Gabriel
García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
La mujer que llegaba a las seis
(1950)
La puerta oscilante se abrió. A esa hora no había nadie en el
restaurante de José.
Acababan de dar las
seis y el hombre sabia que sólo a las seis y media empezarían a llegar
los parroquianos habituales. Tan conservadora y regular era su clientela,
que no había acabado el reloj de dar la sexta campanada cuando una mujer
entró, como todos los días a esa hora, y se sentó sin decir nada en la
alta silla giratoria. Traía un cigarrillo sin encender, apretado entre
los labios.
—Hola reina —dijo
José cuando la vio sentarse. Luego caminó hacia el otro extremo del
mostrador, limpiando con un trapo seco la superficie vidriada.
Siempre que entraba
alguien al restaurante José hacia lo mismo. Hasta con la mujer con quien
había llegado a adquirir un grado de casi intimidad, el gordo y rubicundo
mesonero representaba su diaria comedia de hombre diligente. Habló desde
el otro extremo del mostrador.
—¿Qué quieres
hoy? —dijo.
—Primero que todo
quiero enseñarte a ser caballero —dijo la mujer.
Estaba sentada al
final de la hilera de sillas giratorias, de codos en el mostrador, con el
cigarrillo apagado en los labios. Cuando habló apretó la boca para que
José advirtiera el cigarrillo sin encender.
—No me había dado
cuenta —dijo José.
—Todavía no te
has dado cuenta de nada —dijo la mujer.
El hombre dejó el
trapo en el mostrador, caminó hacia los armarios oscuros y olorosos a
alquitrán y a madera polvorienta, y regresó luego con las cerillas. La
mujer se inclinó para alcanzar la lumbre que ardía entre las manos
rústicas y velludas del hombre. José vio el abundante cabello de la
mujer, empavonado de vaselina gruesa y barata. Vio su hombro descubierto,
por encima del corpiño floreado. Vio el nacimiento del seno crepuscular,
cuando la mujer levantó la cabeza, ya con la brasa en los labios.
—Estás hermosa
hoy, reina —dijo José.
—Déjate de
tonterías —dijo la mujer—. No creas que eso me va a servir para
pagarte.
—No quise decir
eso, reina —dijo José—. Apuesto a que hoy te hizo daño el almuerzo.
La mujer tragó la
primera bocanada de humo denso, se cruzó de brazos, todavía con los
codos apoyados en el mostrador, y se quedó mirando hacia la calle, a
través del amplio cristal del restaurante. Tenía una expresión
melancólica. De una melancolía hastiada y vulgar.
—Te voy a preparar
un buen bistec —dijo José.
—Todavía no tengo
plata —dijo la mujer.
—Hace tres mesas
que no tienes plata y siempre te preparo algo bueno —dijo José.
—Hoy es distinto
—dijo la mujer, sobriamente, todavía mirando hacia la calle.
—Todos los días
son iguales —dijo José—. Todos los días el reloj marca las seis,
entonces entras y dices que tienes un hambre de perro y entonces yo te
preparo algo bueno. La única diferencia es ésa que hoy no dices que
tienes un hambre de perro, sino que el día es distinto.
—Y es verdad —dijo
la mujer. Se volvió a mirar al hombre que estaba del otro lado del
mostrador, registrando la nevera. Estuvo contemplándolo durante dos,
tres, segundos.
Luego miró el
reloj, arriba del armario. Eran las seis y tres minutos. «Es verdad,
José, hoy es distinto», dijo. Expulsó el humo y siguió hablando con
palabras cortas, apasionadas: “Hoy no vine a las seis, por eso es
distinto, José”.
El hombre miró el
reloj.
—Me corto el brazo
si ese reloj se atrasa un minuto —dijo.
—No es eso, José.
Es que hoy no vine a las seis —dijo la mujer—. Vine un cuarto para las
seis.
—Acaban de dar las
seis, reina —dijo José—. Cuando tú entraste acababan de darlas.
—Tengo un cuarto
de hora de estar aquí —dijo la mujer.
José se dirigió
hacia donde ella estaba.
Acercó a la mujer
su enorme cara congestionada, mientras tiraba con el índice de uno de sus
párpados.
—Sóplame aquí
—dijo.
La mujer echó la
cabeza hacia atrás. Estaba seria, fastidiosa, blanda; embellecida por una
nube de tristeza y cansancio.
—Déjate de
tonterías, José. Tú sabes que hace más de seis meses que no bebo.
—Eso se lo vas a
decir a otro —dijo—. A mí no. Te apuesto a que por lo menos se han
tomado un litro entre dos.
—Me tomé dos
tragos con un amigo —dijo la mujer.
—Ah; entonces
ahora me explico —dijo José.
—Nada tienes que
explicarte —dijo la mujer—. Tengo un cuarto de hora de estar aquí.
El hombre se
encogió de hombros.
—Bueno, si así lo
quieres, tienes un cuarto de hora de estar aquí. Después de todo a nadie
le importa nada diez minutos más o diez minutos menos.
—Sí importan,
José —dijo la mujer. Y estiró los brazos por encima del mostrador,
sobre la superficie vidriada, con un aire de negligente abandono. Dijo:
“Y no es que yo lo quiera, es que hace un cuarto de hora que estoy aquí”.
Volvió a mirar el reloj y rectificó: “Qué digo; ya tengo veinte
minutos.”
—Está bien, reina
—dijo el hombre—. Un día entero con su noche te regalaría yo para
verte contenta.
Durante todo este
tiempo José había estado moviéndose detrás del mostrador, removiendo
objetos, quitando una cosa de un lugar para ponerla en otro. Estaba en su
papel.
—Quiero verte
contenta —repitió. Se detuvo bruscamente, volviéndose hacia donde
estaba la mujer.
—¿Tú sabes que
te quiero mucho? —dijo.
La mujer lo miró
con frialdad.
—¿Siii...? ¡Qué
descubrimiento, José! ¿Crees que me quedaría contigo por un millón de
pesos?
—No he querido
decir eso, reina —dijo José—. Vuelvo a apostar a que te hizo daño el
almuerzo.
—No te lo digo por
eso —dijo la mujer. Y su voz se volvió menos indolente—. Es que
ninguna mujer soportaría una carga como la tuya ni por un millón de
pesos.
José se ruborizó.
Le dio la espalda a la mujer y se puso a sacudir el polvo en las botellas
del armario. Habló sin volver la cara.
—Estás
insoportable hoy, reina. Creo que lo mejor es que te comas el bistec y te
vayas a acostar.
—No tengo hambre
—dijo la mujer.
Se quedó mirando
otra vez la calle, viendo los transeúntes turbios de la ciudad
atardecida. Durante un instante hubo un silencio turbio en el restaurante.
Una quietud interrumpida apenas por el trasteo de José en el armario. De
pronto la mujer dejó de mirar hacia la calle y habló con la voz apagada,
tierna, diferente.
—¿Es verdad que
me quieres, Pepillo?
—Es verdad —dijo
José, en seco sin mirarla.
—¿A pesar de lo
que te dije? —dijo la mujer.
—¿Qué me
dijiste? —dijo José, todavía sin inflexiones en la voz, todavía sin
mirarla.
—Lo del millón de
pesos —dijo la mujer.
—Ya lo había
olvidado —dijo José.
—Entonces, ¿me
quieres? —dijo la mujer.
—Sí —dijo
José.
Hubo una pausa.
José siguió moviéndose con la cara revuelta hacia los armarios,
todavía sin mirar a la mujer. Ella expulsó una nueva bocanada de humo,
apoyó el busto contra el mostrador y luego, con cautela y picardía,
mordiéndose la lengua antes de decirlo, como si hablara en puntillas:
—¿Aunque no me
acueste contigo? —dijo.
Y sólo entonces
José volvió a mirarla:
—Te quiero tanto
que no me acostaría contigo —dijo.
Luego caminó hacia
donde ella estaba. Se quedó mirándola de frente, los poderosos brazos
apoyados en el mostrador, delante de ella, mirándola a los ojos. Dijo:
—Te quiero tanto
que todas las tardes mataría al hombre que se va contigo.
En el primer
instante la mujer pareció perpleja. Después miró al hombre con
atención, con una ondulante expresión de compasión y burla. Después
guardó un breve silencio, desconcertada. Y después rió,
estrepitosamente.
—Estás celoso,
José. ¡Qué rico, estás celoso!
José volvió a
sonrojarse con una timidez franca, casi desvergonzada, como le habría
ocurrido a un niño a quien le hubieran revelado de golpe todos los
secretos. Dijo:
—Esta tarde no
entiendes nada, reina.
Y se limpió el
sudor con el trapo. Dijo:
—La mala vida te
está embruteciendo.
Pero ahora la mujer
había cambiado de expresión. “Entonces no”, dijo. Y volvió a
mirarlo a los ojos, con un extraño esplendor en la mirada, a un tiempo
acongojada y desafiante.
—Entonces, no
estás celoso. En cierto modo, sí —dijo José—. Pero no es como tú
dices.
Se aflojó el cuello
y siguió limpiándose, secándose la garganta con el trapo.
—¿Entonces? —dijo
la mujer.
—Lo que pasa es
que te quiero tanto que no me gusta que hagas eso —dijo José.
—¿Qué? —dijo
la mujer.
—Eso de irte con
un hombre distinto todos los días —dijo José.
—¿Es verdad que
lo matarías para que no se fuera conmigo? —dijo la mujer.
—Para que no se
fuera, no —dijo José—. Lo mataría porque se fuera contigo.
—Es lo mismo —dijo
la mujer.
La conversación
había llegado a densidad excitante. La mujer hablaba en voz baja, suave,
fascinada. Tenía la cara casi al rostro saludable y pacífico del hombre,
que permanecía inmóvil, como hechizado por el vapor de las palabras.
—Todo eso es
verdad —dijo José.
—Entonces —dijo
la mujer, y extendió la mano para acariciar el áspero brazo del hombre.
Con la otra mano arrojó la colilla—. Entonces, ¿tú eres capaz de
matar a un hombre?
—Por lo que te
dije, sí —dijo José. Y su voz tomó una acentuación casi dramática.
La mujer se echó a
reír convulsivamente, con una abierta intención de burla.
—¡Qué horror!,
José. ¡Qué horror! —dijo, todavía riendo—. José matando a un
hombre. ¡Quién hubiera dicho que detrás del señor gordo y santurrón,
que nunca me cobra, que todos los días me prepara un bistec y que se
distrae hablando conmigo hasta cuando encuentro un hombre, hay un asesino!
¡Qué horror, José! ¡Me das miedo!
José estaba
confundido. Tal vez sintió un poco de indignación. Tal vez, cuando la
mujer se echó a reír, se sintió defraudado.
—Estás borracha,
tonta —dijo—. Vete a dormir. Ni siquiera tendrás ganas de comer nada.
Pero la mujer, ahora
había dejado de reír y estaba otra vez seria, pensativa, apoyada en el
mostrador. Vio alejarse al hombre. Lo vio abrir la nevera y cerrarla otra
vez, sin extraer nada de ella. Lo vio moverse después hacia el extremo
opuesto del mostrador. Lo vio frotar el vidrio reluciente, como al
principio. Entonces la mujer habló de nuevo, con el tono enternecedor y
suave de cuando dijo:
—¿Es verdad que
me quieres, Pepillo? José —dijo. El hombre no la miró.
—¡José!
—Vete a dormir —dijo
José—. Y métete un baño antes de acostarte para que se te serene la
borrachera.
—En serio, José
—dijo la mujer—. No estoy borracha.
—Entonces te has
vuelto bruta —dijo José.
—Ven acá, tengo
que hablar contigo —dijo la mujer.
El hombre se acercó
tambaleando entre la complacencia y la desconfianza.
—¡Acércate!
El hombre volvió a
pararse frente a la mujer. Ella se inclinó hacia adelante, lo asió
fuertemente por el cabello, pero con un gesto de evidente ternura.
—Repíteme lo que
me dijiste al principio —dijo.
—¿Qué? —dijo
José. Trataba de mirarla con la cabeza agachada asido por el cabello.
—Que matarías a
un hombre que se acostara conmigo —dijo la mujer.
—Mataría a un
hombre que se hubiera acostado contigo, reina. Es verdad —dijo José.
La mujer lo soltó.
—¿Entonces me
defenderías si yo lo matara? —dijo, afirmativamente, empujando con un
movimiento de brutal coquetería la enorme cabeza de cerdo de José.
El hombre no
respondió nada; sonrió.
—Contéstame,
José —dijo la mujer—. ¿Me defenderías si yo lo matara?
—Eso depende —dijo
José—. Tú sabes que eso no es tan fácil como decirlo.
—A nadie le cree
más la policía que a ti —dijo la mujer.
José sonrió,
digno, satisfecho. La mujer se inclinó de nuevo hacia él, por encima del
mostrador.
—Es verdad, José.
Me atrevería a apostar que nunca has dicho una mentira —dijo.
—No se saca nada
con eso —dijo José.
—Por lo mismo —dijo
la mujer—. La policía lo sabe y te cree cualquier cosa sin
preguntártelo dos veces.
José se puso a dar
golpecitos en el mostrador, frente a ella, sin saber qué decir. La mujer
miró nuevamente hacia la calle. Miró luego el reloj y modificó el tono
de su voz, como si tuviera interés en concluir el diálogo antes de que
llegaran los primeros parroquianos.
—¿Por mí dirías
una mentira, José? —dijo—. En serio.
Y entonces José se
volvió a mirarla, bruscamente, a fondo, como si una idea tremenda se le
hubiera agolpado dentro de la cabeza. Una idea que entró por un oído,
giró por un momento, vaga, confusa, y salió luego por el otro, dejando
apenas un cálido vestigio de pavor.
—¿En qué lío te
has metido, reina? —dijo José.
Se inclinó hacia
adelante, los brazos otra vez cruzados sobre el mostrador. La mujer
sintió el vaho fuerte y un poco amoniacal de su respiración, que se
hacía difícil por la presión que ejercía el mostrador contra el
estómago del hombre.
—Esto sí es en
serio, reina. ¿En qué lío te has metido? —dijo.
La mujer hizo girar
la cabeza hacia el otro lado.
—En nada —dijo—.
Sólo estaba hablando por entretenerme.
Luego volvió a
mirarlo.
—¿Sabes que
quizás no tengas que matar a nadie?
—Nunca he pensado
matar a nadie —dijo José desconcertado.
—No, hombre —dijo
la mujer—. Digo que a nadie que se acueste conmigo.
—¡Ah! —dijo
José—. Ahora sí que estás hablando claro. Siempre he creído que no
tienes necesidad de andar en esa vida. Te apuesto a que si te dejas de eso
te doy el bistec más grande todos los días, sin cobrarte nada.
—Gracias, José
—dijo la mujer—. Pero no es por eso. Es que ya no podré acostarme con
nadie.
—Ya vuelves a
enredar las cosas —dijo José.
Empezaba a parecer
impaciente.
—No enredo nada
—dijo la mujer.
Se estiró en el
asiento y José vio sus senos aplanados y tristes debajo del corpiño.
—Mañana me voy y
te prometo que no volveré a molestarte nunca. Te prometo que no volveré a
acostarme con nadie.
—¿Y de dónde te
salió esa fiebre? —dijo José.
—Lo resolví hace
un rato —dijo la mujer—. Sólo hace un momento me di cuenta de que eso
es una porquería.
José agarró otra
vez el trapo y se puso a frotar el vidrio, cerca de ella. Habló sin
mirarla. Dijo:
—Claro que como
tú lo haces es una porquería. Hace tiempo que debiste darte cuenta.
—Hace tiempo me
estaba dando cuenta —dijo la mujer—. Pero sólo hace un rato acabé de
convencerme. Les tengo asco a los hombres.
José sonrió.
Levantó la cabeza para mirar, todavía sonriendo, pero la vio
concentrada, perpleja, hablando, y con los hombros levantados;
balanceándose en la silla giratoria, con una expresión taciturna, el
rostro dorado por una prematura harina otoñal.
—¿No te parece
que deben dejar tranquila a una mujer que mate a un hombre porque después
de haber estado con él siente asco de ése y de todos los que han estado
con ella?
—No hay para qué
ir tan lejos —dijo José, conmovido, con un hilo de lástima en la voz.
—¿Y si la mujer
le dice al hombre que le tiene asco cuando lo ve vistiéndose, por qué se
acuerda que ha estado revolcándose con él toda la tarde y siente que ni
el jabón ni el estropajo podrán quitarle su olor?
—Eso pasa, reina
—dijo José, ahora un poco indiferente, frotando el mostrador—. No hay
necesidad de matarlo. Simplemente dejarlo que se vaya.
Pero la mujer
seguía hablando y su voz era una corriente uniforme, suelta, apasionada.
—¿Y si cuando la
mujer le dice que le tiene asco, el hombre deja de vestirse y corre otra
vez para donde ella, a besarla otra vez, a...?
—Eso no lo hace
ningún hombre decente —dijo José.
—¿Pero, y si lo
hace? —dijo la mujer, con exasperante ansiedad—. ¿Si el hombre no es
decente y lo hace y entonces la mujer siente que le tiene tanto asco que
se puede morir, y sabe que la única manera de acabar con toda eso es
dándole una cuchillada por debajo?
—Esto es una
barbaridad —dijo José—. Por fortuna no hay hombre que haga lo que tú
dices.
—Bueno —dijo la
mujer, ahora completamente exasperada—. ¿Y si lo hace? Suponte que lo
hace.
—De todos modos no
es para tanto —dijo José. Seguía limpiando el mostrador, sin cambiar
de lugar, ahora menos atento a la conversación.
La mujer golpeó el
vidrio con los nudillos. Se volvió afirmativa, enfática.
—Eres un salvaje,
José —dijo—. No entiendes nada.
Lo agarró con
fuerza por la manga.
—Anda, di que sí
debía matarlo la mujer.
—Está bien —dijo
José, con un sesgo conciliatorio—. Todo será como tú dices.
—¿Eso no es
defensa propia? —dijo la mujer, sacudiéndole por la manga.
José le echó
entonces una mirada tibia y complaciente. “Casi, casi”, dijo. Y le
guiñó un ojo, en un gesto que era al mismo tiempo una comprensión
cordial y un pavoroso compromiso de complicidad. Pero la mujer siguió
seria; lo soltó.
—¿Echarías una
mentira para defender a una mujer que haga eso? —dijo.
—Depende —dijo
José.
—¿Depende de
qué? —dijo la mujer.
—Depende de la
mujer —dijo José.
—Suponte que es
una mujer que quieres mucho —dijo la mujer—. No para estar con ella,
¿sabes?, sino como tú dices que la quieres mucho.
—Bueno, como tú
quieras, reina —dijo José, laxo, fastidiado.
Otra vez se alejó.
Había mirado el reloj. Había visto que iban a ser las seis y media.
Había pensado que dentro de unos minutos el restaurante empezaría a
llenarse de gente y tal vez por eso se puso a frotar el vidrio con mayor
fuerza, mirando hacia la calle a través del cristal de la ventana. La
mujer permanecía en la silla, silenciosa, concentrada, mirando con un
aire de declinante tristeza los movimientos del hombre. Viéndolo, como
podría ver un hombre una lámpara que ha empezado a apagarse. De pronto,
sin reaccionar, habló de nuevo, con la voz untuosa de mansedumbre.
—¡José!
El hombre la miró
con una ternura densa y triste, como un buey maternal. No la miró para
escucharla, apenas para verla, para saber que estaba ahí, esperando una
mirada que no tenía por qué ser de protección o de solidaridad. Apenas
una mirada de juguete.
—Te dije que
mañana me voy y no me has dicho nada —dijo la mujer.
—Si —dijo José—.
Lo que no me has dicho es para donde.
—Por ahí —dijo
la mujer—. Para donde no haya hombres que quieran acostarse con una.
José volvió a
sonreír.
—¿En serio te
vas? —preguntó, como dándose cuenta de la vida, modificando
repentinamente la expresión del rostro.
—Eso depende de ti
—dijo la mujer—. Si sabes decir a qué hora vine, mañana me iré y
nunca más me pondré en estas cosas. ¿Te gusta eso?
José hizo un gesto
afirmativo con la cabeza, sonriente y concreto. La mujer se inclinó hacia
donde él estaba.
—Si algún día
vuelvo por aquí, me pondré celosa cuando encuentre otra mujer hablando
contigo, a esta hora y en esa misma silla.
—Si vuelves por
aquí debes traerme algo —dijo José.
—Te prometo buscar
por todas partes el osito de cuerda, para traértelo —dijo la mujer.
José sonrió y
pasó el trapo por el aire que se interponía entre él y la mujer, como
si estuviera limpiando un cristal invisible. La mujer también sonrió,
ahora con un gesto de cordialidad y coquetería. Luego el hombre se
alejó, frotando el vidrio hacia el otro extremo del mostrador.
—¿Qué? —dijo
José, sin mirarla.
—¿Verdad que a
cualquiera que te pregunta a qué hora vine le dirás que a un cuarto para
las seis? —dijo la mujer.
—¿Para qué? —dijo
José, todavía sin mirarla y ahora como si apenas la hubiera oído.
—Eso no importa
—dijo la mujer—. La cosa es que lo hagas.
José vio entonces
al primer parroquiano que penetró por la puerta oscilante y caminó hasta
una mesa del rincón. Miró el reloj. Eran las seis y media en punta.
—Está bien, reina
—dijo distraídamente—. Como tú quieras. Siempre hago las cosas como
tú quieras.
—Bueno —dijo la
mujer—. Entonces, prepárame el bistec.
El hombre se
dirigió a la nevera, sacó un plato con carne y lo dejó en la mesa.
Luego encendió la estufa.
—Te voy a preparar
un buen bistec de despedida, reina —dijo.
—Gracias, Pepillo
—dijo la mujer.
Se quedó pensativa
como si de repente se hubiera sumergido en un submundo extraño, poblado
de formas turbias, desconocidas. No se oyó, del otro lado del mostrador,
el ruido que hizo la carne fresca al caer en la manteca hirviente. No
oyó, después, la crepitación seca y burbujeante cuando José dio vuelta
al lomillo en el caldero y el olor suculento de la carne sazonada fue
saturando, a espacios medidos, el aire del restaurante. Se quedó así,
concentrada, reconcentrada hasta cuando volvió a levantar la cabeza,
pestañeando, como si regresara de una muerte momentánea. Entonces vio al
hombre que estaba junto a la estufa, iluminado por el alegre fuego
ascendente.
—Pepillo. Ah. ¿En
qué piensas? —dijo la mujer.
—Estaba pensando
si podrás encontrar en alguna parte el osito de cuerda —dijo José.
—Claro que sí —dijo
la mujer—. Pero lo que quiero que me digas es si me darás toda lo que
te pidiera de despedida.
José la miró desde
la estufa.
—¿Hasta cuándo
te lo voy a decir? —dijo—. ¿Quieres algo más que el mejor bistec?
—Sí —dijo la
mujer.
—¿Qué? —dijo
José.
—Quiero otro
cuarto de hora.
José echó el
cuerpo hacia atrás, para mirar el reloj. Miró luego al parroquiano que
seguía silencioso, aguardando en el rincón, y finalmente a la carne,
dorada en el caldero. Sólo entonces habló.
—En serio que no
entiendo, reina —dijo.
—No seas tonto,
José —dijo la mujer—. Acuérdate que estoy aquí desde las cinco y
media.
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