Rosario Ferré
(Ponce, Puerto Rico, 28 de septiembre de 1938 - San Juan, 18 de febrero de 2016)
La muñeca menor
Originalmente publicado en la revista Zona Carga y Descarga, 1 (1972), págs. 15-16;
Papeles de Pandora
(México: Editorial Joaquín Mortiz, 1976, 207 págs.)
La tía vieja había sacado desde muy temprano el sillón al balcón que daba al cañaveral como hacía siempre que se
despertaba con ganas de hacer una muñeca. De joven se bañaba
a menudo en el río, pero un día en que la lluvia había
recrecido la corriente en cola de dragón había sentido en el
tuétano de los huesos una mullida sensación de nieve. La cabeza
metida en el reverbero negro de las rocas, había creído
escuchar, revolcados con el sonido del agua, los estallidos del
salitre sobre la playa y pensó que sus cabellos habían llegado
por fin a desembocar en el mar. En ese preciso momento
sintió una mordida terrible en la pantorrilla. La sacaron del
agua gritando y se la llevaron a la casa en parihuelas retorciéndose
de dolor.
El médico que la examinó aseguró que no era nada, probablemente
había sido mordida por una chágara viciosa.
Sin embargo pasaron los días y la llaga no cerraba. Al cabo
de un mes el médico había llegado a la conclusión de que
la chágara se había introducido dentro de la carne blanda
de la pantorrilla, donde había evidentemente comenzado
a engordar. Indicó que le aplicaran un sinapismo para
que el calor la obligara a salir. La tía estuvo una semana
con la pierna rígida, cubierta de mostaza desde el tobillo
hasta el muslo, pero al finalizar el tratamiento se descubrió
que la llaga se había abultado aún más, recubriéndose
de una substancia pétrea y limosa que era imposible tratar de remover sin que peligrara toda la pierna. Entonces se resignó
a vivir para siempre con la chágara enroscada dentro
de la gruta de su pantorrilla.
Había sido muy hermosa, pero la chágara que escondía
bajo los largos pliegues de gasa de sus faldas la había
despojado de toda vanidad. Se había encerrado en la casa
rehusando a todos sus pretendientes. Al principio se había
dedicado a la crianza de las hijas de su hermana, arrastrando
por toda la casa la pierna monstruosa con bastante
agilidad. Por aquella época la familia vivía rodeada de un
pasado que dejaba desintegrar a su alrededor con la misma
impasible musicalidad con que la lámpara de cristal del comedor
se desgranaba a pedazos sobre el mantel raído de la
mesa. Las niñas adoraban a la tía. Ella las peinaba, las bañaba
y les daba de comer. Cuando les leía cuentos se sentaban
a su alrededor y levantaban con disimulo el volante
almidonado de su falda para oler el perfume de guanábana
madura que supuraba la pierna en estado de quietud.
Cuando las niñas fueron creciendo la tía se dedicó a hacerles
muñecas para jugar. Al principio eran solo muñecas
comunes, con carne de guata de higüera y ojos de botones
perdidos. Pero con el pasar del tiempo fue refinando su arte
hasta ganarse el respeto y la reverencia de toda la familia.
El nacimiento de una muñeca era siempre motivo de regocijo
sagrado, lo cual explicaba el que jamás se les hubiese
ocurrido vender una de ellas, ni siquiera cuando las niñas
eran ya grandes y la familia comenzaba a pasar necesidad.
La tía había ido agrandando el tamaño de las muñecas de
manera que correspondieran a la estatura y a las medidas
de cada una de las niñas. Como eran nueve y la tía hacía una muñeca de cada niña por año, hubo que separar una pieza de la casa para que la habitasen exclusivamente las
muñecas. Cuando la mayor cumplió diez y ocho años había
ciento veintiséis muñecas de todas las edades en la habitación.
Al abrir la puerta, daba la sensación de entrar en un
palomar, o en el cuarto de muñecas del palacio de las tzarinas,
o en un almacén donde alguien había puesto a madurar
una larga hilera de hojas de tabaco. Sin embargo, la tía no
entraba en la habitación por ninguno de estos placeres, sino
que echaba el pestillo a la puerta e iba levantando amorosamente
cada una de las muñecas canturreándoles mientras
las mecía: Así eras cuando tenías un año, así cuando tenías
dos, así cuando tenías tres, reviviendo la vida de cada una
de ellas por la dimensión del hueco que le dejaban entre los
brazos.
El día que la mayor de las niñas cumplió diez años, la
tía se sentó en el sillón frente al cañaveral y no se volvió a
levantar jamás. Se balconeaba días enteros observando los
cambios de agua de las cañas y solo salía de su sopor cuando
la venía a visitar el doctor o cuando se despertaba con
ganas de hacer una muñeca. Comenzaba entonces a clamar
para que todos los habitantes de la casa viniesen a ayudarla.
Podía verse ese día a los peones de la hacienda haciendo
constantes relevos al pueblo como alegres mensajeros incas,
a comprar cera, a comprar barro de porcelana, encajes, agujas,
carretes de hilos de todos los colores. Mientras se llevaban
a cabo estas diligencias, la tía llamaba a su habitación
a la niña con la que había soñado esa noche y le tomaba las
medidas. Luego le hacía una mascarilla de cera que cubría
de yeso por ambos lados como una cara viva dentro de dos
caras muertas; luego hacía salir un hilillo rubio interminable
por un hoyito en la barbilla. La porcelana de las manos era siempre translúcida; tenía un ligero tinte marfileño que contrastaba con la blancura granulada de las caras de biscuit. Para hacer el cuerpo, la tía enviaba al jardín por veinte
higüeras relucientes. Las cogía con una mano y con un movimiento
experto de la cuchilla las iba rebanando una a una
en cráneos relucientes de cuero verde. Luego las inclinaba
en hilera contra la pared del balcón, para que el sol y el aire
secaran los cerebros algodonosos de guano gris. Al cabo de
algunos días raspaba el contenido con una cuchara y lo iba
introduciendo con infinita paciencia por la boca de la muñeca.
Lo único que la tía transigía en utilizar en la creación
de las muñecas sin que estuviese hecho por ella, eran las
bolas de los ojos. Se los enviaban por correo desde Europa
en todos los colores, pero la tía los consideraba inservibles
hasta no haberlos dejado sumergidos durante un número
de días en el fondo de la quebrada para que aprendiesen a
reconocer el más leve movimiento de las antenas de las chágaras.
Solo entonces los lavaba con agua de amoniaco y los
guardaba, relucientes como gemas, colocados sobre camas
de algodón, en el fondo de una lata de galletas holandesas.
El vestido de las muñecas no variaba nunca, a pesar de que
las niñas iban creciendo. Vestía siempre a las más pequeñas
de tira bordada y a las mayores de broderí, colocando en la
cabeza de cada una el mismo lazo abullonado y trémulo de
pecho de paloma.
Las niñas empezaron a casarse y a abandonar la casa. El
día de la boda la tía les regalaba a cada una la última muñeca
dándoles un beso en la frente y diciéndoles con una sonrisa:
“Aquí tienes tu Pascua de Resurrección”. A los novios
los tranquilizaba asegurándoles que la muñeca era solo una decoración sentimental que solía colocarse sentada, en las casas de antes, sobre la cola del piano. Desde lo alto del balcón la tía observaba a las niñas bajar por última vez las escaleras
de la casa sosteniendo en una mano la modesta maleta
a cuadros de cartón y pasando el otro brazo alrededor de la
cintura de aquella exuberante muñeca hecha a su imagen y
semejanza, calzada con zapatillas de ante, faldas de bordados
nevados y pantaletas de valenciennes. Las manos y la cara de
estas muñecas, sin embargo, se notaban menos transparentes,
tenían la consistencia de la leche cortada. Esta diferencia
encubría otra más sutil: la muñeca de boda no estaba jamás
rellena de guata, sino de miel.
Ya se habían casado todas las niñas y en la casa quedaba
solo la más joven cuando el doctor hizo a la tía la visita
mensual acompañado de su hijo que acababa de regresar
de sus estudios de Medicina en el norte. El joven levantó
el volante de la falda almidonada y se quedó mirando
aquella inmensa vejiga abotagada que manaba una esperma
perfumada por la punta de sus escamas verdes. Sacó su
estetoscopio y la auscultó, cuidadosamente. La tía pensó
que auscultaba la respiración de la chágara para verificar si
todavía estaba viva, y cogiéndole la mano con cariño se la
puso sobre un lugar determinado para que palpara el movimiento
constante de las antenas. El joven dejó caer la falda
y miró fijamente al padre. Usted hubiese podido haber
curado esto en sus comienzos, le dijo. Es cierto, contestó el
padre, pero yo solo quería que vinieras a ver la chágara que
te había pagado los estudios durante veinte años.
En adelante fue el joven médico quien visitó mensualmente
a la tía vieja. Era evidente su interés por la menor
y la tía pudo comenzar su última muñeca con amplia anticipación. Se presentaba siempre con el cuello almidonado, los zapatos brillantes y el ostentoso alfiler de corbata
oriental del que no tiene donde caerse muerto. Luego
de examinar a la tía se sentaba en la sala recostando su silueta
de papel dentro de un marco ovalado, a la vez que le
entregaba a la menor el mismo ramo de siemprevivas moradas.
Ella le ofrecía galletitas de jengibre y cogía el ramo
quisquillosamente con la punta de los dedos como quien
coge el estómago de un erizo vuelto al revés. Decidió casarse
con él porque le intrigaba su perfil dormido, y porque ya tenía
ganas de saber cómo era por dentro la carne de delfín.
El día de la boda la menor se sorprendió al coger la muñeca
por la cintura y encontrarla tibia, pero lo olvidó en
seguida, asombrada ante su excelencia artística. Las manos
y la cara estaban confeccionadas con delicadísima porcelana
de Mikado. Reconoció en la sonrisa entreabierta y un
poco triste la colección completa de sus dientes de leche.
Había, además, otro detalle particular: la tía había incrustado
en el fondo de las pupilas de los ojos sus dormilonas
de brillantes.
El joven médico se la llevó a vivir al pueblo, a una casa
encuadrada dentro de un bloque de cemento. La obligaba
todos los días a sentarse en el balcón, para que los que pasaban
por la calle supiesen que él se había casado en sociedad.
Inmóvil dentro de su cubo de calor, la menor comenzó a
sospechar que su marido no solo tenía el perfil de silueta de
papel sino también el alma. Confirmó sus sospechas al poco
tiempo. Un día él le sacó los ojos a la muñeca con la punta
del bisturí y los empeñó por un lujoso reloj de cebolla con
una larga leontina. Desde entonces la muñeca siguió sentada
sobre la cola del piano, pero con los ojos bajos.
A los pocos meses el joven médico notó la ausencia de
la muñeca y le preguntó a la menor qué había hecho con
ella. Una cofradía de señoras piadosas le había ofrecido una
buena suma por la cara y las manos de porcelana para hacerle
un retablo a la Verónica en la próxima procesión de
Cuaresma. La menor le contestó que las hormigas habían
descubierto por fin que la muñeca estaba rellena de miel y
en una sola noche se la habían devorado. “Como las manos
y la cara eran de porcelana de Mikado”, dijo, “seguramente
las hormigas las creyeron hechas de azúcar, y en este preciso
momento deben de estar quebrándose los dientes, royendo
con furia dedos y párpados en alguna cueva subterránea”.
Esa noche el médico cavó toda la tierra alrededor de la casa
sin encontrar nada.
Pasaron los años y el médico se hizo millonario. Se había
quedado con toda la clientela del pueblo, a quienes no les
importaba pagar honorarios exorbitantes para poder ver de
cerca a un miembro legítimo de la extinta aristocracia cañera.
La menor seguía sentada en el balcón, inmóvil dentro
de sus gasas y encajes, siempre con los ojos bajos. Cuando
los pacientes de su marido, colgados de collares, plumachos
y bastones, se acomodaban cerca de ella removiendo los rollos
de sus carnes satisfechas con un alboroto de monedas,
percibían a su alrededor un perfume particular que les hacía
recordar involuntariamente la lenta supuración de una guanábana.
Entonces les entraban a todos unas ganas irresistibles
de restregarse las manos como si fueran patas.
Una sola cosa perturbaba la felicidad del médico. Notaba
que mientras él se iba poniendo viejo, la menor guardaba
la misma piel aporcelanada y dura que tenía cuando la iba
a visitar a la casa del cañaveral. Una noche decidió entrar en su habitación para observarla durmiendo. Notó que su
pecho no se movía. Colocó delicadamente el estetoscopio
sobre su corazón y oyó un lejano rumor de agua. Entonces
la muñeca levantó los párpados y por las cuencas vacías de
los ojos comenzaron a salir las antenas furibundas de las
chágaras.
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