Gabriel
García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
Me alquilo para soñar
Doce cuentos peregrinos (1992)
A las nueve de la mañana, mientras
desayunábamos en la terraza del Habana Riviera, un tremendo golpe de mar
a pleno sol levantó en vilo varios automóviles que pasaban por la
avenida del malecón, o que estaban estacionados en la acera, y uno quedó
incrustado en un flanco del hotel. Fue como una explosión de dinamita que
sembró el pánico en los veinte pisos del edificio y convirtió en polvo
el vitral del vestíbulo. Los numerosos turistas que se encontraban en la
sala de espera fueron lanzados por los aires junto con los muebles, y
algunos quedaron heridos por la granizada de vidrio. Tuvo que ser un
maretazo colosal, pues entre la muralla del malecón y el hotel hay una
amplia avenida de ida y vuelta, así que la ola saltó por encima de ella
y todavía le quedó bastante fuerza para desmigajar el vitral.
Los alegres
voluntarios cubanos, con la ayuda de los bomberos, recogieron los
destrozos en menos de seis horas, clausuraron la puerta del mar y
habilitaron otra, y todo volvió a estar en orden. Por la mañana no se
había ocupado nadie del automóvil incrustado en el muro, pues se pensaba
que era uno de los estacionados en la acera. Pero cuando la grúa lo sacó
de la tronera descubrieron el cadáver de una mujer amarrada en el asiento
del conductor con el cinturón de seguridad. El golpe fue tan brutal que
no le quedó un hueso entero. Tenía el rostro desbaratado, los botines
descosidos y la ropa en piltrafas, y un anillo de oro en forma de
serpiente con ojos de esmeraldas. La policía estableció que era el ama
de llaves de los nuevos embajadores de Portugal. En efecto, había llegado
con ellos a La Habana quince días antes, y había salido esa mañana para
el mercado manejando un automóvil nuevo. Su nombre no me dijo nada cuando
leí la noticia en los periódicos, pero en cambio quedé intrigado por el
anillo en forma de serpiente y ojos de esmeraldas. No pude averiguar, sin
embargo, en qué dedo lo usaba.
Era un dato
decisivo, porque temí que fuera una mujer inolvidable cuyo nombre
verdadero no supe jamás, que usaba un anillo igual en el índice derecho,
lo cual era más insólito aún en aquel tíempo. La había conocido
treinta y cuatro años antes en Viena, comiendo salchichas con papas
hervidas y bebiendo cerveza de barril en una taberna de estudiantes
latinos. Yo había llegado de Roma esa manana, y aún recuerdo mi
impresión inmediata por su espléndida pechuga de soprano, sus lánguidas
colas de zorros en el cuello del abrigo y aquel anillo egipcio en forma de
serpiente. Me pareció que era la única austríaca en el largo mesón de
madera, por el castellano primario que hablaba sin respirar con un acento
de quincallería. Pero no, había nacido en Colombia y se había ido a
Austria entre las dos guerras, casi niña, a estudiar música y canto. En
aquel momento andaba por los treinta años mal llevados, pues nunca debió
ser bella y había empezado a envejecer antes de tiempo. Pero en cambio
era un ser humano encantador. Y también uno de los más temibles.
Viena era todavía
una antigua ciudad imperial, cuya posición geográfica entre los dos
mundos irreconciliables que dejó la Segunda Guerra había acabado de
convertirla en un paraíso, del mercado negro y el espionaje mundial. No
hubiera podido imaginarme un ámbito más adecuado para aquella
compatriota fugitiva que seguía comiendo en la taberna estudiantil de la
esquina sólo por fidelidad a su origen, pues tenía recursos de sobra
para comprarla de contado con todos sus comensales dentro. Nunca dijo su
verdadero nombre, pues siempre la conocimos con el trabalenguas germánico
que le inventaron los estudiantes latinos de Viena: Frau Frida. Apenas me
la habían pesentado cuando incurrí en la impertinencia feliz de
preguntarle cómo había hecho para implantarse de tal modo en aquel mundo
tan distante y distinto de sus riscos de vientos del Quindío, y ella me
contestó con un golpe:
—Me alquilo para
soñar.
En realidad, era su
único oficio. Había sido la tercera de los once hijos de un próspero
tendero del antiguo Caldas, y desde que aprendió a hablar instauró en la
casa la buena costumbre de contar los sueños en ayunas, que es la hora en
que se conservan más puras sus virtudes premonitorias. A los siete años
soñó que uno de sus hermanos era arrastrado por un torrente. La madre,
por pura superstición religiosa, le prohibió al niño lo que más te
gustaba, que era bañarse en la quebrada. Pero Frau Frida tenía ya un
sistema propio de vaticinos.
—Lo que ese sueño
significa —dijo— no es que se vaya a ahogar, sino que no debe comer
dulces.
La sola
interpretación parecía una infamia, cuando era para un niño de cinco
anos que no podía vivir sin sus golosinas dominicales. La madre, ya
convencida de las virtudes adivinatorias de la hija, hizo respetar la
advertencia con mano dura. Pero al primer descuido suyo el niño se
atraganto con una canica de caramelo que se estaba comiendo a escondidas,
y no fue posible salvarlo.
Frau Frida no había
pensado que aquella facultad pudiera ser un oficio, hasta que la vida la
agarró por el cuello en los crueles inviernos de Viena. Entonces tocó
para pedir empleo en la primera casa que le gustó para vivir, y cuando le
preguntaron qué sabía hacer, ella sólo dijo la verdad: “Sueño”. Le
bastó con una breve explicación a la dueña de casa para ser aceptada,
con un sueldo apenas suficiente para los gastos menudos, pero con un buen
cuarto y las tres comidas. Sobre todo el desayuno, que era el momento en
que la familia se sentaba a conocer el destino inmediato de cada uno de
sus miembros: el padre, que era un rentista refinado; la madre, una mujer
alegre y apasionada de la música de cámara romántica, y dos niños de
once y nueve años. Todos eran religiosos, y por lo mismo propensos a las
supersticiones arcaicas, y recibieron encantados a Frau Frida con el
único compromiso de descifrar el destino diario de la familia a través
de los sueños.
Lo hizo bien y por
mucho tiempo, sobre todo en los años de la guerra, cuando la realidad fue
más siniestra que las pesadillas. Sólo ella podía decidir a la hora del
desayuno lo que cada quien debía hacer aquel día, y cómo debía
hacerlo, hasta que sus pronósticos terminaron por ser la única autoridad
en la casa. Su dominio sobre la familia fue absoluto: aun el suspiro más
tenue era por orden suya. Por los días en que estuve en Viena acababa de
morir el dueño de casa, y había tenido la elegancia de legarle a ella
una parte de sus rentas, con la única condición de que siguiera soñando
para la familia hasta el fin de sus sueños.
Estuve en Viena más
de un mes, compartiendo las estrecheces de los estudiantes, mientras
esperaba un dinero que nunca llegó. Las visitas imprevistas y generosas
de Frau Frida en la taberna eran entonces como fiestas en nuestro régimen
de penurias. Una de esas noches, en la euforia de la cerveza, me habló al
oído con una convicción que no permitía ninguna pérdida de tiempo.
—He venido sólo
para decirte que anoche tuve un sueño contigo —me dijo—. Debes irte
enseguida y no volver a Viena en los próximos cinco años.
Su convicción era
tan real, que esa misma noche me embarcó en el último tren para Roma.
Yo, por mi parte, quedé tan sugestionado, que desde entonces me he
considerado sobreviviente de un desastre que nunca conocí. Todavía no he
vuelto a Viena.
Antes del desastre
de La Habana había visto a Frau Frida en Barcelona, de una manera tan
inesperada y casual que me pareció misteriosa. Fue el día en que Pablo
Neruda pisó tierra española por primera vez desde la Guerra Civil, en la
escala de un lento viaje por mar hacia Valparaíso. Pasó con nosotros una
mañana de caza mayor en las librerías de viejo, y en Porter compró un
libro antiguo, descuadernado y marchito, por el cual pagó lo quehubiera
sido su sueldo de dos meses en el consulado de Rangún. Se movía por
entre la gente como un elefante inválido, con un interés infantil en el
mecanismo interno de cada cosa, pues el mundo te parecía un inmenso
juguete de cuerda con el cual se inventaba la vida.
No he conocido a
nadie más parecido a la idea que uno tiene de un Papa renacentista:
glotón y refinado. Aun, contra su voluntad, siempre era él quien
presidía la mesa. Matilde, su esposa, le ponía un babero que parecía
más de peluquería que de comedor, pero era la única manera de impedir
—que se bañara en salsas. Aquel día en Carvalleiras fue
ejemplar. Se comió tres langostas enteras descuartizándolas con una
maestría de cirujano, y al mismo tiempo devoraba con la vista los platos
de todos, e iba picando un poco de cada uno, con un deleite que contagiaba
las ganas de comer: las almejas de Galicia, los percebes del Cantábrico,
las cigalas de Alicante, las espardenyas de la Costa Brava.
Mientras tanto, como los franceses, sólo hablaba de otras exquisiteces de
cocina, y en especial de los mariscos prehistóricos de Chile que llevaba
en el corazón. De pronto dejó de comer, afinó sus antenas de bogavante,
Y me dijo en voz muy baja:
—Hay alguien
detrás de mí que no deja de mirarme.
Miré por encima de
su hombro, y así era. A sus espaldas, tres mesas más allá, una mujer
impávida con un anticuado sombrero de fieltro y una bufanda morada
masticaba despacio con los ojos fijos en él. La reconocí en el acto.
Estaba envejecida y gorda, pero era ella, con el anillo de serpiente en el
índice.
Viajaba desde
Nápoles en el mismo barco que los Neruda, pero no se habían visto a
bordo. La invitamos a tomar el café en nuestra mesa, y la induje a hablar
de sus sueños para sorprender al poeta. Él no le hizo caso, pues
planteó desde el principio que no creía en adivinaciones de sueños.
—Sólo la poesía
es clarividente —dijo.
Después del
almuerzo, en el inevitable paseo por las Ramblas, me retrasé a propósito
con Frau Frida para refrescar nuestros recuerdos sin oídos ajenos. —Me
contó que había vendido sus propiedades de Austria y vivía retirada en
Porto, Portugal, en una casa que describió como un castillo falso sobre
una colina desde donde se veía todo el océano hasta las Américas.
Aunque no lo dijera, en su conversación quedaba claro que de sueño en
sueño había terminado por apoderarse de la fortuna de sus inefables
patrones de Viena. No me impresionó, sin embargo, porque siempre había
pensado que sus sueños no eran más que una artimaña para vivir. Y se lo
dije.
Ella soltó su
carcajada irresistible. “Sigues tan atrevido como siempre”, me dijo. Y
no dijo más, porque el resto del grupo se había detenido a esperar que
Neruda acabara de hablar en jerga chilena con los loros de la Rambla de
los Pájaros. Cuando reanudamos la charla, Frau Frida había cambiado de
tema.
—A propósito —me
dijo—: Ya puedes volver a Viena.
Sólo entonces caí
en la cuenta de que habían transcurrido trece años desde que nos
conocimos.
—Aun si tus
sueños son falsos, jamás volveré —le dije. Por si acaso.
A las tres nos
separamos de ella para acompañar a Neruda a su siesta sagrada. La hizo en
nuestra casa, después de unos preparativos solemnes que de algún modo
recordaban la ceremonia del té en el Japón. Había que abrir unas
ventanas y cerrar otras para que hubiera el grado de calor exacto y una
cierta clase de luz en cierta dirección, y un silencio absoluto. Neruda
se durmió al instante, y despertó diez minutos después, como los
niños, cuando menos pensábamos. Apareció en la sala restaurado y con el
monograma de la almohada impreso en la mejilla.
—Soñé con esa
mujer que sueña —dijo. Matilde quiso que le contara el sueño.
—Soñé que ella
estaba soñando conmigo —dijo él.
—Eso es de Borges
—le dije. Él me miró desencantado. —¿Ya está escrito?
—Si no está
escrito se va a escribir alguna vez —le dije . Será uno de sus
laberintos.
Tan pronto como
subió a bordo, a las seis de la tarde, Neruda se despidió de nosotros,
se sentó en una mesa apartada, y empezó a escribir versos fluidos con la
pluma de tinta verde con que dibujaba flores y peces y pájaros en las
dedicatorias de sus libros. A la primera advertencia del buque buscamos a
Frau Frida, y al fin la encontramos en la cubierta de turistas cuando ya
nos íbamos sin despedirnos. También ella acababa de despertar de la
siesta.
—Soñé con el
poeta —nos dijo.
Asombrado, le pedí
que me contara el sueño.
—Soñé que él
estaba soñando conmigo —dijo, y mi cara de asombro la confundió—
¿Qué quieres? A veces, entre tantos sueños, se nos cuela uno que no
tiene nada que ver con la vida real.
No volví a verla ni
a preguntarme por ella hasta que supe del anillo en forma de culebra de la
mujer que murió en el naufragio del Hotel Riviera. Así que no resistí
la tentación de hacerle preguntas al embajador portugués cuando
coincidimos, meses después, en una recepción diplomática. El embajador
me habló de ella con un gran entusiasmo y una enorme admiración. “No
se imagina lo extraordinaria que era”, me dijo. “Usted no habría
resistido la tentación de escribir un cuento sobre ella”. Y prosiguió
en el mismo tono, con detalles sorprendentes, pero sin una pista. que me
permitiera una conclusión final.
—En concreto —le
precisé por fin—: ¿qué hacía?
—Nada —me dijo
él, con un cierto desencanto—. Soñaba.
Marzo 1980.
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