Gabriel
García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
¿Todo cuento es un cuento chino?
Señor
don Gabriel García Márquez:
¿Qué son para usted los cuentos? Unas veces uno piensa que en su caso
son un tiempo de refresco entre una novela y la siguiente. O, como ocurre
con algunos escritores, un género de práctica para el género mayor, que
es la novela. No escondo más la verdadera pregunta: ¿Sus lectores
podemos esperar un nuevo libro de cuentos?
Adalberto Valdez. San Juan, Puerto Rico.
Escribir
una novela es pegar ladrillos. Escribir un cuento es vaciar en concreto.
No sé de quién es esa frase certera. La he escuchado y repetido desde
hace tanto tiempo sin que nadie la reclame, que a lo mejor termine
creyendo que es mía. Hay otra comparación que es pariente pobre de la
anterior: el cuento es una flecha en el centro del blanco y la novela es
cazar conejos. En todo caso esta pregunta del lector ofrece una buena
ocasión para dar vueltas una vez más, como siempre, sobre las
diferencias de dos géneros literarios distintos y sin embargo
confundibles. Una razón de eso puede ser el despiste de atribuirle las
diferencias a la longitud del texto, con distinciones de géneros entre
cuento corto y cuento largo. La diferencia es válida entre un cuento y
otro, pero no entre cuento y novela.
El cuento más corto
que conozco es del guatemalteco Augusto Monterroso, reciente premio Ortega
y Gasset. Dice así:
“Cuando
despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
Nada más. Hay otro
de Las Mil y una Noches, cuyo texto no tengo a la mano y que me
produce retortijones de envidia. Es el cuento de un pescador que le pide
prestado un plomo para su red a la mujer de otro pescador, con la promesa
de regalarle a cambio el primer pescado que saque, y cuando ella lo recibe
y lo abre para freírlo le encuentra en el estómago un diamante del
tamaño de una almendra.
Más que el cuento
mismo alucinante por su sencillez, éste me interesa ahora porque plantea
otro de los misterios del género: si la que presta el plomo no fuera una
mujer sino otro hombre, el cuento perdería su encanto: no existiría.
¿Por qué? ¡Quién sabe! Un misterio más de un género misterioso por
excelencia.
Las Novelas
Ejemplares de Cervantes son de veras ejemplares, pero algunas no son
novelas. En cambio Joseph Conrad escribió Los Duelistas, un cuento
también ejemplar con más de ciento veinte páginas, que suele
confundirse con una novela por su longitud. El director Ridley Scott lo
convirtió en una película excelente sin alterar su identidad de cuento.
Lo tonto a estas alturas sería preguntarnos si a Conrad le habría
importado un pito que lo confundieran.
La intensidad y la
unidad interna son esenciales en un cuento y no tanto en la novela, que
por fortuna tiene otros recursos para convencer. Por lo mismo, cuando uno
acaba de leer un cuento puede imaginarse lo que se le ocurra del antes y
el después, y todo eso seguirá siendo parte de la materia y la magia de
lo que leyó. La novela, en cambio, debe llevar todo dentro. Podría
decirse, sin tirar la toalla, que la diferencia en última instancia
podría ser tan subjetiva como tantas bellezas de la vida real.
Buenos ejemplos de
cuentos compactos e intensos son dos joyas del género: «La Pata de
Mono», de W.W. Jacobs, y «El Hombre en la Calle», de Georges Simenon.
El cuento policíaco, en su mundo aparte, sobrevive sin ser invitado
porque la mayoría de sus adictos se interesan más en la trama que en el
misterio. Salvo en el muy antiguo y nunca superado Edipo Rey, de
Sófocles, un drama griego que tiene la unidad y la tensión de un cuento,
en el cual el detective descubre que él mismo es el asesino de su padre.
El cuento parecer
ser el género natural de la humanidad por su incorporación espontánea a
la vida cotidiana. Tal vez lo inventó sin saberlo el primer hombre de las
cavernas que salió a cazar una tarde y no regresó hasta el día
siguiente con la excusa de haber librado un combate a muerte con una fiera
enloquecida por el hambre. En cambio, lo que hizo su mujer cuando se dio
cuenta de que el heroísmo de su hombre no era más que un cuento chino
pudo ser la primera y quizás la novela más larga del siglo de piedra.
No sé qué decir
sobre la suposición de que el cuento sea una pausa de refresco entre dos
novelas, pero podría ser una especulación teórica que nada tiene que
ver con mis experiencias de escritor. Tanteando en las tinieblas me
atrevería a pensar que no son pocos los escritores que han intentado los
dos géneros al mismo tiempo y no muchas veces con la misma fortuna en
ambos. Es el caso de William Somersed Maugham, cuyas obras —como las de
Hemingway— son más conocidas por el cine. Entre sus cuentos numerosos
no se puede olvidar P & O —siglas de la compañía de navegación
Pacific and Orient— que es el drama terrible y patético de un rico
colono inglés que muere de un hipo implacable en mitad del océano
Índico.
Ernest Hemingway es
un caso similar. Tan conocido por el cine como por sus libros, podría
quedarse en la historia de la literatura sólo por algunos cuentos
magistrales. Estudiando su vida se piensa que su vocación y su talento
verdaderos fueron para el cuento corto. Los mejores, para mi gusto, no son
los más apreciados ni los más largos. Al contrario, dos de ellos son de
los más cortos —«Un canario para regalo» y «Un gato bajo la lluvia»—
y el tercero, largo y consagratorio, «La breve vida feliz de Francis
Macomber».
Sobre la otra
suposición de que el cuento puede ser un género de práctica para
emprender una novela, confieso que lo hice y no me fue mal para aprender a
escribir El Otoño del Patriarca. Tenía la mente atascada en la
fórmula tradicional de Cien Años de Soledad, en la que había trabajado
sin levantar cabeza durante dos años. Todo lo que trataba de escribir me
salía igual y no lograba evolucionar para un libro distinto. Sin embargo,
el mundo del dictador eterno, resuelto y escrito con el estilo juicioso de
los libros anteriores, habrían sido no menos de dos mil páginas de
rollos indigestos e inútiles. Así que decidí buscar a cualquier riesgo
una prosa comprimida que me sacara de la trampa académica para invitar al
lector a una aventura nueva.
Creí haber
encontrado la solución a través de una serie de apuntes e ideas de
cuentos aplazados, que sometí sin el menor pudor a toda clase de
arbitrariedades formales hasta encontrar la que buscaba para el nuevo
libro. Son cuentos experimentales que trabajé más de un año y se
publicaron después con vida propia en el libro de La Cándida
Eréndira: «Blacamán el bueno vendedor de milagros», «El último
viaje del buque fantasma», que es una sola frase sin más puntuación que
las mínimas comas para respirar, y otros que no pasaron el examen y
duermen el sueño de los justos en el cajón de la basura. Así encontré
el embrión de El Otoño, que es una ensalada rusa de experimentos
copiados de otros escritores malos o buenos del siglo pasado. Frases que
habrían exigido decenas de páginas están resueltas en dos o tres para
decir lo mismo, saltando matones, mediante la violación consciente de los
códigos parsimoniosos y la gramática dictatorial de las academias.
El libro, de salida,
fue un desastre comercial. Muchos lectores fieles de Cien Años se
sintieron defraudados y pretendían que el librero les devolviera la
plata. Para colmo de peras en el olmo la edición española se desbarataba
en las manos por un defecto de fábrica, y un amigo me consoló con un
buen chiste: “Leí el otoño hoja por hoja”. Muchos persistieron en la
lectura, otros la lograron a medias y con el tiempo quedaron suficientes
cautivos para que no me diera pena seguir en el oficio. Hoy es mi libro
más escudriñado en universidades de diversos países, y las nuevas
generaciones pueden leerlo como si fuera el crepúsculo de un Tarzán de
doscientos años. Si alguien protesta y lo tira por la ventana es porque
no le gusta pero no porque no lo entienda. Y a veces, por fortuna, no ha
faltado alguien que lo recoja del suelo.
P.D. Sobre su verdadera pregunta —como usted dice— no sé si
los lectores podrán esperar, pero yo sí pienso publicar otro libro de
cuentos. Son tres de unas cincuenta páginas cada uno. Me falta todavía
una revisión a fondo de dos terminados y acabar de escribir el tercero.
Todavía no tengo un título para el libro, ni pienso publicarlo antes del
primer tomo de mis memorias. Que por cierto no terminé de escribirlo hoy
por el grato compromiso de contestar estas preguntas. Qué vaina, ¿no?
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