Gabriel
García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
GARCÍA MÁRQUEZ O LA
VIGILIA DENTRO DEL SUEÑO
Por Mario Benedetti
(Letras del continente
mestizo, Arca, 1972)
“Muchos años después, frente
al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de
recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Así empieza Cien años de soledad, la novela de Gabriel García
Márquez que integra, desde ahora (con Rayuela, de Cortázar, y La
casa verde, de Vargas Llosa), el tríptico más creador de la última
narrativa hispanoamericana. Al igual que el coronel Aureliano Buendía,
también García Márquez fue a conocer el hielo, por supuesto no el
témpano textual, sino el de las leyendas de la infancia, ese que hizo que
confesara a Luis Harss : “Se me están enfriando los mitos”[1].
Afortunadamente, más o menos por la misma época de esa confesión,
decidió reanimarlos, volverlos a la vida, mediante el simple recurso de
acercarles un poco de delirio.
Gabriel García
Márquez nació en Aracataca, el 6 de marzo de 1928. En 1955, cuando
publicó su primera novela La hojarasca, ya era conocido por su
cuento Un día después del sábado, que obtuviera el primer premio
en el concurso de cuentos convocado por la Asociación de Escritores y
Artistas de su país. La novela, que desde el primer momento tuvo buena
acogida de la crítica, sólo en 1960, al ser publicada por la
Organización Internacional de los Festivales del Libro, se convirtió en
un best-seller (en Colombia se vendieron treinta mil ejemplares).
En 1961, publicó una segunda novela, El coronel no tiene quien le
escriba; en 1962, un volumen de notables cuentos, Los funerales de
la Mamá Grande, y en 1963 una nueva novela, La mala hora,
publicada en España por una editorial que, probablemente con el afán de
anticiparse a la censura, “se permitió libertades que sacaron de quicio
al novelista y motivaron las enérgicas protestas de quien ya no se
reconocía en la criaturas” [2].
Casi todos los
relatos de García Márquez transcurren en Macondo, un pueblo
prototípico, tan inexistente como el faulkneriano condado de
Yoknapatawpha o la Santa María de nuestro Onetti, y sin embargo tan
profundamente genuino como uno y otra. No obstante, de esos tres puntos
claves de la geografía literaria americana, tal vez sea Macondo el que
mejor se imbrica en un paisaje verosímil, en un alrededor de cosas poco
menos que tangibles, en un aire que huele inevitablemente a realidad;
no, por supuesto, a la literal, fotográfica, sino a la realidad más
honda, casi abismal, que sirve para otorgar definitivo sentido a la
primera y embustera versión que suelen proponer las apariencias. En
Yoknapatawpha y en Santa María las cosas son meras referencias, a lo sumo
cándidos semáforos que regulan el tránsito de los complejos personajes;
en Macondo, por el contrario, son prolongaciones, excrecencias,
involuntarios anexos de cada ser en particular. El paraguas o el reloj del
coronel (en El coronel no tiene quien le escriba), las bolas de
billar robadas por Dámaso (en En este pueblo no hay ladrones), la
jaula de turpiales construida por Baltazar (en La prodigiosa tarde de
Baltazar), los pájaros muertos que asustan a la viuda Rebeca (en Un
día después del sábado), el clarinete de Pastor (en La mala hora),
la bailarina a cuerda (en La hojarasca), pueden ser obviamente
tomados como símbolos, pero son mucho más que eso: son instancias de
vida, datos de la conciencia, reproches o socorros dinámicos, casi
siempre testigos implacables.
Por otra parte, el
novelista crea elementos de nivelación (el calor, la lluvia) para
emparejar o medir seres y cosas. (Por lo menos el primero de esos rasgos
ha sido bien estudiado por Ernesto Volkening [3]. En La hojarasca,
en El coronel, en alguno de los cuentos, el calor aparece como un
caldo de cultivo para la violencia; la lluvia, como un obligado
aplazamiento del destino. Pero calor y lluvia sirven para inmovilizar una
miseria viscosa, fantasmal, reverberante. El calor, especialmente, hace
que los personajes se muevan con lentitud, con pesadez. Por objetiva que
resulte la actitud del narrador, hay situaciones que, reclutadas fuera de
Macondo o quizá del trópico, se volverían inmediatamente explosivas;
en el pueblo inventado por García Márquez son reprimidas por la
canícula. (Quizá valdría la pena comparar el machismo urgente de
las novelas mexicanas con el machismo sobrio de García Márquez).
Claro que, entonces, la parsimonia de esas criaturas pasa a. tener un
valor alucinante, un aura de delirio, algo así como una escena de
arrebato proyectada en cámara lenta.
Es así que pocos
relatos de García Márquez incluyen escenas de violencia desatada.
Colombia es el. país latinoamericano donde, en obediencia a la vieja ley
de la oferta y la demanda, se han escrito más tratados sobre la violencia
(hasta un sacerdote, Germán Guzmán Campos, es coautor de un libro sobre
el tema) ; en un medio así, la economía de ímpetus que aparecen en
estos cuentos y novelas, puede parecer inexplicable. La verdad es, sin
embargo, que la violencia queda registrada, aunque de una manera muy
peculiar. Ya sea como cicatriz del pasado o como amenaza del futuro, la
violencia está siempre agazapada bajo la paz armada de Macondo. En estos
relatos, el presente (que sirve de soporte a una impecable técnica del
punto de vista) es un mero interludio entre dos violencias.
En La hojarasca,
por ejemplo, lo actual es la lenta asunción de un cadáver, los morosos
prolegómenos de su entierro; sin embargo, el pasado del médico suicida
está sembrado de conminaciones, de condenas públicas, de infiernos
privados, y la trayectoria del ataúd, que “queda flotando en la
claridad, como si llevaran a sepultar un navío muerto”, no es por
cierto más segura. En El coronel, ese viejo matrimonio que se va
hundiendo en la miseria y que diariamente hace el patético escrutinio de
sus negociables pertenencias, registra una devastación de su pasado (el
hijo fue acribillado en la gallera, por distribuir información
clandestina) y la última línea de la novela está ocupada por una
rutilante palabrota que abre la puerta a nuevos estragos. Pero entre uno y
otro extremo sólo existe, bordeada por el calor y la lluvia, una calma
eléctrica, amenazada, tensa, húmeda. Aun el gallo, que es de riña (es
decir, de violencia), heredado del hijo muerto, es no sólo un símbolo,
sino un ejecutante de ese destino, pero habrá de ejercerlo una vez que
termine la novela, cuando llegue la estación de las riñas; mientras
tanto, es apenas un testigo.
No es, sin embargo,
casual que, en el país de la violencia, los relatos de García Márquez
transcurran por lo general en las escasas treguas. Tal vez ello muestre,
por parte del novelista, la voluntad de obligarse a ser lúcido en una
región donde cl hervor y el arrebato han instaurado un nuevo nivel de
expiaciones y una nueva ley que no es necesariamente ciega. García
Márquez no es un escritor de obvio mensaje político; su compromiso es
más sutil. Acaso por eso elija las treguas: porque esos lapsos son
probablemente los únicos en que la mirada del colombiano tiene ocasión
de detenerse sobre los hechos escuetos, sobre la sangre ya seca, sobre la
angustia siempre abierta. Sólo durante las treguas es posible llevar a
cabo el balance de los estallidos. García Márquez no intenta extraer
consecuencias históricas, políticas o sociológicas; se limita a mostrar
como son los colombianos (al menos, los hipotéticos colombianos de
Macondo) entre uno y otro fragor, entre una y otra redada letal. El
balance se hace espontáneamente, mediante las duras compensaciones de la
vida que vuelve a transcurrir. Durante esas paces precarias, el coronel
(que “no tiene quien le escriba” acerca de la pensión que reclama
como ex-combatiente de la guerra de los mil días) reinicia su espera
infructuosa, vuelve a sumergirse en su incurable optimismo, reactualiza el
parco amor que lo une a su mujer. No obstante, en la última línea
reasume su belicoso desencanto, pronuncia la agresiva palabrota como una
forma de sentirse vivo.
Algunos de los
cuentos que integran el volumen Los funerales de la Mamá Grande
pueden contarse entre las muestras más perfectas que ha dado el género
en América Latina. La siesta del martes, La prodigiosa tarde de
Baltazar, Un día después del sábado, y el que da título al libro
(formidable empresa en la que García Márquez usa el estilo y los lugares
comunes de la glorificación, precisamente para destruir un mito), son
relatos de una concisión admirable y sobre todo de un excepcional
equilibrio artístico. Volkening ha reconocido con acierto el carácter fragmentario
de estos cuentos, pero tengo la impresión de que se equivoca al atribuir
ese carácter a la “visión de un mundo inconcluso” [4]. La verdad es
que, pese a tal fragmentarismo, García Márquez no pierde nunca de vista
las claves y el sentido que el conjunto le otorga. Habría que decir que,
en su caso particular, los árboles no le impiden ver el bosque. Por
cierto me parece más atinada la observación de Angel Rama: “El sistema
fragmentario le ha servido justamente para componer los diversos paneles
de tal modo que en el esfuerzo del lector por rearmar el cuadro,
estableciendo las vinculaciones no dichas, sólo sugeridas, cobre
existencia autónoma la obra revelándose el sentido último de la
creación. A pesar de que estamos ante un determinisino social muy
acusado, esta obra convoca la libertad del lector, la hace posible por su
participación creadora”[5].
Precisamente es en La
hojarasca donde esa tesis empieza a comprobarse, no ya mediante el
cotejo, con otros relatos, sino dentro del sistema contrapuntístico usado
en la propia novela. Frente al cadáver del médico francés que se ha
ahorcado, tres personajes (que son además tres generaciones: el abuelo,
la hija, el nieto) piensan por turno acerca del suicida o de sí mismos,
barajan imágenes y recuerdos, enfocan doble o triplemente algún hecho
único, singular. El tiempo externo de la novela es aproximadamente una
hora; pero en cambio es enorme el lapso abarcado por el tríptico
mnemónico. También aquí la construcción se hace en base a
fragmentos, pero (a diferencia de lo que acontecerá con los cuentos) el
todo está a la vista, rompe los ojos. En La hojarasca, García
Márquez todavía no tiene la mano segura que escribirá los mejores
cuentos y El coronel. Todavía se nota demasiado el implacable
trazado de zonas, la excesiva preocupación por los cruces peripécicos,
cierta intención de distanciamiento que, en algunos capítulos,
desvitaliza a los personajes. Aun con tales descuentos, no deben ser
muchos los escritores latinoamericanos que hayan inaugurado su carrera
literaria con un libro tan bien estructurado, tan austeramente escrito
y tan artísticamente válido.
Luego vendrá El
coronel no tiene quien le escriba, un relato en tercera persona que
transcurre casi en línea recta. La sobriedad expositiva es llevada al
máximo; el narrador, que se prohibe hasta los menores lujos verbales,
contrae (y cumple) la obligación de no tomar partido por los personajes,
y de exponer diversas (aunque no todas) etapas del expediente a fin de
que el lector use su propia imaginación para crear los complementos y
extraer luego sus conclusiones. La novela tiene un ritmo tan peculiar que,
sin él, la historia perdería gran parte de la fascinación que ejerce
sobre el lector. Para contar esas incesantes idas y venidas del coronel
(del usurero al sastre, del correo al abogado, del médico al sacerdote, y
siempre regresando donde su mujer y su gallo), para relatar ese tránsito
cansino pero sostenido, es imposible imaginar otra prosa que no sea ésta,
sustancial, despojada, precisa, sin un adjetivo de más ni una verdad de
menos.
En La mala hora,
la violencia es una presencia agazapada. Todas las mañanas, las paredes
del pueblo aparecen con pasquines que revelan detalles ignominiosos de la
vida del pueblo. Pero también es una presencia literal. “Usted no
sabe”, le dice el peluquero, a Arcadio, el juez, “lo que es
levantarse todas las mañanas con la seguridad de que lo matarán a uno, y
que pasen diez años sin que lo maten”. “No lo sé”, contesta
Arcadio, “ni quiero saberlo”. Pero en La mala hora, el
crimen es algo más que un recuerdo. Ya en sus comienzos, César Montero
oye el clarinete de Pastor, que trae a su mujer el recuerdo de la letra: “Me
quedaré en tu sueño hasta la muerte”. Y en realidad se queda,
porque Montero sale y lo mata de un tiro de escopeta.
Los personajes de La
mala hora constituyen suerte de coro, una mala una conciencia plural
que con vierte al pueblo en una gran olla de rencor. Los adulterios, las
estafas, los resentimientos, ceban la muerte, pero también encarnizan la
acusación anónima. “Quiero que pongas el naipe”, dice el
alcalde a Casandra, la templada adivina del circo, “a ver si puede
saberse quién es el de estas vainas”. Ella calcula bien las
consecuencias, antes de echar las cartas q interpretarlas con precisa
lucidez: “Es todo el pueblo y no es nadie”. La novela no llega
al nivel de El coronel, quizá porque García Márquez se pasa
aquí de austero. Los personajes son lacónicos, la trama es ambigua, el
hilo anecdótico es mínimo, los personajes son vistos casi siempre desde
fuera. El autor sortea casi todos esos riesgos, pero de a ratos la novela
parece inmovilizarse, no dar más de sí. Al contrario de lo que sucede
con Un día después del sábado, que parece un cuento con tema de
novela, La mala hora podría ser una novela con tema de cuento.
Llegados a este
punto, sin embargo, habrán de caerse todos los peros. La más reciente
novela de García Márquez, Cien años de soledad, es una empresa
que en su mero planteo parece algo imposible y que sin embargo en su
realización es sencillamente una obra maestra. “Las cosas tienen
vida propia”, pregona el gitano Melquiades en su primera irrupción,
“todo es cuestión de despertarles el ánima”. No otra cosa
hace García Márquez, que en un largo arranque que tiene mucho de
vertiginosa, incontenible inspiración [6], pero también mucho de tenaz
elaboración previa, despierta no sólo a las cosas y a los seres, sino
también a los fantasmas de unas y otros.
Todos los libros
anteriores, aun los más notables (como Los funerales de la Mamá
Grande y El coronel no tiene quien le escriba), se convierten
ahora en un intermitente borrador de esta novela excepcional, en la trama
de datos más o menos verosímiles que servirán de trampolín para el
gran salto imaginativo. Aparentemente cada uno de los libros anteriores
fue un fragmento de la historia de Macondo (aun los relatos que no
transcurren en ese pueblo, se refieren a él e integran su mundo) y éste
de ahora es la historia total. Pero esta historia total abre puertas y
ventanas, elimina diques y fronteras. Siempre se trata de Macondo,
claro, y ese pueblo mítico, aun en los libros anteriores, fue quizá una
imagen de Colombia toda; pero ahora Macondo es aproximadamente América
Latina; es tentativamente el mundo. Asimismo, la novela es la historia de
los Buendía, pero también del Hombre, que lleva no cien sino miles de
años de soledad. A través de un siglo, los personajes van entregando y
recogiendo nombres como postas, y los Aurelianos y los Arcadios, las
Ursulas y las Amarantas, se suceden como cielos lunares.
Claro que, en
definitiva, lo que menos importa es la alegoría. Cien años de soledad
es sobre todo (anunciémoslo sin vergüenza y con orgullo) una novela de
lectura plenamente disfrutable. Y eso en todos sus niveles: en el de la
anécdota, que es sorpresiva, novedosa, incalculable; en el del
lenguaje, que es terso, claro, sin anfractuosidades; en el de la
estructura, que es imponente y sin embargo no hace pesar su
descomunalidad; en el de su buen humor, verdadero armisticio de estas
criaturas longevas, alarmantes y contradictorias; en el de su
simbología, ya que aquí hay señas y contraseñas para todas las lupas;
y por último, en el de su espléndida libertad creadora, ya que en esta
novela de realidades y de ensoñaciones, el legado surrealista vuelve por
sus fueros e impregna de gloriosa juventud, de imaginativa dispensa, de
aptitud sortílega, de cautivante diversión, un contexto como el
colombiano, cuya acrimonia, ira y desecación (al menos en su literatura)
son proverbiales.
Si tuviera que
elegir una sola palabra para dar el tono de esta novela, creo que esa
palabra sería: aventura. La aventura invade la peripecia y el estilo,
el paisaje y el tiempo, la mente y el corazón de personajes y lectores.
El autor aparece como un mero instigador de tanta disponibilidad
aventurera como posee la historia, como propone la geografía, como tolera
la nosomántica. Incluso el elemento fantástico está prodigiosamente
imbricado en esa trabazón aventurera. Asistimos con el mismo desvelo a la
(muy verosímil), doble vida sentimental de Aureliano Segundo, que a la
subida al cielo en cuerpo y alma de la bella Remedios Buendía. Todo, lo
creíble y lo increíble, está nivelado en la obra gracias a su
condición aventurera. El azar cae del cielo tan naturalmente como la
lluvia, pero no hay que olvidar que una sola lluvia macondiana dura cuatro
años, once meses y dos días.
Allá por su cuento
(tan difundido en antologías) Monólogo de Isabel viendo llover en
Macondo, García Márquez hablaba del “dinamismo interior de la
tormenta”. Pues bien, en Cien años de soledad ese
dinamismo por fin se exterioriza, y arrolla con todo: los techos, las
paredes, la razón, los pronósticos. La nueva novela tiene numerosas
referencias a personajes de las otras instancias de Macondo que figuran en
La hojarasca, en Los funerales, en El coronel, en La
mala hora, pero basta comparar la austera credibilidad de aquellas
figuras con la desembarazada, casi loca articulación que ahora mueve a
los mismos personajes, para advertir que si el Macondo de los otros libros
transcurría a ras de suelo, éste de ahora transcurre a ras de sueño.
Los ojos abiertos que, tácitamente, el novelista reclama del lector, son
en cierto modo los de una vigilia dentro del sueño. Por algo, la más
famosa enfermedad que atraviesa el libro, es la peste del insomnio.
¿Dónde es permitido mantenerse inexorablemente despierto? ¿en qué
región que no sea la del sueño es posible la vigilia total, inacabable?
Justamente, varios de los pasajes más notables de la obra (por ejemplo,
la posesión de Amaranta Ursula por el último Aureliano) son aquellos en
que las cosas acontecen no exactamente como en la embridada realidad, sino
como suelen transcurrir en la dimensión imprevisible de los sueños,
cuando el inconsciente aparta por fin todas las convenciones y prójimos
que molestan, todos los códigos, rituales y miradas que impiden el
cumplimiento de los deseos más raigales. “En el fragor del
encarnizado y ceremonioso forcejeo, Amaranta Ursula comprendió que la
meticulosidad de su silencio era tan irracional, que habría podido
despertar las sospechas del marido contiguo, mucho más que los
estrépitos de guerra que trataban de evitar”. Sí, Amaranta Ursula
lo comprende, y evidentemente se trata de uno de esos lúcidos alcances
que sobrevienen dentro del sueño, porque un silencio así, tan compacto,
tan fragante, tan fértil, entre dos que hacen peleada y furiosamente el
amor, puede sobrevenir, en el plano de la mera comprensión, como un deseo
que tiene conciencia de las distancias; pero sólo puede realizarse en
esa desenvoltura, inmune y resuelta, que crea el ensueño.
En una dimensión
así, donde todo parece levemente distorsionado pero no irreal, cada
premonición ocurre como vislumbre, cada palabrota suena como un canon,
cada muerte viene a ser un tránsito deliberado. Quizá ahí esté el más
recóndito significado de estos pavorosos, desalados, mágicos,
sorprendentes Cien años de soledad. Porque la verdad es que nunca
se está tan solo como en el sueño.
(1967)
Notas
[1]
Luis Harss: Los nuestros, Buenos Aires, 1966.
[2] Así informó la revista Eco, Bogotá, N° 40, agosto 1963.
[3] Ernesto Volkening: Gabriel García Márquez o el trópico
desembrujado, en revista Eco, Bogotá, N° 40, agosto 1963.
[4] Art. cit.
[5] Angel Rama: García Márquez: la violencia amena, en
semanario Marcha, Montevideo, N° 1201, 17 de abril Montevideo, N°
1201, 17 de abril de 1964.
[6] Según cuenta Luis Harss (ver nota 1), García Márquez le escribió
en noviembre de 1985: “Estoy loco de felicidad. Después de cinco
años de esterilidad absoluta, este libro está saliendo como un chorro,
sin problemas de palabras”.
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