Gabriel
García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
Espantos de Agosto
Doce cuentos peregrinos (1992)
Llegamos a Arezzo un poco antes del
medio día, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista
que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel
recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de
agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que
supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas
tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un
sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos
nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse
nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo
teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar.
—Menos mal —dijo
ella— porque en esa casa espantan.
Mi esposa y yo, que
no creernos en aparecidos del medio día, nos burlamos de su credulidad.
Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con
la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.
Miguel Otero Silva,
que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor
refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos
había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo
antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada
de pavoroso, cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la
ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil
creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían
noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable.
Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor cabe que ninguno de
tantos era el más insigne de Arezzo.
—El más grande
—sentenció— fue Ludovico.
Así, sin
apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que
había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos
habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su
amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un
instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho
donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces
perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en
serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba
por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio
de amor.
El castillo, en
realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago
lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino
una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los
ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta,
habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños sucesivos. Miguel
había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir
un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y
cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos
almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de
los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con
muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última
se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había
olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.
Fue un instante
mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el
sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre
seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas
y el último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien
cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de oro,
pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna
de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el
olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación
posible en el ámbito del dormitorio.
Los días del verano
son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su
sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el
castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver
los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego
nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y
cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De
modo que nos quedamos a cenar.
Mientras lo
hacíamos, bajo un ciclo malva con una sola estrella, los niños
prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las
tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de
caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los
gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos
a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero
Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de
decirles que no.
Al contrario de lo
que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la
planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido
modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de
conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo
de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de
gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un
sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol
espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa
navegaba en el mar apacible de los inocentes. “Qué tontería —me dije—,
que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos”. Sólo
entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la
chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y
el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes en
el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde
nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de
Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas
empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.
Octubre 1980.
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