Gabriel
García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
Amargura para tres sonámbulos
(1949)
Ahora la teníamos allí,
abandonada en un rincón de la casa. Alguien nos dijo, antes de que
trajéramos sus cosas —su ropa olorosa a madera reciente, sus zapatos
sin peso para el barro— que no podía acostumbrarse a aquella vida
lenta, sin sabores dulces, sin otro atractivo que esa dura soledad de cal
y canto, siempre apretada a sus espaldas. Alguien nos dijo —y había
pasado mucho tiempo antes que lo recordáramos— que ella también había
tenido una infancia. Quizás no lo creímos, entonces. Pero ahora,
viéndola sentada en el rincón, con los ojos asombrados, y un dedo puesto
sobre los labios, tal vez aceptábamos que una vez tuvo una infancia, que
alguna vez tuvo el tacto sensible a la frescura anticipada de la lluvia, y
que soportó siempre de perfil a su cuerpo, una sombra inesperada.
Todo eso —y mucho
más— lo habíamos creído aquella tarde en que nos dimos cuenta de que,
por encima de su submundo tremendo, era completamente humana. Lo supimos,
cuando de pronto, como si adentro se hubiera roto un cristal, empezó a
dar gritos angustiados; empezó a llamarnos a cada uno por su nombre,
hablando entre lágrimas hasta cuando nos sentamos junto a ella, nos
pusimos a cantar y a batir palmas, como si nuestra gritería pudiera
soldar los cristales esparcidos. Sólo entonces pudimos creer que alguna
vez tuvo una infancia. Fue como si sus gritos se parecieran en algo a una
revelación; como si tuvieran mucho de árbol recordado y río profundo,
cuando se incorporó, se inclinó un poco hacia adelante, y todavía sin
cubrirse la cara con el delantal, todavía sin sonarse la nariz y todavía
con lágrimas, nos dijo:
“No volveré a
sonreír”.
Salimos al patio,
los tres, sin hablar, acaso creíamos llevar pensamientos comunes. Tal vez
pensamos que no sería lo mejor encender las luces de la casa. Ella
deseaba estar sola —quizás—, sentada en el rincón sombrío,
tejiéndose la trenza final, que parecía ser lo único que sobreviviría
de su tránsito hacia la bestia.
Afuera, en el
patio, sumergidos en el profundo vaho de los insectos, nos sentamos a
pensar en ella. Lo habíamos hecho otras veces. Podíamos haber dicho que
estábamos haciendo lo que habíamos hecho todos los días de nuestras
vidas.
sin embargo,
aquella noche era distinto; ella había dicho que no volvería a sonreír,
y nosotros que tanto la conocíamos, teníamos la certidumbre de que la
pesadilla se había vuelto verdad. Sentados en un triángulo la
imaginábamos allá adentro, abstracta, incapacitada, hasta para escuchar
los innumerables relojes que medían el ritmo, marcado y minucioso, en que
se iba, convirtiendo en polvo: “Si por lo menos tuviéramos valor para
desear su muerte”, pensábamos a coro.
Pero la queríamos
así, fea y glacial como una mezquina contribución a nuestros ocultos
defectos.
Éramos adultos
desde antes, desde mucho tiempo atrás. Ella era, sin embargo, la mayor de
la casa. Esa misma noche habría podido estar allí, sentada con nosotros,
sintiendo el templado pulso de las estrellas, rodeada de hijos sanos.
Habría sido la señora respetable de la casa si hubiera sido la esposa de
un buen burgués o concubina de un hombre puntual. Pero se acostumbró a
vivir en una sola dimensión, como la línea recta, acaso porque sus
vicios o sus virtudes no pudieran conocerse de perfil. Desde varios años
atrás ya lo sabíamos todo. Ni siquiera nos sorprendimos una mañana,
después de levantados, cuando la encontramos boca abajo en el patio,
mordiendo la tierra en una dura actitud estática. Entonces sonrió,
volvió a mirarnos; había caído desde la ventana del segundo piso hasta
la dura arcilla del patio y había quedado allí, tiesa y concreta, de
bruces al barro húmedo. Pero después supimos que lo único que
conservaba intacto era el miedo a las distancias, el natural espanto
frente al vacío. La levantamos por los hombros. No estaba dura como nos
pareció al principio. Al contrario, tenía los órganos sueltos,
desasidos de la voluntad, como un muerto tibio que no hubiera empezado a
endurecerse.
Tenía los ojos
abiertos, sucia la boca de esa tierra que debía saberle ya a sedimento
sepulcral, cuando la pusimos de cara al sol y fue como si la hubiéramos
puesto frente a un espejo. nos miró a todos con una apagada expresión
sin sexo, que nos dio —teniéndola ya entre mis brazos— la medida de
su ausencia. Alguien nos dijo que estaba muerta; y se quedó después
sonriendo con esa sonrisa fría y quieta que tenía durante las noches
cuando transitaba despierta por la casa. Dijo que no sabía cómo llegó
hasta el patio. Dijo que había sentido mucho calor, que estuvo oyendo un
grillo penetrante, agudo, que parecía (así lo dijo) dispuesto a tumbar
la pared de su cuarto, y que ella se había puesto a recordar las
oraciones del domingo, con la mejilla apretada al piso de cemento.
Sabíamos sin
embargo, que no podía recordar ninguna oración, como supimos después
que había perdido la noción del tiempo cuando dijo que se había dormido
sosteniendo por dentro la pared que el grillo estaba empujando desde
afuera, y que estaba completamente dormida cuando alguien cogiéndola por
los hombros, apartó la pared y la puso a ella de cara al sol.
Aquella noche
sabíamos, sentados en el patio, que no volvería a sonreír. Quizá nos
dolió anticipadamente su seriedad inexpresiva, su oscuro y voluntarioso
vivir arrinconado. Nos dolía hondamente, como nos dolía el día que la
vimos sentarse en el rincón adonde ahora estaba; y le oímos decir que no
volvería a deambular por la casa. Al principio no pudimos creerle. La
habíamos visto durante meses enteros transitando por los cuartos a
cualquier hora, con la cabeza dura y los hombros caídos sin detenerse,
sin fatigarse nunca. De noche oíamos su rumor corporal, denso,
moviéndose entre dos oscuridades, y quizás nos quedamos muchas veces,
despiertos en la cama, oyendo su sigiloso andar, siguiéndola con el oído
por toda la casa. Una vez nos dijo que había visto el grillo dentro de la
luna del espejo, hundido, sumergido en la sólida transparencia y que
había atravesado la superficie de cristal para alcanzarlo. No supimos, en
realidad, lo que quería decirnos, pero todos pudimos comprobar que tenía
la ropa mojada, pegada al cuerpo, como si acabara de salir de un estanque.
Sin pretender explicarnos el fenómeno resolvimos acabar con los insectos
de la casa; destruir los objetos que la obsesionaban. Hicimos limpiar las
paredes, ordenamos cortar los arbustos del patio, y fue como si
hubiéramos limpiando de pequeñas basuras el silencio de la noche. Pero
ya no la oíamos caminar, ni la oíamos hablar de grillos, hasta el día
en que, después de la última comida, se quedó mirándonos, se sentó en
el suelo de cemento todavía sin dejar de mirarnos, y nos dijo: “Me
quedaré aquí, sentada”; y nos estremecimos, porque pudimos ver que
había empezado a parecerse a algo que era ya casi completamente como la
muerte.
De eso hacía ya
mucho tiempo y hasta nos habíamos acostumbrado a verla allí, sentada con
la trenza siempre a medio tejer, como si se hubiera disuelto en su soledad
y hubiera perdido, aunque se le estuviera viendo, la facultad natural de
estar presente. Por eso ahora sabíamos que no volvería a sonreír;
porque lo había dicho en la misma forma convencida y seguro en que una
vez nos dijo que no volvería a caminar. Era como si tuviéramos la
certidumbre de que más tarde nos diría: “No volveré a ver” o
quizá: “No volveré a oír” y supiéramos que era lo suficientemente
humana para ir eliminando a voluntad sus funciones vitales, y que,
espontáneamente, se iría acabando sentido a sentido, hasta el día en
que la encontráramos recostada a la pared, como si se hubiera dormido por
primera vez en su vida. Quizás faltaba mucho tiempo para eso, pero los
tres, sentados en el patio, habríamos deseado aquella noche sentir su
llanto afilado y repentino, de cristal roto, al menos para hacernos la
ilusión de que habría nacido un (una) niña dentro de la casa. Para
creer que había nacido nueva.
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