Gabriel
García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
La prodigiosa tarde de Baltazar
(Los funerales de la
Mamá Grande, 1962)
La jaula estaba terminada. Baltazar
la colgó en el alero, por la fuerza de la costumbre, y cuando acabó de
almorzar ya se decía por todos lados que era la jaula más bella del
mundo. Tanta gente vino a verla, que se formó un tumulto frente a la
casa, y Baltazar tuvo que descolgarla y cerrar la carpintería.
—Tienes que
afeitarte —le dijo Úrsula, su mujer—. Pareces un capuchino.
—Es malo afeitarse
después del almuerzo —dijo Baltazar.
Tenía una barba de
dos semanas, un cabello corto, duro y parado como las crines de un mulo,
y una expresión general de muchacho Pero era una expresión falsa. En
febrero había cumplido 30 años, vivía con Úrsula desde hacía cuatro,
sin casarse y sin tener hijos, y la vida le había dado muchos motivos
para estar alerta, pero ninguno para estar asustado. Ni siquiera sabía
que para algunas personas, la jaula que acababa de hacer era la más
bella del mundo. Para él, acostumbrado a hacer jaulas desde niño,
aquél había sido apenas un trabajo más arduo que los otros.
—Entonces
repósate un rato —dijo la mujer—. Con esa barba no puedes
presentarte en ninguna parte.
Mientras reposaba
tuvo que abandonar la hamaca varías veces para mostrar la jaula a los
vecinos. Úrsula no le había prestado atención hasta entonces. Estaba
disgustada porque su marido había descuidado el trabajo de la
carpintería para dedicarse por entero a la jaula, y durante dos semanas
había dormido mal, dando tumbos y hablando disparates, y no había vuelto
a pensar en afeitarse. Pero el disgusto se disipó ante la jaula
terminada. Cuando Baltazar despertó de la siesta, ella le había
planchado los pantalones y una camisa, los había puesto en un asiento
junto a la hamaca, y había llevado la jaula a la mesa del comedor. La
contemplaba en silencio.
—¿Cuánto vas a
cobrar? —preguntó.
—No sé —contestó
Baltazar—. Voy a pedir treinta pesos para ver sí me dan veinte.
—Pide cincuenta
—dijo Úrsula—. Te has trasnochado mucho en estos quince días.
Además, es bien grande. Creo que es la jaula más grande que he visto
en mi vida.
Baltazar empezó a
afeitarse.
—¿Crees que me
darán los cincuenta pesos?
—Eso no es nada
para don Chepe Montíel, y la jaula los vale —dijo Úrsula—.
Debías pedir sesenta.
La casa yacía en
una penumbra sofocante. Era la primera semana de abril y el calor
parecía menos soportable por el pito de las chicharras. Cuando acabó
de vestirse, Baltazar abrió la puerta del patio para refrescar la casa, y
un grupo de niños entró en el comedor.
La noticia se había
extendido. El doctor Octavio Gíraldo, un médico viejo, contento de la
vida pero cansado de la profesión, pensaba en la jaula de Baltazar
mientras almorzaba con su esposa inválida. En la terraza interior donde
ponían la mesa en los días de calor, había muchas macetas con flores y
dos jaulas con canarios. A su esposa le gustaban los pájaros, y le
gustaban tanto que odíaba a los gatos porque eran capaces de
corriérselos. Pensando en ella, el doctor Giraldo fue esa tarde a
visitar a un enfermo, y al regreso pasó por la casa de Baltazar a
conocer la jaula.
Había mucha gente
en el comedor. Puesta en exhibición sobre la mesa, la enorme cúpula de
alambre con tres pisos interiores, con pasadizos y compartimientos
especiales para comer y dormir, y trapecios en el espacio reservado al
recreo de los pájaros, parecía el modelo reducido de una gigantesca
fábrica de hielo. El médico la examinó cuidadosamente, sin tocarla,
pensando que en efecto aquella jaula era superior a su propio prestigio,
y mucho más bella de lo que había soñado jamás para su mujer.
—Esto es una
aventura de la imaginación —dijo. Buscó a Baltazar en el grupo, y
agregó, fijos en él sus ojos maternales—: Hubieras sido un
extraordinario arquitecto.
Baltazar se
ruborizó.
—Gracias —dijo.
—Es verdad —dijo
el médico. Tenía una gordura lisa y tierna como la de una mujer que fue
hermosa en su juventud, y unas manos delicadas. Su voz parecía la de un
cura hablando en latín—. Ni siquiera será necesario ponerle pájaros
—dijo, haciendo girar la jaula frente a los ojos del público, como si
la estuviera vendiendo—. Bastará con colgarla entre los árboles para
que cante sola. —Volvió a ponerla en la mesa, pensó un momento,
mirando la jaula, y dijo:— Bueno, pues me la llevo.
—Está vendida —dijo
Úrsula.
—Es del hijo de
don Chopo Montiel —dijo Baltazar—. La mandó a hacer expresamente.
El médico asumió
una actitud respetable.
—¿Te dio el
modelo?
—No —dijo
Baltazar—. Dijo que quería una jaula grande, como ésa, para una pareja
de turpiales.
El médico miró la
jaula.
—Pero ésta no es
para turpiales.
—Claro que sí,
doctor —dijo Baltazar, acercándose a la mesa. Los niños lo rodearon—.
Las medidas están bien calculadas —dijo, señalando con el índice los
diferentes compartimientos. Luego golpeó la cúpula con los nudillos, y
la jaula se llenó de acordes profundos—. Es el alambre más
resistente que se puede encontrar, y cada juntura está soldada por dentro
y por fuera —dijo.
—Sirve hasta para
un loro —intervino uno de los niños.
—Así es —dijo
Baltazar.
El médico movió la
cabeza.
—Bueno, pero no te
dio el modelo —dijo—. No te hizo ningún encargo preciso, aparte de
que fuera una jaula grande para turpiales. ¿No es así?
—Así es —dijo
Baltazar.
—Entonces no hay
problema —dijo el médico—. Una cosa es una jaula grande para
turpiales y otra cosa es esta jaula. No hay pruebas de que sea ésta la
que te mandaron hacer.
—Es esta misma —dijo
Baltazar, ofuscado—. Por eso la hice.
El médico hizo un
gesto de impaciencia.
—Podrías hacer
otra —dijo Úrsula, mirando a su marido. Y después, hacia el médico—:
Usted no tiene apuro.
—Se la prometí a
mi mujer para esta tarde —dijo el médico.
—Lo siento mucho,
doctor —dijo Baltazar—, pero no se puede vender una cosa que ya
está vendida.
El médico se
encogió de hombros. Secándose el sudor del cuello con un pañuelo,
contempló la jaula en silencio, sin mover la mirada de un mismo punto
indefinido, como se mira un barco que se va.
—¿Cuánto te
dieron por ella?
Baltazar buscó a
Úrsula sin responder.
—Sesenta pesos —dijo
ella.
El médico siguió
mirando la jaula.
—Es muy bonita —suspiró—.
Sumamente bonita. —Luego, moviéndose hacia la puerta, empezó a
abanicarse con energía, sonriente, y el recuerdo de aquel episodio
desapareció para siempre de su memoria.
—Montiel es muy
rico —dijo.
En verdad, José
Montiel no era tan rico como parecía, pero había sido capaz de todo
por llegar a serlo. A pocas cuadras de allí, en una casa atiborrada de
arneses donde nunca se había sentido un olor que no se pudiera vender,
permanecía indiferente a la novedad de la jaula. Su esposa, torturada por
la obsesión de la muerte, cerró puertas. y ventanas después del
almuerzo y yació dos horas con los ojos abiertos en la penumbra del
cuarto, mientras José Montiel hacía la siesta. Así la sorprendió un
alboroto de muchas voces. Entonces abrió la puerta de la sala y vio un
tumulto frente a la casa, y a Baltazar con la jaula en medio del
tumulto, vestido de blanco y acabado de afeitar, con esa expresión de
decoroso candor con que los pobres llegan a la casa de los ricos.
—Qué cosa tan
maravillosa —exclamó la esposa de José Montiel, con una expresión
radiante, conduciendo a Baltazar hacia el interior—. No había visto
nada igual en mi vida —dijo, y agregó, indignada con la multitud que se
agolpaba en la puerta—: Pero llévesela para adentro que nos van a
convertir la sala en una gallera.
Baltazar no era un
extraño en la casa de José Montiel. En distintas ocasiones, por su
eficacia y buen cumplimiento, había sido llamado para hacer trabajos de
carpintería menor. Pero nunca se sintió bien entre los ricos. Solía
pensar en ellos, en sus mujeres feas y conflictivas, en sus tremendas
operaciones quirúrgicas, y experimentaba siempre un sentimiento de
piedad. Cuando entraba en sus casas no podía moverse sin arrastrar los
pies.
—¿Está Pepe? —preguntó.
Había puesto la
jaula en la mesa del comedir.
—Está en la
escuela —dijo la mujer de José Montiel—. Pero ya no debe demorar. —Y
agregó:— Montiel se está bañando.
En realidad José
Montiel no había tenido tiempo de bañarse. Se estaba dando una urgente
fricción de alcohol alcanforado para salir a ver lo que pasaba. Era un
hombre tan prevenido, que dormía sin ventilador eléctrico para vigilar
durante el sueño los rumores de la casa.
—Adelaida —gritó—.
¿Qué es lo que pasa?
—Ven a ver qué
cosa maravillosa —gritó su mujer.
José Montiel —corpulento
y peludo, la toalla colgada en la nuca— se asomó por la ventana del
dormitorio.
—¿Qué es eso?
—La jaula de Pepe
—dijo Baltazar.
La mujer lo miró
perpleja.
—¿De quién?
—De Pepe —confirmó
Baltazar. Y después dirigiéndose a José Montiel—: Pepe me la mandó a
hacer.
Nada ocurrió en
aquel instante, pero Baltazar se sintió como si le hubieran abierto la
puerta del baño. José Montiel salió en calzoncillos del dormitorio.
—Pepe —gritó.
—No ha llegado —murmuró
su esposa, inmóvil.
Pepe apareció en el
vano de la puerta. Tenía unos doce años y las mismas pestañas rizadas
y el quieto patetismo de su madre.
—Ven acá —le
dijo José Montiel—. ¿Tú mandaste a hacer esto?
El niño bajó la
cabeza. Agarrándolo por el cabello, José Montiel lo obligó a mirarlo a
los ojos.
—Contesta.
El niño se mordió
los labios sin responder.
—Montiel —susurró
la esposa.
José Montiel soltó
al niño y se volvió hacia Baltazar con una expresión exaltada.
—Lo siento mucho,
Baltazar —dijo—. Pero has debido consultarlo conmigo antes de
proceder. Sólo a ti se te ocurre contratar con un menor. —A medida que
hablaba, su rostro fue recobrando la serenidad. Levantó la jaula sin
mirarla y se la dio a Baltazar—. Llévatela en seguida y trata de
vendérsela a quien puedas —dijo—. Sobre todo, te ruego que no me
discutas. —Le dio una palmadita en la espalda, y explicó:— El médico
me ha prohibido coger rabia.
El niño había
permanecido inmóvil, sin parpadear, hasta que Baltazar lo miró
perplejo con la jaula en la mano. Entonces emitió un sonido gutural,
como el ronquido de un perro, y se lanzó al suelo dando gritos.
José Montiel lo
miraba impasible, mientras la madre trataba de apaciguarlo.
—No lo levantes
—dijo—. Déjalo que se rompa la cabeza contra el suelo y después le
echas sal y limón para que rabie con gusto.
El niño chillaba
sin lágrimas, mientras su madre lo sostenía por las muñecas.
—Déjalo —insistió
José Montiel.
Baltazar observó al
niño como hubiera observado la agonía de un animal contagioso. Eran
casi las cuatro. A esa hora, en su casa, Úrsula cantaba una canción muy
antigua, mientras cortaba rebanadas de cebolla.
—Pepe —dijo
Baltazar.
Se acercó al niño,
sonriendo, y le tendió la jaula. El niño se incorporó de un salto,
abrazó la jaula, que era casi tan grande como él, y se quedó mirando
a Baltazar a través del tejido metálico, sin saber qué decir. No había
derramado una lágrima.
—Baltazar —dijo
Montiel, suavemente—. Ya te dije que te la lleves.
—Devuélvela —ordenó
la mujer al niño.
—Quédate con ella
—dijo Baltazar. Y luego, a José Montiel—: Al fin y al cabo, para
eso la hice.
José Montiel lo
persiguió hasta la sala.
—No seas tonto,
Baltazar —decía, cerrándole el paso—. Llévate tu trasto para la
casa y no hagas más tonterías. No pienso pagarte ni un centavo.
—No importa —dijo
Baltazar—. La hice expresamente para regalársela a Pepe. No pensaba
cobrar nada.
Cuando Baltazar se
abrió paso a través de los curiosos que bloqueaban la puerta, José
Montiel daba gritos en el centro de la sala. Estaba muy pálido y sus ojos
empezaban a enrojecer.
—Estúpido —gritaba—.
Llévate tu cacharro. Lo último que faltaba es que un cualquiera
venga a dar órdenes en mi casa. ¡Carajo!
En el salón de
billar recibieron a Baltazar con una ovación. Hasta ese momento,
pensaba que había hecho una jaula mejor que las otras, que había
tenido que regalársela al hijo de José Montiel para que no siguiera
llorando, y que ninguna de esas cosas tenía nada de particular. Pero
luego se dio cuenta de que todo eso tenía una cierta importancia para
muchas personas, y se sintió un poco excitado.
—De manera que te
dieron cincuenta pesos por la jaula.
—Sesenta —dijo
Baltazar.
—Hay que hacer una
raya en el cielo —dijo alguien—. Eres el único que ha logrado
sacarle ese montón de plata a don Chepe Montiel. Esto hay que
celebrarlo.
Le ofrecieron una
cerveza, y Baltazar correspondió con una tanda para todos. Como era la
primera vez que bebía, al anochecer es taba completamente borracho, y
hablaba de un fabuloso proyecto de mil jaulas de a sesenta pesos, y
después de un millón de jaulas hasta completar sesenta millones de
pesos.
—Hay que hacer
muchas cosas para vendérselas a los ricos antes que se mueran —decía,
ciego de la borrachera—. Todos están enfermos y se van a morir. Cómo
estarán de jodidos que ya ni siquiera pueden coger bien.
Durante dos horas el
tocadiscos automático estuvo por su cuenta tocando sin parar. Todos
brindaron por la salud de Baltazar, por su suerte y su fortuna, y por la
muerte de los ricos, pero a la hora de la comida lo dejaron solo en el
salón.
Úrsula lo había
esperado hasta las ocho, con un plato de carne frita cubierto de
rebanadas de cebolla. Alguien le dijo que su marido estaba en el salón
de billar, loco de felicidad, brindando cerveza a todo el mundo, pero no
lo creyó porque Baltazar no se había emborrachado jamás. Cuando se
acostó, casi a la medianoche, Baltazar estaba en un salón iluminado,
donde había mesitas de cuatro puestos con sillas alrededor, y una pista
de baile al aire libre, por donde se paseaban los alcaravanes. Tenía la
cara embadurnada de colorete, y como no podía dar un paso más, pensaba
que quería acostarse con dos mujeres en la misma cama. Había gastado
tanto, que tuvo que dejar el reloj como garantía, con el compromiso de
pagar al día siguiente. Un momento después, despatarrado por la calle,
se dio cuenta de que le estaban quitando los zapatos, pero no quiso
abandonar el sueño más feliz de su vida. Las mujeres que pasaron para la
misa de cinco no se atrevieron a mirarlo, creyendo que estaba muerto.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar