Gabriel García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)


Gabriel García Márquez, o la cuerda floja
Luis Harss: Los nuestros
(Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1966, pp. 381-419)


      Es duro y macizo, pero ágil, con un impresionante mostachón, una nariz de coliflor y los dientes emplomados. Luce una vistosa camisa de sport abierta, pantalones estrechos, y un saco oscuro echado sobre los hombros. Pátzcuaro es un lago de humores caprichosos situado en las alturas, a unos trescientos kilómetros al oeste de la Ciudad de México, en el camino que lleva a Guadalajara. Cuando cae la noche veloz después de un largo día de trabajo entre cámaras y reflectores —está filmando con un grupo de profesionales en las calles embarradas de un pueblo cercano, donde estallan a cada rato los chaparrones— se pone a pensar.
          «Inventario de muertos», llama a la literatura de su país. Y la verdad es que desde La vorágine de Rivera —un clásico ya arcaico— no se ha distinguido por sus novelistas. Colombia es un baluarte del conservadurismo católico, el museo del tradicionalismo político y el purismo literario. Sus escritores han sido académicos y gramáticos. Hubo excepciones honorables: poetas hipersensibles como José Asunción Silva; un modernista cerebral: Guillermo Valencia; un profeta de las penumbras, conocido más que nada por sus excentricidades: Porfirio Barba Jacob. En cuanto a la novela, la idílica María fue un momento del romanticismo. En otros momentos, Colombia se ha destacado por producir algunas de las peores obras del continente. Basta recordar las extravagancias de Vargas Vila, el de Flor de fango, tan inmensamente popular a comienzos del siglo por su combinación de exotismo y pornografía. En otra etapa, fue respetable la obra de Tomás Carrasquilla, el inventor de la novela costumbrista en Colombia. Su realismo escénico tenía más bien fines didácticos. El naturalismo estilo Zola de Osorio Lizarazo pintó cuadros dramáticos. Pero sólo La vorágine perdura, y en gran parte por el arquetipo literario del trópico que legó a novelistas más hábiles. A la cabeza de esos novelistas está García Márquez.
          Una vida atribulada que pudo arruinarlo más de una vez ha dejado a García Márquez con el tesoro de experiencias personales que enriquecen su obra. Es un hombre que puede naufragar sin ahogarse. Hace años que vive en México. Volvería a su patria si pudiera —dice que dejaría todo inmediatamente si lo necesitaran allí—, pero por el momento él y Colombia no tienen nada que discutir. Los separan, entre otras cosas, diferencias políticas de esas que llevan al destierro. Entretanto —si la vida en el exterior puede ser incómoda, para él también ha significado el éxito—, vive como un cauteloso tesorero entre sus joyas nocturnas. Con un puñado de obras a su nombre, ya parece un millonario de la invención. Se lanzó con La hojarasca (1955) y luego, con un fulgor de luces ocultas, se sucedieron rápidamente El coronel no tiene quien le escriba (1961), Los funerales de la Mamá Grande (1962) y La mala hora (1962). Es miembro fundador de esa «mafia» algo heterogénea de jóvenes internacionales, todos —Fuentes, Vargas Llosa— rondando la treintena, cuya obra ha revolucionado nuestra literatura. Son una especie de diáspora que se reúne raras veces y no siempre se conoce en persona, pero se mantiene en comunicación a través de las fronteras nacionales. Se admiran y compiten entre ellos. Sienten, a pesar de las envidias inevitables, que el éxito de uno es el de todos. García Márquez habla de una «conciencia de equipo». Todos están abriendo brecha. El talento puede manifestarse en cualquier parte hoy en Latinoamérica, y por donde aparece se corre la voz. Hay como una exuberancia de la novedad, y una euforia. García Márquez dice que la novela latinoamericana es hoy por hoy la única respuesta a la esterilidad del nouveau roman francés. Todavía duda de su propio talento. Pero vive y siente que existe en sus libros. Como tantos escritores, inventa para compensar alguna carencia personal. Es un hombre intenso, voluble, que hará cualquier cosa para llegar a la gente, para que lo quieran, como dice, hasta escribir libros. La minuciosa reproducción que hace por dentro de sus recuerdos de infancia delata al exiliado que lleva su casa a cuestas por el mundo.
          Gracias a García Márquez, el lugar más interesante de Colombia es un pueblo tropical llamado Macondo, que no aparece en ningún mapa. Situado entre dunas y pantanos por un lado, y por el otro la sierra impenetrable, es un pueblito costero tórrido y decadente, como miles de otros en el corazón del hemisferio, pero también muy especial, a la vez extraño y conocido, peculiar y general, instantáneo como un pálpito, eterno como la imagen de un paisaje olvidado. Es uno de esos lugares de donde el viajero se ha ido para volver y encontrarse. Macondo, más un ambiente que un lugar, está en todas partes y en ninguna. Quienes van allá emprenden un viaje interior. Es geografía y también historia y autobiografía.
          García Márquez nació en 1928, en Aracataca, un caserío en los confines de Santa Marta, probablemente muy parecido a Macondo, que lleva el nombre de una plantación de bananos que había en la zona cuando era niño. Allí creció —y allí de algún modo sigue viviendo— con las habladurías de familia que se convierten en mitología.
          Macondo tuvo una historia agitada. Los primeros pobladores, a mediados o fines del siglo pasado, fueron refugiados que llegaron huyendo de las guerras civiles que devastaban en esa época el campo colombiano. Las guerras —«una larga y penosa realidad en Colombia», dice García Márquez, y están siempre en su telón de fondo— terminaron alrededor de 1903, pero sus consecuencias no han dejado de sentirse. Macondo tuvo su auge entre 1915 y 1918, la época de la «fiebre del banano», que pobló la zona de aventureros: esa «hojarasca» humana que llegaba fascinada por la esperanza y no tardaba en ser barrida por el huracán de los malos tiempos. Cuando la bananera abandonó el pueblo, se llevó la prosperidad y quedaron la inercia y la apatía. Los que podían se iban. Los otros se fundían. Era poco lo que podía alentarlos. No le quedaba a Macondo otra cosa que los viejos feudos, los héroes desaparecidos, los enconados delirios de grandeza, los recuerdos tardíos. En medio de la desesperación general, hubo un período de bandolerismo en que el pueblo fue saqueado, y luego llovieron las pestes y los azotes, las sequías y los diluvios. Un programa de «pacificación» quedó empantanado. Peor que la ruina económica es la gangrena moral. Es un pueblo de malas conciencias, odios y rencores. El pasado fue enterrado vivo y ha vuelto como un remordimiento para convertirse en una pesadilla colectiva. Nadie duerme bien en Macondo. Hay una atmósfera de desconfianza y recelo, violencia y hostilidad. Desde hace algún tiempo nada parece alterar el bochorno si no es la visita espasmódica de algún ruinoso circo o la llegada semanal de la lancha del correo. Pero acecha algo todavía peor. Se siente en el aire. Macondo goza o sufre de una precaria estabilidad. Pero con un sexto sentido percibe que viene una sacudida. Son tiempos apocalípticos de revolución. Hay guerrilleros en el monte. Aunque nadie lo dice, todo el mundo lo sabe. El médico del pueblo distribuye volantes clandestinos; el peluquero chismoso trabaja bajo un cartel que dice PROHIBIDO HABLAR DE POLÍTICA; el cura está ciego y sordo; la sastrería es un nido de sedición. La historia está por atropellar a Macondo. Y se multiplican los presagios. Hace un rato caían pájaros del cielo. Macondo, tedioso y doliente, está en vísperas del terremoto. García Márquez, a la expectativa, capta y fija el momento de la espera. Nada ha sucedido todavía. Pero de alguna manera ya ha sucedido todo. Los calores y las angustias de la noche son premonitorios de lo que traerá el día.
          El tiempo y la distancia han vaporizado a Macondo. Sus contornos fluctúan, sus estadísticas también, y son algo borrosos sus rasgos geográficos y su demografía. Podría muy bien ser más de un lugar. A veces García Márquez lo pinta como una aldea, y otras —una «solución de conveniencia», dice— como un pueblón lo bastante grande como para merecer un servicio de trenes diarios desde la capital. Tiene sólo un cine rotoso, pero por lo menos dos curas cronológicamente superpuestos, y media docena de coroneles retirados, todos con recuerdos claustrofóbicos. Hay una cantidad de pequeñas contradicciones e incongruencias. Pero no importa. Si varían los datos, es porque son instancias. Macondo interesa no por lo que es, sino por lo que sugiere. Vive sólo para los ojos interiores, que ven más de lo que está a la vista. Como todos los lugares míticos, es múltiple: una imagen que se abisma.
          El milagro es que un hombre que se alejó tanto de su fuente haya podido recuperarla. Macondo era ya un fantasma en 1940, cuando García Márquez se mudó a Bogotá para estudiar con los jesuitas. Tenía doce años, y se recuerda como un niño de ojos brillantes y atónitos. Sufrió con el cambio, pero no se dejó impresionar indebidamente por las maravillas de la vida ciudadana, y fue un estudiante apático. Sus estudios —la secundaria, y luego un encuentro algo ignominioso con el derecho en la Universidad de Bogotá— fueron otro postergamiento. De algún modo se mantenía por dentro. Entretanto, había que ganarse la vida, y se metió de cabeza en la lotería del periodismo. Al mismo tiempo, comenzó a desvelarse escribiendo cuentos. Leyó mucho a Joyce y Kafka y los imitó, «truqueándolos», con resultados negativos, «malabaristas». Por allí no iba el camino. Dice que destruiría esos primeros cuentos si los tuviera a mano, pero esperan la posteridad en los archivos de El Espectador, el diario liberal cuyo suplemento literario fue el primero en publicar su obra. Justamente uno de estos cuentos le abrió en 1946 las puertas del periodismo. Por varios años estuvo en las filas de El Espectador, como redactor y reportero. Sus encargos lo llevaron a los cuatro confines del país. Y un día, en 1954 el diario lo mandó como corresponsal a Europa. Salió disparado, y fijó su residencia en Roma, donde descubrió el Centro Cinematográfico Experimental, que fue su refugio. El cine lo había atraído siempre. Siguió un curso de director, enviando mientras tanto a Colombia sus impresiones y juicios críticos sobre las películas del día. De Roma fue a París, el eje de la rueda para un escritor, desde donde viajó por el este de Europa. En medio de los desplazamientos, cada vez más urgido, se concentró en versiones de un libro de muchos capítulos irresueltos, uno de los cuales iba a echar raíces independientes y convertirse en El coronel no tiene quien le escriba.
          Por un rato todo anduvo bien, hasta fines de 1955, cuando la dictadura de Rojas Pinilla, acorralando a la oposición interna, clausuró El Espectador. El diario no le había fallado nunca con sus giros mensuales, pero ahora lo dejó en la calle, a la espera de un cheque que nunca llegó. Pasó un año anémico sin saber de dónde le vendría el próximo bocado. Recuerda los calambres que padeció en un roñoso cuartucho de hotel del Barrio Latino, cerca del Panteón. Debía el alquiler de todo el año, un total de 123.000 francos viejos, una suma astronómica en esa época. Y tampoco, observa risueño y morboso, se rompía la cabeza por salir del aprieto. En realidad, no la pasaba tan mal. Estaba en una de esas situaciones ambiguas que seducen y aterran a la vez, con la voluntad paralizada por el trabajo. Y, cosa extraña, el hotel se apiadó de él y no trató de cobrar la cuenta. Dice que la administración le tenía confianza porque no salía de su cuarto, y hasta perdían clientes por él, a causa del ruido que hacía por las noches escribiendo a máquina. Por fin, todavía con agujeros en los bolsillos, se filtró en un cuarto de sirvienta en la rue d’Assas, con sirvienta y todo.
          La maldición aflojó en 1956, cuando —con un alto que hizo en Colombia para casarse con su novia, Mercedes, que lo esperaba ansiosa desde hacía cuatro años— se mudó a Caracas. Allí, en la redacción de Momentos y Élite, terminó otro capítulo desprendido de su libro, Los funerales de la Mamá Grande. En 1959, cuando Castro entró en La Habana, lo designaron para que abriera la oficina de Prensa Latina en Bogotá. Al año siguiente —el año del zapato de Khrushchev— representó a Prensa Latina en la Asamblea General de las Naciones Unidas. Fue una satisfacción y —por un tiempo— una solución económica. Pero pronto sus relaciones con Prensa Latina se deterioraron, y renunció.
          Por último, en 1961 llegó a México con un centenar de dólares en el bolsillo. Cuando se le acababan los últimos diez, «entró a funcionar el grupo». Sus amistades mexicanas lo ayudaron a instalarse entre la colonia de artistas en el suburbio residencial de San Ángel Inn, donde está cómodo. En México terminó La mala hora, que apareció algo tergiversada en España. En el año que corre —ha merecido su cuota de premios literarios, pero no es de ese pan que vive el hombre—, se gana la vida en distintas partes del país escribiendo guiones para películas de la «nueva ola». Uno de sus cuentos, «En este pueblo no hay ladrones», fue filmado por un grupo experimental para presentarlo en el Festival de Locarno en 1965. Roba tiempo y energías donde puede para dedicarlos a los capítulos de ese libro que sigue creciendo en él. Es un barril sin fondo.
          El atardecer que pasamos en las transparencias de Pátzcuaro con nuestro huésped, Gabriel, un ángel caído del cielo —los años flacos le han dado un sentido pródigo de la hospitalidad e insiste en pagar nuestra cuenta de hotel—, es como un ensueño. El aire es puro y sin embargo respiramos apenas. El escenario es una tranquila posada colonial a orillas del camino que lleva al pueblo vecino. La sombra de la entrada da a un patio interior con plantas en macetas y fragantes macizos de flores, rodeado por arcadas a las que se asoman por ventanillas crepusculares los cuartos oscuros. En un tablero que cuelga frente a la recepción hay listas de nombres y horarios de filmación. Aquí amanece a las cinco o seis de la mañana y cae la noche temprano. Son las diez, hora en que el equipo se retira, quedan cuatro gatos en el comedor. Nos asomamos a un salón de fumar húmedo y vacío, una sala de juegos con mesas de ping-pong. Anda alguna figura por un pasillo, rechina una llave gruesa en una cerradura y retumba una puerta. Pero hay poco movimiento después del anochecer.
          Esperamos sentados en nuestro cuarto, organizándonos con lápices y cuadernos de notas —no se nos permite usar grabadora— cuando aparece en un tenebroso recodo del pasillo el Ángel Gabriel, con el bigote erizado y luces en los ojos. Entra furtivo, algo agitado, pero contento. Se aburre en Pátzcuaro, donde la compañía no varía, y está encantado de tener con quién hablar. Ser el tema de la conversación lo halaga y lo intriga. «Lástima que no puedan quedarse más tiempo», dice cuando le anunciamos nuestra partida para el mediodía siguiente. Se instala —es una noche perfumada que promete bien— dejándose caer de espaldas en la cama como un paciente en psicoanálisis.
          Habla rápido, llenando de puchos el cenicero, a como le salga, tejiendo hilos de ideas que levantan vuelo y se pierden a veces antes de que los pueda atrapar. Se hipnotiza él mismo, y hace una estrategia de la negligencia. Pero no se deja ir. En realidad, escucha atento cada palabra que dice, como si tratara de oír fragmentos de una conversación en el cuarto de al lado o bajo el piso.
          Así escribe también, sin fijarse un plan, en una especie de alerta total, registrando las vibraciones. No se ajusta a ninguna receta predeterminada. «Tengo ideas políticas firmes —dice—, pero mis ideas literarias cambian con mi digestión». Si cuenta una historia, es menos para desarrollar un tema que para descubrirlo. Para él, los hechos y los datos son provisionales, válidos no como afirmaciones sino como tentativas. Lo que vislumbra hoy puede descartarlo mañana. Si al final, sumando todo, los resultados no siempre son netos, es tal vez porque deberíamos restar, y no sumar, para hacer el balance. Su mundo no tiene ni principio ni fin, ni borde exterior. Lo que lo sujeta y define es la tensión interna. Siempre está a punto de tomar forma concreta, pero sigue siendo impalpable. Y así debe ser. Su relación con la realidad objetiva es la de un negativo fotográfico que se puede revelar de distintas maneras. Una misma fuente ha alimentado todas sus imaginaciones. Comparten una especie de figura de fondo. El coronel no tiene quien le escriba, Los funerales de la Mamá Grande y La mala hora fueron compuestos los tres más o menos al mismo tiempo. En principio, La mala hora debía contener los tres en un solo libro. «Quise ponerle todo lo que sabía», dice García Márquez. Luchó con él cinco o seis años, sin ver nunca la salida. Había demasiada acumulación. Desechó partes y amplió otras que adquirieron vida propia. Así nacieron de las costillas de Adán El coronel y la mayoría de los cuentos de Los funerales, donde se repiten los mismos personajes y situaciones que pertenecen al mismo esquema. El coronel, dice García Márquez, comenzó como un episodio de La mala hora. Pero a medida que el protagonista adquiría peso y volumen «se salía», hasta que tuvo que darle casa propia.
          Desde entonces, García Márquez ha explotado obsesivamente su veta única. Un hilo umbilical lo ata a sus temas. Contarlos y recontarlos no los agota sino que los enriquece. Relee constantemente sus libros. Puede recitar capítulos enteros de memoria. Los repasa y los revisa en busca de alternativas, pero siempre vuelve al punto inicial. «Escribo un libro que ya no sé cuál es», dice. Su empecinamiento nace de la nostalgia: por una época y un lugar. Ha estado fuera demasiado tiempo. «Se me están enfriando los mitos.» Hará cualquier cosa para revivirlos. Son la luz —y la felicidad de la inspiración— que le viene de su infancia.
          «Tuve una infancia prodigiosa», dice García Márquez. Apenas conoció a sus padres. Se imaginaba a su madre ausente como un gran regazo indefinido en el que nunca se sentó. La conoció por primera vez a los siete u ocho años. Ella lo había dejado al cuidado de sus abuelos, que recuerda como a seres fabulosos. «Tenían una casa enorme, llena de fantasmas. Era una gente con una gran imaginación y superstición. En cada rincón había muertos y memorias, y después de las seis de la tarde la casa era intransitable. Era un mundo prodigioso de terror. Había conversaciones en clave.» Él era un niño asustado que se retraía en el borde de una silla en un rincón o se atrincheraba detrás de los muebles. Al pie de su cama asomaba ominoso y parpadeante un gran altar dorado con santos de yeso cuyos ojos brillaban en la oscuridad. La abuela, una presencia que rondaba por la casa como un alma en pena, entraba de puntillas por la noche, y lo aterrorizaba con sus cuentos. Era una mujer nerviosa, excitable, propensa a los accesos y las visiones. En cambio, el abuelo —que ocupaba un pequeño puesto político en la burocracia local— era su gran compañero, amigo y confidente, «la figura más importante de mi vida», dice García Márquez, que ha evocado sus rasgos en más de un personaje. Juntos daban largos paseos e iban al circo. El anciano había combatido en las guerras civiles, que lo habían marcado profundamente. En una ocasión había tenido que matar a un hombre: un acto que lo persiguió siempre. «Tú no sabes lo que pesa un muerto», le decía a su nieto con un suspiro. Murió cuando el niño tenía ocho años, y ése fue el final de toda una era para García Márquez. «Después todo me resultó bastante plano», dice. Crecer, estudiar, viajar, «nada de eso me llamó la atención. Desde entonces no me ha pasado nada interesante».
          Dice que todo lo que ha escrito hasta ahora lo conocía ya o lo había oído antes de los ocho años. Necesita un largo período de sedimentación antes de poder aprovechar los recuerdos. Conjurarlos es una tarea delicada para la que no hay método seguro. Toca de oído. Las cosas parecen llegarle solas, de la bruma o del vacío. Si inventa algo, es casi por equivocación. «Todo lo que escribo son cosas que conozco. Gente que he visto. No analizo nada.» Su función es ser receptivo. «No sé muy bien dónde encaja la gente ni qué significa»: se le aparece en un gesto súbito, un incidente, una mueca, una voz olvidada, fulgura un instante y se borra. Él los agarra si puede al vuelo. La mitad de las veces empuña el vacío.
          Tarde o temprano la vigilia tendrá su recompensa. La tuvo en La hojarasca, que García Márquez comenzó cuando tenía diecinueve años, aunque se publicó ocho años después. Es un libro embrionario, apenas una promesa de lo que vendría, pero lleno de drama y colorido y además rebosante de acontecimientos históricos que servirán de telón de fondo al resto de su obra. En La hojarasca, García Márquez revolvía a los muertos en sus tumbas. El período que abarca en la historia de Macondo —1903 a 1928— precede al autor. Termina en el año en que él nació.
          Tortuosos monólogos que giran en torno a un cadáver en su féretro evocan el auge y la decadencia de Macondo reflejados en los destinos de una familia a lo largo de tres generaciones, cada una de las cuales tiene un representante en escena, como narrador y, supuestamente, punto de vista sobre la acción. De entrada aparece esa figura característica de García Márquez, el viejo y altivo coronel vagamente asociado con la causa de la guerra civil y ahora retirado con honores del campo de batalla. La primera mujer del coronel murió de parto. El coronel se ha vuelto a casar, y tiene de su segundo matrimonio una hija voluntariosa y enérgica, Isabel, que vive con él en el hogar ancestral —una copia, dice García Márquez, de la casa de sus abuelos— después de haber sido abandonada por un marido veleta. El coronel, Isabel y su hijo, un niño que es una borrosa proyección del autor, son testigos de una tragedia común.
          Recapacitan durante el velorio de un viejo amigo de la familia que se ha ahorcado. El muerto es el eje de la historia, que va reconstruyendo su turbulenta carrera al suicidio. Era un extraño personaje, un médico de oscuro origen y dudosa extracción —extranjero, tal vez: solía leer diarios franceses— que llegó como un presagio a instalarse con la familia años antes, armado de misteriosas recomendaciones de algún conocido común cuya identidad no se revela. La familia lo alojó, no se supo nunca muy bien por qué, tal vez por esa remota amistad, relación o parentesco que sólo parece conocer la segunda mujer del coronel, Adelaida. Durante años fue el único médico en el pueblo. Era un hombre silencioso, taciturno y sedentario que ejercía indiferente su profesión bajo la protección del coronel. Durante la «fiebre del banano», cuando la población iba en aumento y llegaron con ella otros médicos al pueblo, se fue retirando poco a poco del mundo, rehuyendo toda compañía, hasta que se encerró entre telarañas en su cuarto. Allí, presa de los delirios del celibato, pasaba las noches en vela retorciéndose en su colchón vacío. Circulaba por ese entonces el rumor de que le hacía la corte a escondidas a la hija del peluquero, una pobre criatura que veía espíritus y que con el tiempo, según parece, trajo uno al mundo. Hasta que un día el doctor se fugó con la criada de la familia, Meme, a quien ya había hecho abortar una vez, y vuelto a embarazar. La instaló con todo lujo, vistiéndola como una gran dama de la alta sociedad, y para colmo la enviaba por puro gusto a la iglesia para escandalizar a las beatas del pueblo. Llegó hasta a comprarle un negocito con sus ahorros, y cuando ella a pesar de todo lo plantó, era tal el resentimiento en el pueblo por todas sus afrentas que se le acusó de haberla asesinado para impedir que lo envenenara.
          Por entonces la hostilidad contra el doctor era general. Y él tampoco se mostraba conciliador. Cuando el bandidaje dejó en escombros a Macondo y los otros médicos tenían las manos llenas, él se negó rotundamente, por razones desconocidas, a atender a los heridos, con lo que finalmente se conquistó la enemistad imperecedera de todos. Adelaida está convencida de que es el diablo en persona. Otra hipótesis, que también queda trunca, sugiere que puede ser un penitente extraviado. Santo o demonio, espíritu del bien o del mal, el asunto queda irresuelto. En todo caso, se ha ido agolpando en su puerta la turbamulta, y de no intervenir a último momento el cura, que simpatiza misteriosamente con él, lo habrían linchado.
          Ahora, muerto, el doctor sigue haciendo estragos. El pueblo está alborotado, y amenaza el tumulto en las calles. Parecería que la sola presencia del doctor tocara en carne viva a la gente, desencadenando sus temores y odios reprimidos. Es algo así como la mala conciencia de Macondo, que no descansará jamás. El nuevo cura, el padre Ángel, expresando la voluntad popular, ha desautorizado su entierro en terreno consagrado. Sólo el viejo coronel —que le debe la vida desde una ocasión en que Macondo sucumbió a la gripe— lo defiende. Contra las objeciones eclesiásticas, mantiene una vieja promesa de hacer que su tenebroso amigo sea enterrado como Dios manda. Pero ¿quién dice que la tierra podrá contenerlo? Un epígrafe que cita a la Antígona de Sófocles comenta irónico la escena: «Y respecto al cadáver de Polinices, que miserablemente ha muerto, dicen que se ha publicado un bando para que ningún ciudadano lo entierre ni lo llore, sino que insepulto y sin los rumores del llanto, lo dejen para sabrosa presa de las aves que se abalancen a devorarlo...».
          La hojarasca —que tuvo un gran éxito en Colombia, donde se vendieron treinta mil ejemplares en cuanto salió, gracias, según García Márquez, a sus amigos en el periodismo— es una obra un tanto despatarrada, impulsiva, verbosa, escrita a saltos y arranques que no llegan a encadenarse completamente y a veces se pierden en la maraña. El autor parece dar vueltas a su tema al revés y al derecho sin encontrarle nunca los puntos cardinales. Es que se atropelló un poco, dice. La hojarasca lo poseyó como ningún otro libro pudo hacerlo después. Le salía por los codos, inconexa y sin ningún propósito «literario»; el único de sus libros, dice, escrito «con verdadera inspiración». Recuerda que lo absorbía y lo arrastraba un torrente de ideas febriles. Era su época faulkneriana. En Faulkner —insiste que habría que nombrar también a Virginia Woolf— había encontrado no sólo un cierto ambiente gótico, sino un arte y un estilo. Como tantos de nuestros escritores antes que él, llegó a Faulkner como a una revelación: «Cuando leí a Faulkner, pensé: tengo que ser escritor». La violencia casi tropical de Faulkner, sus familias decadentes, los rencores heredados desde la época de la guerra civil, todo ese material caótico con el que Faulkner construía sus pesadillas se parecía mucho a la realidad colombiana. Faulkner le mostró cómo podía ser moldeada esa turbulencia elemental. Pero también lo abrumó.
          Si La hojarasca, a pesar de sus esplendores, se malogra, es porque está escrita en un lenguaje prestado que nunca llega a ser personal. Sus tramas entrelazadas, sus episodios superpuestos, sus juegos de tiempo, con sus retrocesos y repeticiones, son recursos mal aprovechados que frustran el propósito al que deberían servir. Los monólogos complementarios de los tres narradores, sofocados e indistintos, fragmentan y complican la acción sin matizarla. En vez de iluminar a los personajes los confunden, puesto que todos hablan con la voz del autor. Como no hay intimidad en los monólogos, el resultado no es la densidad sino la monotonía. Enseguida, ciertos episodios en la vida del niño, al margen de la acción principal, que quieren darle más cuerpo como personaje, no convencen. En general se malgasta mucha energía en La hojarasca, que con toda su carga emotiva queda informe y difusa.
          Pero no todo es pérdida. Se destacan ya ciertos prototipos que poblarán los otros libros: el vetusto coronel, el médico de alma atormentada, la serena y consecuente figura femenina, siempre, en García Márquez, un baluarte en la adversidad. Aparecen esas misteriosas y fatales afinidades que unen a la gente más improbable por algún rasgo secreto que comparten como una maldición común. Está, por ejemplo, el caso del médico y de su amigo párroco que se parecen como hermanos y llegaron ambos al pueblo el mismo día. Pocas veces se encuentran, pero cuando lo hacen parecen reconocerse el uno en el otro como si se hicieran contrapeso, por así decir: uno encarnando de alguna manera, se supone, el orden divino; el otro, las fuerzas abismales. Intuimos la situación sin poder explicarla. Y todo —como en los juegos de identidades de Borges, que acá hacen sombra— parece formar parte de un esquema que no se aclara. Hay un elemento de mistificación deliberada en La hojarasca: referencias cifradas, supresiones, vacíos, intermitencias, puntos ciegos. Más allá de los hechos cotidianos que constituyen el relato, se advierte la intención mágica. Por momentos nos sentimos al borde de una revelación que nunca llega. García Márquez evita las revelaciones, por considerarlas «un mal recurso literario». Fracasan además porque, como dice Borges, la solución siempre es inferior al misterio, insípida o melodramática. Lo que le gusta hacer a García Márquez es crear expectativas, augurios. Y eso es Macondo: un pueblo angustiado por siniestros presentimientos de pestilencia y catástrofe.
          En el ámbito de Macondo está el pueblo donde vive el coronel de El coronel no tiene quien le escriba, el personaje más acabado de García Márquez en la que es hasta ahora su obra más perfecta. La distancia entre La hojarasca y El coronel es la que hay entre el derroche y la economía absoluta. Entre uno y el otro García Márquez leyó y entendió a Hemingway, su otro autor favorito. No imita el estilo idiosincrático de Hemingway sino su despojamiento. No hay un gramo de lastre en El coronel. Todo se hace con «un mínimo de palabras». La claridad, la precisión, la reticencia seducen más que el exceso de antes. Hay un aura de cosas no dichas, de medias luces, silencios elocuentes que conmueven porque retratan el alma adusta del coronel, su orgullo y dignidad. Un soplo de inspiración atraviesa el libro, que apenas tiene cien páginas, pero está envuelto en sombras luminosas.
          El coronel, un viejo decrépito, vegeta en las ruinas de una casa hipotecada con su mujer, que comparte heroica su martirio, esperando en vano la pensión del gobierno que le corresponde desde que se jubiló años atrás. Como el abuelo del autor, fue tesorero de las derrotadas fuerzas revolucionarias del coronel Aureliano Buendía, y a causa de la amnistía general declarada después de la guerra, tiene derecho a la compensación. Pero pasa el tiempo y la carta no llega. Un abogado que supuestamente se ocupa del caso no hace más que enmarañarlo. Las protestas y solicitudes del coronel se pierden en lejanos laberintos burocráticos donde sin duda lo acechan sus enemigos. Esperar para siempre es el destino del coronel. Le late el corazón cada vez que se arrima la lancha del correo, pero en vano. Entretanto, su hijo Agustín, cuyo nombre sirve de contraseña a los guerrilleros en el monte, ha muerto en una barrida de tropas del gobierno. El amable doctor Giraldo, que sirve de enlace con las guerrillas, visita al coronel todos los días y bromea con él para levantarle el ánimo. El coronel, siempre chistoso él también, soporta todo con fortaleza. Eso no impide que le gusten los mimos, y se queja de las convulsiones asmáticas de su mujer, que no lo dejan dormir por la noche. También él padece los males atmosféricos, quebrantos y dolencias que cambian con la estación. En el mes lluvioso de octubre siente «como si tuviera animales en las tripas». Pero no se da por vencido. Y un día se le ocurre una idea genial. Ha heredado de su hijo un gallo de riña. Lo engordará para que se luzca en combate singular en un gran torneo en el que descuartizará a un gallo de un pueblo vecino, con lo que traerá al pueblo honor y fortuna. Así nace el monstruo sagrado de la ilusión.
          El coronel, en su destartalada miseria, apenas puede mantenerse a sí mismo, y mucho menos mantener al gallo, pero aunque no tenga ni dónde caer muerto, luchará. Venderá casa y colchón si hace falta. Y así comienzan a salir los muebles por la puerta, y cuando se da cuenta, su mujer ha tenido que empeñar su anillo de boda. Hace frente a esta nueva prueba con serenidad estoica. Y sucede que toda la población se compromete con el gallo, porque todos han apostado por él, seguros de enriquecerse. Empiezan a llegar las dádivas y las contribuciones en favor del símbolo del orgullo local. Igual, el coronel se ve reducido a comer alpiste. En momentos de desesperanza lo visita la tentación de vender el bicho a don Sabas, un ricachón del pueblo experto en las trampas de la compraventa. Pero sería traicionar a los que han puesto su fe en él. Además, tiene que salvar las apariencias. Ahora no hay nada que hacer más que seguir adelante. Se irá el invierno con sus maleficios, espera firmemente, acostado tembloroso en la cama bajo las sábanas frías, desaparecerán las goteras en el techo de paja, y entonces habrá pasado la mala racha y, Dios mediante, «todo será distinto». Y no abandona. Si su mujer ve las cosas de otra manera, que se las aguante. Siempre se las podrán arreglar. Está acostumbrado, por no decir entregado, a la desgracia. Sobre todo, tiene que pensar en su dignidad. Es un hombre que no lleva sombrero «para no tener que quitármelo delante de nadie». Llega un día de sol, y reflejando como siempre el clima, el coronel se llena de optimismo. Se levanta ansioso y crujiente para declarar: «En una mañana así dan ganas de sacarse un retrato». Ha vuelto la primavera. Quiere plantar rosas. Las comerán los puercos, dice su mujer con la voz del sentido común. Pero él ya pensó en eso, y dice satisfecho: «Deben ser muy buenos los puercos engordados con rosas».
          Pocos personajes de la novela latinoamericana seducen tanto como el viejo y maniático coronel, que terminado el libro vive largo tiempo en la memoria. Es una especie de niño prodigio envejecido, loco y cuerdo, conmovedor y humano, maravillado y tragicómico. Tiene no sólo una personalidad, sino un alma.
          El coronel es una anécdota, pero ante todo un retrato. Nos lleva, no hacia un hecho, sino hacia un personaje. García Márquez dice que no se proponía redondearlo sino hacer sentir su «peso humano». Se perciben sus movimientos en el ritmo de la narración. Habla poco, y sentencioso. En cada frase respira. El autor sabe dar toda una vida en un gesto.
          Gran parte del efecto de El coronel depende del humor sutil. La sonrisa de la cara de palo. Y atrás de la sonrisa, la mueca de dolor. García Márquez no se considera un humorista, si es que la palabra tiene algún sentido preciso. Dice que en sus obras el humor, que siempre comenta la gente, es algo que se da por añadidura, sin buscarlo. Desconfía del humor, sobre todo del chiste fácil que llena un vacío. Además, agrega solemne, siempre ha creído que no tiene sentido del humor. Las sonrisas desparramadas en sus obras las ha dejado caer de paso y como por casualidad, cuando surgían espontáneas de una situación. Sin embargo, confiesa bajo presión, el coronel fue concebido en principio como un personaje cómico. Pero después cambiaron las cosas. Fue durante la composición de El coronel en París cuando clausuraron El Espectador y García Márquez dejó de recibir sus cheques mensuales. Vivía angustiado, en una situación muy semejante a la del coronel, que no tenía nada de divertida. Si se reía al escribir, era para no llorar. Lo mismo el coronel, que sabe que cada vez que se ríe puede ser la última. La risa lo ayuda a derrotar la lógica de su mujer, y sus propias dudas. El doctor Giraldo lo comprende. Se hablan en chistes macabros, cuando llega con el termómetro a tomarle la temperatura. Y a través del humor dialoga con don Sabas, un diabético que —millonario pero privado de todo placer— tiene que endulzar su café con sacarina y se queja: «Es azúcar, pero sin azúcar». A lo que el coronel replica, «con la saliva impregnada de una dulzura triste»: «Es algo así como repicar pero sin campanas». Impone tal respeto a la gente que cuando lo sorprende la policía jugando a la ruleta en la sala de billar, con una nota clandestina en el bolsillo durante un toque de queda, lo dejan salir sin registrarlo. Pero, a solas después con su mujer, lo invade una pena insoportable cuando recuerdan que «somos huérfanos de nuestro hijo».
          Contrastan fuertemente los temperamentos del coronel y su mujer, que son polos opuestos. En García Márquez los hombres son fantasiosos, soñadores propensos a la ilusión fútil, capaces de momentos de grandeza pero en el fondo débiles y descarriados. Las mujeres, en cambio, suelen ser sólidas, sensatas y constantes, modelos de orden y estabilidad. Parecen estar mejor adaptadas al mundo, más arraigadas en la realidad. García Márquez lo dice de otro modo: «Mis mujeres son masculinas». En general son menos complejas que sus hombres. Madres, matriarcas, novias casi abstractas. Era típica la Isabel asexual de La hojarasca. «La función erótica está bastante perdida en mis libros», dice García Márquez. No hay escenas de amor, ni siquiera —exceptuando algún ensueño— de sensualidad. La esposa del coronel está cortada del mismo paño que Isabel, resquebrajada por la vida, pero firme hasta el final. Tiene los pies bien plantados. Quizá las mujeres encarnen ciertas nostalgias del autor. Figuras en situaciones memorables que lo han inspirado. En «La siesta del martes», el más antiguo —data de alrededor de 1948— y para García Márquez el más íntimo de los cuentos de Los funerales de la Mamá Grande, se da ese tipo de situación. Una tarde soporífera llegan a Macondo una viuda y su hija, que van a depositar flores en una tumba del cementerio. En la tumba está el hijo de la viuda. El muchacho fue baleado por ladrón y las rodea un ambiente de enemistad. La escena se concentra en la casa del cura, adonde han ido para pedir la llave del cementerio. La fuente de «La siesta», como de tantas de las obras clave de García Márquez, es un episodio que recuerda de su infancia. Dice que un día una mujer y una joven llegaron al pueblo con un ramo de flores, y pronto se difundió la voz: «Aquí viene la madre del ladrón». Lo que lo impresionó fue la dignidad invencible de la mujer, su fuerza de carácter en medio de la hostilidad popular. En el cuento, la viuda es una figura altiva y resuelta, una silueta dramática, un poco como un espectro salido de una tragedia griega. El retrato que traza García Márquez de la violencia del sentimiento en un pueblo tedioso y sórdido recuerda páginas análogas de La hojarasca. Las amenazas que dormitan bajo la vida cotidiana son uno de sus temas constantes. Cuando la viuda, con las llaves en la mano, está por encaminarse al cementerio, el pueblo entero se lanza a las calles para recibirla con odio en la mirada. Como el médico de La hojarasca, que más de una vez conoció la desaprobación pública y el ostracismo, tendrá que recorrer las filas de sus enemigos. Y aquí —el recorrido mismo no es descrito— termina el cuento. Se nos sugiere una imagen de algo que no ha sucedido todavía. Es en este detalle donde vive el cuento. Lo primero que vio al idearlo, dice García Márquez, fue la parte que quedó excluida. Aunque no enteramente, porque sucede en nuestra imaginación.
          Es el arte de la alusión y la elipsis lo que da a Macondo y sus habitantes su fuerza sugestiva. En Los funerales —con excepción del cuento un tanto superficial que da título al libro: es una sátira de un matriarcado local, y al mismo tiempo, dice el autor, «una gran burla de toda la retórica oficial» de la literatura periodística colombiana— todo se dice con pocas palabras. El trópico nunca fue menos exuberante. Estamos a una distancia absoluta del realismo horizontal de la novela naturalista, que sumerge y dispersa a la psiquis en el medio ambiente. García Márquez la recoge, la concentra, dándole toda su carga vertical. Hay una sublimación del paisaje, que deja de ser simple escenografía para volverse espacio interior. Si los humores de los habitantes fluctúan con las estaciones, es porque los ciclos de la naturaleza reflejan las fases mentales del hombre. Así, para el viejo coronel, por ejemplo, el otoño es desasosiego y malestar, el invierno es depresión y la primavera es euforia. A primera vista parecería que los factores externos determinan las actitudes vitales, pero lo que sucede en realidad es lo opuesto. Desde Canaima y La vorágine, ha habido un cambio óptico en nuestra literatura. Ahora la imagen está en el ojo que la ve. Sin sacrificar la observación sociológica, siempre muy precisa en sus libros, García Márquez individualiza a sus personajes, humanizándolos. Son al mismo tiempo característicos y específicos. Si a veces tiende a duplicar ciertos rasgos —sus viudas, médicos y coroneles se parecen siempre bastante a los otros miembros de sus clases respectivas—, no es por esmero documental sino por limitaciones temperamentales del autor. Una misma subjetividad anima todas sus creaciones. Los papeles que se reparten derivan todos de un solo repertorio mental.
          En Macondo, que vive en cuarentena, se alternan con regularidad, como fiebres palúdicas, la ilusión desenfrenada y el pesimismo total. Típico es el caso del prodigioso carpintero Baltazar, quien, soñándose rico y famoso, construye una elegante pajarera para el hijo de unos grandes propietarios, los Montiel, que en vez de comprársela, como había esperado, la rechazan con toda frialdad, en vista de lo cual, sin desanimarse, Baltazar la regala y luego recorre el pueblo gastando en su imaginación el dinero de la venta que no fue.
          Los Montiel viven en una mansión heredada de la matriarca de la localidad, la Mamá Grande, una especie de doña Bárbara, que reunió vastas propiedades durante su vida y las gobernó a tuertas o a derechas por noventa y dos años. Tenía las manos metidas en todo, desde la minería hasta la política, y fue grande su dominio, que combinaba el fraude electoral con la tiranía doméstica. En su feudo, que además de tierras fértiles incluía aguas territoriales, dictaba la opinión pública y la moral cristiana, y cuando murió, virgen y «en olor de santidad», rodeada por una inmensa familia semiincestuosa y en gran parte ilegítima, dejó baúles llenos de documentos falsos y un imperio compuesto de cinco municipios y trescientas cincuenta y dos familias de aparceros. El Papa y el presidente de la República asistieron a las exequias, de luto patriótico y con gran fanfarria oficial. Y en la muerte sigue indómita la Mamá Grande. Su presencia habita en la mansión mucho tiempo después de haberse hecho cargo de ella los Montiel. Ellos también son una gente rara. De José Montiel, el páter familias, sabemos que era rico, tacaño y taciturno, y que murió de «la furia». Le sobrevive su viuda cascarrabias, que se pasea por la casa vacía regañando a su mayoral, Carmichael, un pájaro de mal agüero que atrae desgracias abriendo siempre su paraguas en el vestíbulo. Cuando no está a las patadas con Carmichael, la viuda se sienta a papar moscas por la ventana, pensando en sus hijas, que viven en Europa y se niegan a volver a esta «tierra de salvajes». Otro personaje medio lunático es Rebeca Buendía, la viuda de José Arcadio, un aventurero que se fugó de joven con unos gitanos y dio la vuelta al mundo sesenta y tres veces antes de morir misteriosamente. Rebeca llegó huerfanita a Macondo en la época de La hojarasca, trayendo una bolsa con los huesos de sus padres. Ahora es una vieja amargada que vive «en una inmensa casa de dos corredores y nueve alcobas» y padece de visiones y delirios.
          Por el mismo camino va Nora Jacob, una esposa abandonada que sufre las cortesías de un pretendiente remilgado, Benjamín, al que mantiene a raya mientras se consuela en la casa de al lado con uno de los hermanos Asís; y la acompaña en su desgracia Mina, la solterona del pueblo, que se gana precariamente la vida en un cuarto mísero con su madre y su abuela ciega, haciendo flores artificiales que se le marchitan en las manos.
          Poco mejor es la suerte de los funcionarios públicos de Macondo, entre ellos el abúlico padre Ángel, carcomido por la indiferencia general hacia su misión, a la que en realidad renunció hace mucho tiempo. Lleva una culpa que le remuerde la conciencia: cierta vez negó la absolución a una esposa adúltera, causando así una tragedia familiar. Desde entonces, prolongando una siesta de años, duerme sentado ceremoniosamente en su confesionario vacío. Lo cuida su casera, Trinidad, una adolescente un tanto andrógina, de voz ronca, que pone ratoneras en la iglesia todas las noches y colecciona los ratones muertos en una caja de zapatos. Puntual, al ponerse el sol el padre Ángel toca doce veces la campana de la iglesia —su única actividad— para anatematizar la película diaria, que lleva títulos como «Virgen de medianoche». Es como si llamara a su propio entierro.
          Macondo es un pueblo pecaminoso. El doctor Giraldo, jovial pero ineficaz —un raisonneur, lo llama el autor—, subvierte el orden recibiendo en el correo diarios prohibidos. Guardiola, el peluquero, conspira en silencio, fomentando los chismes en su tienda. Aurelio Escobar, el dentista que se pasó la revolución escondido en la despensa, tortura exquisitamente en la silla a sus opositores políticos. Otro sádico es el rencoroso y vengativo don Sabas, un tránsfuga expartidario de la revolución que ganó su libertad delatando a sus correligionarios. Además, una vez se compró una mujer por doscientos pesos y le sacó el jugo a su inversión antes de echarla de la casa. Circula el rumor de que se enriqueció trampeando en el comercio de mulas. Lo apoyó en uno de sus proyectos el juez Arcadio, que ahora vive en moratoria completa, retirado de diez años de práctica corrupta. La misma desidia afecta al telegrafista del pueblo, que pasa el tiempo transmitiendo poemas de amor a una colega desconocida en otra ciudad. Los únicos que se mueven en el pueblo son los saltimbancos, los encantadores de serpientes, adivinos y herbolarios, y, por supuesto, el sudoroso tendero sirio, Moisés, que debe vender sus cortes de paño y tela cada mañana para poder alabar al Bendito antes del mediodía; y, por último, el tabernero don Roque, que —en el cuento «En este pueblo no hay ladrones»— se venga de un pobre ladrón que invade la taberna para robar unas bolas de billar y cuando las devuelve se encuentra con don Roque, que lo sorprende en el acto y lo acusa ante la policía de haberle robado dinero del cajón.
          Una figura que se va destacando es el omnipotente alcalde de Macondo, personaje insidioso y cínico, veterano de muchas intrigas, que gobierna el pueblo por medio de sus secuaces pero es la primera víctima de su propio poderío. Como todo el mundo, el alcalde tiene mala conciencia. El mal se manifiesta en un dolor de muelas crónico, incurable. Lo atiende jubiloso el dentista, que lo tortura. El alcalde no tiene escapatoria. Paga su precio, resignado. Es que su condición es la de todos, porque el alcalde encarna la fatalidad común. El autor lo retrata con cierta ambigüedad. Lo ve como una figura funesta y despreciable, pero no hace una simple caricatura de un pequeño sátrapa local. Aunque desnuda en toda su miseria, siente una evidente simpatía por su creación. La ha trabajado en un plano que está más allá del juicio moral, tratando de captar la esencia del personaje. Porque el alcalde comenta en una forma muy particular la situación general. Es lo que García Márquez llama «un personaje puro, en el sentido convencional de la palabra», es decir, un asceta. Sólo bebe agua gaseosa, «es casto, desconoce el amor», y por lo tanto vive en una terrible soledad. Hay algo enfermizo en su austeridad: es uno de esos hombres violentos y descontrolados que tienen que refrenarse sin cesar para no desbocarse. Hay pánico en su reserva. Vive en el infierno cotidiano de los excomulgados. Cuando llega un circo a Macondo y él consigue que el administrador le preste para su uso privado a una adivina, a cambio de cuyos servicios concederá al circo licencia para que funcione en el pueblo, el chantaje le cuesta caro. La mujer espera sus caricias, pero él no la toca. Es impotente, estéril, un muerto por dentro. Su apatía en materia sexual, dice el autor, ha sugerido a algunos lectores la homosexualidad. En un boceto descartado, se le hacía esa acusación. Para disipar la duda, en otro borrador que nunca usó, García Márquez lo nombró el amante secreto de una vampiresa local, la suculenta Rebeca de Asís. Pero eso parecía forzado, y al final el asunto quedó en suspenso.
          En realidad, el alcalde introduce un tema que García Márquez promete desarrollar más adelante: la trágica «soledad del déspota». Dice que ha querido siempre escribir un libro sobre un dictador latinoamericano —una de esas figuras dominantes de la imaginación— sentado en su palacio, aislado del mundo, con un poder absoluto por el que sienten un terror mortal sus súbditos mistificados y supersticiosos. Se preocuparía menos por los efectos sociales que por la patología del personaje. Incluso ya le dedicó cuatrocientas páginas al tema en cierta ocasión, pero las rompió porque no se sentía listo todavía para la tarea. No se podía acercar lo suficiente al hombre. Quería hacer un retrato interior y no sabía entrar. Desde entonces ha estado aplazando el proyecto, aunque no indefinidamente. La miniatura del modelo es el alcalde de La mala hora, que es también la esencia del lugar. Su dolor de muelas es el de Macondo.
          El dolor alcanza a todos, hasta al viajero en tránsito por el pueblo. Traspasa al joven protagonista de «Un día después del sábado», un campesino empobrecido que se dirige a la ciudad a cobrar la pensión de su madre, una maestra de escuela retirada que usará el dinero para criar puercos. Se baja del tren en Macondo para tomar algo en el hotel de la estación, un tugurio hediondo, pierde el tren, que se va con su dinero y sus documentos, y se encuentra varado en el Purgatorio. Es el momento, unos años atrás, cuando Rebeca Buendía, al despertarse una mañana, encontró su cerca de alambre destruida por una bandada de pájaros caídos del firmamento. La catástrofe coincide con la llegada del joven, que parece traerla con él. Es el judío errante, a cuyo paso, según la tradición, caen como moscas todos los seres vivientes. Tal, por lo menos, es la opinión del predecesor del padre Ángel, el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar, «el manso pastor de la parroquia que a los noventa y cuatro años de edad aseguraba haber visto al diablo en tres ocasiones». El padre Antonio Isabel, en su inocente senilidad, dice misa en una iglesia de la que han desertado hasta los murciélagos, cuando no juega con los niños en el parque. Esa mañana está de humor particularmente impresionable porque la noche anterior ha dado la extremaunción a una moribunda. Ve al judío errante echando llamas por la nariz, con los ojos de esmeralda ardientes. Para Macondo, el joven forastero, que en realidad no trae más de lo que encuentra allí mismo, es a la vez el Infiel y el Mesías. La gente acude en tropel a la iglesia por primera vez en años y el padre Antonio Isabel pronuncia el sermón de su vida. Y justo a tiempo. Estaba a punto de perder su parroquia por instigación de su vieja enemiga, la acaudalada viuda Rebeca —que ha escrito a su tío, el obispo— a quien le sobran motivos para tenerle mala voluntad. Como bien sabe el padre Antonio Isabel, a Rebeca le pesa sobre la conciencia la muerte de su marido. Aunque según ella fue un suicidio —y a lo mejor eso fue—. De cualquier modo, le ha caído la maldición.
          La historia de Macondo, como la relata García Márquez, parece una crónica de calamidades medievales. Hubo plaga, bandidaje y quiebra en La hojarasca, cataclismo moral en El coronel. El azote —el castigo— sigue en Los funerales. Si los pájaros que caen en el cerco de alambre de la viuda Rebeca recuerdan las ratas de La peste de Camus, es, dice García Márquez, porque «ése es el libro que a mí me hubiera gustado escribir». La peste como un símbolo apocalíptico de un país al borde del colapso aparece con toda su fuerza en La mala hora.
          Aquí la desdichada Macondo, en vísperas de una nueva revolución, padece una erupción de pasquines infamatorios que amanecen un día pegoteados a todas las paredes del pueblo. Revelan secretos familiares, calumnian, demuelen reputaciones. Y estalla el pandemonio. La primera señal es cuando César Montero, un rico negociante en madera, abate al amante de su mujer. Resucitan de pronto los espectros del pasado: viejos feudos, incestos, infidelidades. Las cosas se precipitan con una lluvia torrencial que inunda la ciudad y arranca las casas de sus cimientos. Cuando la crisis —un verdadero diluvio bíblico— llega al paroxismo, el único lugar seguro es un terreno alto cerca del cementerio, donde se refugian los desposeídos. El terreno pertenece naturalmente al alcalde, que aprovecha su buena suerte vendiéndolo con un lindo beneficio al municipio. Macondo está en una orgía de desesperación. Para García Márquez, que deja asomar apenas el evangelista que hay en él, el cuadro —lo compara en ambiente a una de esas saturnales antiguas en que los hombres perseguían a las mujeres en la calle, las madres abandonaban a sus hijos y la gente bailaba entre las tumbas— se parece a la situación política de la Colombia actual. La política, en La mala hora como en sus otras obras, está excluida, pero implícita. Cuando Macondo está a punto de llegar a la demencia total, el alcalde, que hasta entonces explotaba la situación sin intervenir directamente, decide por fin que hay que hacer algo. Declara el estado de sitio y el toque de queda.
          Y así vuelven los fantasmas de la represión a Macondo. No se sabe quién es responsable por los pasquines difamatorios. Nunca se descubre al culpable. Al final se encuentra una víctima propiciatoria: un muchacho llamado Pepe Amador, a quien se sorprende haciendo circular volantes en favor de los guerrilleros que merodean siempre por las cercanías. El alcalde lo hace torturar, hasta que lo matan. Luego, temiendo las repercusiones, trata de ocultar el asesinato enterrando el cadáver en el patio de la cárcel. Pero todo el pueblo conoce la verdad. Bajo la sombra de la culpabilidad colectiva, cada hombre, a solas como Edipo con su conciencia, descubre su culpa personal. Es que los carteles, sospechamos, no son el producto de un solo autor. Hablan en nombre de todos. Cada cual ha leído en ellos su destino. La inundación retrocede poco a poco y la vida vuelve a la normalidad. Pero la normalidad justamente es la ley de la violencia en Macondo, donde acecha un asesino en cada alma, esperando el momento de la retribución.
          La mala hora tiende por un lado a la parábola. Pero no llega a realizarse en ese sentido, deja demasiado a la casualidad. Promete algo que queda mudo, se encierra, sin dar clave ni cifra. Parece más bien una intención no resuelta. La construcción, además, es episódica, basada en una serie de breves impulsos algo efímeros y a veces desorientados. Los personajes aparecen y desaparecen, las escenas afloran y se marchitan sin verdadera secuencia dramática. Por ejemplo, el crimen pasional que abre el libro no tarda en ser olvidado; no se vuelve a oír hablar de sus protagonistas. El autor improvisa a veces cuando llega a un callejón sin salida. Característica es la solución propuesta para el problema de los pasquines. Es simbólica, no real; un deus ex máchina. Sin embargo, hay en La mala hora momentos cargados de un sentido que arrastra al lector. Por debajo de los personajes y las situaciones se va encadenando algo que queda inconcluso. Es como una melodía inefable que nunca culmina. Si la obra decae al final, o termina a medio camino, es, dice García Márquez, porque en realidad no llegó a completarla. Lo interrumpían sin cesar problemas políticos y personales, hasta que un día, para satisfacer a unos amigos que querían presentarla a un concurso de la Academia de Letras colombiana, la agarró y la terminó lo mejor que pudo, dejando muchos cabos sueltos.
          Lo que no descuidó en ningún momento, sin embargo, fue su lenguaje, siempre filoso. García Márquez sabe que «la literatura es un problema de palabras». Insiste en que su lenguaje sea «limpio» y preciso. El coronel, que lleva este principio a la apoteosis, fue redactado nueve veces. «Tuve la impresión de que lo escribía en francés», dice García Márquez, refiriéndose al rigor sin rigidez. Los funerales es también una obra cincelada y elegante.
          Su pureza de estilo quizá derive en parte del famoso purismo colombiano. Pero él lo niega. Su lenguaje no es Colombia, dice sencillamente, sino su abuela. La anciana tenía vena, y «ella hablaba así». Se oye a menudo su voz lejana en la trastienda, recordando a García Márquez el mundo mágico de la infancia en que creció y que transfigura tantas de sus mejores páginas. El clima de la infancia conservada en el recuerdo impregna toda la obra de García Márquez. Hay escenas, gestos, frases y situaciones que se repiten con una regularidad obsesiva en su obra. Muchas permanecen enigmáticas. Son chistes o mitos privados. Figuras convertidas en fantasmas. «Lo que da valor literario es el misterio», dice García Márquez, que trabaja siempre dejando una «cuerda floja» —la rápida visión de algo fugitivo, indescifrable como un sueño que se pierde al despertar— en la que vibra esa «magia que hay en los actos cotidianos». García Márquez toma sus mitos como los encuentra, sin alterarlos. No se detiene a investigar el misterio, para que no se le esfume. Abundan por ejemplo, en toda su obra, referencias a un imponderable duque de Marlborough que parece tener alguna oscura relación con las guerras civiles de Macondo. García Márquez dice que su abuelo solía cantar Mambrú se fue a la guerra. La única «guerra» de la que oyó hablar en su infancia fueron las guerras revolucionarias en que había luchado el viejo. Juntando cabos, concluyó que el duque había estado en esas guerras. Otra información cifrada aparece en «La viuda de Montiel», donde una voz ancestral le dice a la viuda que morirá en sueños «cuando te empiece el cansancio del brazo». La abuela de García Márquez se le apareció una vez en un sueño a su madre con ese mensaje, que aterrorizó a la familia. Otra frase cuidadosamente conservada en un cuento la escamoteó el autor de su mujer, que al despertar cierta vez de una siesta dijo: «Soñé que estaba haciendo muñecos de mantequilla». García Márquez deja intactas estas frases, sin cambiar una sílaba. Las necesita en su estado puro. Dan a su obra ese lirismo que él estima sobre todas las cosas. Y, más aún, mantienen abiertas las fuentes. Sin ellas se sentiría perdido. Hasta cierto punto —enfrentándose con la tarea cada vez más ardua de evocar un mundo que se va apagando con el transcurso del tiempo, quizá para evaporarse por completo un día— ése es su problema actual. «Yo leo mucho mis libros como crítico. No cambio de opinión. Creo que son buenos», nos dijo en Pátzcuaro. Pero agregó que su capacidad de renovación es limitada. Se miraba con severidad en ese momento. Dijo, algo melancólico, que sólo podía escribir sobre las cosas que caían dentro del campo inmediato de su sensibilidad. Lo que no podía asimilar directamente —por ejemplo, las experiencias de un dictador, o las de su lejano héroe revolucionario, el coronel Aureliano Buendía, figura central de una biografía novelesca que comenzó a escribir en otro tiempo y también tuvo que abandonar— le parecía falso. Tenía la sensación de haberse arrinconado con su preocupación maniática por el estilo y la técnica. Le parecía ya no saber adónde iba, como lo supo en La hojarasca, y sobre todo en El coronel. «Llega un momento —nos dijo— en que en base de pura técnica se puede hacer un libro». Trampeando un poco, «podría publicar todos los años». Era ese «virtuosismo estéril» lo que temía más que a nada. El público lector podría no advertirlo, pero lo advertirían sus amigos. Y es la opinión de ellos la que cuenta para él.
          Pasaba por uno de esos períodos de duda en los que apenas pone la pluma en el papel. En sus malas rachas se siente gastado y vacío, se bloquea, y decide que está acabado. Tal vez en esa ocasión las brumas del lago inquieto y la noche rumorosa tenían algo que ver con su melancolía. Nos dijo que cuando no estaba filmando, trabajaba como un esclavo, persistente y tenaz, levantándose a las seis de la mañana «para mantener caliente el motor». El trabajo de todo un día podía muy bien rendir apenas ocho o diez líneas de un párrafo que probablemente iría a parar al tacho de la basura por la noche.
          Pero desde entonces el Ángel Gabriel se ha rehabilitado. Ha vuelto a descubrir su libro secreto, que está más fuerte que nunca. La próxima fase del libro, que anuncia para marzo o abril de 1967, se llamará Cien años de soledad. Será la muy esperada biografía del elusivo coronel revolucionario, Aureliano Buendía. De pronto brotó su imagen completa en la frente de su creador. «Estoy loco de felicidad —nos escribe García Márquez en noviembre de 1965—. Después de cinco años de esterilidad absoluta, este libro está saliendo como un chorro, sin problemas de palabras». Dice que promete llegar a cuatrocientas o quinientas páginas, una verdadera maratón para él. Lo ha visitado como un viejo amigo. «Es, en cierto modo, la primera novela que empecé a escribir a los diecisiete años, pero ahora más ampliada. No es sólo la historia del coronel Aureliano Buendía, sino la historia de toda su familia, desde la fundación de Macondo hasta que el último Buendía se suicida, cien años después, y se acaba la estirpe.» Es una genealogía —desde el Aura y la Arcadia— y una tabla cronológica tendrán que acompañar el libro para distinguir entre las generaciones, «porque los Buendía tenían la costumbre de poner a los hijos los mismos nombres de los padres, y a veces todo se vuelve confuso. En los cien años de historia hay cuatro José Arcadio Buendía y tres Aureliano Buendía».
          De los José Arcadio, el más notable fue el primero de la línea, el fundador de Macondo, es decir, el Buendía con el que amanece el mundo: un joven patriarca en su época que llegó al lugar a través de la sierra con su indomable mujer, Úrsula, otro de los baluartes femeninos de García Márquez, y con la vida de un hombre en la conciencia. Era un amante de los pájaros que construía trampas y jaulas para llenar el pueblo de sus amigos emplumados. También tenía algo de científico e inventor loco, y había trabado amistad imperecedera con una banda de gitanos ambulantes encabezados por el visionario Melquíades, un mago borgiano que en sus diversas transformaciones había sufrido todas las plagas del universo —el escorbuto, el beriberi, la pelagra— y sobrevivido milagrosamente. Melquíades y los suyos, y sus descendientes, herederos de secretos alquímicos, llevan maravillas al pueblo: un imán que arranca clavos de las paredes, una lupa que concentra los rayos solares, un telescopio, un bloque de hielo, alfombras voladoras. Con una primitiva máquina daguerrotipo que le dejan los gitanos, José Arcadio trata de fotografiar a Dios, y con sus sextantes, astrolabios y brújulas descubre con pavor que el mundo es redondo. Su mujer llega a los ciento quince años de edad, y él en su vejez enloquece y muere atado a un castaño en el patio, delirando en latín y discutiendo de teología con el cura.
          Pero es tal vez el coronel Aureliano, su hijo, el que arroja la sombra más larga. Aureliano es «el miembro más destacado de la segunda generación, que hizo treinta y dos guerras civiles y las perdió todas». Aureliano, en el curso de su vida aventurera, engendró diecisiete hijos naturales, que fueron todos asesinados en una masacre política. Él mismo se salvó por lo menos una vez de manera inexplicable del pelotón de fusilamiento y murió orinando grandiosamente en su patio.
          Hay en todo esto, dice García Márquez, una especie de fatalidad. Cien años de soledad será «como la base del rompecabezas cuyas piezas he venido dando en los libros precedentes. Aquí están dadas casi todas las claves. Se conoce el origen y el fin de los personajes, y la historia completa, sin vacíos, de Macondo». Nos enteramos de la primera plaga —insomnio y amnesia— que lleva al pueblo Rebeca Buendía y que difunden por todas partes los caramelos caseros de Úrsula; de la primera muerte, que inaugura el cementerio con el cadáver de Melquíades; y del destino trágico del último Aureliano suicida, nacido para la soledad con un viejo estigma familiar: una cola de cerdo. Y, «aunque en esta novela las alfombras vuelan, los muertos resucitan y hay lluvias de flores —sin embargo, dice García Márquez—, es tal vez el menos misterioso de todos mis libros, porque el autor trata de llevar al lector de la mano para que no se pierda en ningún momento ni quede ningún punto oscuro. Con éste, termino el ciclo de Macondo, y cambio por completo de tema en el futuro».
          Un tema que vendrá será el de profundis del dictador. Se llamará El otoño del patriarca, y «no será, como suponía —dice García Márquez— un libro muy largo, sino apenas más largo que El coronel. No sé por qué no se me había ocurrido antes: debe ser el monólogo del dictador en el momento de ser juzgado por un tribunal popular. Estoy trabajando en las notas».
          Y las notas, esta vez, no acabarán en la basura. Tirar las cosas siempre es penoso, y lo peor del caso, como sabe García Márquez, es que a veces resucitan después. Un boceto suyo llamado «Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo», que suprimió de La hojarasca, se ha convertido luego —sus amigos lo convencieron que lo dejara publicar en una revista— en una pieza de antología. Lo que demuestra una vez más que entre las penas y los placeres del arte de escribir está siempre el peligro de que a uno lo recuerden justamente por las cosas que ha tratado de olvidar.






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