Gabriel
García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
La viuda de Montiel
Los funerales de la Mamá
Grande, (1962)
Cuando murió don José Montiel
todo el mundo se sintió vengado, menos su viuda; pero se necesitaron
varias horas para que todo el mundo creyera que en verdad había muerto.
Muchos lo seguían poniendo en duda después de ver el cadáver en cámara
ardiente, embutido con almohadas y sábanas de lino dentro de una caja
amarilla y abombada como un melón. Estaba muy bien afeitado, vestido de
blanco y con botas de charol, y tenía tan buen semblante que nunca
pareció tan vivo como entonces. Era el mismo don Chepe Montiel de los
domingos, oyendo misa de ocho, sólo que en lugar de la fusta tenía un
crucifijo entre las manos. Fue preciso que atornillaran la tapa del ataúd
y que lo emparedaran en el aparatoso mausoleo familiar, para que el pueblo
entero se convenciera de que no se estaba haciendo el muerto.
Después del
entierro, lo único que a todos pareció increíble, menos a su viuda, fue
que José Montiel hubiera muerto de muerte natural. Mientras todo el mundo
esperaba que lo acribillaran por la espalda en una emboscada, su viuda
estaba segura de verlo morir de viejo en su cama, confesado y sin agonía,
como un santo moderno. Se equivocó apenas en algunos detalles. José
Montiel murió en su hamaca, un miércoles a las dos de la tarde, a
consecuencia de la rabieta que el médico le había prohibido. Pero su
esposa esperaba también que todo el pueblo asistiera al entierro y que la
casa fuera pequeña para recibir tantas flores. Sin embargo, sólo
asistieron sus copartidarios y las congregaciones religiosas, y no se
recibieron más coronas que las de la administración municipal. Su hijo
—desde su puesto consular de Alemania— y sus dos hijas, desde París,
mandaron telegramas de tres páginas. Se veía que los habían redactado
de pie, con la tinta multitudinaria de la oficina de correos, y que
habían roto muchos formularios antes de encontrar 20 dólares de
palabras. Ninguno prometía regresar. Aquella noche, a los 62 años,
mientras lloraba contra la almohada en que recostó la cabeza el hombre
que la había hecho feliz, la viuda de Montiel conoció por primera vez el
sabor de un resentimiento. “Me encerraré para siempre —pensaba—.
Para mí, es como si me hubieran metido en el mismo cajón de José
Montiel. No quiero saber nada más de este mundo.” Era sincera.
Aquella mujer
frágil, lacerada por la superstición, casada a los 20 años por voluntad
de sus padres con el único pretendiente que le permitieron ver a menos de
10 metros de distancia, no había estado nunca en contacto directo con la
realidad. Tres días después de que sacaron de la casa el cadáver de su
marido, comprendió a través de las lágrimas que debía reaccionar, pero
no pudo encontrar el rumbo de su nueva vida. Era necesario empezar por el
principio.
Entre los
innumerables secretos que José Montiel se había llevado a la tumba, se
fue enredada la combinación de la caja fuerte. El alcalde se ocupó del
problema. Hizo poner la caja en el patio, apoyada al paredón, y dos
agentes de la policía dispararon sus fusiles contra la cerradura. Durante
toda una mañana, la viuda oyó desde el dormitorio las descargas cerradas
y sucesivas ordenadas a gritos por el alcalde. “Esto era lo último que
faltaba —pensó—. Cinco años rogando a Dios que se acaben los tiros,
y ahora tengo que agradecer que disparen dentro de mi casa.” Aquel día
hizo un esfuerzo de concentración, llamando a la muerte, pero nadie le
respondió. Empezaba a dormirse cuando una tremenda explosión sacudió
los cimientos de la casa. Habían tenido que dinamitar la caja fuerte.
La viuda de Montiel
lanzó un suspiro. Octubre se eternizaba con sus lluvias pantanosas y ella
se sentía perdida, navegando sin rumbo en la desordenada y fabulosa
hacienda de José Montiel. El señor Carmichael, antiguo y diligente
servidor de la familia, se había encargado de la administración. Cuando
por fin se enfrentó al hecho concreto de que su marido había muerto, la
viuda de Montiel salió del dormitorio para ocuparse de la casa. La
despojó de todo ornamento, hizo forrar los muebles en colores luctuosos,
y puso lazos fúnebres en los retratos del muerto que colgaban de las
paredes. En dos meses de encierro había adquirido la costumbre de
morderse las uñas. Un día — los ojos enrojecidos e hinchados de tanto
llorarse dio cuenta de que el señor Carmichael entraba a la casa con el
paraguas abierto.
—Cierre ese
paraguas, señor Carmichael —le dijo—. Después de todas las gracias
que tenemos, sólo nos faltaba que usted entrara a la casa con el paraguas
abierto.
El señor Carmichael
puso el paraguas en el rincón. Era un negro viejo, de piel lustrosa,
vestido de blanco y con pequeñas aberturas hechas a navaja en los zapatos
para aliviar la presión de los callos.
—Es sólo mientras
se seca.
Por primera vez
desde que murió su esposo, la viuda abrió la ventana.
—Tantas
desgracias, y además este invierno —murmuró, mordiéndose las uñas—.
Parece que no va a escampar nunca.
—No escampará ni
hoy ni mañana —dijo el administrador—. Anoche no me dejaron dormir
los callos.
Ella confiaba en las
predicciones atmosféricas de los callos del señor Carmichael. Contempló
la placita desolada, las casas silenciosas cuyas puertas no se abrieron
para ver el entierro de José Montiel, y entonces se sintió desesperada
con sus uñas, con sus tierras sin límites, y con los infinitos
compromisos que heredó de su esposo y que nunca lograría comprender.
—El mundo está
mal hecho —sollozó.
Quienes la visitaron
por esos días tuvieron motivos para pensar que había perdido el juicio.
Pero nunca fue más lúcida que entonces. Desde antes de que empezara la
matanza política ella pasaba las lúgubres mañanas de octubre frente a
la ventana de su cuarto, compadeciendo a los muertos y pensando que si
Dios no hubiera descansado el domingo habría tenido tiempo de terminar el
mundo.
—Ha debido
aprovechar ese día para que no le quedaran tantas cosas mal hechas —decía—.
Al fin y al cabo, le quedaba toda la eternidad para descansar.
La única
diferencia, después de la muerte de su esposo, era que entonces tenía un
motivo concreto para concebir pensamientos.
Así, mientras la
viuda de Montiel se consumía en la desesperación, el señor Carmichael
trataba de impedir el naufragio. Las cosas no marchaban bien. Libre de la
amenaza de José Montiel, que monopolizaba el comercio local por el
terror, el pueblo tomaba represalias. En espera de clientes que no
llegaron, la leche se cortó en los cántaros amontonados en el patio, y
se fermentó la miel en sus cueros, y el queso engordó gusanos en los
oscuros armarios del depósito. En su mausoleo adornado con bombillas
eléctricas y arcángeles en imitación de mármol, José Montiel pagaba
seis años de asesinatos y tropelías. Nadie en la historia del país se
había enriquecido tanto en tan poco tiempo. Cuando llegó al pueblo el
primer alcalde de la dictadura, José Montiel era un discreto partidario
de todos los regímenes, que se había pasado la mitad de la vida en
calzoncillos sentado a la puerta de su piladora de arroz. En un tiempo
disfrutó de una cierta reputación de afortunado y buen creyente, porque
prometió en voz alta regalar al templo un san José de tamaño natural si
se ganaba la lotería, y dos semanas después se ganó seis fracciones y
cumplió su promesa. La primera vez que se le vio usar zapatos fue cuando
llegó el nuevo alcalde, un sargento de la policía, zurdo y montaraz, que
tenía órdenes expresas de liquidar la oposición. José Montiel empezó
por ser su informador confidencial. Aquel comerciante modesto cuyo
tranquilo humor de hombre gordo no despertaba la menor inquietud,
discriminó a sus adversarios políticos en ricos y pobres. A los pobres
los acribilló la policía en la plaza pública. A los ricos les dieron un
plazo de 24 horas para abandonar el pueblo. Planificando la masacre, José
Montiel se encerraba días enteros con el alcalde en su oficina sofocante,
Mientras su esposa se compadecía de los muertos. Cuando el alcalde
abandonaba la oficina, ella le cerraba el paso a su marido.
—Ese hombre es un
criminal —le decía—. Aprovecha tus influencias en el gobierno para
que se lleven a esa bestia que no va a dejar un ser humano en el pueblo.
Y José Montiel, tan
atareado en esos días, la apartaba sin mirarla, diciendo: “No seas
pendeja.” En realidad, su negocio no era la muerte de los pobres sino la
expulsión de los ricos. Después de que el alcalde les perforaba las
puertas a tiros y les ponía el plazo para abandonar el pueblo, José
Montiel les compraba sus tierras y ganados por un precio que él mismo se
encargaba de fijar.
—No seas tonto —le
decía su mujer—. Te arruinarás ayudándolos para que no se mueran de
hambre en otra parte, y ellos no te lo agradecerán nunca.
Y José Montiel, que
ya ni siquiera tenía tiempo de sonreír, la apartaba de su camino,
diciendo:
—Vete para tu
cocina y no me friegues tanto.
A ese ritmo, en
menos de un año estaba liquidada la oposición, y José Montiel era el
hombre más rico y poderoso del pueblo. Mandó a sus hijas para París,
consiguió a su hijo un puesto consular en Alemania, y se dedicó a
consolidar su imperio. Pero no alcanzó a disfrutar seis años de su
desaforada riqueza.
Después de que se
cumplió el primer aniversario de su muerte, la viuda no oyó crujir la
escalera sino bajo el peso de una mala noticia. Alguien llegaba siempre al
atardecer. “Otra vez los bandoleros — decían —. Ayer cargaron con
un lote de 50 novillos.” Inmóvil en el mecedor, mordiéndose las uñas,
la viuda de Montiel sólo se alimentaba de su resentimiento.
—Yo te lo decía,
José Montiel —decía, hablando sola—. Éste es un pueblo
desagradecido. Aún estás caliente en tu tumba y ya todo el mundo nos
volteó la espalda.
Nadie volvió a la
casa. El único ser humano que vio en aquellos meses interminables en que
no dejó de llover, fue el perseverante señor Carmichael, que nunca
entró a la casa con el paraguas cerrado. Las cosas no marchaban mejor. El
señor Carmichael había escrito varias cartas al hijo de José Montiel.
Le sugería la conveniencia de que viniera a ponerse al frente de los
negocios, y hasta se permitió hacer algunas consideraciones personales
sobre la salud de la viuda. Siempre recibió respuestas evasivas. Por
último, el hijo de José Montiel contestó francamente que no se atrevía
a regresar por temor de que le dieran un tiro. Entonces el señor
Carmichael subió al dormitorio de la viuda y se vio precisado a
confesarle que se estaba quedando en la ruina.
—Mejor —dijo
ella—. Estoy hasta la coronilla de quesos y de moscas. Si usted quiere,
llévese lo que le haga falta y déjeme morir tranquila.
Su único contacto
con el mundo, a partir de entonces, fueron las cartas que escribía a sus
hijas a fines de cada mes. “Éste es un pueblo maldito —les decía—.
Quédense allá para siempre y no se preocupen por mí. Yo soy feliz
sabiendo que ustedes son felices.” Sus hijas se turnaban para
contestarle. Sus cartas eran siempre alegres, y se veía que habían sido
escritas en lugares tibios y bien iluminados y que las muchachas se veían
repetidas en muchos espejos cuando se detenían a pensar. Tampoco ellas
querían volver. “Esto es la civilización —decían—. Allá, en
cambio, no es un buen medio para nosotras. Es imposible vivir en un país
tan salvaje donde asesinan a la gente por cuestiones políticas.”
Leyendo las cartas, la viuda de Montiel se sentía mejor y aprobaba cada
frase con la cabeza.
En cierta ocasión,
sus hijas le hablaron de los mercados de carne de París. Le decían que
mataban unos cerdos rosados y los colgaban enteros en la puerta adornados
con coronas y guirnaldas de flores. Al final, una letra diferente a la de
sus hijas había agregado: “Imagínate, que el clavel más grande y más
bonito se lo ponen al cerdo en el culo.” Leyendo aquella frase, por
primera vez en dos años, la viuda de Montiel sonrió. Subió a su
dormitorio sin apagar las luces de la casa, y antes de acostarse volteó
el ventilador eléctrico contra la pared. Después extrajo de la gaveta de
la mesa de noche unas tijeras, un cilindro de esparadrapo y el rosario, y
se vendó la uña del pulgar derecho, irritada por los mordiscos. Luego
empezó a rezar, pero al segundo misterio cambió el rosario a la mano
izquierda, pues no sentía las cuentas a través del esparadrapo. Por un
momento oyó la trepidación de los truenos remotos. Luego se quedó
dormida con la cabeza doblada en el pecho. La mano con el rosario rodó
por su costado, y entonces vio a la Mamá Grande en el patio con una
sábana blanca y un peine en el regazo, destripando piojos con los
pulgares. Le preguntó:
—¿Cuándo me voy
a morir?
La Mamá Grande
levantó la cabeza.
—Cuando te empiece
el cansancio del brazo.
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