Gabriel
García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
Muerte constante más allá del amor
Al senador Onésimo Sánchez le
faltaban seis meses y once días para: morirse cuando encontró a la mujer
de su vida. La conoció en el Rosal del Virrey, un pueblecito ilusorio que
de noche era una dársena furtiva para los buques de altura de los
contrabandistas, y en cambio a pleno sol parecía el recodo más inútil
del desierto, frente a un mar árido y sin rumbos, y tan apartado de todo
que nadie hubiera sospechado que allí viviera alguien capaz de torcer el
destino de nadie. Hasta su nombre parecía una burla, pues la única rosa
que se vio en aquel pueblo la llevó el propio senador Onésimo Sánchez
la misma tarde en que conoció a Laura Farina.
Fue una escala
ineludible en la campaña electoral de cada cuatro años. Por la mañana
habían llegado los furgones de la farándula. Después llegaron los
camiones con los indios de alquiler que llevaban por los pueblos para
completar las multitudes de los actos públicos. Poco antes de las once,
con la música y los cohetes y los camperos de la comitiva, llegó el
automóvil ministerial del color del refresco de fresa. El senador
Onésimo Sánchez estaba plácido y sin tiempo dentro del coche
refrigerado, pero tan pronto como abrió la puerta lo estremeció un
aliento de fuego y su camisa de seda natural quedó empapada de una sopa
lívida, y se sintió muchos años más viejo y más solo que nunca. En la
vida real acababa de cumplir 42, se había graduado con honores de
ingeniero metalúrgico en Gotinga, y era un lector perseverante aunque sin
mucha fortuna de los clásicos latinos mal traducidos. Estaba casado con
una alemana radiante con quien tenía cinco hijos, y todos eran felices en
su casa, y él había sido el más feliz de todos hasta que le anunciaron,
tres meses antes, que estaría muerto para siempre en la próxima Navidad.
Mientras se
terminaban los preparativos de la manifestación pública, el senador
logró quedarse solo una hora en la casa que le habían reservado para
descansar, Antes de acostarse puso en el agua de beber una rosa natural
que había conservado viva a través del desierto, almorzó con los
cereales de régimen que llevaba consigo para eludir las repetidas
fritangas de chivo que le esperaban en el resto del día, y se tomó
varias píldoras analgésicas antes de la hora prevista, de modo que el
alivio le llegara primero que el dolor. Luego puso el ventilador
eléctrico muy cerca del chinchorro y se tendió desnudo durante quince
minutos en la penumbra de la rosa, haciendo un grande esfuerzo de
distracción mental para no pensar en la muerte mientras dormitaba. Aparte
de los médicos, nadie sabía que estaba sentenciado a un término fijo,
pues había decidido padecer a solas su secreto, sin ningún cambio de
vida, y no por soberbia sino por pudor.
Se sentía con un
dominio completo de su albedrío cuando volvió a aparecer en público a
las tres de la tarde, reposado y limpio, con un pantalón de lino crudo y
una camisa de flores pintadas, y con el alma entretenida por las píldoras
para el dolor. Sin embargo, la erosión de la muerte era mucho más
pérfida de lo que él suponía, pues al subir a la tribuna sintió un
raro desprecio por quienes se disputaron la suerte de estrecharle la mano,
y no se compadeció como en otros tiempos de las recuas de indios
descalzos que apenas si podían resistir las brasas de caliche de la
placita estéril. Acalló los aplausos con una orden de la mano, casi con
rabia, y empezó a hablar sin gestos, con los ojos fijos en el mar que
suspiraba de calor. Su voz pausada y honda tenía la calidad del agua en
reposo, pero el discurso aprendido de memoria tantas veces machacado no se
le había ocurrido por decir la verdad sino por oposición a una sentencia
fatalista del libro cuarto de los recuerdos de Marco Aurelio.
—Estamos aquí
para derrotar a la naturaleza —empezó, contra todas sus convicciones—.
Ya no seremos más los expósitos de la patria, los huérfanos de Dios en
el reino de la sed y la intemperie, los exilados en nuestra propia tierra.
Seremos otros, señoras señores, seremos grandes y felices.
Eran las fórmulas
de su circo. Mientras hablaba, sus ayudantes echaban al aire puñados de
pajaritos de papel, y los falsos animales cobraban vida, revoloteaban
sobre la tribuna de tablas y se iban por el mar. Al mismo tiempo, otros
sacaban de los furgones unos árboles de teatro con hojas de fieltro y los
sembraban a espaldas de la multitud en el suelo de salitre. Por último
armaron una fachada de cartón con casas fingidas de ladrillos rojos y
ventanas de y taparon con ella los ranchos miserables de la vida real.
El senador prolongó
el discurso, con dos citas en latín, para darle tiempo a la farsa.
Prometió las máquinas de llover, los criaderos portátiles de animales
de mesa, los aceites de la felicidad que harían crecer legumbres en el
caliche y colgajos de trinitarias en las ventanas. Cuando vio que su mundo
de ficción estaba terminado, lo señaló con el dedo.
—Así seremos,
señoras y señores —gritó—. Miren. Así seremos.
El público se
volvió. Un trasatlántico de papel pintado pasaba por detrás de las
casas, y era más alto que las casas más altas de la ciudad de artificio.
Sólo el propio senador observó que a fuerza de ser armado y desarmado, y
traído de un lugar para el otro, —también el pueblo de cartón
superpuesto estaba carcomido por la intemperie, y era casi tan pobre y
polvoriento y triste como el Rosal del Virrey.
Nelson Farina no fue
a saludar al senador por primera vez en doce años. Escuchó el discurso
desde su hamaca, entre los retazos de la siesta, bajo la enramada fresca
de una casa de tablas sin cepillar que se había construido con las mismas
manos de boticario con que descuartizó a su primera mujer. Se había
fugado del penal de Cayena y apareció en el Rosal del Virrey en un buque
cargado de guacamayas inocentes, con una negra hermosa y blasfema que se
encontró en Paramaribo, y con quien tuvo una hija. La mujer murió de
muerte natural poco tiempo después, y no tuvo la suerte de la otra cuyos
pedazos sustentaron su propio huerto de coliflores, sino que la enterraron
entera y con su nombre de holandesa en el cementerio local. La hija había
heredado su color y sus tamaños, y los ojos amarillos y atónitos del
padre, y éste tenía razones para suponer que estaba criando a la mujer
más bella del mundo.
Desde que conoció
al senador Onésimo Sánchez en la primera campaña electoral, Nelson
Farina había suplicado su ayuda para obtener una falsa cédula de
identidad que lo pusiera a salvo de la justicia. El senador, amable pero
firme, se la había negado. Nelson Farina no se rindió durante varios
años, y cada vez que encontró una ocasión reiteró la solicitud con un
recurso distinto. Pero siempre recibió la misma respuesta. De modo que
aquella vez se quedó en el chinchorro, condenado a pudrirse vivo en
aquella ardiente guarida de bucaneros. Cuando oyó los aplausos finales
estiró la cabeza, y por encima de las estacas del cercado vio el revés
de la farsa: los puntales de los edificios, las armazones de los árboles,
los ilusionistas escondidos que empujaban el trasatlántico. Escupió su
rencor.
—Merde —dijo—
c'est le Blacaman de la politique.
Después del
discurso, como de costumbre, el senador hizo una caminata por las calles
del pueblo, entre la música y los cohetes, y asediado por la gente del
pueblo que le contaba sus penas. El senador los escuchaba de buen talante,
y siempre encontraba una forma de consolar a todos sin hacerles favores
difíciles. Una mujer encaramada en el techo de una casa, entre sus seis
hijos menores, consiguió hacerse oír por encima de la bulla y los
truenos de pólvora.
—Yo no pido mucho,
senador —dijo—, no más que un burro para traer agua desde el Pozo del
Ahorcado.
El senador se fijó
en los seis niños escuálidos.
—¿Qué se hizo tu
marido? —preguntó.
—Se fue a buscar
destino en la isla de Aruba— contestó la mujer de buen humor—, y lo
que se encontró fue una forastera de las que se ponen diamantes en los
dientes.
La respuesta
provocó un estruendo de carcajadas.
—Está bien —decidió
el senador— tendrás tu burro.
Poco después, un
ayudante suyo llevó a casa de la mujer un burro de carga, en cuyos lomos
habían escrito con pintura eterna una consigna electoral para que nadie
olvidara que era un regalo del senador.
En el breve trayecto
de la calle hizo otros gestos menores, y además le dio una cucharada a un
enfermo que se había hecho sacar la cama a la puerta de la casa para
verlo pasar. En la última esquina, por entre las estacas del patio, vio a
Nelson Farina en el chinchorro y le pareció ceniciento y mustio, pero lo
saludó sin afecto:
—Cómo está.
Nelson Farina se
revolvió en el chinchorro y lo dejó ensopado en el ámbar triste de su
mirada.
—Moi, vous savez
—dijo.
Su hija salió al
patio al oír el saludo. Llevaba una bata guajira ordinaria y gastada, y
tenía la cabeza guarnecida de moños de colores y la cara pintada para el
sol, pero aun en aquel estado de desidia era posible suponer que no había
otra más bella en el mundo. El senador se quedó sin aliento.
—¡Carajo —suspiró
asombrado— las vainas que se le ocurren a Dios!
Esa noche, Nelson
Farina vistió a la hija con sus ropas mejores y se la mandó al senador.
Dos guardias armados de rifles, que cabeceaban de calor en la casa
prestada, le ordenaron esperar en la única silla del vestíbulo.
El senador estaba en
la habitación contigua reunido con los principales del Rosal del Virrey,
a quienes había convocado para cantarles las verdades que ocultaba en los
discursos. Eran tan parecidos a los que asistían siempre en todos los
pueblos del desierto, que el propio senador sentía el hartazgo de la
misma sesión todas las noches. Tenía la camisa ensopada en sudor y
trataba de secársela sobre el cuerpo con la brisa caliente del ventilador
eléctrico que zumbaba como un moscardón en el sopor del cuarto.
—Nosotros, por
supuesto, no comemos pajaritos de papel —dijo—. Ustedes y yo sabemos
que el día en que haya árboles y flores en este cagadero de chivos, el
día en que haya sábalos en vez de gusarapos en los pozos, ese día ni
ustedes ni yo tenemos nada que hacer aquí. ¿Voy bien?
Nadie contestó.
Mientras hablaba, el senador había arrancado un cromo del calendario y
había hecho con las manos una mariposa de papel. La puso en la corriente
del ventilador, sin ningún propósito, y la mariposa revoloteó dentro
del cuarto y salió después por la puerta entreabierta. El senador
siguió hablando con un dominio sustentado en la complicidad de la muerte.
—Entonces —dijo—
no tengo que repetirles lo que ya saben de sobra: que mi reelección es
mejor negocio para ustedes que para mí, porque yo estoy hasta aquí de
aguas podridas y sudor de indios, y en cambio ustedes viven de eso.
Laura Farina vio
salir la mariposa de papel. Sólo ella la vio, porque la guardia del
vestíbulo se había dormido en los escaños con los fusiles abrazados. Al
cabo de varias vueltas la enorme mariposa litografiada se desplegó por
completo, se aplastó contra el muro, y se quedó pegada. Laura Farina
trató de arrancarla con las uñas. Uno de los guardias, que despertó con
los aplausos en la habitación contigua, advirtió su tentativa inútil.
—No se puede
arrancar —dijo entre sueños—. Está pintada en la pared.
Laura Farina volvió
a sentarse cuando empezaron a salir los hombres de la reunión. El senador
permaneció en la puerta del cuarto, con la mano en el picaporte, y sólo
descubrió a Laura Farina cuando el vestíbulo quedó desocupado.
—¿Qué haces
aquí?
—C'est de la part
de mon pére— dijo ella.
El senador
comprendió. Escudriñó a la guardia soñolienta, escudriñó luego a
Laura Farina cuya belleza inverosímil era más imperiosa que su dolor, y
entonces resolvió que la muerte decidiera por él.
—Entra —le dijo.
Laura Farina se
quedó maravillada en la puerta de la habitación: miles de billetes de
banco flotaban en el aire, aleteando como la mariposa. Pero el senador
apagó el ventilador, y los billetes se quedaron sin aire, v se posaron
sobre las cosas del cuarto.
—Ya ves —sonrió
hasta la mierda vuela.
Laura Farina se
sentó como en un taburete de escolar. Tenía la piel lisa y tensa, con el
mismo color y la misma densidad solar del petróleo crudo, y sus cabellos
eran de crines de potranca y sus ojos inmensos eran más claros que la
luz. El senador siguió el hilo de su mirada y encontró al final la rosa
percudida por el salitre.
—Es una rosa —dijo.
—Sí —dijo ella
con un rastro de perplejidad—, las conocí en Rlohacha.
El senador se sentó
en un catre de campaña, hablando de las rosas, mientras se desabotonaba
la camisa. Sobre el costado, donde él suponía que estaba el corazón
dentro del pecho, tenía el tatuaje corsario de un corazón flechado.
Tiró en el suelo la camisa mojada y le pidió a Laura Farina que lo
ayudara a quitarse las botas.
Ella se arrodilló
frente al catre. El senador la siguió escrutando, pensativo, y mientras
le zafaba los cordones se preguntó de cuál dé los dos sería la mala
suerte de aquel encuentro.
—Eres una criatura
—dijo.
—No crea —dijo
ella—. Voy a cumplir 19 en abril.
El senador se
interesó.
—Qué día.
—El once —dijo
ella.
El senador se
sintió mejor. “Somos Aries”, dijo. Y agregó sonriendo:
—Es el signo de la
soledad.
Laura Farina no le
puso atención pues no sabía qué hacer con las botas. El senador, por su
parte, no sabía qué hacer con Laura Farina, porque no estaba
acostumbrado a los amores imprevistos, y además era consciente de que
aquél tenía origen en la indignidad. Sólo por ganar tiempo para pensar
aprisionó a Laura Farina con las rodillas, la abrazó por la cintura y se
tendió de espaldas en el catre. Entonces comprendió que ella estaba
desnuda debajo del vestido, porque el cuerpo exhaló una fragancia oscura
de animal de monte, pero tenía el comzón asustado y la piel aturdida por
un sudor glacial.
—Nadie nos quiere
—suspiró él.
Laura Farina quiso
decir algo, pero el aire sólo le alcanzaba para respirar. La acostó a su
lado para ayudarla, apagó la luz, y el aposento quedó en la penumbra de
la rosa. Ella se abandonó a la misericordia de su destino. El senador la
acarició despacio, la buscó con la mano sin tocarla apenas, pero donde
esperaba encontrarla tropezó con un estorbo de hierro.
—¿Qué tienes
ahí?
—Un candado —dijo
ella.
—¡Qué disparate!
—dijo el senador, furioso, y preguntó lo que sabía de sobra—:
¿Dónde está la llave?
Laura Farina
respiró aliviada.
—La tiene mi papá
—contestó—. Me dijo que le dijera a usted que la mande a buscar con
un propio y que le mande con él un compromiso escrito de que le va a
arreglar su situación.
El senador se puso
tenso. “Cabrón franchute”, murmuró indignado. Luego cerró los ojos
para relajarse, y se encontró consigo mismo en la oscuridad. Recuerda
—recordó— que seas tú o sea otro cualquiera, estaréis muerto
dentro de un tiempo muy breve, y que poco después no quedará de vosotros
ni siquiera el nombre. Esperó a que pasara el escalofrío.
—Dime una cosa —preguntó
entonces—: ¿Qué has oído decir de mí?
—¿La verdad de
verdad?
—La verdad de
verdad.
—Bueno —se
atrevió Laura Farina—, dicen que usted es peor que los otros, porque es
distinto.
El senador no se
alteró. Hizo un silencio largo, con los ojos cerrados, y cuando volvió a
abrirlos parecía de regreso de sus instintos más recónditos.
—Qué carajo —decidió—
dile al cabrón de tu padre que le voy a arreglar su asunto.
—Si quiere yo
misma voy por la llave —dijo Laura Farina.
El senador la
retuvo.
—Olvídate de la
llave —dijo— y duérmete un rato conmigo. Es bueno estar con alguien
cuando uno está solo.
Entonces ella lo
acostó en su hombro con los ojos fijos en la rosa. El senador la abrazó
por la cintura, escondió la cara en su axila de animal de monte y
sucumbió al terror. Seis meses y once días después había de morir en
esa misma posición, pervertido y repudiado por el escándalo público de
Laura Farina, y llorando de la rabia de morirse sin ella.
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