Gabriel
García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
Diálogo del espejo
(1949)
El hombre de la estancia anterior,
después de haber dormido largas horas como un santo, olvidado de las
preocupaciones y desasosiegos de la madrugada reciente, despertó cuando
el día era alto y el rumor de la ciudad invadía —total— el aire de
la habitación entreabierta. Debió pensar —de no habitarlo otro
estado de alma— en la espesa preocupación de la muerte, en su miedo
redondo, en el pedazo de barro —arcilla de sí mismo— que tendría su
hermano debajo de la lengua. Pero el sol regocija do que clarificaba el
jardín le desvió la atención hacia otra vida más ordinaria, más
terrenal y acaso menos verdadera que su tremenda existencia interior.
Hacia su vida de hombre corriente, de animal cotidiano, que le hizo
recordar —sin contar para ello con su sistema nervioso, con su hígado
alterable— la irremediable imposibilidad de dormir como un burgués.
Pensó —y había allí, por cierto, algo de matemática burguesa en el
trabalenguas de cifras— en los rompecabezas financieros de la oficina.
Las ocho y doce.
Definitivamente llegaré tarde. Paseó la yema de los dedos por la
mejilla. La piel áspera, sembrada de troncos retoñados, le dejó la
impresión del pelo duro por las ante. nas digitales. Después, con la
palma de la mano entreabierta, se palpó el rostro distraído,
cuidadosamente; con la serena tranquilidad del cirujano que conoce el
núcleo del tumor, y de la superficie blanda fue surgiendo hacia adentro
la dura sustancia de una verdad que, en ocasiones, le había blanqueado
la angustia. Allí, bajo las yemas —y después de las yemas, hueso
contra hueso—, su irrevocable condición anatómica había sepultado
un orden de compuestos, un apretado universo de tejidos, de mundos
menores, que lo venían soportando, levantan. do su armadura carnal hacia
una altura menos duradera que la natural y última posición de sus
huesos.
Sí. Contra la
almohada, hundida la cabeza en la blanda materia, tumbando el cuerpo sobre
el reposo de sus órganos, la vida tenía un sabor horizontal, un mejor
acomodamiento a sus propios principios. Sabía que, con el esfuerzo
mínimo de cerrar los párpados, esa larga, esa fatigante tarea que le
aguardaba empezaría a resolverse en un clima descomplicado, sin
compromisos con el tiempo ni con el espacio: sin necesidad de que, al
realizarla, esa aventura química que constituía su cuerpo sufriera el
más ligero menoscabo. Por lo contrario, así, con los párpados cerrados,
había una economía total de recursos vitales, una ausencia absoluta de
orgánicos desgastes. Su cuerpo, hundido en el agua de los sueños,
podría moverse, vivir, evolucionar hacia otras formas existenciales en
las que su mundo real tendría, para su necesidad íntima, una idéntica
densidad de emociones —si no mayor— con las que la necesidad de vivir
quedaría completamente satisfecha sin detrimento de su integridad
física. Sería —entonces— mucho más fácil la tarea de convivir
con los seres, las cosas, actuando, sin embargo, en igual forma que en el
mundo real. Las tareas de rasurarse, de tomar el ómnibus, de resolver
las ecuaciones de la oficina, serían simples y descomplicadas en su
sueño, y le producirían, a la postre, la misma satisfacción interior.
Sí. Era mejor
hacerlo en esa forma artificial, como lo estaba haciendo ya; buscando en
la habitación iluminada el rumbo del espejo. Como lo hubiera seguido
haciendo si, en aquel instante, una pesada máquina, brutal y absurda, no
hubiera deshecho la tibia sustancia de su sueño incipiente. Ahora,
regresando al mundo convencional, el problema revestía ciertamente
mayores caracteres de gravedad. Sin embargo, la curiosa teoría que
acababa de inspirarle su molicie, lo había desviado hacia una comarca de
comprensión, y desde adentro de su hombre sintió el desplazamiento de la
boca hacia los lados, en un gesto que debió ser una sonrisa involuntaria.
Fastidiado -en el fondo continuaba sonriendo. «Tener que afeitarme
cuando debo estar sobre los libros en veinte minutos. Baño ocho,
rápidamente cinco, desayuno siete. Salchichas viejas desagradables.
Almacén de Mabel salsamentaria, tornillos, drogas, licores; eso es como
una caja de qué sé yo quién; se me olvidó la palabra. (El ómnibus se
daña los martes y demora siete.) Pendora. No: Peldora. No es así.
Total media hora. No hay tiempo. Se me olvidó la palabra, una caja donde
hay de todo. Pedora. Empieza con pe.»
Con la bata puesta,
ya frente al lavabo, un rostro somnoliento, desgreñado y sin afeitar, le
echó una mirada aburrida desde el espejo. Un ligero sobresalto le subió,
con un hilillo frío, al descubrir en aquella imagen a su propio hermano
muerto cuando acababa de levantarse. El mismo rostro cansado, la misma
mirada que no terminaba aún de despertar.
Un nuevo movimiento
envió al espejo una cantidad de luz destinada a conducir un gesto
agradable, pero el regreso simultáneo de aquella luz le trajo
-contrariando sus propósitos-una mueca grotesca. Agua. El chorro
caliente se ha abierto torrencial, exuberante, y la oleada de vapor blanco
y espeso está interpuesta entre él y el cristal. Así -aprovechando la
interrupción con un rápido movimiento- logra ponerse de acuerdo con
su propio tiempo y con el tiempo interior del azogue.
Sobre la cinta de
cuero se levantó llenando de cortantes orillas, de helados metales; y la
nube -desvanecida ya- le mostró de nuevo la otra cara, turbia de
complicaciones físicas, de leyes matemáticas, en las que la geometría
intentaba una nueva manera de volumen, una forma concreta de la luz.
Allí, frente a él, estaba el rostro, con pulso, con latidos de su propia
presencia, transfigurado en un gesto, que era simultáneamente, una
seriedad sonriente y burlona, asomada al otro cristal húmedo que
había dejado la condensación del vapor.
Sonrió. (Sonrió.)
Mostró —a sí mismo— la lengua. (Mostró -al de la realidad- la
lengua.) El del espejo la tenía pastosa, amarilla: «Andas mal del
estómago», diagnosticó (gesto sin palabras) con una mueca. Volvió a
sonreír. (Volvió a sonreír.) Pero ahora él pudo observar que había
algo de estúpido, de artificial y de falso en esa sonrisa que se le
devolvía. Se alisó el cabello. (Se alisó el cabello) con la mano
derecha (izquierda), para, inmediatamente, volver la mirada avergonzado
(y desaparecer). Extrañaba su propia conducta de pararse frente al
espejo a hacer gestos como un cretino. Sin embargo, pensó que todo el
mundo observaba frente al espejo idéntica conducta, y su indignación
fue entonces mayor, ante la certeza de que, siendo todo el mundo cretino,
él no estaba sino rindiéndole tributo a la vulgaridad. Ocho y
diecisiete.
Sabía que era
necesario apresurarse si no quería ser despedido de la agencia. De esa
agencia que se había convertido, desde hacía algún tiempo, en el
sitio de partida de sus propios funerales diarios.
El jabón, al
contacto con la brocha, había levantado ya una blancura azul liviana que
lo recuperaba de sus preocupaciones. Era el momento en que la pasta
jabonosa se subía por el cuerpo, por la red de las arterias, y le
facilitaba el funcionamiento de toda la maquinaria vital... Así,
regresado a la normalidad, le pareció más cómodo buscar en el cerebro
saponificado la palabra con que quería comparar el almacén de Mabel.
Peldora. La cacharrería de Mabel. Paldora. La salsamentaria o droguería.
O todo a la vez: Pendora.
Sobre la jabonería
hervía la espuma suficiente. Pero siguió frotando la brocha, casi con
pasión. El espectáculo pueril de las burbujas le daba una clara
alegría de niño grande que se le trepaba al corazón, pesada y dura,
como un licor barato. Un nuevo esfuerzo en persecución de la sílaba
habría sido entonces suficiente para que la palabra reventara, madura y
brutal; para que saliera a flote en aquella agua espesa, turbia, de su
esquiva memoria. Pero esta vez, como las anteriores, las piececillas
dispersas, desarmadas de un mismo sistema, no ajustarían con exactitud
para lograr la totalidad orgánica, y él se dispuso a desistir para
siempre de la palabra: ¡Pandora!
Y era ya tiempo de
que desistiera de aquella búsqueda inútil, porque —ambos alzaron la
vista y se encontraron en los ojos— su hermano gemelo, con la brocha
espumeante, había empezado a cubrirse el mentón de fresca
blancurazul, dejando correr la mano izquierda —él lo imitó con la
derecha— con suavidad y precisión, hasta cubrir la zona abrupta.
Desvió la vista, y la geometría de las manecillas se le presentó
empeñada en la solución de un nuevo teorema de angustia: ocho y
dieciocho. Lo estaba haciendo muy lentamente. Así que, con el firme
propósito de terminar pronto, afirmó la navaja de cuerno obediente a la
movilidad del meñique.
Calculando que en
tres minutos estaría terminado el trabajo, levantó el brazo derecho
(izquierdo) hasta la altura de la oreja derecha (izquierda), haciendo de
paso la observación de que nada debía resultar tan difícil como
afeitarse en la forma en que lo estaba haciendo la imagen del espejo.
Había derivado de allí toda una serie de cálculos complicadísimos con
el propósito de averiguar la velocidad de la luz que, casi
simultáneamente, realizaba el viaje de ida y regreso para reproducir cada
movimiento. Pero el esteta que lo habitaba, tras una lucha aproximadamente
igual a la raíz cuadrada de la velocidad que hubiera podido averiguar,
venció al matemático, y el pensamiento del artista se fue hacia los
movimientos de la hoja que verdeazulblanqueaba con los diferentes golpes
de luz. Rápidamente —y el matemático y esteta estaban ahora en paz—
bajó el filo por la mejilla derecha (izquierda) hasta el meridiano del
labio, y observó con satisfacción que la mejilla izquierda de la
imagen aparecía limpia entre sus bordes de espuma.
No acababa aún de
sacudir la hoja cuando, de la cocina, empezó a llegar el humeo cargado
con un acre olor a carne guisada. Sintió el estremecimiento debajo de
la lengua, y el torrente de saliva fácil, delgada, que le llenó la
boca con el sabor enérgico de la manteca caliente. Riñones guisados. Por
fin hubo un cambio en la condenada tienda de Mabel. Pendora. Tampoco. El
ruido de la glándula entre la salsa le reventó en el oído, con un
recuerdo de lluvia martillante, que era, en efecto, el mismo de la
madrugada reciente. Por tanto, no debía olvidar los zapatones y el
impermeable. Riñones en salsa. No hay duda.
De todos sus
sentidos ninguno le merecía tanta desconfianza como el del olfato. Pero,
aun por encima de sus cinco sentidos y aun cuando aquella fiesta no fuera
más que un optimismo de su pituitaria, la necesidad de terminar
cuanto antes era, en aquel momento, la más urgente necesidad de sus cinco
sentidos. Con precisión y ligereza —el matemático y el artista se
mostraron los dientes— subió la hoja de adelante (atrás) hacia atrás
(adelante), hasta la comisura (derecha) izquierda, mientras con la mano
izquierda (derecha) se alisaba la piel, facilitando así el paso de la
orilla metálica, de adelante (atrás) hacia (adelante) atrás, y de
arriba (arriba) hacia abajo, terminando —ambos jadeantes— el trabajo
simultáneo.
Pero, ya al
finalizar, y cuando daba los últimos toques a la mejilla izquierda con
la mano derecha, alcanzó a ver su propio codo contra el espejo. Lo vio
grande, extraño, desconocido, y observó con sobresalto que, por encima
del codo, otros ojos igualmente grandes e igualmente desconocidos,
buscaban desorbitados la dirección del acero. Alguien está tratando de
ahorcar a mi hermano. Un brazo poderoso. ¡Sangre! Siempre sucede lo mismo
cuando lo hago de prisa.
Buscó, en su
rostro, el sitio correspondiente; pero su dedo quedó limpio y no
denunció el tacto solución alguna de continuidad. Se sobresaltó. No
había heridas en su piel, pero allá, en el espejo, el otro estaba
sangrando ligeramente. Y en su interior volvió a ser verdad el fastidio
de que se repitieran las inquietudes de la noche anterior. De que ahora,
frente al espejo, fuera a tener otra vez la sensación, la conciencia
del desdoblamiento. Pero allí estaba ya el mentón (redondo: caras
iguales). Esos pelos en el hoyuelo necesitan una navaja en punta.
Creyó observar que
una nube de desconcierto velaba el gesto apresurado de su imagen.
¿Sería posible que, debido a la gran rapidez con que se estaba rasurando
—y el matemático se adueñó por entero de la situación—, la
velocidad de la luz no alcance a cubrir la distancia para registrar
todos los movimientos? ¿Podría él, en su premura, adelantarse a la
imagen del espejo y terminar la tarea un movimiento antes de ella? ¿O
sería posible —y el artista, tras una breve lucha, logró desalojar al
matemático— que la imagen hubiera tomado vida propia y resuelto —por
vivir en un tiempo descomplicado—, terminar con mayor lentitud que su
sujeto externo?
Visiblemente
preocupado abrió el grifo del agua caliente y sintió la subida del vapor
tibio y espeso, mientras el chapoteo de su rostro entre el agua nueva le
llenaba los oídos de un rumor gutural. Sobre la piel, la amable
aspereza de la toalla recién lavada le hizo respirar una honda
satisfacción de animal higiénico. ¡ Pandora! Ésa es la palabra:
Pandora.
Miró la toalla con
sorpresa y cerró los ojos, desconcertado, mientras allá, en el espejo,
un rostro igual al suyo lo contemplaba con unos grandes ojos estúpidos y
el rostro cruzado por un hilo cárdeno.
Abrió los ojos y
sonrió (sonrió). Ya nada le importaba. El almacén de Mabel es una caja
de Pandora.
El olor caliente de
los riñones en salsa le agasajó el olfato, ahora con mayor urgencia. Y
sintió satisfacción —con positiva satisfacción— que dentro de su
alma un perro grande se había puesto a menear la cola.
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