorprendió ver lo poco que había envejecido. Sentí casi deseos de perdonarla, pensando en lo mucho que te había querido. Pero entonces empezó a tongoneárseme en la cara, balanceándose para atrás y para alante sobre sus tacones rojos, la mano sobre la cintura y el codo sobresalido para dejar al descubierto el hueco maloliente de su axila. El interior de aquel triángulo se me enterró de golpe en la frente y recordé todo lo que me había hecho sufrir. Más allá del ángulo de su brazo podía ver claramente la puerta todavía abierta de su cadillac, un pedazo azulmarino con botones dorados del uniforme del chófer que la mantenía abierta. Le pedí entonces que pasara.
       Yo sabía desde un principio a lo que había venido. Ya ella había logrado sustituirme en todas las actividades del pueblo que yo había presidido contigo, colgada de tu brazo como un jazmín retoñado adosado al muro. Ahora desea quedarse con esta casa, irá asiéndose cada vez más a tu recuerdo como una enredadera de rémoras hasta acabar de quitármelo, hasta acabar de chuparse el polvo de tu sangre con el cual me he coloreado las mejillas todas las mañanas después de tu muerte. Porque hasta ahora, por causa de ella, no he comprendido todo este sufrimiento, todas estas cosas que me han atormentado tanto, sino oscuramente, como vistas a través de un espejo enturbiado, pero ahora voy a ver claro por primera vez, ahora voy a enfrentar por fin ese rostro de hermosura perfecta al rostro de mi desconsuelo para poder comprender. Ahora me le acerco porque deseo verla cara a cara, verla como de verdad ella es, el pelo ya no una nube de humo rebelde encrespado alrededor de su cabeza, sino delgado y dúctil, envuelto como una cadena antigua alrededor de su cuello, la piel ya no negra, sino blanca, derramada sobre sus hombros como leche de cal ardiente, sin la menor sospecha de un requinto de raja, tongonéandome yo ahora para atrás y para alante sobre mis tacones rojos, por los cuales baja, lenta y silenciosa como una marea, esa sangre que había comenzado a subirme por la base de las uñas desde hace tanto tiempo, mi sangre esmaltada de Cherries Jubilee.



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