Gabriel
García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
La tercera resignación
(1947)
Allí estaba otra vez, ese ruido.
Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía pero que
ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otro se
hubiera desacostumbrado a él.
Le giraba dentro del
cráneo vacío, sordo y punzante. Un panal se había levantado en las
cuatro paredes de su calavera. Se agrandaba cada vez más en espirales
sucesivos, y le golpeaba por dentro haciendo vibrar su tallo de vértebras
con una vibración destemplada, desentonada, con el ritmo seguro de su
cuerpo. Algo se había desadaptado en su estructura material de hombre
firme; algo que “las otras veces” había funcionado normalmente y que
ahora le estaba martillando de cabeza por dentro con un golpe seco y duro
dado por unos huesos de mano descarnada, esquelética, y le hacía
recordar todas las sensaciones amargas de la vida. Tuvo el impulso animal
de cerrar los puños y apretarse la sien brotada de arterias azules,
moradas, con la firme presión de su dolor desesperado. Hubiera querido
localizar entre las palmas de sus dos manos sensitivas el ruido que le
estaba a punta de diamante. Un gesto de gato doméstico contrajo sus
músculos cuando lo imaginó perseguido por los rincones atormentados de
su cabeza caliente, desgarrada por la fiebre. Ya iba a alcanzarlo. No.
El ruido tenía la
piel resbaladiza, intangible casi. Pero él estaba dispuesto a alcanzarlo
con su estrategia bien aprendida y apretarlo larga y definitivamente con
toda la fuerza de su desesperación. No permitiría que penetrara otra vez
por su oído: que saliera por su boca, por cada uno de sus poros o por sus
ojos que se desorbitarían a su paso y se quedarían ciegos mirando la
huída del ruido desde el fondo de su desgarrada oscuridad. No permitiría
que le estrujara más sus cristales molidos, sus estrellas de hielo,
contra las paredes interiores del cráneo. Así era el ruido aquel:
Pero le era
imposible apretarse las sienes. Sus brazos se habían reducido y eran
ahora los brazos de un enano; unos brazos pequeños, regordetes, adiposos.
Trató de sacudir la cabeza. La sacudió. El ruido apareció entonces con
mayor fuerza dentro del cráneo que se había endurecido, agrandado y que
se sentía atraído con mayor fuerza por la gravedad. Estaba pesado y duro
aquel ruido. Tan pesado y duro que de haberlo alcanzado y destruido había
tenido habría tenido la impresión de estar deshojando una flor de plomo.
Había sentido ese
ruido “las otras veces”, con la misma insistencia. Lo había sentido,
por ejemplo, el día en que murió por primera vez. Cuando –ante la
vista de un cadáver– se dio cuenta de que era su propio cadáver. Lo
miró y se palpó. Se sintió intangible, inespacial, inexistente. El era
verdaderamente un cadáver y estaba sintiendo ya, sobre su cuerpo joven y
enfermizo, el tránsito de la muerte. La atmósfera se había endurecido
en toda la casa como si hubiera sido rellena de cemento, y en medio de
aquel bosque –en el que había dejado los objetos como cuando era una
atmósfera de aire– estaba él, cuidadosamente colocado dentro del
ataúd de un cemento duro pero transparente. Aquella vez, en su cabeza
estaba también “ese ruido”. Qué lejanas y qué frías sentía las
plantas de sus pies; allá en el otro extremo del ataúd, donde habían
puesto una almohada, porque la caja le quedaba aún demasiado grande y
hubo que ajustarlo, adaptar el cuerpo muerto a su nuevo y último vestido.
Lo cubrieron de blanco y alrededor de su mandíbula apretaron un pañuelo.
Se sintió bello envuelto en su mortaja; mortalmente bello.
Estaba en su ataúd,
listo a ser enterrado, y sin embargo, él sabía que no estaba muerto. Que
si hubiera tratado de levantarse lo hubiera hecho con toda facilidad. Al
menos “espiritualmente”. Pero no valía la pena. Era mejor dejarse
morir allí; morirse de “muerte”, que era su enfermedad. Hacía tiempo
que el médico había dicho a su madre, secamente:
–Señora, su niño
tiene una enfermedad grave: está muerto. Sin embargo –prosiguió–,
haremos todo lo posible por conservarle la vida más allá de su muerte.
Lograremos que continúen sus funciones orgánicas por un complejo sistema
de autonutrición. Sólo variarán las funciones motrices, los movimientos
espontáneos. Sabremos de su vida por el crecimiento que continuará
también normalmente. Es simplemente “una muerte viva”. Una real y
verdadera muerte...
Recordaba las
palabras, pero confundidas. Tal vez no las oyó nunca y fue creación de
su cerebro cuando subía la temperatura en las crisis de la fiebre
tifoidea.
Cuando se sumergía
en el delirio. Cuando leía la historia de los faraones embalsamados. Al
subir la fiebre, él mismo se sentía protagonista de ella. Allí había
empezado una especie de vacío en su vida. Desde entonces no podía
distinguir, recordar cuáles acontecimientos eran parte de su delirio y
cuáles de su vida real. Por tanto, ahora dudaba. Tal vez el médico nunca
habló de esa extraña “muerte viva”. Es ilógica, paradojal,
sencillamente contradictoria. Y eso lo hacía sospechar ahora que,
efectivamente, estaba muerto de verdad. Que hacía dieciocho años que lo
estaba.
Desde entonces –en
el tiempo de su muerte tenía siete años– su madre le mandó hacer un
ataúd pequeño, de madera verde; un ataúd para un niño. Pero el médico
ordenó que le hicieran una caja más grande, una caja para un adulto
normal, pues aquella, podría atrofiar el crecimiento y llegaría a ser un
muerto deforme o un vivo anormal. O la detención del crecimiento
impediría darse cuenta de la mejoría. En vista de aquella advertencia,
su madre le hizo construir un ataúd grande, para un cadáver adulto, y le
colocó tres almohadas a los pies, con el fin de ajustarlo.
Pronto empezó a
crecer dentro de la caja, de tal manera que cada año podían sacarle un
poco de lana a la almohada extrema para darle margen al crecimiento.
Había pasado así media vida. Dieciocho años (ahora tenía veinticinco).
Y había llegado a su estatura definitiva, normal. El carpintero y el
médico se equivocaron en el cálculo e hicieron el ataúd medio metro
más grande. Supusieron que él tendría la estatura de su padre, que era
un gigante semibárbaro. Pero no fue así. Lo único que de él heredó
fue la barba poblada. Una barba azul, espesa, que su madre acostumbraba
arreglar para verlo decentemente dentro de su ataúd. Esa barba le
molestaba terriblemente en los días de calor.
Pero había algo que
le preocupaba más que “¡ese ruido!”. Eran los ratones. Precisamente,
cuando niño, nada había en el mundo que le preocupara más, que le
produjera más terror, que los ratones. Y eran precisamente esos animales
asquerosos los que habían acudido al olor de las bujías que ardían a
sus pies. Ya habían roído sus ropas y sabía que muy pronto empezarían
a roerlo a él, a comerse su cuerpo. Un día pudo verlos: eran cinco
ratones lucios, resbaladizos, que subían a la caja por la pata de la mesa
y lo estaban devorando. Cuando su madre lo advirtiera, no quedaría ya de
él sino los escombros, los huesos duros y fríos. Lo que más horror le
producía no era exactamente que se lo comieran los ratones. Al fin y al
cabo podría seguir viviendo con su esqueleto. Lo que lo atormentaba era
el terror innato que sentía hacia esos animalitos. Se le erizaba la piel
con sólo pensar en esos seres velludos que recorrían todo su cuerpo, que
penetraban por los pliegues de su piel y le rozaban los labios con sus
patas heladas. Uno de ellos subió hasta sus párpados y trató de roer su
córnea. Le vio grande, monstruoso, en su lucha desesperada por taladrarle
la retina. Creyó entonces una nueva muerte y se entregó, todo entero, a
la inminencia del vértigo.
Recordó que había
llegado a mayor de edad. Tenía veinticinco años y eso significaba que no
crecería ya más. Sus facciones se volverían firmes, serias. Pero cuando
estuviera sano no podría hablar de su infancia. No la había tenido. La
pasó muerto.
Su madre había
tenido rigurosos cuidados durante el tiempo que duró la transición de la
infancia a la pubertad. Se preocupó pora higiene perfecta del ataúd y de
la habitación en general. Cambiaba frecuentemente las flores de los
jarrones y abría las ventanas todos los días para que penetrara el aire
fresco. Con qué satisfacción miró la cinta métrica en aquel tiempo,
cuando, después de medirlo, ¡comprobaba que había crecido varios
centímetros!. Tenía la maternal satisfacción de verlo vivo. Cuidó,
así mismo, de evitar la presencia de extraños en la casa. Al fin y al
cabo era desagradable y misteriosa la existencia de un muerto por largos
años en una habitación familiar. Fue una mujer abnegada. Pero muy pronto
empezó a decaer su optimismo. En los últimos años, la vio mirar con
tristeza la cinta métrica. Su niño no crecía ya más. En los meses
pasados no progresó el crecimiento un milímetro siquiera. Su madre
sabía que iba a ser difícil ahora encontrar la manera de advertir la
presencia de la vida en su muerto querido. Tenía el temor de que una
mañana amaneciera “realmente” muerto y tal vez por eso aquel día él
pudo observar que se acercaba a su caja, discretamente, y olfateaba su
cuerpo. Había caído en una crisis de pesimismo. Ultimamente descuidó
las atenciones y ya ni siquiera tenía la precaución de llevar la cinta
métrica. Sabía que ya no crecería más.
Y él sabía que
ahora estaba “realmente” muerto, Lo sabía por aquella apacible
tranquilidad con que su organismo se dejaba llevar. Todo había cambiado
intempestivamente. Los latidos imperceptibles que sólo él podía
percibir se habían desvanecido ahora de su pulso. Se sentía pesado,
atraído por una fuerza reclamadora y potente hacia la primitiva
substancia de la tierra. La fuerza de gravedad parecía atraerlo ahora con
un poder irrevocable. Estaba innegable. Pero estaba más descansado así.
Ni siquiera tenía que respirar para vivir su muerte.
Imaginariamente, sin
tocarse, recorrió uno a uno cada uno de sus miembros. Allí, sobre una
almohada dura, estaba su cabeza levemente v uelta hacia la izquierda.
Imaginó su boca entreabierta por la delgada orilla de frío que le
llenaba la garganta de granizo. Estaba tronchado como un árbol de
veinticinco años. Quizá trató de cerrar la boca. El pañuelo que había
apretado a su quijada estaba flojo. No pudo colocarse, componerse, tomar
una “pose” siquiera para parecer un muerto decente. Ya los músculos,
los miembros, no acudían como antes, puntuales al llamado de su sistema
nervioso. Ya no era el de dieciocho años atrás, un niño normal que
podía moverse a gusto. Sintió sus brazos caídos, tumbados para siempre,
apretados contra las paredes acojinadas del ataúd. Su vientre duro, como
una corteza de nogal. Y más allá las piernas íntegras, exactas,
complementando su perfecta anatomía de adulto. Su cuerpo reposaba con
pesadez, pero apaciblemente, sin malestar alguno, como si el mundo se
hubiera detenido de repente, y nadie interrumpiera el silencio; como si
todos los pulmones de la tierra hubieran dejado de respirar para no
interrumpir la liviana quietud del aire. Se sentía feliz como un niño
bocarriba sobre la hierba fresca y apretada, contemplando una nube alta
que se aleja por el cielo de la tarde. Era feliz, aunque sabía que estaba
muerto, que reposaba para siempre en la caja recubierta de seda
artificial. Tenía una gran lucidez. No era como antes, después de su
primera muerte, en que se sintió embotado, bruto. Las cuatro bujías que
habían puesto en derredor suyo, y que eran renovadas cada tres meses,
empezaban a agotarse nuevamente: precisamente cuando iban a ser
indispensables. Sintió la vecindad de la frescura en las violetas
húmedas que su madre había llevado aquella terrible mañana. La sintió
en las azucenas, en las rosas. Pero toda aquella terrible realidad no le
causaba ninguna inquietud; al contrario, era feliz allí, sólo con su
soledad. ¿Sentirse miedo después?
Quien sabe. Era duro
pensar en el momento en que el martillo golpeara los clavos sobre la
madera verde y crujiera el ataúd bajo la esperanza segura de volver a ser
árbol. Su cuerpo atraído ahora con mayor fuerza por el imperativo de la
tierra, quedaría ladeado en un fondo húmedo, arcilloso y blanco, y allá
arriba, sobre cuatro metros cúbicos, se irían apagando los últimos
golpes de los sepultureros. No. Allí tampoco sentiría miedo. Eso sería
la prolongación de su muerte, la prolongación más natural de su nuevo
estado.
No quedaría ya ni
un grado de calor en su cuerpo, su médula se habría enfriado para
siempre, y unas estrellitas de hielo penetrarían hasta el tuétano de sus
huesos. ¡Qué bien se acostumbraría a su nueva vida de muerto! Un día
–sin embargo– sentirá que se derrumba su armadura sólida; y cuando
trate de citar, de repasar cada uno de sus miembros, no los encontrará.
Sentirá que no tiene forma exacta definida, y sabrá resignadamente que
ha perdido su perfecta anatomía de 25 años y que se ha convertido en un
puñado de polvo sin forma, sin definición geométrica.
En el polvillo
bíblico de la muerte. Acaso sienta entonces una ligera nostalgia:
nostalgia de no ser un cadáver formal, anatómico, sino un cadáver
imaginario, abstracto, armado únicamente en el recuerdo gorroso de sus
parientes. Sabrá entonces, que va a subir por los vasos capilares de un
manzano y al despertarse medido por el hambre de un niño en una mañana
otoñal. Sabrá entonces –y eso sí le entristecía– que ha perdido su
unidad: que ya no es –siquiera– un muerto ordinario, un cadáver
común.
La última noche la
había pasado feliz, en la solitaria compañía de su propio cadáver.
Pero al nuevo día,
al penetrar los primeros rayos del sol tibio por la ventana, abierta,
sintió que su piel se había reblandecido. Observó un momento. Quieto,
rígido. Dejó que el aire corriera sobre su cuerpo. No pudo dudarlo:
allí estaba el “olor” . Durante la noche la cadaverina había
empezado a hacer sus efectos. Su organismo había empezado a
descomponerse, a pudrirse, como el cuerpo de todos los muertos. El ”olor”
era, indudablmente, un olor inconfundible a carne manida, que desaparecía
y reaparecía después más penetrante. Su cuerpo se había descompuesto
con el calor de la noche anterior. Sí. Se estaba pudriendo. Dentro de p
ocas horas vendría su madre a cambiar las floresy desde el umbral la
azotaría el tufo de la carne descompuesta. Entonces sí lo llevarían a
dormir su segunda muerte entre los otros muertos.
Pero de pronto el
miedo le dio una puñalada por la espalda. ¡El miedo! ¡Qué pa labra tan
honda, tan significativa! Ahora tenía miedo, un miedo “físico”,
verdadero. ¿A qué se debía? El lo comprendía perfectamente y se le
estremecía la carne: probablemente no estaba muerto. Lo habían metido
allí, en esa caja que ahora sentía perfectamente, blanda, acolchada,
terriblemente cómoda; y el fantasma del miedo le abrió la ventana de la
realidad: ¡Lo iban a enterrar vivo!
No podía estar
muerto, porque se daba cuenta exacta de todo; de la vida que giraba en
torno suyo, murmurante. Del olor tibio de los heliotropos que penetraba
por la ventana abierta y se confundía con el otro “olor”. Se daba
perfecta cuenta del lento caer del agua en el estanque. Del grillo que se
había quedado en el rincón y seguía cantando, creyendo que aún duraba
la madrugada.
Todo le negaba su
muerte. Todo menos el “olor”. Pero, ¿cómo podía saber que ese olor
era suyo? Tal vez su madre había olvidado el día anterior cambiar el
agua de los jarrones, y los tallos estaban pudriéndose. O tal vez el
ratón, que el gato había arrstrado hasta su pieza, se descompuso con el
calor. No. El “olor” no podías ser de su cuerpo.
Hacía unos momentos
estaba feliz con su muerte, porque creía estar muerto. Porque un muerto
puede ser feliz con su situación irremediable. Pero un vivo no puede
resignarse a ser enterrado vivo. Sin embargo, sus miembros no respondían
a su llamada. No podía expresarse, y era eso lo que le causaba terror; el
mayor terror de su vida y de su muerte. Lo enterrarían vivo. Sentiría el
vacío del cuerpo suspendido en hombros de los amigos, mientras su
angustia y su desesperación se irían agrandando a cada paso de la
procesión.
Inútilmente
trataría de levantarse, de llamar con todas sus fuerzas desfallecidas, de
golpear por dentro del ataúd oscuro y estrecho para que supieran que aún
vivía, que iban a enterrarlo vivo. Sería inútil; allí tampoco
responderían sus miembros al urgente y último llamado de su sis tema
nervioso.
Oyó ruidos en la
pieza contigua. ¿Estaría dormido? ¿Habría sido una pesadilla toda esa
vida de muerto? Pero el ruido de la vajilla no continuó. Se puso triste y
quizá tuvo disgusto por ello. Hubiera querido que todas las vajillas de
la tierra se quebraran de un sólo golpe allí a su lado, para despertar
por una causa ex terior, ya que su voluntad había fracasado.
Pero, no. No era un
sueño. Estaba seguro de que de haber sido un sueño no habría fallado el
último intento de volver a la realidad. El no despertaría ya más.
Sentía la blandura del ataúd y el “olor” había vuelto ahora con
mayor fuerza, con tanta fuerza, que ya dudaba de que era su propio olor.
Hubiera querido ver allí a sus parientes, antes que comenzara a
deshacerse, y el espectáculo de la carne putrefacta les produjera asco.
Los vecinos huirían espantados del féretro con un pañuelo en la boca.
Escupirían. No. Eso no. Era mejor que lo enterraran. Era preferible salir
de “eso” cuanto antes. El mismo quería ahora deshacerse de su propio
cadáver. Ahora sabía que estaba verdaderamente muer to, o al menos
inapreciablemente vivo. Daba lo mismo. De todos modos persistía el “olor”.
Resignado oiría las
últimas oraciones, los últimos latinajos mal respondidos por los
acólitos. El frío lleno de polvo y de huesos del cementerio penetrará
hasta sus huesos y tal vez disipe un poco ese “olor”. Tal vez –¡quién
sabe!— la inminencia del momento le haga salir de ese letargo. Cuando se
sienta nadando en su propio sudor, en una agua viscosa, espesa, como
estuvo nadando antes de nacer en el útero de su madre. Talvez entonces
esté vivo.
Pero estará ya tan
resignado a morir, que acaso muera de resignación.
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